Bloque 1/19 Consigna 3: Construir una narración en la que un narrador en 1° persona sienta el placer de su vida cotidiana y se ate a pequeños ritos que de alguna manera le dan seguridad. Esos ritos se van rompiendo y el narrador se descubre paulatinamente o bruscamente en otra realidad en la que él es al mismo tiempo, otro y él mismo. El cuento puede cerrarse desde una mirada exterior o desde la mirada del mismo narrador.
Material de referencia:
"Lejana" de Cortázar.
"Axolotl" de Corázar.
"Última vuelta" de Samanta Schweblin.
Producción de los participantes:
¿Qué pasó en mi lugar? -Cristina Delea
Mi arbol y yo -Mabel Jokmanovich Derka
Viaje de ida -Marta Imbriale
María Eugenia -Haydée Ortone
El viejo cura -Agustina Belén Cangiano
Esperando un milagro -Adriana Otheguy
La llegada - Marta Imbriale
Un día más -María Caran
"Última vuelta" de Samanta Schweblin
Después de mucho tiempo, de búsquedas,estaban las que antes de empezar, ya fracasaban, otras desafortunadas, algunas otras sin sentido. Éste era yo, remolino convulsionado, impulsos y deseos
rotos.Transité, caminé, olfateé, y llegó un día distinto, fue cuando me dije ‘’estoy donde siempre quise estar’’alguien pensó será este su lugar.Contesté al pasar, no lo sé’’, tal vez algún día’’.
La mañana de ese día, el día en que llegué, fue única, antes debí juntar mis cosas, cosas del ayer. Se vinieron conmigo objetos, recuerdos, todas las cosas que hablaban conmigo en secreto y que decían quién era yo.
Sólo contaba con 30 metros.Parecía mínimo, sin embargo era infinito para mí. Allí sentí que me expandía con cada objeto que lograba acomodar. Cada trofeo del recuerdo, hacía que mis brazos, mis manos se alargaran, yéndose con él. Al rato, al recordar, al volver, al ayer, las dimensiones se hacían gigantes presencias de roca, de adoquines, fortalezas fuertes, inertes, siempre en el mismo lugar, siempre dentro de mi cabeza. Yo y mis objetos, todo uno sólo.
Me sentí feliz, pleno, tal vez completo. Hasta ese momento, controlé mi orden.Se me hacía una vida, liviana,fresca, me parecía perfumada. Nada se mueve allí, yo no lo permito. Ni el aire se sacude.
No sé porqué, pero decido abrir la ventana. Siento como una aparecida, una brisita que pasa. Entra como en círculos, y me envuelve, me cubre como una mano inmensa.Cuando fue el ayer, también yo la había sentido, eran toques al paso. También descubrí, no sé cuándo, antes del tiempo, vi que esa brisita venía, y al no quedarse,ignoro el porqué, ella se iba. Pero esta vez no fue así. Ella se apoderó de mí,dándome un fuerte apretón, tan siniestro, que me hace expulsar todo el aire. Ella insiste, me comprime, yo sin aire, yéndose mi alma y yo salgo expulsado de ese que ya no es mi cuerpo. Ya estoy afuera, y desde ese vacío logro mirar. Qué hace ella’’ Tira todos mis objetos, rompe todas mis cosas, y me habita desde allí. Así logró ocupar todo mi espacio. Ahora reina desde su vacío, esperando que alguien entre en sus 30 metros cuadrados.
Tengo la íntima convicción de que compré esta propiedad, (la casa no valía gran cosa verdaderamente), por el árbol plantado en el fondo del terreno. Un cedro azul joven en ese entonces, lozano, pomposo, como de postal de Navidad europea.
Durante años disfruté su presencia cada mañana al levantar las persianas del dormitorio, desde la cocina cuando preparaba el almuerzo, o cuando caminaba por el jardín o jugaba con mis hijos. Me gustaba mirarlo de lejos en toda su magnificencia, pero también de cerca. Ver sus ramas verde azuladas albergando familias de pájaros, su corteza sudada de resina ámbar transparente y vital, sus piñas pequeñas exhalando polen amarillo sobre el pasto al final del verano. Fue sin dudas un amor a primera vista, y no sé en qué preciso momento ese árbol dejó de ser solo un árbol y se convirtió en un amigo, en un confidente, en una presencia tutelar cercana e íntima, hasta terminar hermanados por completo.
Recuerdo tantos momentos de alegría mirando su follaje, albergue de nidos y trinos. Pero también otros en que, apesadumbrada por dolores que no faltan en la vida de todos los mortales, corría a buscar protección y alivio al cobijo de su copa pródiga, o abrazando su tronco áspero, leñoso y parental. Podía sentir entonces esa profunda compenetración con mi árbol: mi cara contra su corteza rugosa; mis pies entrelazados con sus raíces como buscando llegar a la profundidad de la tierra, al misterio del magma. Y el aura de mi cabeza elevarse con su copa hasta llegar a las alturas, al cielo, al limbo, al nirvana… ¡Así estábamos de ensamblados!
Y la verdad que me resulta raro eso de ser árbol. Sentir los brazos verde azulados colmados de pajaritos, la piel exhalando polen amarillo sobre el pasto al final del verano, y el torso y la espalda leñosos y húmedos, pincelados de resina ámbar. Pero lo que verdaderamente me resulta difícil aceptar es la inmovilidad. Es extraño eso de estar toda la vida con los pies como raíces, plantadas en el fondo del terreno sin poder moverse a ningún otro lugar. La única ventaja de esta situación es que te permite, por años, tener una amiga como la señora dueña de casa, y compartir con ella su vida y su historia. Ella me mira siempre con cariño, me cuenta sus sentimientos, me confía sus secretos, ¡y me abraza con tanta, tanta fuerza, que a veces nos fundimos en un solo ser!
Andrés eligió el labial con cuidado. No quería un rojo potente, pensaba en un tono suave, delicado. Su mujer tenía toda una gama de labiales.
Comenzó a pintar sus labios.
Tuvo miedo. La imagen del espejo lo sorprendió.
Una bella mujer lo observaba.
"Esa" no era Andrés. ¿Quién era? ¿Y si Carla regresaba?
No, ella estaba trabajando, regresaría por la tarde. Tenía tiempo para limpiar su rostro, guardar los cosméticos, y olvidar esa estupidez.
No lo logró. La imagen del espejo volvía, lo atraía, lo asustaba.
-Amor, de la empresa me mandan a Brasil por una semana, pero no sé, te vas a quedar solito...
-Bueno, son pocos días, es importante mi cielo, yo voy a estar bien, andá, andá...
Se maquilló. La mujer del espejo parecía feliz. Abrió el placard de Carla. Vistió una pollera de lana negra, una camisa de seda blanca, con pequeños botones de perlas, se cubrió los hombros con un grueso chal artesanal y calzó un gorro tejido azul, que destacaba sus ojos grises.
¿Y los zapatos? Recordó unas finísimas botas de cuero negro, que aún no había usado.
La mujer del espejo sonreía. ¡Vamos! Parecía decir.
Abrió la puerta. El mundo estaba allí. Cruzó el umbral.
Sentía una alegría desafiante, nueva.
¿Cómo se había animado a salir así?
Trató de caminar con otra cadencia, más femenina.
Su corazón latía demasiado rápido.
Entró a un bar, necesitaba tomar algo.
El mozo dejó en la mesa, una copa de vino.
-Perdón, aún no pedí nada.
-Es un obsequio de aquel señor.
El hombre le sonrió.
Andrés conmocionado, no pudo pensar. "Ella" sí.
Miró al hombre, sonrió y bebió el vino.
Él, llegó a la mesa con su copa.
simpático, elegante y madrileño, deslumbrado por el sur argentino, era simplemente encantador.
-Lo más bonito que he visto, eres tú, guapa. ¿Cómo te llamas?
-Andrea -murmuró sosteniendo la mirada caliente de él.
Hablaron, bebieron, rieron.
Salieron juntos, en un silencio palpitante, denso.
Detrás de la ventana del bar, Andrés desesperado, cada vez más pequeño, golpeaba el vidrio. Ella no lo escuchó.
Apoyó la cabeza en el hombro masculino, él puso su mano sobre los hombros de ella y fue deslizando los dedos por la espalda y más allá.
Acarició las nalgas con fuerza. Andrea sofocó un gemido.
Había arribado a un lugar. Una marea de intenso calor la sacudió.
Andrés salió del bar.
-¡Tengo que detener esta locura!
Era ya demasiado pequeño, se prendió de los flecos del chal, ella sintió el tironeo.
El hombre se detuvo para abrir el auto.
Ella miró a esa cosa que se agitaba allá abajo.
Aquella rabia antigua, silenciada, atravesó los dientes apretados.
-¡Yo siempre estuve, estúpido!
Sin el menor atisbo de piedad, lo pisó con su finísima bota de cuero negro.
"Lejana" de Cortázar.
"Axolotl" de Corázar.
"Última vuelta" de Samanta Schweblin.
Producción de los participantes:
¿Qué pasó en mi lugar? -Cristina Delea
Mi arbol y yo -Mabel Jokmanovich Derka
Viaje de ida -Marta Imbriale
María Eugenia -Haydée Ortone
El viejo cura -Agustina Belén Cangiano
Esperando un milagro -Adriana Otheguy
La llegada - Marta Imbriale
Un día más -María Caran
"Última vuelta" de Samanta Schweblin
Julia me sonríe desde el otro caballo. Cuando el animal sube, las luces le iluminan el pelo; cuando baja, ella se toma del mástil y se arquea hacia atrás, sin dejar de mirarme. Somos indias hermosas. En la calesita, montamos nuestros caballos hasta el infinito, huimos de terribles amenazas y rescatamos de la muerte a animales en peligro. Si algo sale mal, si necesitamos duplicar nuestras fuerzas, chocamos los rubíes de nuestros anillos y una energía cósmica nos da superpoderes. Julia estira hacia a mí su mano y yo la tomo de los dedos, apenas alcanzamos a mantenernos agarradas. Pregunta si la quiero. Digo que sí. Pregunta si vamos a vivir juntas para siempre. Le digo que sí. Pregunta si algún día tendremos un castillo, si va a ser inmenso y si las indias viven en castillos así, inmensos. Le digo que sí, que por supuesto, que eso es lo que hacen las indias hermosas. Mamá está entre la gente que espera en el banco. La busco pero no la veo. Me abrazo a la crin dorada de mi caballo. Julia me imita y esperamos a mamá para saludarla. Pero la calesita gira y mamá sigue sin aparecer. Dos hermanos nos miran desde uno de los bancos. Hay más gente también, otros chicos con sus padres esperando el turno en la boletería. Cuando completamos otra vuelta el menor de los hermanos nos señala. Están sentados junto a una mujer muy vieja, que también nos mira. Tiene un chal plateado, el pelo blanco y la piel oscura; parece cansada. Dónde está mamá, dice Julia. Busco a mamá. El boletero que sacude la llave no es el hombre de siempre. El carrusel se detiene, tenemos que bajar. Los hermanos dejan su banco y vienen hacia nuestros caballos. De todos los que hay, ellos quieren éstos, y vamos a tener que dárselos. Julia se aferra a su caballo, mira a los chicos que ya suben. Hay que bajar, digo. Pero quieren nuestros caballos, dice, los rubíes, choquemos los rubíes, dice Julia estirando su mano hacia mí. Pienso en darle el gusto pero los hermanos ya se trepan y me preocupa no ver a mamá. El mayor se acerca y le da dos palmadas al morro de mi caballo. El otro le hace un gesto a Julia para que se baje. Ella tiene los cachetes inflados y colorados, como cuando está por llorar. Acaricio la piel cálida y fuerte de mi caballo, y apenas alcanzo a bajar cuando siento al chico tomar con fuerza la montura y subirse. Trata al caballo como a un animal de guerra, taconea y grita. La calesita empieza a moverse y descubro que Julia ya no está en su caballo, ni cerca de mí. Tengo que bajar pero no la encuentro. Tampoco a mamá. La abuela de los hermanos camina hacia mí y me hace un gesto para ayudarme a saltar. Pero sus manos me dan miedo. Me toma de los dedos. Está helada y es tan flaca que es como si le tocara los huesos. La calesita sigue girando. Me tiro y tropezamos. Caigo al piso de tierra y creo que ella cae conmigo. Trato de levantarme pero no puedo. Algo pasa. Siento un dolor profundo, en todo el cuerpo, como si algo se comprimiera, o se aplastara, algo muy delicado. Los brazos y las piernas tardan en responderme, se mueven lento, como si no soportaran su propio peso. Siento frío y con esfuerzo apenas logro girar para volverme hacia la calesita. Entonces los hermanos aparecen por la derecha, erguidos sobre los corceles como dos soldados. Cuando el mayor me ve me señala asustado y enseguida empiezan a bajar. Algunos padres se acercan y me ayudan a incorporarme. Les cuesta levantarme, me mueven con cuidado. Entre varios me acompañan hasta un banco. El mayor de los hermanos me acaricia el pelo y acomoda sobre mis hombros un chal, el menor se sienta a mi lado y me mira asustado. Descubro el anillo, el rubí brillante en mi piel vieja y oscura, y me quedo así, inmóvil, los dedos sobre los huesos de la rodilla, atenta al movimiento de los caballos vacíos. Que suben y bajan. Suben y bajan. Y detrás, infinitas, las praderas verdes que me separan del castillo.
¿Que pasó en mi lugar? -Cristina Delea
Después de mucho tiempo, de búsquedas,estaban las que antes de empezar, ya fracasaban, otras desafortunadas, algunas otras sin sentido. Éste era yo, remolino convulsionado, impulsos y deseos
rotos.Transité, caminé, olfateé, y llegó un día distinto, fue cuando me dije ‘’estoy donde siempre quise estar’’alguien pensó será este su lugar.Contesté al pasar, no lo sé’’, tal vez algún día’’.
La mañana de ese día, el día en que llegué, fue única, antes debí juntar mis cosas, cosas del ayer. Se vinieron conmigo objetos, recuerdos, todas las cosas que hablaban conmigo en secreto y que decían quién era yo.
Sólo contaba con 30 metros.Parecía mínimo, sin embargo era infinito para mí. Allí sentí que me expandía con cada objeto que lograba acomodar. Cada trofeo del recuerdo, hacía que mis brazos, mis manos se alargaran, yéndose con él. Al rato, al recordar, al volver, al ayer, las dimensiones se hacían gigantes presencias de roca, de adoquines, fortalezas fuertes, inertes, siempre en el mismo lugar, siempre dentro de mi cabeza. Yo y mis objetos, todo uno sólo.
Me sentí feliz, pleno, tal vez completo. Hasta ese momento, controlé mi orden.Se me hacía una vida, liviana,fresca, me parecía perfumada. Nada se mueve allí, yo no lo permito. Ni el aire se sacude.
No sé porqué, pero decido abrir la ventana. Siento como una aparecida, una brisita que pasa. Entra como en círculos, y me envuelve, me cubre como una mano inmensa.Cuando fue el ayer, también yo la había sentido, eran toques al paso. También descubrí, no sé cuándo, antes del tiempo, vi que esa brisita venía, y al no quedarse,ignoro el porqué, ella se iba. Pero esta vez no fue así. Ella se apoderó de mí,dándome un fuerte apretón, tan siniestro, que me hace expulsar todo el aire. Ella insiste, me comprime, yo sin aire, yéndose mi alma y yo salgo expulsado de ese que ya no es mi cuerpo. Ya estoy afuera, y desde ese vacío logro mirar. Qué hace ella’’ Tira todos mis objetos, rompe todas mis cosas, y me habita desde allí. Así logró ocupar todo mi espacio. Ahora reina desde su vacío, esperando que alguien entre en sus 30 metros cuadrados.
Mi arbol y yo -Mabel Jokmanovich Derka
Tengo la íntima convicción de que compré esta propiedad, (la casa no valía gran cosa verdaderamente), por el árbol plantado en el fondo del terreno. Un cedro azul joven en ese entonces, lozano, pomposo, como de postal de Navidad europea.
Durante años disfruté su presencia cada mañana al levantar las persianas del dormitorio, desde la cocina cuando preparaba el almuerzo, o cuando caminaba por el jardín o jugaba con mis hijos. Me gustaba mirarlo de lejos en toda su magnificencia, pero también de cerca. Ver sus ramas verde azuladas albergando familias de pájaros, su corteza sudada de resina ámbar transparente y vital, sus piñas pequeñas exhalando polen amarillo sobre el pasto al final del verano. Fue sin dudas un amor a primera vista, y no sé en qué preciso momento ese árbol dejó de ser solo un árbol y se convirtió en un amigo, en un confidente, en una presencia tutelar cercana e íntima, hasta terminar hermanados por completo.
Recuerdo tantos momentos de alegría mirando su follaje, albergue de nidos y trinos. Pero también otros en que, apesadumbrada por dolores que no faltan en la vida de todos los mortales, corría a buscar protección y alivio al cobijo de su copa pródiga, o abrazando su tronco áspero, leñoso y parental. Podía sentir entonces esa profunda compenetración con mi árbol: mi cara contra su corteza rugosa; mis pies entrelazados con sus raíces como buscando llegar a la profundidad de la tierra, al misterio del magma. Y el aura de mi cabeza elevarse con su copa hasta llegar a las alturas, al cielo, al limbo, al nirvana… ¡Así estábamos de ensamblados!
Y la verdad que me resulta raro eso de ser árbol. Sentir los brazos verde azulados colmados de pajaritos, la piel exhalando polen amarillo sobre el pasto al final del verano, y el torso y la espalda leñosos y húmedos, pincelados de resina ámbar. Pero lo que verdaderamente me resulta difícil aceptar es la inmovilidad. Es extraño eso de estar toda la vida con los pies como raíces, plantadas en el fondo del terreno sin poder moverse a ningún otro lugar. La única ventaja de esta situación es que te permite, por años, tener una amiga como la señora dueña de casa, y compartir con ella su vida y su historia. Ella me mira siempre con cariño, me cuenta sus sentimientos, me confía sus secretos, ¡y me abraza con tanta, tanta fuerza, que a veces nos fundimos en un solo ser!
Viaje de ida -Marta Imbriale
Andrés eligió el labial con cuidado. No quería un rojo potente, pensaba en un tono suave, delicado. Su mujer tenía toda una gama de labiales.
Comenzó a pintar sus labios.
Tuvo miedo. La imagen del espejo lo sorprendió.
Una bella mujer lo observaba.
"Esa" no era Andrés. ¿Quién era? ¿Y si Carla regresaba?
No, ella estaba trabajando, regresaría por la tarde. Tenía tiempo para limpiar su rostro, guardar los cosméticos, y olvidar esa estupidez.
No lo logró. La imagen del espejo volvía, lo atraía, lo asustaba.
-Amor, de la empresa me mandan a Brasil por una semana, pero no sé, te vas a quedar solito...
-Bueno, son pocos días, es importante mi cielo, yo voy a estar bien, andá, andá...
Se maquilló. La mujer del espejo parecía feliz. Abrió el placard de Carla. Vistió una pollera de lana negra, una camisa de seda blanca, con pequeños botones de perlas, se cubrió los hombros con un grueso chal artesanal y calzó un gorro tejido azul, que destacaba sus ojos grises.
¿Y los zapatos? Recordó unas finísimas botas de cuero negro, que aún no había usado.
La mujer del espejo sonreía. ¡Vamos! Parecía decir.
Abrió la puerta. El mundo estaba allí. Cruzó el umbral.
Sentía una alegría desafiante, nueva.
¿Cómo se había animado a salir así?
Trató de caminar con otra cadencia, más femenina.
Su corazón latía demasiado rápido.
Entró a un bar, necesitaba tomar algo.
El mozo dejó en la mesa, una copa de vino.
-Perdón, aún no pedí nada.
-Es un obsequio de aquel señor.
El hombre le sonrió.
Andrés conmocionado, no pudo pensar. "Ella" sí.
Miró al hombre, sonrió y bebió el vino.
Él, llegó a la mesa con su copa.
simpático, elegante y madrileño, deslumbrado por el sur argentino, era simplemente encantador.
-Lo más bonito que he visto, eres tú, guapa. ¿Cómo te llamas?
-Andrea -murmuró sosteniendo la mirada caliente de él.
Hablaron, bebieron, rieron.
Salieron juntos, en un silencio palpitante, denso.
Detrás de la ventana del bar, Andrés desesperado, cada vez más pequeño, golpeaba el vidrio. Ella no lo escuchó.
Apoyó la cabeza en el hombro masculino, él puso su mano sobre los hombros de ella y fue deslizando los dedos por la espalda y más allá.
Acarició las nalgas con fuerza. Andrea sofocó un gemido.
Había arribado a un lugar. Una marea de intenso calor la sacudió.
Andrés salió del bar.
-¡Tengo que detener esta locura!
Era ya demasiado pequeño, se prendió de los flecos del chal, ella sintió el tironeo.
El hombre se detuvo para abrir el auto.
Ella miró a esa cosa que se agitaba allá abajo.
Aquella rabia antigua, silenciada, atravesó los dientes apretados.
-¡Yo siempre estuve, estúpido!
Sin el menor atisbo de piedad, lo pisó con su finísima bota de cuero negro.
María Eugenia -Haydée Ortone
Si María Eugenia hubiera tenido que definirse a sí misma hubiese dicho que se consideraba una mujer simple, ordenada, rutinaria; todo eso era cierto pero los que la conocían y especialmente, los que alguna vez convivimos con ella sabíamos que María Eugenia era todo eso y mucho más. Por empezar, tenía un cronómetro en su cabeza, se levantaba a las 5 y ½, se daba una ducha para terminar de despejarse y a pesar de ser diestra se lavaba los dientes con la mano izquierda porque había escuchado que eso prevenía el Alzhéimer, luego se vestía con la ropa que había elegido la noche anterior, tendía la cama, barría las habitaciones y a las 7 se preparaba el desayuno que consistía en 300 cm3. de leche por el aporte de calcio, una taza de cereales para favorecer el tránsito intestinal y dos cucharadas de semillas de chía para lograr un equilibrio entre el colesterol malo y el bueno y por supuesto no usaba azúcar para prevenir la diabetes.
Cuando el reloj indicaba las 7 y 28´ ella partía hacia la oficina. Treinta cuadras separaban su domicilio del lugar de su trabajo. Ni el intenso calor, ni las lluvias torrenciales ni los días fríos del más crudo invierno le impidieron fichar la entrada exactamente a las 7 y 58´. Treinta cuadras la separaban de su lugar de trabajo; treinta minutos tardaba exactamente en llegar caminando, y aprovechaba el trayecto para rezar un rosario completo más un credo y un salve. Una vez estuvo al borde del colapso porque estalló un incendio y cortaron varias calles a la redonda; por más que imploró, los bomberos le impidieron avanzar, entonces no tuvo más remedio que buscar un camino alternativo lo que implicó que perdiera unos minutos preciosos y a pesar de que llegó a tiempo casi la tienen que internar para reponerse de la taquicardia que le produjo la corrida.
Su función en la oficina consistía en sellar y archivar expedientes, trabajo monótono si los hay pero que ella hacía con una minuciosidad impresionante.
Al mediodía paraba quince minutos para almorzar; su comida era muy frugal: una manzana para el cerebro, una naranja para evitar los resfríos y una banana por su aporte de potasio. Tampoco era cuestión de llenarse el estómago.
Todas las noches preparaba la comida para ella y para mí pero el resto de las tareas del hogar las tenía distribuidas según los días: los lunes iba al súper, los martes lavaba, los miércoles planchaba, los jueves se dedicaba a hacer una limpieza profunda, los viernes al arreglo de la ropa y los sábados al cuidado de las plantas. Los domingos eran su día de descanso: por la mañana concurría a misa y por la tarde leía alguna novela o veía un rato la tele.
Al principio, cuando recién nos conocimos, yo pensé que era una mujer muy ordenada, metódica y excesivamente rutinaria, pero no me molestaba demasiado; cada uno es como es y yo también me traigo las mías, pero a medida que iba pasando el tiempo esas obsesiones empezaron a desgastar la convivencia: que si el plato estaba más a la derecha o más a la izquierda, que el sillón del living no era para dormir la siesta, que malgastaba el papel higiénico, que tuviera un poco de cuidado porque había pelos míos por todos lados, no fuera cosa que le produjeran alergia (qué le voy a hacer si me estoy quedando pelado), pero lo que colmó la medida fue lo que sucedió un domingo mientras estábamos desayunando, de pronto ella vio pasar una cucaracha y pegó un alarido: ni que hubiera visto una serpiente de cascabel. El gritoo me tomó tan de sorpresa que me sobresalté y volqué la leche. ¡Para qué!, menos lindo me dijo de todo.
Yo soy agradecido, pero uno no es de fierro, tampoco iba a permitir que me humillara de esa manera. Cuando se fue a misa pensé que por el bien de ambos debía darle una lección, planeé todo cuidadosamente. Esperé que se hiciera la noche y cuando se durmió, sin hacer ruido salí a la azotea, allí me estaban esperando algunos de mis amigos, de a uno fuimos entrando y nos instalamos cómodamente.
El Negro, que vive en el corralón de materiales y es bastante fortachón, abrió la heladera, no se imaginan el festín. Carlitos, el colorado, se apropió de unos ovillos de lana y en el medio del living improvisaron una cancha para jugar un picadito. Mientras ellos jugaban, yo, que estaba muy cansado por la tensión nerviosa que me produjo organizar el picnic aproveché y me dormí una siesta en el sillón del living; pero la tranquilidad duró poco: a Nerón que siempre anda por las alturas se le ocurrió subirse a la repisa, creo que fue una acción desafortunada de parte de él ya que con la cola tiró la muñeca de porcelana china.
El viejo cura -Agustina Belén Cangiano
Me gustaba levantarme temprano en las mañanas frías de invierno, cuando el sol naciente entraba por la ventana e iluminaba un pedazo de la habitación, llenándolo a uno de su reconfortante calor al pararse allí. Consideraba que ese simple acto, de sentir el alivio que producen los rayos de luz rompiendo las tinieblas, bastaba para testimoniar la presencia de Dios.
Luego me calzaba las pantuflas y las arrastraba hacia la mesa de la cocina donde me sentaba a desayunar en silencio. Con una mano sujetaba la taza de mate cocido recién hecho y con la otra pasaba con cuidado las páginas de la Biblia que me había acompañado desde el Seminario, pero que aún trataba con delicadeza.
Me vestía e iba a la iglesia con el paso lento y paciente que siempre tuve, ahora acentuado por la edad. Conocía muy bien a sus fieles, llevaban años asistiendo a misa. Me miraban devotos cuando bajaba del altar y pasaba entre los bancos, hablándoles. Todas las noches me dedicaba a preparar el sermón con dilección y empeño y al día siguiente lo entregaba con afecto, observando los ojos atentos de mi congregación. A veces incluso me encontraba con caras nuevas y jóvenes dispuestas a escuchar con pasión la palabra de Dios. Qué gran bendición eran esos momentos.
Mantenía mi salud con los pequeños viejos movimientos de agacharme a bendecir el pan y el vino y subir las numerosas escaleras de la iglesia. Por la tarde, conversaba con Adela Gutiérrez en el confesionario, que me hablaba de su día y de antiguos recuerdos, muy pocas veces de una mala acción.
Hasta que un día Adela no se presentó. Me intranquilizó bastante ya que solía mandarme aviso si se indisponía. Era una mujer mayor por lo que temí lo peor. Busqué mi libreta telefónica y, contra la sensación de poder ser una molestia, me decidí finalmente a llamarla.
Reconocí la voz masculina que contestó al momento, era Sebastián, su nieto, y no sé por qué corté.
Esa noche me quedé mirando la televisión, todavía recordando el episodio. En otros tiempos, era más reticente respecto de la caja boba, llena de banalidades. Sin embargo, la severidad se me fue yendo con mi vista, a la que dejó de gustarle leer a altas horas libros eclesiásticos, o cualquier libro para el caso, y no tuve otro remedio que entregarme a este pequeño vicio. Veía el noticiero para estar al tanto de las cosas que ocurrían en el mundo, los muertos en playas europeas y los templos sagrados bombardeados. Mas no podía prestar demasiada atención a los crímenes de gente poderosa contra pobres débiles pues mi mente estaba en otra parte.
La mañana siguiente faltaron personas a la misa. Muchas. Eran los días previos a Pascua así que se me ocurrió que se habrían ido a vacacionar. Pero en mi interior estaba inquieto y no podía explicármelo.
A las tres de la tarde la policía entró y me llevaron bajo custodia por corrupción de menores.
Había sucedido hacía más de veinte años.
Estaba desorientado. Recuerdo tener una televisión cerca y escuchar a la chica del móvil hablando. Un hombre perverso, Cecilia, con una mente sumamente enferma. Los grabó y se grabó a él mismo –yo veía como a través de una pecera su imagen- les hizo pasar un infierno, un calvario a estos nenes, que confiaban en él. Tanto que tuvo que llegar a que hoy tengamos que notificar la muerte de uno de ellos el día de ayer, que se quitó la vida porque ya no podía más y dejó una nota contándolo todo. Y gracias a este chico, que ya tenía veintiocho años, salió este caso a la luz y con él comenzaron a salir más y más.
Me sentía enfermo. El video pixeleado pasaba una y otra y otra vez y la única figura clara y nítida era la del hombre, la del enfermo, la de mí. Y debajo los policías me mostraban a Julián, Juli, mi niño maravilloso, cuánto lo quería, estampado contra la acera, su sangre, sus sesos, su…
Silencio.
El padre García falleció de un ataque cardíaco no bien fue detenido. No cumplió un día de los quince años de prisión que le correspondían por el abuso sexual infantil de Sebastián, Julián, Rodrigo, Gonzalo, Miguel, Augusto, Nicolás…
ESPERANDO UN MILAGRO - Adriana Otheguy
Recuerdo como cada mañana despertaba con la emoción del simple hecho de estar vivo. Y aún puedo sentir esa alegría. Y me despertaba de buen modo y con animosidad, sin necesidad de ninguna alarma, a pesar que tenía por almohada un rollo de papel. Lejos quedaron los cobertores de plumas, que mejor así ya no los tengo para no tener sentimiento de culpa. Ahora soy casi vegano por circunstancias e imposición. Me alimento como puedo. Siempre amé la vida y ésta me corresponde, aunque a veces me tiene que agradar el tabaco barato entreverado con algún vino de baja calidad, no sin recordar otros finos y distinguidos de colección. Pero es mi aptitud mental tan codiciable más que tener una bella mujer o unos cuantos billetes que gastar Y esa esperanza, creciente cada día me da fuerzas y alegría, porque al menos la salud y el optimismo me acompañan. A las primeras horas del alba, siempre a la misma hora, el desayuno austero pero digno, simulando un ritual casi religioso. Micaela, es siempre ferviente en su servicio. Pareciera trabajar a cuatro manos. Con aptitud humilde pero alegre de celebrar la vida y dar gracias aún en lo poco cotidiano. Me recuerda a mamá cuando vendiera todo cuanto teníamos a cambio de la vida de mi padre, aunque solo le sirviera para confirmar su gran amor, pero en ningún caso para prolongarle la existencia. Poco y nada estuve con él antes que muriera. Y es por eso que me casé con Micaela, una mujer de sencillas costumbres pero muy rica por dentro. Con una visión de la vida muy amplia. Con una historia de familia muy accidentada, donde demostró su aguerrida personalidad. Y por eso la valoro y la amo .La vida me enseñó, junto con ella, que los milagros existen y que pueden llegar en cualquier momento, especialmente cuando uno se va quedando sin fuerzas.
Frente a inmensas tazas de fina porcelana, sueño con cosas de antaño, aunque la escasez es notoriamente estricta. Soy feliz, y no me quejo, aún dentro de esta casilla prefabricada que deja entrar frío por todas partes. Pero pienso en un hermoso paisaje sureño, con nieve y viento, y me consuelo con sana alegría. La compré contra mi escaza aptitud visionaria, debo asumirlo, con la indemnización que recibí luego del despido como capataz de la empresa láctea. Fui persuadido por mi mujer en un intento por asegurarnos un techo propio. Sobre el único mantel que pudimos rescatar, se recortan los clasificados del día que tan solidariamente me presta, don Aurelio, mi vecino inmediato, el que a su vez, también le prestan. No tengo teléfono, así que de tenerme que avisar por algún empleo, podrían hacerlo por señales de humo, o por la buena voluntad de algún comerciante. Me gusta pensar y creer que todo podría cambiar con tan solo un golpe de suerte. Junto a unas flores de papel, la foto de mi boda y la de mis tres hijos dando sus primeros pasos. Y un par de escarpines a medio tejer no por falta de voluntad, sino de lana, aguardando para ser estrenados en un par de meses
En medio de una sociedad seriamente decadente, donde el índice de desocupación es considerablemente elevado, y la corrupción generalizada se hace difícil conservar la calma. Y dado que me gusta rezar conservo la fe y me deleito en mi esperanza. No me siento capaz de corromperme, ni tan siquiera aceptar algún favor político. Alguna recomendación. Me parece que me pondría en una situación de desventaja haciéndome ver que no se valerme con mis propios recursos. Y gracias a Dios que no pierdo mi autentica sonrisa, porque la vida está de mi parte, esperando a mi primer niña, que viene a romper la trilogía de varones entrando en la adolescencia. Don Agustín,- el almacenero de la avenida principal – me regala las tostadas y hasta las facturas del día. Y algo de fiambre del bueno. Me tiene un enorme aprecio. Me quiere como a un hijo. No sé: Le caigo bien y me ayuda. Y yo le estoy muy agradecido. De no ser así tendría que sacar comida de los contenedores como hacen otros cartoneros. Él me comprende. Sabe bien lo que es descender pero con la frente alta. Y él también cree en los milagros. Por ejemplo que sus hijos se van a dignar en tener que venir tan solo a verlo. Es que están muy cómodos en su nueva posición social, lejos del país que los vio nacer. A pesar de sus ochenta años posee una mente joven y sigue siendo un hombre de palabra firme. Sus ojos chispeantes se mantienen erguidos como mirando al infinito. Como maquinando cosas que solo él conoce.
Micaela ya está en el quinto mes. Pensamos inicialmente, poner punto final a la pesadilla, pero su madre, temerosa de Dios, nos persuadió que no lo hiciéramos, porque podríamos recibir severas maldiciones agregadas. La desocupación crece como crece el vientre de Micaela. Ambos crecen, y juntos con ellos aumenta mi fe ignorando la preocupación normal en estos casos. Hice amistad con otro cartonero en peor situación que yo. Ni siquiera tiene casilla y seis hijos. Su esposa enferma y él tuerto de un ojo y rengo de una pierna. Marchamos juntos bajo la lluvia y nos hacemos compañía. A veces le llevo pan para compartir. Le inspiro confianza y le estimulo su fe en el futuro.
Si tan solo me ocurriera algún hecho fortuito…Un golpe de suerte…Algo que imprevistamente pudiera cambiar mi vida para bien…Cuántas cosas haría!!!Tal vez consiga un buen trabajo o tal vez hasta pueda ganar la lotería aunque no sé qué haría con tanto dinero. Tal vez ayudaría a muchos. Voy recogiendo cajas de cartón apiladas junto a los árboles, mientras canto una famosa canción infantil. La gente es solidaria muchas veces. Deja separadas las botellas y las latas para reciclar. Periódicos viejos. Deshechos de la construcción.También hallo a diario recuerdos de familia. Fotos. Cuadernos de grado. Cursos de manualidades o corte y confección. Discos duros de pasta de los años sesenta. Y me alegro cotidianamente de estar vivo. Esperando buenas noticias. Recaudando al menos para las dos comidas principales del día, me siento reconfortado y digno. Y sé que algo bueno está llegando a mi vida, en mi misma dirección.
Varias veces lo he visto a don Agustín seguirme con la mirada tras el vidrio de su negocio. No siente pena por mi, sino un intenso deseo de ayudar. Aprecia mi valor y mi aptitud positiva de encarar los acontecimientos. Y me observa tras su vidriera expectante, como pensando algo que en parte lo entristece. Tal vez piense que ya no tiene mucha vida por delante. Y que todo el sacrificio que tuvo que hacer para comprar su negocio próspero y ganarse de buena reputación puede caer en bolsa rota.
Cierto día, Juan salió de su casilla a recoger cartones ignorando lo que sucedería. Y fue entonces, durante el transcurso de esa mañana, que no se lo vio más a este gentil anciano. Comenzó a correrse la voz que había muerto plácidamente y feliz, a juzgar por la pasividad de su rostro apoyado sobre el mostrador. También se comentó sobre una breve esquela a medio escribir comprimida por su mano italiana llena de callos. En efecto, había muerto. Y fue imposible ocultar su apego por Juan y que siempre lo quiso ayudar porque realmente lo distinguía, cuando se dejó leer el anunciado de la breve carta. Una inmensa cantidad de dinero quedaría en su poder además de la despensa, que figurara como una supuesta venta para no tener reclamo alguno de sus ingratos hijos El esfuerzo de toda una vida. Y le fue fiel, a pesar que murió de tantos años y de tanta ausencia de familia. Don Agustín, como el Santo era un verdadero erudito de las cosas simples .Aunque su situación económica cambiaría súbitamente, jamás podrá olvidarlo espiando tras el vidrio siguiendo sus pasos. Él era parte de su fe y esperanza cotidiana. Había ganado un padre ya que al propio no lo pudo disfrutar.
-¿Qué pasa con la llave, Eduardo? ¡Yo vengo con las bolsas y no puedo abrir!
Entra seguida por el hombre.
-¿Sabés qué te compré? ¡Ese salame que te gusta tanto! Andá, andá a ver el noticiero, ahora te llevo una cervecita bien helada.
El hombre se sienta frente al televisor. Ella canturrea en la cocina. Sonriente llega con un plato con salame y pan fresco. Trae además la cerveza prometida.
Él come y bebe.
Un fuerte timbrazo los interrumpe.
En la calle una joven lo interroga.
-Disculpe señor, estoy buscando a mi madre. Salió a hacer compras y no regresó. Una vecina la vio entrar a este edificio. ¿No la vio?
-Mire señorita, no sé si es su mamá, pero hacer más o menos dos horas, tengo en el living a una señora que está mirando el noticiero. ¿Quiere pasar?
La joven mira a la mujer que bebe cerveza.
-¡Mamá! ¡Por Dios! ¿Qué hacés acá?
Se vuelve hacia el hombre.
-¿Y usted no le dijo nada? ¿Qué le pasa?
-Bueno, ella estaba tan contenta que me dio pena. ¿Vio? Además, yo estoy tan solo…
La mujer se incorpora y los mira.
-Eduardo, ¿quién es esta señorita?
-Pero mamá, soy Elena. ¡Tu hija! –explota la joven.
-Cálmese señorita, usted no está bien, se la ve muy nerviosa… Eduardo, acompañala abajo, seguro que su familia debe estar preocupada.
-¡Me voy! ¡Pero voy a volver con tu doctor!
La mujer se acerca al hombre y le susurra:
-Pobre chica. Viste, Eduardo, la gente anda muy mal últimamente. Acompañala, mientras yo preparo un rico café con crema.
Él acompaña a la joven, que se aleja enfurecida. Entra en el comercio vecino y pide medio kilo de masas.
Hoy desde temprano algo la inquita, tal vez un presagio, a veces los tiene. Su madre también los tenía y los interpretaba, ella los desecha y sigue siempre su camino. Hoy es distinto…no sabe qué pero es distinto. Se hamaca ella en el sillón. Mira el cielo, busca algo que la aquiete…pero no. También el gato negro acostado bajo el sillón se inquieta, estira las patas, eriza los pelos, mira…
Elena respondiendo a una fuerza o llamado, se levanta. Va a la cocina. Agarra la cuchilla que allí mismo agita y blande cual espada de Damocles sobre sí. Mirándose al espejo descubre una imagen desconocida. Inspira muy profundo, disfruta el aire que golpea en sus pulmones, profundiza una actitud guerrera y muy lunática. Se gusta, vuelve a mirarse varias veces y al grito liberador de “¡es ahora!” sale corriendo, siente la vida y con destreza y fuerza desconocida troncha las hojas de los árboles, la soga con dos repasadores que se interpone a su paso, el aire y hasta una mosca. Desmedida, su deseo desconocido persigue a una de las hormigas que sin abandonar sus cargas, escapan.
El otro gato acaba de despertarse, mira la escena y como un acróbata dando vueltas en el aire, atraviesa los malvones rojos. Elena lo desconoce, los pelos erizados brillan bajo el sol. Es su preferido, nunca antes lo vio así, tiene miedo, sí, mucho miedo…
Mira a su alrededor. Se sienta en el sillón de mimbre, en el patio, clava la cuchilla en la maceta del malvón rosa que está a su lado y se hamaca.
Ve sorprendida las macetas rotas, la tierra revuelta, las ramas cortadas y en el piso una larga hilera de hormigas cargadas con ramas de todos los tamaños sigue su camino.
Sobre la medianera la silueta de dos gatos. Uno es el negro, las ramas que quedaron no dejar ver el color del otro.
La llegada - Marta Imbriale
Olazabal 3554 3°A. La mujer intenta abrir la puerta, mira con fastidio la llave. Toca el timbre. El hombre que se asoma la mira en silencio.-¿Qué pasa con la llave, Eduardo? ¡Yo vengo con las bolsas y no puedo abrir!
Entra seguida por el hombre.
-¿Sabés qué te compré? ¡Ese salame que te gusta tanto! Andá, andá a ver el noticiero, ahora te llevo una cervecita bien helada.
El hombre se sienta frente al televisor. Ella canturrea en la cocina. Sonriente llega con un plato con salame y pan fresco. Trae además la cerveza prometida.
Él come y bebe.
Un fuerte timbrazo los interrumpe.
En la calle una joven lo interroga.
-Disculpe señor, estoy buscando a mi madre. Salió a hacer compras y no regresó. Una vecina la vio entrar a este edificio. ¿No la vio?
-Mire señorita, no sé si es su mamá, pero hacer más o menos dos horas, tengo en el living a una señora que está mirando el noticiero. ¿Quiere pasar?
La joven mira a la mujer que bebe cerveza.
-¡Mamá! ¡Por Dios! ¿Qué hacés acá?
Se vuelve hacia el hombre.
-¿Y usted no le dijo nada? ¿Qué le pasa?
-Bueno, ella estaba tan contenta que me dio pena. ¿Vio? Además, yo estoy tan solo…
La mujer se incorpora y los mira.
-Eduardo, ¿quién es esta señorita?
-Pero mamá, soy Elena. ¡Tu hija! –explota la joven.
-Cálmese señorita, usted no está bien, se la ve muy nerviosa… Eduardo, acompañala abajo, seguro que su familia debe estar preocupada.
-¡Me voy! ¡Pero voy a volver con tu doctor!
La mujer se acerca al hombre y le susurra:
-Pobre chica. Viste, Eduardo, la gente anda muy mal últimamente. Acompañala, mientras yo preparo un rico café con crema.
Él acompaña a la joven, que se aleja enfurecida. Entra en el comercio vecino y pide medio kilo de masas.
Un día más -María Caran
Sentada en el sillón de mimbre, en el patio, rodeada de macetas con malvones, dos gatos echados de costado haciendo una siesta mañanera y en el fondo cinco árboles frutales. Quietud que se repite cada mañana de primavera mirando las brillantes hojas nuevas, el cielo azul sin nubes, el aire que percibe solo porque respira.Hoy desde temprano algo la inquita, tal vez un presagio, a veces los tiene. Su madre también los tenía y los interpretaba, ella los desecha y sigue siempre su camino. Hoy es distinto…no sabe qué pero es distinto. Se hamaca ella en el sillón. Mira el cielo, busca algo que la aquiete…pero no. También el gato negro acostado bajo el sillón se inquieta, estira las patas, eriza los pelos, mira…
Elena respondiendo a una fuerza o llamado, se levanta. Va a la cocina. Agarra la cuchilla que allí mismo agita y blande cual espada de Damocles sobre sí. Mirándose al espejo descubre una imagen desconocida. Inspira muy profundo, disfruta el aire que golpea en sus pulmones, profundiza una actitud guerrera y muy lunática. Se gusta, vuelve a mirarse varias veces y al grito liberador de “¡es ahora!” sale corriendo, siente la vida y con destreza y fuerza desconocida troncha las hojas de los árboles, la soga con dos repasadores que se interpone a su paso, el aire y hasta una mosca. Desmedida, su deseo desconocido persigue a una de las hormigas que sin abandonar sus cargas, escapan.
El otro gato acaba de despertarse, mira la escena y como un acróbata dando vueltas en el aire, atraviesa los malvones rojos. Elena lo desconoce, los pelos erizados brillan bajo el sol. Es su preferido, nunca antes lo vio así, tiene miedo, sí, mucho miedo…
Mira a su alrededor. Se sienta en el sillón de mimbre, en el patio, clava la cuchilla en la maceta del malvón rosa que está a su lado y se hamaca.
Ve sorprendida las macetas rotas, la tierra revuelta, las ramas cortadas y en el piso una larga hilera de hormigas cargadas con ramas de todos los tamaños sigue su camino.
Sobre la medianera la silueta de dos gatos. Uno es el negro, las ramas que quedaron no dejar ver el color del otro.
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