Consigna 2: Construir en una escuela primaria o secundaria, en polifonía, una figura inmaculada que resista la degradación y la destrucción y que permita mantener un objetivo valioso y de crecimiento para la institución.

Producción de los participantes:
La cooperadora -Ana Lía Olego
Son cartas nada más… -Julia Zelarrayan
UNA VOZ EN EL SILENCIO - Mabel Jokmanovick Derka
LA SONRISA DE SARA MEYER - Cristina Delea

La cooperadora -Ana Lía Olego

La tarde había dejado de serlo y una espesa neblina había comenzado a bajar, dándole al otro lado de la vía un aspecto irreal. A esa hora muy pocas ventanas trasegaban sus luces y en la escuela, sólo las del salón de la Cooperadora Escolar.
Tras guardar los talonarios y algún que otro sello, los que aún seguían trabajando pronto estarían en sus casas calentitas y con la familia que los esperaba, como tantas otras veces.
El acto escolar del 9 de julio había estado hermoso, los chicos habían actuado maravillosamente y los parientes estuvieron ahí, festejando y acompañando, así que la kermese fue un éxito y las ganancias más que suficientes para comprar los altoparlantes que tanta falta le hacían al salón de actos.
- Vamos Abel, gritó la Vicepresidenta de la Asociación, en dirección a los ruidos que lejanos indicaban que por allá
estaba él, seguramente apilando las mesas, guardando alguna herramienta o detectando algún daño que probablemente arreglaría al día siguiente, o quizás el sábado.
- Vayan Uds. contestó una voz desfigurada, quizás por un esfuerzo, -yo cierro todo, completó.
- Pero no Abel. Te esperamos. Esta vez fue la Prosecretaria la que lo animaba a apurarse, aunque algunas miradas no opinaban lo mismo.
- Nosotros vamos a ayudarlo, propuso alegremente Marito, quien como todos los hijos de los Cooperadores estaban acostumbrados a tener que esperar y que, si bien se las arreglaban para disfrutar de esos momentos en
que la escuela era sólo para ellos, invariablemente, terminaban con Abel. Abel les mostraba lo que estaba haciendo, les explicaba cómo iba a quedar de lindo cuando estuviera listo, pero también les contaba cómo era la escuela cuando él era chiquito y lo mucho que le gustaban los cuentos
- De ninguna manera, apuró Rosy a su hijo que estaba dispuesto a acompañar a Marito. Ni te pienses que vas a ir al fondo con esa ropa. Te vas a ensuciar o lo que es peor, se te puede romper, agregó la mamá a modo de que su comentario no sonara tan despectivo. - Además, ya está por llegar papá, dijo.
- Siempre pasa lo mismo. Al final todos terminamos sin saber qué hacer o haciendo lo que él quiere. Yo me voy, sentenció don Casimiro
- Pero si Abel no dijo nada, no pidió nada. Es más, nos dijo que nos fuéramos. Qué estás diciendo, le espetó Irupé, la más joven del grupo, con el desenfado de quien dice lo que piensa.
- Bueno, es su forma de obligarnos sin usar una sola palabra. Quién se va a ir si él sigue trabajando, le contestó con alguna vacilación don Casimiro, quien aún no se acostumbraba que la Asociación que él había conducido durante tanto tiempo se manejara ahora con estas formas tan liberales. – Además, dónde se ha visto que el presidente esté en mangas de camisa apilando trastos, farfulló ya en voz baja.
- Ud. vaya que nosotros nos arreglamos don Casimiro, intervino la vicepresidenta poniendo una mano en el hombro de Irupé que furiosa pretendía increparlo y, conocedora de las argucias del ex presidente, lo acompañó cortésmente hasta la puerta.
Por el portazo que no fue, apareció Juanjo 
-Hola. Buenas noches. Dijo el padre recién llegado y viendo las caras de cada uno agregó: - Qué anda pasando.
Ya veo, Abel se quedó trabajando. Bueno, cuál es el problema. Cada uno decida lo que quiera hacer y lo hace.
Acá nadie impone nada a nadie. - Rosy, le dijo dándole las llaves del auto, - Andá a casa y llevá a los chicos y a las Sras. por favor. Yo voy después.
- Pero Juanjo, todavía estás con el traje. Pero Juanjo ya no la escuchaba.
- Hola Abel. Tomamos unos mates.


Son cartas nada más… -Julia Zelarrayan
Querida Delia, sin dudas debes estar mejor después del parto de tus nietos trillizos.
Como verás sigo cumpliendo con el juramento que nos hicimos el día que terminamos la escuela primaria. Sí, aunque sea una carta por año. Hemos pasado muchos momentos juntas; el despertar a nuestra adolescencia, aquellos cuchicheos cuando descubrimos que la cigüeña no existía, por algo que habías escuchado y relacionando ¡!!… Cuando nos reíamos en sexto grado porque notábamos que un chico nos miraba; y nacía el famoso “-quiere ser tu novio”, nos sonrojábamos como tomates maduros.
Durante los últimos años de escuela, nos descubrimos, y nos dimos cuenta de que podíamos hacernos compañía durante el viaje (consejo siempre presente de mi madre, “tiene que ser buena chica”).
Los fogosos medio días en la estación del tren con galería de zinc. Esa estación de ferrocarril, atestada de gente por cuyos rostros bajaban torrentes de transpiración.
 Nosotras, sólo dábamos vueltas y mirábamos desde la puerta de esa pequeña sala de espera (llena de madres amamantando, niños que lloraban). Allí imposible mantener una charla entre ambas. Y así vueltas y vueltas, buscando alguna sombrita (si se acercaba un borracho, nos hacíamos humo).
Delia te acordás del loquito, era el atractivo cómico. Cierro los ojos y me parece verlo:
Bajo el tajante sol, caminando descalzo sobre los pedregullos, entre el par de vías; hacía su recorrido de veinte metros; y chucu, …., chucuu… (giraba sus flacos brazos como lo hacían las ruedas del tren). Dando unos saltos corría hasta un aparato con media docena de pesadas palancas de hierro (a distancia prudencial, simulaba bajar un par de ellas. Secaba su sudor con la falda de su camisa. Y retornaba a su ¡Chucu, ..Chucuu).   - ¡Anda el tren, anda ¡(gritaba). Y muy cortés, detenía su marcha: se quitaba la gorra de lana, con una inclinación   recibía cuando alguien le quería acercar una naranja, un pancito. (a veces se sentaba en el borde del cordón y lo saboreaba), y –“gracias, … gracias”. Continuaba su rutina.
Recuerdas Delia, cuando escribiste su historia: “loquito Antonio” (así le llamaban). Todo fue porque la maestra te encontró riendo en clase, y preguntó el motivo de la risa banal:
Tuvimos que investigar, y hablamos con la madre, y otro día con el padre. Era una dolorosa y por qué no linda historia. (Sabrás disculparme si los 50 años que pasaron, han borrado algo de mi memoria). ¿Te acordás? Era un matrimonio (encargado de la Estación del Tren) que vivía en una casita pequeña en cuyo jardín nunca faltaba una flor, no tenían hijos. Ocurrió esos que llaman milagros; cierta noche la mujer, empezó a escuchar un llanto de niño. – Será posible, siempre me persigue el sueño de un hijo
Se sentó en la cama, y le comentó a su marido.
 – Basta mujer, que yo cuando cerré la estación miré todo. Serán esas mujeres que cuando sus niños tienen fiebre vienen muy temprano a tomar el primer tren para llevarlos al hospital de la Ciudad.
-Querido, te entiendo estás cansado. Iré yo a controlar. Fueron los dos llevando la linterna, el llanto nacía en la Sala de espera para pasajeros: Allí envuelto en diarios y arpillera, carita negra de tierra y moco, tendría dos años; la mujer tomó el niño.  Al día siguiente llamaron a la policía, el Juez de Paz dio orden que los del hallazgo se constituyeran en tenedores transitorios del niño, no obstante, se dio publicidad por: el diario local, la radio, volantes pegados en lugares públicos. Pasaron los años y el niño crecía jugando con los padres que Dios le puso en el camino. La sonrisa grandota de la madre vibraba cuando escuchaba - ¡Qué lindo está su chico ¡Y Antonio también enorgullecía a su padre, porque de ambos recibió mucho amor y buenas enseñanzas de vida, fue criado respetuoso, pero no existió una escuela para su deficiencia neurológica! Eso si amaba todo lo que era su hogar, en especial el tren. Cuando cumplió los diez años, un maquinista le arrojó un paquete, lo saludó con su sombrero. En nuestro siguiente viaje nos enteramos, era un viejo traje azul de lana (achicado por modista) con botones dorados, charretera y gorra nueva. Lo usaba en otoño e invierno todo el día. En verano cuando el tren pitaba pidiendo señal; Antonio corría a ponerse su uniforme completo.
Con el avance de las rutas, cundieron los ómnibus, y el …” ramal que para, ramal …”.
Estimada Delia, hace un mes fuimos con mi esposo por la zona de la ex estación; los yuyos tapaban los durmientes y herrumbrados rieles. Funciona allí una jovial feria de artesanos (de productos chinos).   Un trozo de tango bailó en mi mente:  “Me da pena verte hoy, ….
          La dicha y fortuna te fueron esquivas, girones de ensueños dispersos…
             Mas vale que nunca pegara el regreso, si al verte mis labios tiemblan de pena,
             mi estación no es ésta, … prefiero no recordar.”

Carta de Delia.
Gracias por tus noticias, sé que cuando viniste nadie estaba en casa, pues fuimos al entierro de Antonio.    Sabes que él no era de nadie, pero era de todos. Creo que quién tuvo la suerte de conocerlo aprendió a amar los trenes.  Habiendo muerto quienes lo criaron, quedó al abandono. Un día lo encontré muy solo, viejo y flaco. De las uñas se lo arranqué a la parca. Vivió un par de años más; aquí en casita de mi madre junto al río del sauce llorón, cerquita del viejo puente del tren que nunca pasa.
-No llores ya mujer, que siempre un tren y un Antonio andarán. Recordar también es vivir.

UNA VOZ EN EL SILENCIO - Mabel Jokmanovick Derka

El polvoriento colectivo partió de Tilcara, en la provincia de Jujuy, y lentamente fue atravesando caminos de asfalto, de puro ripio y de tierra nomás, trepando a veces por caminos de cornisa hasta los 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Fortunato, el  joven maestro recién recibido en la capital jujeña, viajaba ilusionado y expectante ese frio día de julio. Mañana debía  hacerse cargo del puesto de maestro y director de la escuela nº 225 de Huicaira, cerca de Humahuaca, según le habían indicado en el Distrito Escolar. 
Sus ojos se asombraban y nutrían de paisajes increíbles a medida que avanzaban las horas y los kilómetros, sin cruzarse con nadie más que con alguna que otra llama rumiando su almuerzo en un rincón, al reparo del viento y del agua-nieve. 
A través del vidrio de la ventanilla miraba pasar carteles con nombres de pueblos o parajes que había leído en los mapas regionales, como Maimará, Hornillos, Purmamarca, Huacalera, Uquía; y de otros que no tienen letras de molde ni identificaciones claras, como Alfarcito, Juella, Malka, hasta que, casi al caer la tarde, llegaron a Huicaira.
El colectivo se detuvo, Fortunato descendió y el chofer, abriendo el receptáculo de equipajes, bajó sus pertenencias al costado del camino: una valija a cuadros, tres grandes cajas de cartón bien reforzadas y varias bolsas de plástico negro. 
- Que tenga suerte Don. Ya varios vinieron a hacerse cargo de la escuela pero se fueron enseguida… ¡El lugar no es joda! El silencio enloquece al más pintado, le dijo; luego subió al vehículo, aceleró y despareció en el crepúsculo, como desparece el sol detrás de los cerros. 
El joven, aturdido por el largo viaje y el comentario del colectivero, buscó con la mirada la escuela que debía ser su lugar de trabajo y su hogar por los próximos años. Y ahí la vio: un rectángulo de piedra y adobe con chapas oxidadas, tan marrón como el paisaje, tiritando entre los cardones inmutables al compás del viento despiadado de la noche que se aproximaba. Una ruina de abandono y soledad. 
Sintió una opresión en el estómago y el corazón; giró en un acto reflejo y corrió intentando detener al micro, para que no se vaya, para que no lo abandone en ese destierro. Pero era inútil, ya había desaparecido y él sabía que no volvería a pasar hasta dentro de quince días… Comprendió que no había escapatoria y, resignado, comenzó a entrar su equipaje y acomodarse en la casi tapera.
Pero al día siguiente amaneció soleado y casi sin viento. La luz entraba a borbotones por las ventanas desvencijadas y, además, sabía que nadie vendría a rescatarlo. Despacito ajustó las aberturas, remendó las grietas, barrió el rectángulo del salón de clases y comenzó a vestirlo con láminas que había traído entre sus bultos (algunos mapas, fotos de animales silvestres y retratos de próceres). Recortó letras en cartulina y con palabras en color naranja armó una frase de Bienvenida. Finalmente colocó unas flores de cardón sobre el escritorio rústico y preparó el mástil y la bandera para el día siguiente.
Las clases comenzaron puntualmente el primer lunes después de las vacaciones de invierno. Ese día un puñado de coyitas angelados, apenas abrigados con sus ponchitos y ojotas caseras, traspasaron con timidez la puerta de la escuela, y observaron el aula y al maestro con ansiedad y pura inocencia. Estaban abiertos a intentar la aventura del conocimiento. Pero otros remolones no vinieron, y fue necesario ir a buscarlos cerro por cerro, casa por casa, uno por uno, tratando de ganarse la confianza de las familias que se resistían a enviarlos a la escuela.
- Que para qué maestro; que la escuela a nosotros no nos sirve para nada; que es muy lejos; que hace frío y no tenemos calzado ni abrigo apropiado; que a la Juana la precisamos para que cuide los hermanitos; que al Omar para que ayude en la siembra y al Lucio para pastar las ovejas… solían decir algunos padres.
Durante tres años el maestro Fortunato, con sumo amor y paciencia, sacó sonrisas de esas caritas de ojazos renegridos y narices con moco; letras redondas de sus manitos curtidas; logró que hagan cuentas prácticas sumando llamas, restando vicuñas o multiplicando cabras; enseñó historia para evitar los errores del futuro; despertó la fantasía infantil con la magia de sus cuentos heroicos y la melodía de coplas y chayas; compró de sus propios ingresos útiles para todos los alumnos; curó heridas del cuerpo y del alma de los niños… y también de muchos grandes. Desde que él llegó, nada fue igual en Huicaira.
Pero la soledad desmedida es muy hostil para los jóvenes sin familia en la inmensidad de los cerros. Al maestro este aislamiento le hacía las noches extremadamente largas, le nublaba la mente, le desquiciaba las emociones y le provocaba una infinita tristeza… hasta extraviarlo.
 Y un día empezaron los comentarios, espaciados al principio, más insistentes con el tiempo.
- Dicen que al Fortunato lo ven seguido por el almacén de Malka, y compra mucha bebida. Yo no sé para qué tanta, si es él solito…
- Pasé una noche por la escuela, cuando iba con mi mujer al parto de su hermana, y nos pareció que gritaba, como un loco…
- En el acto de la Fiesta Patria yo le sentí un poco de olor a alcohol, pero después me pareció que no, que estaba confundida…
- Nos contó Don Ruiz que un día cayó el Inspector de sorpresa y lo encontró borracho, muy perdido… 
- Parece que lo llamaron del Distrito Escolar de la provincia. Hoy lo vimos muerto de frío frente a la escuela, esperando el colectivo quincenal con una valija a cuadros…

El maestro Fortunato, verdadero héroe no reconocido, nunca más volvió a la escuela. Pero aunque esta historia ocurrió hace muuuchos años, todavía resuena, en el silencio tremendo de Huicaira, el eco imprescindible de su voz. 


LA SONRISA DE SARA MEYER - Cristina Delea

Los pasillos alargados que llegaban sinuosamente a la Rectoría, eran fieles testigos de aquello que bullía.
La Rectoría a un costado del Pasillo estaba ajena, permanecía dentro de su gran puerta de madera lustrada, bronces y grabada, como orgullosa de estar en otro lugar.
No en el afuera. En otro espacio. Mientras tanto las voces de los de 6to, los más grandes, que se imponían al resto decían ‘’Vamos Todos a Asamblea, este señor de ahí no nos escucha. Otros responden ‘’Vamos al Hall Central, todas las divisiones de turno tarde, así como hoy hizo turno mañana completo’’
Van bajando por las distintas escaleras, bajan igual por la central de Rectoría y Sala de profesores, y bajan por las posteriores, las de atrás, oscuras, que nos dejaron.
Ya en el Hall un orador comienza ‘’Proponemos la inmediata destitución del Rector
por vacío en su función. Muchos nos apoyan. 
Los de 1ro se quejan porque no son atendidos. Aparecen también un montón de cuarto que gritan ‘’acá tenemos todas las firmas que coinciden con nuestro reclamo’’
‘’Vamos a Rectoría ya’’, suben todos juntos, y entregan el petitorio. Síííí, gritan todos liberados de una vez. Casi al instante se abre la Gran Puerta y asoma el viejo Rector. Dejo mi cargo’’ dice seco, y se silencia. Todo comienza a vibrar, chicos que gritan, se ríen algo así como triunfantes, el Rector se ha ido, sin que nadie lo vea.
Es ahora cuando el Gran Colegio, emblemático, cuestionado, pero ante el cual nos rendimos los que amamos saber. Es ahí cuando al estar sin dirección. les urge y nace de ellos, los alumnos, hacer una votación de todas las partes y de allí nace el nombre de Sara Meyer, profesora de literatura. Por amplia mayoría, todos sabíamos que íbamos a ser escuchados por Sara. Ya lo vivimos con ella, conocía a cada uno de sus alumnos, descubría esa nota que sólo ella veía, sutil conocedora de libros, autores, personajes y alumnos. Ella nos quería. 
Al fin está ella a la cabeza ,consensuamos acuerdos, renunciamos a espacios ganados, nosotros los irreverentes, rebeldes, habíamos entrado en razón.
Alguna gente se opuso, como siempre en todo, decían’’ no tendrá autoridad’’
‘’Será poco fuerte con los alumnos’’ y otras voces contrarias al estilo dialoguista que traía Sara. 
Las olas se fueron calmando, era frecuente ver a Sara en la entrada, con una sonrisa de bienvenida al vernos llegar.



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