Habemus Consigna Ciclo 2019 miércoles 17 de abril

El tema de este bloque será la cotidianidad. Para ir preparándote, anda pensando:

¿Qué considerás lo cotidiano? (¡No lo busques en el diccionario!) ¿Qué consideran los que están más cerca tuyo que es lo cotidiano? 
¿Qué relación tiene lo cotidiano con la rutina y con tu rutina en particular? ¿Podés relacionar distintos ambientes u objetos con lo cotidiano?
¿Lo relacionás con espacios abiertos, cerrados, motivadores por alguna razón?
Es importante después de esto realizar una lectura o relectura de “Carta a una señorita en París” de Julio Cortázar. ¿En qué medida podés relacionarlo con alguna forma de cotidianidad?


A partir de la reflexión elaborá una narración -poema, guión teatral o producción del género que quieras- que tenga que ver con lo cotidiano que te moviliza y su resolución sin que entren elementos exteriores y traelo a la primer clase!


Producción de los participantes:
Aviso clasificado - Marta Imbriale
La pestilencia - Diego Ortuño
Mis días - Ana Lía Olego
Tic toc - Marcela Ruz
Mi partida - Cristina Delea
La última formación - Haydée Ortone
Eros y Thanatos - Mabel Jokmanovick Derka
El valor de la libertad - Adriana Otheguy
Neo Frankesteins - Alejandro Arias

Aviso clasificado - Marta Imbriale

“Se necesitan alegradores
Deberán acreditar referencias y estar dispuestos para viajar al interior, ya que prestarán servicios a lo largo y a lo ancho del país.
Serán eliminados/as los que crean que ser alegrador supone poner cara de contento y reír a cada rato. Eso, más que ser alegrador, es ser un imbécil.
Necesitamos profesionales genuinos.
Que nos miren profundamente a los ojos.
Que sin hablar, nos digan que comprender nuestro dolor.
Que tomen nuestras manos laxas, con sus manos calientes.
Que nos abracen, con ternura, pero con fuerza.
Por fin, que no nos pidan que dejemos de llorar.
Que no nos prometan nada.
Que sequen nuestro llanto con un pañuelo perfumado de lavanda.
Que nos acaricien la cabeza y que, antes de irse, sonrían muy levemente, repetimos: muy levemente.
Aclaración: de no poder contar con personas con tales capacidades, deberemos tramitar su importación, lo cual sería muy oneroso, aunque estamos dispuestos a esa erogación, dada la imperiosa necesidad del momento.”
Dirigir CV a www.ministeriodemalestarsocial.com.ar


La pestilencia - Diego Ortuño

Algo huele raro en la casa. Mi hija lo notó – papi apesta – dijo. Me cansé de buscar pero no encontré la fuente. Pensé que se trataba de un ratón muerto. Luego me ocuparía, debía llevarla al colegio.
Al salir me sorprendió que aún persistiera el olor. Antes de subir a la nena al auto vi al vecino olfateando como un sabueso con semblante de extrañeza. -Buen día vecino, habrán matado a un perro y lo dejaron, parece que toda la calle está podrida.
Luego de conducir varias cuadras el olor no se disipaba, algunos en la parada de autobús usaban mascarillas y todos se quejaban. En la radio lo comentaban – una ola pestilente se cierne sobre la ciudad, las autoridades aún no dan respuesta.
Al principio parecía algo curioso pero se transformó en preocupación cundo la gente empezó a notar que el olor no sólo no se iba sino que se hacía más intenso. El aire estaba contaminado, las mascarillas no servían y era inútil encerrarse con aire acondicionado, era aspirar con nausea o morir de asfixia.
A media mañana las redes sociales y los medios sólo hablaban de la pestilencia. El suceso era mundial. Se percibía el hedor incluso en los confines de la tierra. Los profetas del fin del mundo no perdieron el tiempo. Los tanques de oxígeno escasearon y casi de manera inexplicable la reposición también estaba contaminada.
Para el mediodía había tantas hipótesis pero ninguna solución, la ONU emitió un comunicado para que los científicos y universidades del mundo trabajasen en conjunto. Podía quizás no tratarse del aire sino de un virus que afectaba el sentido del olfato, pero ¿cómo sucedió en todo el mundo y al mismo tiempo? Quizás era vegetal, algunas flores emiten una pestilencia parecida, ¿pero cómo explicaba el hedor hasta en lo más árido? El planeta estaba vivo y su sistema de defensa era el hedor hasta provocar el vómito, la deshidratación y la muerte de la especie más dañina. Los animales no padecían el suceso.
Defensa Civil llamó a mantener la calma e hidratarse a pesar de las náuseas. También suspendió todas las actividades laborales y en los colegios.
Me apresuré a buscar a la niña para llevarla a casa. Trataba de ignorar lo que sucedía para no preocuparla pero había gente que aparcaba los vehículos para vomitar en plena calle. Que horror, que asco. ¿Qué pasa si esto no es pasajero?, ¿qué haré con ella?


Mis días - Ana Lía Olego

Todos los días. Casi todos los días pienso dedicarle más tiempo al balcón Allí están mis plantas. En realidad el balcón es más que mis plantas pero me digo el balcón aún cuando pienso en mis plantas.
Todas fueron gajos y semillas de los más diversos donantes. Cada una sostiene y continúa una historia. Las hay lozanas y pujantes, otras padecientes de los avatares estacionales y alguna simplemente padeciente. Aquella se resiste a continuar compartiendo maceta y ésta reclama tregua a mis cambiantes criterios botánicos. Siempre me sorprendo con algún brote inesperado, una flor oculta o un visitante despistado.  Motivo de charla con alguna vecina balconera, seguramente descubriré nuevas formas de enredar el jazmín o   podar la rosa china.
Cuando finalmente les dedico algo más que el riego, me queda mucho más que la sensación del compromiso cumplido o la tranquilidad de la tarea acabada. Nunca me detuve a analizar qué es eso que me ocurre, pero me ocurre, y es gratificante, así que generalmente acabo reclamándome mayor disfrute de eso que tanto me gusta. Casi un oasis propio en la cotidianidad de mi vida, disputándole terreno a la rutina o quizás al caos.

Tic toc - Marcela Ruz

Su día comenzaba a las seis.  No a las seis y uno o a las cinco y cincuenta y nueve.  Exactamente a las seis saltaba de la cama o debía esperar a las siete y cinco, a las ocho y diez; las agujas de todos sus relojes debían hacerse una y dividir los cuadrantes por la mitad. La máxima perfección se alcanzaba sólo en cuatro momentos: las dos veces que los relojes marcaban las seis y las otras dos en que anunciaban las doce y media. Eran bastante aceptables también las nueve y cuarto, pero no eran lo mismo, no. Un par de veces se quedó dormido, el recuerdo del pánico que sintió durante esos sesenta y cinco minutos boca arriba mirando el techo, oliendo el aroma a café que ya estaba listo -gran invento las cafeteras programables, sin duda-, aguantando las ganas de ir al baño, sin siquiera poder sentarse o darse vuelta en la cama, sin poder prender el televisor ni hacer otra cosa que mirar cada pocos segundos el reloj que tenía en la muñeca, hicieron que tomara aún más recaudos para que las alarmas de los relojes distribuidos por todo el dormitorio lo despertaran a la hora debida.  
Todos los relojes de la casa eran minuciosamente controlados a diario contra la hora que marcaba su único reloj de confianza.  Hacía muchos años su abuelo le había regalado esa máquina maravillosa.  Una tarde de domingo fueron al tallercito del fondo de la casa y le dejó seleccionar uno (sólo uno, qué lástima) de sus innumerables relojes, cronómetros, péndulos.  Él no lo dudó: sería ese el elegido. Era magnífico, de acero inoxidable, sumergible, a cuerda.  No me resulta posible explicar por qué ese adolescente terminó muchísimo más obsesionado que su abuelo con cuanto aparato con agujas que midiera el tiempo cayera en sus manos y menos aún por qué con ese reloj en especial, si hasta le puso nombre: Royal. Era un buen reloj, es cierto, pero tampoco era para tanto.  No le pasó nada especialmente traumático, nada especialmente emocionante.  Tal vez fue por eso, tal vez nunca le pasó nada que lo conmoviera, nada que lo hiciera particularmente feliz o desdichado. O tenía un tornillo flojo de fábrica, una nunca sabe…
Lo que para él era algo cotidiano, cuanto mucho un poco rutinario, para los pocos que compartían su peculiar vida se transformaba en un martirio una vez que el momento inicial de las burlas había pasado. No hubo demasiados problemas en los distintos trabajos que tuvo, tarde no llegaba nunca.  Pero a las seis en punto se iba.  Y hoy por hoy, en algunos lugares eso de irse a horario está mal visto. Almorzaba a las doce y media, se iba a dormir a las nueve y cuarto.  No había excepciones, lo más osado era acostarse a las doce y media de la noche en Navidad y Año Nuevo, o en las poquísimas ocasiones en que lo invitaron a alguna fiesta y él fue.   
La semana pasada le pasó algo terrible.  Estaba llegando a su casa, serían alrededor de las seis y media de la tarde cuando una moto se subió a la vereda y el que iba atrás saltó detrás de él, lo agarró del cuello y poniéndole un arma en la cabeza le exigió que entregara todo, billetera, celular, reloj (curioso ¿no?, que en ese horario perfecto suceda semejante cosa). Quiso resistirse, pero el culatazo lo tiró al piso y fue casi desnudado en cuestión de segundos.  Cuando le arrancaron el reloj de la muñeca creyó que se moría ahí mismo.  Suplicó desde el suelo, fue inútil. Miró su muñeca desnuda por primera vez en treinta, cuarenta años…Se paró y quiso correr, gritar.  No podía, estaba inmóvil.  Algunas personas se acercaron a auxiliarlo, a preguntarle si estaba herido, en qué podían ayudarlo.  Él preguntó qué hora era y creyó que iba a largarse a llorar.  Pero sin entender cómo ni por qué, estiró los dos brazos a la altura de los hombros, empezó a girar sobre sí mismo y a reírse a carcajadas.


Mi partida - Cristina Delea

Uno, tras otro, día a día bajaba la interminable escalerilla caracol.
Oscuros, angostos peldaños. como resorte de madera de cedro, lustrada, eran guías para mis pasos cansados. Una barandita finita inexistente era el apoyo de mi mano ajada por tantas astillas. No había
lugar para nada más. Ni tiempo, tal vez en otro momento. Sobrevolaba,
casi no sentía el piso, si es que me sostenía….Tampoco sabía a dónde me conducía ese infinito. Algo era seguro, a la misma hora, todos los días, me lanzaba como a una pileta de baranda, madera, lustre, madera, hacia un fondo vacío, sin agua. Nada. Bajaba, más bajo, con pasos inciertos, tantos, tantos por  inseguros. Inexorable,sucedía al fondo, bien al fondo asomaba el final. Lodo, arena, arcilla, lodo,barro.
Allí aparecía eso mínimo, lo que quedaba aún de mí, también sin espacio, ni lugar, sólo ese minimum.Casi nada. Memoria. Tal vez memoria, cómo podría saber. Una imagen que volvía, como un dolor penetrante, que dura, que no se ha ido.
Sucedió aquel día, amaneció como todos los otros días, se diría casi como los otros, acaeció de repente la memoria, y quedó guardada segura para volver a recordar. Otro día, bajar y bajar como sin cuerpo, sin masa. Bajar  hasta volver al lodo, al principio.
Quieta,empezando a nacer,tímidamente memoria de la memoria. Tan oscuro que es denso, apenas voces ya sin fuerza, y el terror respirando en el aire. Volví hacia arriba, desesperada, en el aire, me empujaban las respiraciones doloridas del pozo, de abajo. Otro día, a la misma hora de todos los días, en ese momento en que repetidamente,casi volando, no sabe si sus pies, si el aire, o el viento tal vez.
No sé si al otro día. No sé si a la misma hora. Sucedió. El remolino de sombras, sollozos tristes y oscuros, también silencios, golpes y llantos más llantos, tal vez fue así, se apagó.
Las voces de arriba se alargan como manos y más manos, para retenerme. Susurran cerca de mi oído, silenciosamente palabra insinuada.Dicen ‘’acá está Dios’’, lo escriben, lo pintan en mi cabeza
Sería tal vez que ella estaba con los del pozo, sería que también con los de arriba, y aun en el medio. Dijo que estaba en los tres, o en ninguno, no lo sé. Solo pareció decir que partía. Desde una voz sin sonido, desde
una palabra no dicha,desde una nada, fue más nítida que el mismo vacío donde se encontraba. Un ‘’al fin’’ suave y tenue hizo eco en las paredes.

La última formación -Haydée Ortone

-Fue un empleado ejemplar sr. inspector. Aquí está su ficha personal, puede verla usted mismo…EVARISTO BAIGORRIA, 65 AÑOS, SOLTERO…, cuarenta años de trabajo ininterrumpidos y cuando digo ininterrumpidos, no estoy exagerando: jamás pidió una licencia, nunca faltó por enfermedad, ni siquiera se plegó a las medidas de fuerza del sindicato y no porque estuviera en desacuerdo, sino simplemente, porque consideraba que el subte  debe estar al servicio de la gente y por lo tanto debe funcionar siempre.
-Era el primero en llegar y el último en retirarse. Los muchachos del turno noche decían que nunca tenía apuro por irse y siempre estaba dispuesto a dar una mano.
- Muchas veces le pregunté: - “digamé, Baigorria, ¿qué hace enterrándose aquí tan temprano?”- y él me contestaba invariablemente: - “qué quiere Pérez, el subte es mi vida. Usted sabe: afuera yo no tengo familia, ni siquiera un perro que me espere. En cambio, aquí están mis amigos, mis compañeros, la gente… En tantos años los conozco a todos…”-
- “Pero, ¿no le gustaría tomarse unas vacaciones?...qué sé yo…el mar, las sierras… un viajecito…?
-“¿Le parece que hago pocos viajes?... -me respondía.
-Por eso, no sé,… todo lo que puedo decirle es que le salió la jubilación. Él no quería ninguna despedida, tanto es así que solicitó un permiso especial para continuar trabajando; pero, usted sabe, los de la A.R.T. están muy estrictos y no lo autorizaron. Ayer nos reunimos en la oficina, aquí en la terminal, ¿vio?, para comer algo. Los muchachos se turnaron para estar; creo que ya se lo dije: era un tipo muy querido. Le entregamos una medalla recordatoria y un diploma en el que firmamos todos. Algunos lo cargaban sin malicia, claro: -“ Che Baigorria, ahora vas a tener tiempo de sobra para levantarte una mina…”-
-Alrededor de la una, visiblemente emocionado, nos saludó a cada uno y se retiró. Entonces subió la escalera y salió a la calle.
-Dicen los testigos que se cubrió los ojos con ambas manos, como si el sol del mediodía lo hubiera lastimado. Vaciló un instante y dándose vuelta bajó corriendo las escaleras, justo cuando pasaba una formación.-


EROS Y THANATOS -Mabel Jokmanovick Derka

Se despertó, como todos los días, muy temprano en la mañana. Y como todos los días reconoció la invariable tenaza en el estómago, las agujas en la lengua, y la amenazante nube oscura de recuerdos dolorosos y miedos futuros que la angustiaban desde siempre. Angustia latente durante el sueño, pero que cobraba vida y vigor ni bien despertaba.
Inmediatamente inició el ritual de actos concatenados y rutinarios que la irían conectando, lentamente, con la conocida y confiable cotidianeidad; salvadora cotidianeidad que la depositaba a media mañana, o quizás cerca de medio día, en un estado de ánimo más estable y proactivo.
Encendió la radio, tomó el Omeprazol con el vaso de agua que preparó la noche anterior, acomodó el control remoto, guardó los anteojos de mirar TV en el cajoncito de la mesa de luz y comenzó a ponerse vertical para encarar el nuevo día, tratando de despegarse de esa atmósfera matinal, pegajosa y negativa, que le era tan familiar.
De pronto, como una buena nueva que llega sin anunciarse, su cuerpo comenzó a experimentar cambios: sus pulmones empezaron a expandirse suavemente, las aletas de la nariz a dilatarse, la garganta a ensanchar su canal, la luz a iluminar su rostro y, desde el fondo de las entrañas fue fluyendo, a través de su boca, una melodía dulce, bella, tierna, vital…

Finita la lluvia
cayó esta mañana
su voz cantarina
de lejos me llama…
Me pongo las botitas
y un capote de colores
y con mi paraguas
salgo afuera sin temores…

Embelesada por el deleite de su voz y la dulce melodía, encaró la mañana con más alivio, optimismo y energía. Hoy podía ser un día diferente, pensó esperanzada. Se quitó el camisón, las hebillas y las chinelas y, decidida, se dirigió al cuarto de baño para refrescarse un poco. Grande fue su sorpresa al ver que, detrás de la cortina de plástico amarilla, la aguardaba una espesa, húmeda y amenazante nube que salía de la ducha.
Se detuvo bruscamente y dudó un instante entre introducirse en la bañera tenebrosa e intimidante, o ponerse las botitas y el capote de colores y salir a la calle, donde la lluvia finita de la canción la estaba esperando.

El valor de la libertad -Adriana Otheguy

Como es habitual, miro a través de la ventana del inmenso living, bien resguardada en esta especie de guarida. Me prevengo de cosas raras que podrían alcanzarme. Me refiero a toda maligna influencia por parte de aquel que pretenda maniobras que pudieran perjudicarme. Y empleo una especie de medicina preventiva cada día. Cada tarde, consecutivamente. No soy una mujer hipocondríaca. No me agrada enfermarme ni causar lástima ni sacar provecho. No tengo quien se haga cargo de mí. Más bien yo me hago cargo de Tomás, mi gato callejero, que un día glorioso llegó hasta mi para darme calor en mis pies y en el alma. El alma de una incipiente anciana que construye su libertad cada día. Con la gente o lejos de la gente. Y es por eso que me gusta mirar para afuera, a través de mi ventana. Como todas las tardes desde que comenzó el otoño, y en los últimos cinco años de permanencia en el mismo sitio,   más allá de toda expectativa novedosa de lo que puede haber del otro lado, veo solo, a simple y gastada vista, ver pasar la bandada de loros a las seis casi clavadas. El ambiente muy generosamente iluminado solo en forma natural está casi todo hecho en rústica madera del siglo pasado, recordando la abundancia del bosque, y dejándose inhalar  un aromático olor de sahumerio de eucalipto y almizcle que hace bien a los sentidos. De color tan verde como el bosque y los mismos pajarracos dejando su rauda señal.  Mis ojos ya no dan para mucho más. Muchos años han pasado desde que por primera vez enhebrara  aquella  aguja reluciente y que desembocara felizmente en el histórico taller de confecciones finas que me diera tantas posibilidades: Me permití lujos inéditos impropios para tan desprestigiado oficio, especialmente por aquello de la costurerita que dio el mal paso. Y digo esto porque yo fui mujer de un solo hombre-y que Dios lo tenga en su santa gloria - porque no era demasiado bueno para convivir con una mujer como yo, tan libre y desprejuiciada, absolutamente innovadora y difícil de controlar.
 Me entretiene bastante ver esta cotidiana escena, descontroladamente animal, de esta ráfaga muy verde, chillando como histérica, a la que considero una visión de tipo profética. Pienso en las chusmas del barrio, lenguas viperinas, en situación de fuga, hacia otros lugares más pequeños, más controlables, más criticables. Y me arranca una sonrisa casi burlona por saberme impugne. Es que Llevan años de curiosear  tras los vidrios de las ventanas, sin poderme descubrir  en nada.  Yo me preservo. Lo sé por las cortinas alcahuetas que se mueven a determinadas horas, dejando entrever siluetas desdibujadas tras los vidrios que requieren más higiene. Siempre a las mismas horas cada día. Menos los domingos, porque hipócritamente, van a casi todas las misas a lavar sus conciencias. Pero  este cura no es mucho mejor. Es que al padre Ernesto, ya legendario, también es adicto a llevar y traer novedades. Y de estos yo me cuido. Lo envalentona  solo la botellita de licor de anís que doña Mercedes hace por tradición. y que lo pone de muy buen ánimo. Yo no voy casi nunca a la iglesia aunque creo en Dios fervientemente. Leo la Biblia a diario y sé que la crítica gratuita le desagrada a Dios. Meterse donde nadie los manda. -Pero a mí no han podido difamarme .Con gran recaudo cuidé mi privacidad  y buena reputación a pesar de los muchos pretendientes que se me presentaron luego de quedar viuda, sin considerar las siete décadas que tengo ahora y que llevo con mucha dignidad. Es que a los hombres le agradan las mujeres liberales e independientes, hasta que empiezan a involucrarse con una y echan amarres casi imposibles de deshacer.
Para la chusma es más difícil controlar en las grandes ciudades. Hay tantos habitantes y tantos sitios posibles donde refugiarse, que quedaría de manifiesto su incompetencia. Tengo mucho cuidado de no caer en igual erróneo deleite. Es que  por cierto tengo una gran vida interior que me mantiene ocupada.  Como todas las tardes, a eso de las cinco antes del espectáculo favorito, tomo mi taza de té de jazmín, en la tacita de porcelana inglesa que heredé de mi madre como recuerdo de familia. Luego me acerco a mi caballete junto a la ventana que da al jardín por la parte trasera de la residencia. Antecesores, dejaron como herencia intocable las columnas dóricas que sostienen el pesado techado de pizarra negra. En la parte contigua hay una gran mesa de roble, donde apoyo mis oleos y acuarelas, e innumerables pinceles. Y me dispongo a dejarme llevar por una multitud de colores y formas sacadas de la galera, durante una terapéutica sesión. Siempre lo hago a la misma hora. Una hora antes de la bandada de loros. Cuando nadie me ve. Ni me presiente. Trazos multicolores embadurnan las tensas telas enmarcadas, con arabescos que ignoro que vendrían a querer decir. Pero disfruto mucho dando rienda suelta al beneficio de la libertad, que es mi principal motivo de existencia.
Ahora, pinto solo pájaros verdes en situación de fuga. Huyendo hacia tierras más propicias, como con nuevo mensaje casi profético. Es que es difícil volar contra el viento. Es casi imposible. No se ven alocados, sino que mantienen la formación en perfecta geometría. Ellos parecen haber aprendido mucho de la vida. Hasta me arriesgaría a decir que saben comportarse socialmente, aunque parezca un absurdo. Como una ráfaga de viento veloz, se zambullen en una corriente casi magnética, dejándose apenas ver un solo instante a su raudo paso. Y así es la libertad. Se compone de pequeños instantes como la felicidad misma. Y la pienso verde, como el color de la esperanza. Para gozarla es necesario tener experiencia. No se puede ser enteramente libre por hacer solo lo que se quiere, como todas las licencias que me tomaba durante mi juventud. Ahora el físico no es dúctil como entonces. Pero tengo un alma rica en vivencias que me anima. Un alma que desborda henchida de libertad luchando contra el  viento o yendo a su favor. Pero todo demasiado del color del espeso bosque: Denso, pleno, generoso. Lleno de marañas y hasta de animales peligrosos. Dispuesto a proveer madera y frondoso follaje para dar sombra. Albergar a muchos pájaros en su copa, trinando ensordecedoramente. Y que deja penetrar a través de su follaje el más cálido rayo de sol que alumbra la existencia humana venciendo a la más negra espesura del ser.



Neo Frankesteins -Alejandro Arias
Mi esposa estuvo completamente de acuerdo en que fuésemos al Teatro. Necesitábamos ir.
Tuvimos suerte. La obra nos la recomendaron amigos que sabían de nuestra necesidad. Trataba, según leí en la crítica, sobre un grupo amateur que intenta hacer una comedia musical y atraviesa todos los inconvenientes que implica hacer éste tipo de incursiones en el Arte. Nos pareció interesante.
Elegimos el domingo para ir porque era previsible que habría menos público asistente. No nos equivocamos. La sala, ubicada en un subsuelo en el centro de la Ciudad, reunió a unos pocos allegados a los participantes del elenco, como suele suceder.
El espectáculo tenía como eje el despliegue de la organización, (o desorganización; dado que el tono de comedia se apoyaba en esto), necesario para montar una comedia musical. Había una docena de actores en escena.
No tuvimos que esperar demasiado, afortunadamente, para que apareciera nuestra presa: destacaba rutilante sobre los demás. Se trataba de una jovencita que se presentó luciendo un kimono rojo con un desparpajo maravilloso.
Me hizo recordar aquellos cuadros japoneses donde las geishas se muestran altivas, y observan con un dejo de curiosidad felina a sus ocasionales admiradores.
Con mi esposa nos miramos y sonreímos: era ella la elegida.
La obra continuó con numerosos bailes y actuaciones inverosímiles, pero ya no mirábamos más que a nuestra prometida: el fulgor de su juventud y belleza era un deleite para nosotros.
Terminó la función y pasamos por los sensores que registraron nuestra elección, mostrando en un parpadeo en la pantalla la imagen de nuestra joven actriz, y direccionando toda su información a nuestros video chips - captores.
Los organizadores de la obra, y por consiguiente, protectores del elenco, nos despidieron con una sonrisa gélida. Nosotros, los miembros del Coliseum, no esperamos jamás que nos vean con agrado; por más que seamos también presas de los Otros. Porque la cadena es continua.
Y es, sin dudas, una época de carestía de buen material humano. Hay que salir a buscarlo, donde sea.
Decidimos festejar, cenando en un Restaurant cercano a la Sala. Estábamos excitados. Los amigos nos fueron felicitando por la elección. Nos llegaron mensajes que informaban que el otorgamiento de la donación de nuestra seleccionada se realizaría en muy poco tiempo. Sería “desguazada” en menos de dos semanas.
El borrar todos sus registros es cada vez más rápido. Y sobre todo si se tienen buenos contactos.
Mi esposa recibiría nuevos ojos, y yo probablemente un hígado que me vendría muy bien: no lo he cuidado lo suficiente, y es hora de un recambio.
Brindamos.  Admiré los bellos ojos azules de mi amada con nostalgia. Eran, acaso, lo único que sobrevivía de su cuerpo original.
Ella, atenta, me sugirió que quizás tuviésemos que asistir pronto a algún concierto de piano. Teme por mis manos, que se van agrisando. Tiene razón. Habrá que ir programándolo.

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