Bloque 2/18 Consigna 4: Construir una narración en la que un personaje que ha vivido una intensa experiencia política se ve acosado por sueños contradictorios. El intérprete ingenuo de esos sueños debe ser un niño.
Material de referencia:
LA NOVELA DE PERÓN (Fragmento)Tomás Eloy Martínez
Producción de los participantes:
Democracia - Agustina Cangiano
Mi tío Patricio - Ana Lía Olego
LA PIRÁMIDE - Marcela Ruz
EL GOBERNADOR - Adriana M. Otheguy
Viva el ex Presidente Don Verídico - Julia Zela
Se vuelve evidente lo estresante de las tareas políticas con tan solo comparar las imágenes de los presidentes al principio y al final de su mandato. Sus nuevas y profundas arrugas, las bolsas pesadas y oscuras debajo de los ojos y el pelo que, de pronto y sin pedir permiso, se volvió blanco.
El vicepresidente de la Nación no escapaba de estos signos. La angustia se le había acumulado durante todos sus años de hacer política y se ceñía cada vez más sobre él, viendo el desastre que era el país. Y desde que lo habían designado para vice, por su relativa juventud, en lugar de presidente, la irritación contenida se le instaló como un estado natural del ser.
Sin embargo, como era un hombre bastante intelectual para su cargo, lograba encontrar salidas a esos círculos viciosos de aflicción, sin tener por eso que caer en las humillaciones de arrodillarse en una iglesia o míseramente sentarse a beber. Él, en cambio, escribía. Se sentaba en su escritorio y vertía aquellas ideas que lo perseguían, como si fueran entes materiales que pudieran extraerse de su alma, para acto seguido echar las hojas escritas al fuego del hogar, extinguiéndolas por siempre.
Esa noche no fue diferente. Observó las llamas llevarse esas imágenes perturbadoras con lentitud mientras sus latidos volvían a la normalidad y regresaba su confianza. El calor del fuego bajo sus manos se perfilaba como el bastón que anhelaba y su crepitar eran los susurros de los cabecillas recordándole que todo estaría bien.
Calmado ya, dejó la sala y se fue a dormir.
Casi instantáneamente ocurrió que una niña entró, descalza y silenciosa en la oscuridad de la noche, y se acercó al fuego. Con labor experta se ayudó de las pinzas que bien conocía para rescatar a los sobrevivientes del pequeño incendio que todavía ardía. Volvió a su cuarto con una sonrisa traviesa y reunió su tesoro con los anteriores.
¡Cuán feliz se puso al ver que, finalmente, podía descifrar el secreto! Juntando pedazos viejos con nuevos, se leía una historia trazada en cursiva.
Su padre caminaba en zigzag hacia una figura imponente en la lejanía. Era un hombre que llevaba traje y, cuando se acercaba, se daba cuenta de que era Sarmiento (¡ese lo conocía del colegio!). Sarmiento lo miraba apenado por algo y le decía “¿Vos también?”. Entonces su padre se inclinaba y lo besaba, un beso delicioso, sabor a plata.
Dejó de leer bruscamente.
-¡Le gustan los hombres! Por eso ya no duermen juntos con mamá.
Estaba con los ojos muy abiertos, confundida pero, al mismo tiempo, divertida ante el curioso descubrimiento. Suponía que Sarmiento sería el nombre clave para el amante de su padre y satisfecha con lo que había leído, dejó allí la narración y se fue a la cama.
Solo cuando dejó su casa, muchos años después, comenzó a prestarle atención a los susurros y entendió el significado de aquel sueño. Pero ni siquiera entonces se fijó en la última frase escrita a las apuradas.
Me llevo una mano al costado, húmedo, y caigo.
Recién de grande supe por qué la abuela me hacía callar cuando yo, riéndome y haciéndome el gracioso, le contaba a quién quisiera escuchar, sobre los sueños del tío Patricio. Cuando lo recuerdo me agarra como un apuro por no acordarme, mezcla de vergüenza y de cómo no me había dado cuenta antes.
Pero yo era un chico y cada día de mis vacaciones en la casa de los abuelos, permanecía expectante ante cada cosa que hacía o decía mi tío. Era el más copado de todos. Él siempre tenía una sonrisa, un comentario cómplice o un disimulo cuando me mandaba una metída de pata. Y ni qué decir del día que con esa especie de pacto que había entre los dos, con un casi imperceptible movimiento de cabeza me invitaba a dormir la siesta con él. La abuela protestaba – No te das cuenta que así no descansás nada, le decía, pero él no le hacía caso.
El cuarto de mi tío era el mejor. Mejor que el de los abuelos. Era el más fresco y hasta ahí no llegaban los ruidos de la casa. Me encantaba. Pero no siempre fue así. Al principio, cuando yo era más chico, apenas el tío Patricio se dormía, empezaba a hablar solo o a discutir con alguien llegando al punto de levantarse todo transpirado y con los ojos desorbitados. Eso me daba mucho miedo. -Y claro, si se va a la cama después de almorzar con el estómago lleno, cómo no querés que sueñe pavadas, protestaba la abuela cuando yo le comentaba preocupado.
Recuerdo que otra tarde le conté a la abuela que en esa siesta el tío había estado muy enojado con el escribano Mayorga que no sé qué cosa de un terreno de la familia Andonaegui, que los pobres se habían muerto todos y que no tenían herederos y que se dejara de joder con esas estupideces que todo era por el partido. Claro, me explicó entonces la abuela despacito en el oído, la buseca le cayó pesada. No sé por qué come tanto si después sueña pavadas.
Después de la última siesta antes de regresar a mi casa, cuando nuevamente le conté a la abuela del sueño de mi tío, me enteré de los efectos perniciosos del exceso de picante. Según mi abuela ese día se le había ido la mano con el tabasco que le había puesto a las costillitas de cerdo y por eso el tío Patricio gritaba asustado que lo dejaran entrar no sé dónde, que lo perseguía no sé quién pero que estaba equivocado, porque él no había hecho nada.
Ese año volvimos al pueblo antes del verano porque debíamos estar en el acto en que el tío Patricio se haría intendente. Sentaron a la familia en la primera fila así que estábamos con la ropa de domingo. Parece que estuvo muy bien porque todos aplaudían y lo abrazaban. Yo no podía sustraerme a la preocupación que tenía y esperaba el momento oportuno para preguntarle a la abuela como andaba el tío, si le seguían pasando esas cosas tan terribles en los sueños.
– No, ya no, me tranquilizó, y sin dejar de mirar encantada el escenario agregó a mi oído, el tío se hizo vegetariano.
El viejo sigue dormitando en el sillón, frente al fuego. Hace calor, pero él no logra calentarse ni siquiera ahí, a tan escasa distancia de las llamas. Se le ha caído la manta de lana de oveja de las piernas a raíz de un sacudón producido por algún sueño, algún fantasma, algún dolor.
Tomás levanta la vista de su cuaderno, deja el lápiz con el que estaba haciendo las cuentas que le mandaron de tarea en la escuela, le levanta las manos arrugadas, esas que dicen que están manchadas de sangre y le pone la manta despacio, cuidando de tapar también los pies, esos pies que dicen que han pateado más traseros que…Mejor no escuchar lo que dicen del viejo. Todos están equivocados, si ese hombre apenas puede pararse solo. Esa es otra persona, no su abuelo.
El hombre entreabre los ojos y una sonrisa dura aparece en medio de la barba descuidada. El niño cierra el cuaderno, ya decidido a no hacer la tarea hasta…bueno, hasta otra vida quizás.
Le pide que se acerque con un ademán, tratando de sentarse un poco más erguido. Sabe que es en ese niño en el único que puede encontrar algo de afecto sincero. Los demás lo dejaron solo o están por conveniencia u obligación. Algo bueno habrá hecho, después de todo, para que la vida le haya mandado este regalo.
Todavía recuerda el sueño, quiere neutralizarlo, anularlo, dejar de soñar lo mismo una y otra vez. Tiene que contárselo a alguien, y el único alguien disponible es el chico. Se lo disfraza de cuento, por las dudas. Le narra que en un país muy lejano, hace muchos años, un hombre estaba subiendo una pirámide, mientras millones de manos trataban de agarrar sus piernas y detenerlo, trataban de tirarlo al vacío. La pirámide tenía franjas de distintos colores, bien divididas, unas amarillas, otras rojas, otras negras. La cima era tan azul que se confundía con el cielo. El hombre sabía que tenía que llegar a cualquier costo, sólo así sería feliz, pero a la vez estaba tan cansado que había momentos en los que le hubiera gustado dejarse caer. Pero tenía miedo del vacío y creía que el suelo que se extendía al pie de la pirámide era un lugar horrible, lleno de monstruos y de pantanos. Así que por momentos pateaba, se defendía a manotazos, mordía, arrancaba mechones de pelo a los que trataban de tirarlo y en otros momentos lloraba como un cobarde adherido a la pared lisa y resbaladiza de la pirámide como si tuviera ventosas en lugar de dedos en las manos y en los pies. Sí, el hombre, todos los hombres estaban desnudos. No, no había mujeres ni niños ni animales ni plantas, sólo hombres peleando para que el que quería llegar al azul no pudiera. Cuando casi estaba llegando, apareció un águila enorme que lo atrapó con sus garras brillantes y enormes.
El niño tiene los ojos abiertos como platos, y quiere saber el final. ¿Qué pasó con el hombre, con el águila, con la pirámide? El cuento termina acá, no se sabe qué fue del hombre, ni de los otros hombres, ni de la pirámide.
El hombre era valiente, no se dejó ganar por nadie, peleó lo mejor que pudo, ¿no, abuelo? Y casi llegó al cielo, si no fuera por el águila que se lo llevó, seguro que llegaba. Por ahí el águila lo quiso ayudar, creyó que se iba a caer y se lo llevó a otra pirámide para que pudiera llegar tranquilo a la punta azul.
Sí, seguro que el águila lo ayudó y lo llevó a un lugar hermoso, lleno de luz y de amor, mintió el viejo.
Sobre ese sector tan alejado de la urbe, quedan aún, luego de largos veinte años, los recuerdos de aquel fatigoso verano de campaña en tan inhóspitas regiones. Una marquesina con una foto ya desactualizada y hecha girones, de Romualdo Casas, el candidato a Gobernador. Tan esperanzador como sencillo. Tan humilde como idealista Se pensó muy acertadamente que sería el mejor entre sus oponentes. Era el favorito entre otros tres no menos populares, absolutamente verborrágicos pero carentes de sentido de la realidad. Por entonces, y a pesar de los esfuerzos de doña Leo por transformar ese lugar como destacado, -por ser sus empanadas “las mejores”- , no lo conseguía. No por eso dejaba de ser un páramo sin atractivo alguno, donde la gente era atrapada como por un huracán violento, sin fuerzas para salir ileso del lugar. Pero todo parecía cambiar a favor. Paradójicamente, Romualdo Casas era tan fecundo como el terreno. Abundantes humus y tierras renegridas, aun no explotadas por las manos del hombre, daban lecho al viejo y solitario ombú que prestara su sombra al candidato, aquel tórrido verano. Brindaba sus emotivos discursos al aire libre, con sincera empatía entre sus seguidores. Alguna que otra vaca pastando junto a su ternero prestaban oficio en el lugar, dando la impresión de un pueblo bastante precario.
Todo había quedado detenido en el tiempo. Y pareciera que ya nadie se recordaba del candidato, cuando éste puso alma, corazón y vida por repuntar los destinos de la provincia. Y obtuvo muchos triunfos. Y también muchas derrotas.Se había propuesto combatir contra el narcotráfico, el hambre, el analfabetismo y la desocupación. Innumerables problemas urgentes lo sacaban de contexto a cada instante. El teléfono de su despacho sonaba todo el día y el escueto presupuesto no le permitía tener un asistente por más de tres horas por tarde. Su preocupación por crear un pequeño hospital casi improvisado, lo mantenía desvelado. Dormía junto a Ana sin siquiera tocarla por las noches. Su verdadero amor ahora se focalizaba en otros asuntos de prioridad. Ana se sentía prescindible. De no haber sido por sus dos pequeños hijos hubiera pensado seriamente en separarse de Casas- como le decía ella cuando estaba desbordada-. Casas, luego de conocer a Ricardito casi accidentalmente durante una de sus giras a los barrios periféricos, se le hizo como llaga abierta el corazón, al ver tanta miseria y carencia de todo. Tanto él como sus seis hermanitos vivían en una casilla prefabricada de chapas y bloques de cemento en paupérrimas condiciones. Sus padres estaban todo el día fuera de su humilde vivienda tratando de hacer algo. Pero llegaba la noche y tan solo unos panes a dividir entre ocho con un tazón de mate cocido. Sus pies descalzos lastimados por el pedregullo laceraban con mal aspecto. Si bien el Gobernador nunca tuvo solvencia- todo lo contrario- su principal motivación giraba en torno a este niño tan empecinado en salvar el futuro de su vulnerable familia, aunque se valiera de métodos nada ortodoxos. El pequeño, le daba batalla a la vida desafiando toda norma adulta y sensata.
La intención suprema del gobernador más que no desilusionar a nadie de su 60 por ciento de votantes, estaba moralmente comprometido con esos habitantes, tan tercos en estar marginados del desarrollo. Su oficina era amplia. Apenas iluminada por el sol. Estaba colmada de expedientes y carpetas. Muchos reclamos. Notas pidiendo justicia. Mejoras urbanas. Propuestas. Posibles leyes. Su escritorio de roble reseco por el descuido y el tiempo, dejaba ver una carpeta negra, de carácter reservado, que albergaba denuncias y hasta amenazas. Entre ellas una causa del Juzgado de Menores donde se involucraba a Ricardito por robo en una farmacia. El único propósito fueron ciertas drogas que lo ayudarían a evadirse de tan nefasta realidad. Pero el asunto pasó a mayores cuando Ricardito empleó un arma blanca reluciente que había puesto en el cuello al boticario, quien temblando de miedo habría cedido ante la presión del niño. A pesar del inmenso cariño que Casas experimentaba por aquel jovencito, de escasos doce años, no lo enceguecía. Mucho revuelo desataron las averiguaciones en torno al suministro de drogas por parte de funcionarios públicos que eran los principales proveedores. Lo tenían amenazado con arrebatarle a su protegido si proseguía con sus indagaciones. Casas era muy competente, ya que antes de ser abogado quiso ser médico forense.
En el profundo letargo de su cama, sobresaltado por tantas preocupaciones, Casas duerme un convulsionado sueño. Ve a Ricardito, una y otra vez, envuelto en llamas ardiendo junto al ombú y ve a éste desintegrarse entre las llamas de un fuego amarillento y suponiendo un olor rancio a tierra quemada. Ricardito no grita. Ni tan siquiera emite un solo sonido. Pero sonríe. Deja entrever por debajo de su gorra de su club favorito, su cara pintada con los colores de la bandera nacional. El simula ser un verdadero caudillo. A sus espaldas los ataúdes de sus seis hermanitos estaban vacíos. Y ahora la cara de Ricardito se la veía más feliz que nunca. Como si todo anduviera bien y hubiera logrado un buen propósito. Casas despierta totalmente bañado en sudor, presintiendo lo peor. A la mañana siguiente, todo proseguía sin novedades. Dejó de investigar por amor al niño, solo por un tiempo. Él, aun siendo tan pequeño, parecía comprenderlo casi todo con una mente sobrenatural hecha a puro instinto. Solía entrar en el despacho de Casas a revolverle los papeles. Curiosear. Hurgueteando, había encontrado un manuscrito en la carpeta negra, donde relataba el confuso sueño. Él era el principal protagonista. Y algo singular ocurrió. Lloró desconsoladamente en forma extraña a su modo rebelde de manifestar sus emociones. No lloró por miedo, sino de emoción. Sintió orgullo por sentirse tan importante para alguien. Era demasiado pequeño para encontrar cabal sentido a lo leído, pero jugó con su fantasía a adivinar su significado. Supuso que el fuego lo desintegra todo. Así lo recordaba el día que vio arder la casilla de su amigo Juan sin dejar rastros de nada. O cuando se armaban fogatas con trastos viejos para limpiar de basura los recuerdos. Discernió, dubitativamente, como esas llamas que arden depuran todo mal. Y hacen que todo quede rasado. Igual. Llano. Llamas que purifican. Que queman pero no matan. Y la sonrisa del triunfo del bien sobre el mal, venciendo a la muerte. Al hambre. A la extrema necesidad.
Ricardo, ahora integra la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación. Visita frecuentemente los lugares de su infancia pampeana. También visita la morada póstuma de Romualdo Casas. Un homenaje sencillo pero sentido hacia una persona singular, dotada de valentía y patriotismo que supo dar su vida por un alto objetivo. Ahora Ricardo Trelles es todo un señor reconocido socialmente en su entorno político. Ahora tiene su propia carpeta negra. En ella guarda solo las cosas importantes. Entre ellas una foto del que fuera su buen amigo: Romualdo Casas. Le pone flores blancas con el centro rojo carmesí, como señal de pureza bañada con sangre inocente. Ardientes como el intenso fuego que consumía todo menos su sonrisa. Ahora Ricardo lucha por una utopía. Deseoso de lograr una sociedad más justa. Donde los niños puedan vivir su infancia, sin el temor que nadie les arrebate sus sueños.
Las clásicas siestas provincianas, siguieron para don Verídico, los años cumplimos, sumados a una intensa actividad de vida; se hacían presente en su cuerpo. Por lo tanto, las siestas eran a media mañana y a media tarde.
Aún recordaba su gran actividad política. Casi todos los ciudadanos de aquel pequeño país, despidió a su expresidente; saludó con pañuelos blancos el día en que entregó la banda presidencial. Fue emocionante, verlo levantando los brazos como queriendo abrazarlos a todos. Muchas lágrimas de sana alegría marcaban un final de su brillante carrera política. Con bases éticas de los principios republicanos. Se había entrenado intensamente para desarrollar su cargo de presidente, con la honra que merecen los ciudadanos.
Su nieta Cecilia con sus siete añitos, era su escolta. Siempre andaba cerca, y pregunta va, respuesta viene. Su inocencia le permitía preguntarle cosas que otro miembro de la familia no lo hacía.
Este abuelo ya sabía que en la escuela, su nieta conformaba un grupo de investigaciones sobre “porqué soñamos, o no soñamos”. Todo vino porque un compañerito empezó a faltar a clase, y cuando regresó, todos empezaron a preguntarle. En definitiva, la maestra, los organizó en grupo para que investiguen sobre los temas que les preocupaban.
-Abuelito, despierta dormiste mucho, y te digo un secreto hablaste en idioma que no conozco, y luego hablaste como todos.
-¿Qué raro y no me acuerdo de nada? ¿Pero dime que dije?
Ceci en pose del Pensador:
…- “promover el bienestar general” ...y empezaste a hablar el idioma raro- -Bueno, pero yo necesito saber que recordar de tus sueños.
• Mi querida Cecilia, aún no comprenderás, cuando estés lista te contaré.
Las siestitas vienen tan bien, que Verídico, no dejaba de soñar. Cecilia paciente le recuerda que estaba preparada,
-Abuelo es el momento, te escucho:
-Creo recordar una voz ronca, que me dijo: - Verídico, tienes poco tiempo, y necesitas terminar TU tarea. Caminé hasta el pie de una gran escalinata que se desarrollaba como una montaña. Pensé que me sería imposible obedecer el mandato, pero emprendí la tarea. Habiendo llegado, me impactó la belleza de un gran viejo templo. Ingresé, y con la ayuda de los rayos de sol que penetraban desde el alto techo. Pude admirar la gran biblioteca, prolijamente organizaba. Se acercó un joven con túnica y me señaló un libro, prendiendo la tenue luz del escritorio que sería mi punto de lectura.
Así pasaron muchas siestas, y el sueño se repetía.
-Hasta que un día, cuando empezaron a bajar las luces, los lectores empezaron a guardar los libros en su lugar. Se me ocurrió salir por la parte trasera del templo. Allí me sentí desorientado, en la oscuridad me ayudaba tanteando: unas pocas matas y peñascos, me permitieron hacer medio camino, y caí rendido. Fue cuando Cecilia me despertó:
-Abue, de la que te salvé. Siendo tan viejito, nadie te ayudaba.
-Pero ocurre que ya estoy a salvo, y con tu ciencia me ayudarás a entender el sueño, para saber como no meterme en líos.
-Abuelito, yo creo que sientes que no lograste para tu pueblo, lo que pretendías, ya hiciste bastante. Te acuerdas cuando te tiraron una granada y te destrozaron la mano derecha. Fuiste tan fuerte, que en una semana ya estabas escribiendo, y muy bien con la mano izquierda. Te admiro abuelo, yo soy chica, pero aprendí que debo intentar mejorar el mundo. Si no estoy haciendo algo positivo, me siento que le falto a la VIDA, sé que debo: estudiar, disciplinarme y, disfrutar.
-¿Dime, como hacemos para que todos hagan algo bueno por ellos mismos o por otros?
-Abuelito siéntete tranquilo, diste de ti lo mejor. Trabajar en la Política es como luchar con una serpiente de siete cabezas. Nunca podrás conformar a todos. Esto es lo que repetiste durante estas últimas siestitas:
“asegurar los beneficios de la libertad para todos.”
DIECISIETE
SI EVITA VIVIERA
EL DESTINO ES INJUSTO, DICE PERÓN. Eva estuvo apenas siete días en Madrid y la cubrieron de honores. Yo me quedé a vivir trece años y sólo he podido dejar la huella de mi nombre en una calle.
Al amparo del crepúsculo ceniciento, oculto entre unos arcones que tapian las ventanillas del Mercedes, el General ha conseguido esfumarse de la quinta sin ser visto. Lo que creía difícil era fácil. Ha encontrado en el comedor de Lucas, el jardinero marroquí, y le ha dicho: Quiero salir. ¿Se anima usted a manejar el auto? Esto, y no más. La telaraña de corresponsales y fotógrafos, afuera, no les ha prestado atención. ¿Quién hubiera previsto lo evidente? Para cualquiera es impensable que el General, oficialmente enfermo, se arriesgue a la intemperie. Aun para Lucas. Desconcertado, el jardinero quisiera que lo autorice López a salir. Pero no lo ha encontrado por ninguna parte.
…………………………………………………………………………………………….
¿En qué perezas se le ha caído la memoria? No la memoria de las carpetas, que ya por volverse palabras ha dejado de pertenecerle, sino la íntima, la que le sirve para saber a quién ha mandado esto y prometido aquello. Esa memoria se le ha vuelto zángana y dura, como la próstata. Y en el consultorio de los médicos no hay quien sepa resucitarla con baños tibios ni deshollinarle sus humaredas. Siempre le ha sido leal, y ahora se le distrae la memoria, de a ratos se le pierde. Hubiera sido mejor domesticarla, tenerla sujeta por la correa. ¿Pero se puede acaso, con un animalito tan errático? Porque cuando el recuerdo es viejo, entonces sí, deja señales hondas en él: la cabeza del General es una rejilla de recuerdos mohosos, en cada panal las caras se mantienen patentes. Hasta los olores siguen años y años en su mismo quicio. En cambio, lo que le ha sucedido hace un instante, no: ese recuerdo vuela. Viene alguien de Buenos Aires y lo abraza: Gracias por lo de ayer, mi General. Y él no sabe a quién está apretando contra su cuerpo. De nada, mijo, de nada. Siempre contesta lo mismo, para no equivocarse. Los recuerdos inmediatos son lisos: un desierto; los lejanos, al revés, se le pegan. Eva, por ejemplo. El viaje de Eva a España es un viaje que no ha vivido y que sin embargo no puede quitarse de la imaginación. Qué molestia: el engrudo del recuerdo ajeno.
La mandé aquí como mi mensajera, Lucas, hace veinticinco años. Los madrileños todavía no han podido olvidarla. Era junio, como ahora. Se vistió con capas de pieles bajo un sol de chicharra. Y aún así, a destiempo del tiempo, Eva los enamoró.
Pero yo pienso: ¿no me corresponde a mí esa gloria? Cuando vine a buscarla, desterrado, los españoles no quisieron dármela. Trece años esperé. Y nada. Yo tenía mi calle: la avenida del General Perón. Era mi persona lo que no existía. Franco no me contestaba las cartas. Los ministros me negaban las audiencias. ¿Soy un paria? Eso quería saber yo……………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………………………………….
Esa penúltima noche, antes de la partida, el General vuelve a soñar con la expedición al Polo. Se aventura en el sueño con incomodidad, porque gracias al ancla de sensatez que lo mantiene uncido a lo real -siempre, hasta cuando duerme- sabe que conquistar el centro de los hielos es ya una hazaña sin sentido. Otros infantes argentinos lo han hecho antes por él, en el verano del 65. Avanzaron -lo ha leído- por mesetas erizadas de torres y cavernas, oyendo a cada paso los lamentos de sus antepasados muertos. A la entrada del Polo no vieron ningún volcán sino coartadas de la naturaleza: ardientes moscas blancas que zumbaban sobre una pampa enceguecedora.
Aun así, el General se precipita desde el sueño, tosiendo, sobre el mar de Weddell. Y camina, camina. Una vez más, su cuerpo flota sobre la espuma rígida de los desfiladeros y es desgarrado por las estalactitas. Por fin, pegajoso de sangre y de babas amnióticas, divisa en la lejanía el volcán del Polo: la señal que nadie sino él conoce. Los instrumentos, de pronto, se le sublevan. Brújula y teodolitos le señalan que allí no hay un volcán sino una inmensa vagina erecta, en vilo. En la cúspide, la madre monta guardia, con la cabellera destrenzada y un poncho de hombre sobre el batón. Pero a su lado, ¿quién está? Es López, ataviado por el vestido de gro y encaje que la abuela Dominga solía ponerse para las veladas de la ópera. López se ampara en la madre y lo rechaza:
“¡Regrese, Perón, ándese al mar de Weddell! ¡Usted aquí no entra!”.
Y como él, con el aliento trunco, intenta protestar:
“Sólo un momento, por favor, mamita…”, el secretario-abuela lo ahuyenta con unos salmos del averno, Pe pe orupandé / Oxum maré coroo Ogum te, le desparrama los huesos por los confines de aquellas heladas penitencias, salve Shangó / salve Oshalá.
Sudando, el General abre los ojos. Es ya de día……………………………………
LA NOVELA DE PERÓN (Fragmento)Tomás Eloy Martínez
Producción de los participantes:
Democracia - Agustina Cangiano
Mi tío Patricio - Ana Lía Olego
LA PIRÁMIDE - Marcela Ruz
EL GOBERNADOR - Adriana M. Otheguy
Viva el ex Presidente Don Verídico - Julia Zela
Democracia - Agustina Cangiano
Se vuelve evidente lo estresante de las tareas políticas con tan solo comparar las imágenes de los presidentes al principio y al final de su mandato. Sus nuevas y profundas arrugas, las bolsas pesadas y oscuras debajo de los ojos y el pelo que, de pronto y sin pedir permiso, se volvió blanco.
El vicepresidente de la Nación no escapaba de estos signos. La angustia se le había acumulado durante todos sus años de hacer política y se ceñía cada vez más sobre él, viendo el desastre que era el país. Y desde que lo habían designado para vice, por su relativa juventud, en lugar de presidente, la irritación contenida se le instaló como un estado natural del ser.
Sin embargo, como era un hombre bastante intelectual para su cargo, lograba encontrar salidas a esos círculos viciosos de aflicción, sin tener por eso que caer en las humillaciones de arrodillarse en una iglesia o míseramente sentarse a beber. Él, en cambio, escribía. Se sentaba en su escritorio y vertía aquellas ideas que lo perseguían, como si fueran entes materiales que pudieran extraerse de su alma, para acto seguido echar las hojas escritas al fuego del hogar, extinguiéndolas por siempre.
Esa noche no fue diferente. Observó las llamas llevarse esas imágenes perturbadoras con lentitud mientras sus latidos volvían a la normalidad y regresaba su confianza. El calor del fuego bajo sus manos se perfilaba como el bastón que anhelaba y su crepitar eran los susurros de los cabecillas recordándole que todo estaría bien.
Calmado ya, dejó la sala y se fue a dormir.
Casi instantáneamente ocurrió que una niña entró, descalza y silenciosa en la oscuridad de la noche, y se acercó al fuego. Con labor experta se ayudó de las pinzas que bien conocía para rescatar a los sobrevivientes del pequeño incendio que todavía ardía. Volvió a su cuarto con una sonrisa traviesa y reunió su tesoro con los anteriores.
¡Cuán feliz se puso al ver que, finalmente, podía descifrar el secreto! Juntando pedazos viejos con nuevos, se leía una historia trazada en cursiva.
Su padre caminaba en zigzag hacia una figura imponente en la lejanía. Era un hombre que llevaba traje y, cuando se acercaba, se daba cuenta de que era Sarmiento (¡ese lo conocía del colegio!). Sarmiento lo miraba apenado por algo y le decía “¿Vos también?”. Entonces su padre se inclinaba y lo besaba, un beso delicioso, sabor a plata.
Dejó de leer bruscamente.
-¡Le gustan los hombres! Por eso ya no duermen juntos con mamá.
Estaba con los ojos muy abiertos, confundida pero, al mismo tiempo, divertida ante el curioso descubrimiento. Suponía que Sarmiento sería el nombre clave para el amante de su padre y satisfecha con lo que había leído, dejó allí la narración y se fue a la cama.
Solo cuando dejó su casa, muchos años después, comenzó a prestarle atención a los susurros y entendió el significado de aquel sueño. Pero ni siquiera entonces se fijó en la última frase escrita a las apuradas.
Me llevo una mano al costado, húmedo, y caigo.
Mi tío Patricio - Ana Lía Olego
Recién de grande supe por qué la abuela me hacía callar cuando yo, riéndome y haciéndome el gracioso, le contaba a quién quisiera escuchar, sobre los sueños del tío Patricio. Cuando lo recuerdo me agarra como un apuro por no acordarme, mezcla de vergüenza y de cómo no me había dado cuenta antes.
Pero yo era un chico y cada día de mis vacaciones en la casa de los abuelos, permanecía expectante ante cada cosa que hacía o decía mi tío. Era el más copado de todos. Él siempre tenía una sonrisa, un comentario cómplice o un disimulo cuando me mandaba una metída de pata. Y ni qué decir del día que con esa especie de pacto que había entre los dos, con un casi imperceptible movimiento de cabeza me invitaba a dormir la siesta con él. La abuela protestaba – No te das cuenta que así no descansás nada, le decía, pero él no le hacía caso.
El cuarto de mi tío era el mejor. Mejor que el de los abuelos. Era el más fresco y hasta ahí no llegaban los ruidos de la casa. Me encantaba. Pero no siempre fue así. Al principio, cuando yo era más chico, apenas el tío Patricio se dormía, empezaba a hablar solo o a discutir con alguien llegando al punto de levantarse todo transpirado y con los ojos desorbitados. Eso me daba mucho miedo. -Y claro, si se va a la cama después de almorzar con el estómago lleno, cómo no querés que sueñe pavadas, protestaba la abuela cuando yo le comentaba preocupado.
Recuerdo que otra tarde le conté a la abuela que en esa siesta el tío había estado muy enojado con el escribano Mayorga que no sé qué cosa de un terreno de la familia Andonaegui, que los pobres se habían muerto todos y que no tenían herederos y que se dejara de joder con esas estupideces que todo era por el partido. Claro, me explicó entonces la abuela despacito en el oído, la buseca le cayó pesada. No sé por qué come tanto si después sueña pavadas.
Después de la última siesta antes de regresar a mi casa, cuando nuevamente le conté a la abuela del sueño de mi tío, me enteré de los efectos perniciosos del exceso de picante. Según mi abuela ese día se le había ido la mano con el tabasco que le había puesto a las costillitas de cerdo y por eso el tío Patricio gritaba asustado que lo dejaran entrar no sé dónde, que lo perseguía no sé quién pero que estaba equivocado, porque él no había hecho nada.
Ese año volvimos al pueblo antes del verano porque debíamos estar en el acto en que el tío Patricio se haría intendente. Sentaron a la familia en la primera fila así que estábamos con la ropa de domingo. Parece que estuvo muy bien porque todos aplaudían y lo abrazaban. Yo no podía sustraerme a la preocupación que tenía y esperaba el momento oportuno para preguntarle a la abuela como andaba el tío, si le seguían pasando esas cosas tan terribles en los sueños.
– No, ya no, me tranquilizó, y sin dejar de mirar encantada el escenario agregó a mi oído, el tío se hizo vegetariano.
LA PIRÁMIDE - Marcela Ruz
El viejo sigue dormitando en el sillón, frente al fuego. Hace calor, pero él no logra calentarse ni siquiera ahí, a tan escasa distancia de las llamas. Se le ha caído la manta de lana de oveja de las piernas a raíz de un sacudón producido por algún sueño, algún fantasma, algún dolor.
Tomás levanta la vista de su cuaderno, deja el lápiz con el que estaba haciendo las cuentas que le mandaron de tarea en la escuela, le levanta las manos arrugadas, esas que dicen que están manchadas de sangre y le pone la manta despacio, cuidando de tapar también los pies, esos pies que dicen que han pateado más traseros que…Mejor no escuchar lo que dicen del viejo. Todos están equivocados, si ese hombre apenas puede pararse solo. Esa es otra persona, no su abuelo.
El hombre entreabre los ojos y una sonrisa dura aparece en medio de la barba descuidada. El niño cierra el cuaderno, ya decidido a no hacer la tarea hasta…bueno, hasta otra vida quizás.
Le pide que se acerque con un ademán, tratando de sentarse un poco más erguido. Sabe que es en ese niño en el único que puede encontrar algo de afecto sincero. Los demás lo dejaron solo o están por conveniencia u obligación. Algo bueno habrá hecho, después de todo, para que la vida le haya mandado este regalo.
Todavía recuerda el sueño, quiere neutralizarlo, anularlo, dejar de soñar lo mismo una y otra vez. Tiene que contárselo a alguien, y el único alguien disponible es el chico. Se lo disfraza de cuento, por las dudas. Le narra que en un país muy lejano, hace muchos años, un hombre estaba subiendo una pirámide, mientras millones de manos trataban de agarrar sus piernas y detenerlo, trataban de tirarlo al vacío. La pirámide tenía franjas de distintos colores, bien divididas, unas amarillas, otras rojas, otras negras. La cima era tan azul que se confundía con el cielo. El hombre sabía que tenía que llegar a cualquier costo, sólo así sería feliz, pero a la vez estaba tan cansado que había momentos en los que le hubiera gustado dejarse caer. Pero tenía miedo del vacío y creía que el suelo que se extendía al pie de la pirámide era un lugar horrible, lleno de monstruos y de pantanos. Así que por momentos pateaba, se defendía a manotazos, mordía, arrancaba mechones de pelo a los que trataban de tirarlo y en otros momentos lloraba como un cobarde adherido a la pared lisa y resbaladiza de la pirámide como si tuviera ventosas en lugar de dedos en las manos y en los pies. Sí, el hombre, todos los hombres estaban desnudos. No, no había mujeres ni niños ni animales ni plantas, sólo hombres peleando para que el que quería llegar al azul no pudiera. Cuando casi estaba llegando, apareció un águila enorme que lo atrapó con sus garras brillantes y enormes.
El niño tiene los ojos abiertos como platos, y quiere saber el final. ¿Qué pasó con el hombre, con el águila, con la pirámide? El cuento termina acá, no se sabe qué fue del hombre, ni de los otros hombres, ni de la pirámide.
El hombre era valiente, no se dejó ganar por nadie, peleó lo mejor que pudo, ¿no, abuelo? Y casi llegó al cielo, si no fuera por el águila que se lo llevó, seguro que llegaba. Por ahí el águila lo quiso ayudar, creyó que se iba a caer y se lo llevó a otra pirámide para que pudiera llegar tranquilo a la punta azul.
Sí, seguro que el águila lo ayudó y lo llevó a un lugar hermoso, lleno de luz y de amor, mintió el viejo.
EL GOBERNADOR - Adriana M. Otheguy
Sobre ese sector tan alejado de la urbe, quedan aún, luego de largos veinte años, los recuerdos de aquel fatigoso verano de campaña en tan inhóspitas regiones. Una marquesina con una foto ya desactualizada y hecha girones, de Romualdo Casas, el candidato a Gobernador. Tan esperanzador como sencillo. Tan humilde como idealista Se pensó muy acertadamente que sería el mejor entre sus oponentes. Era el favorito entre otros tres no menos populares, absolutamente verborrágicos pero carentes de sentido de la realidad. Por entonces, y a pesar de los esfuerzos de doña Leo por transformar ese lugar como destacado, -por ser sus empanadas “las mejores”- , no lo conseguía. No por eso dejaba de ser un páramo sin atractivo alguno, donde la gente era atrapada como por un huracán violento, sin fuerzas para salir ileso del lugar. Pero todo parecía cambiar a favor. Paradójicamente, Romualdo Casas era tan fecundo como el terreno. Abundantes humus y tierras renegridas, aun no explotadas por las manos del hombre, daban lecho al viejo y solitario ombú que prestara su sombra al candidato, aquel tórrido verano. Brindaba sus emotivos discursos al aire libre, con sincera empatía entre sus seguidores. Alguna que otra vaca pastando junto a su ternero prestaban oficio en el lugar, dando la impresión de un pueblo bastante precario.
Todo había quedado detenido en el tiempo. Y pareciera que ya nadie se recordaba del candidato, cuando éste puso alma, corazón y vida por repuntar los destinos de la provincia. Y obtuvo muchos triunfos. Y también muchas derrotas.Se había propuesto combatir contra el narcotráfico, el hambre, el analfabetismo y la desocupación. Innumerables problemas urgentes lo sacaban de contexto a cada instante. El teléfono de su despacho sonaba todo el día y el escueto presupuesto no le permitía tener un asistente por más de tres horas por tarde. Su preocupación por crear un pequeño hospital casi improvisado, lo mantenía desvelado. Dormía junto a Ana sin siquiera tocarla por las noches. Su verdadero amor ahora se focalizaba en otros asuntos de prioridad. Ana se sentía prescindible. De no haber sido por sus dos pequeños hijos hubiera pensado seriamente en separarse de Casas- como le decía ella cuando estaba desbordada-. Casas, luego de conocer a Ricardito casi accidentalmente durante una de sus giras a los barrios periféricos, se le hizo como llaga abierta el corazón, al ver tanta miseria y carencia de todo. Tanto él como sus seis hermanitos vivían en una casilla prefabricada de chapas y bloques de cemento en paupérrimas condiciones. Sus padres estaban todo el día fuera de su humilde vivienda tratando de hacer algo. Pero llegaba la noche y tan solo unos panes a dividir entre ocho con un tazón de mate cocido. Sus pies descalzos lastimados por el pedregullo laceraban con mal aspecto. Si bien el Gobernador nunca tuvo solvencia- todo lo contrario- su principal motivación giraba en torno a este niño tan empecinado en salvar el futuro de su vulnerable familia, aunque se valiera de métodos nada ortodoxos. El pequeño, le daba batalla a la vida desafiando toda norma adulta y sensata.
La intención suprema del gobernador más que no desilusionar a nadie de su 60 por ciento de votantes, estaba moralmente comprometido con esos habitantes, tan tercos en estar marginados del desarrollo. Su oficina era amplia. Apenas iluminada por el sol. Estaba colmada de expedientes y carpetas. Muchos reclamos. Notas pidiendo justicia. Mejoras urbanas. Propuestas. Posibles leyes. Su escritorio de roble reseco por el descuido y el tiempo, dejaba ver una carpeta negra, de carácter reservado, que albergaba denuncias y hasta amenazas. Entre ellas una causa del Juzgado de Menores donde se involucraba a Ricardito por robo en una farmacia. El único propósito fueron ciertas drogas que lo ayudarían a evadirse de tan nefasta realidad. Pero el asunto pasó a mayores cuando Ricardito empleó un arma blanca reluciente que había puesto en el cuello al boticario, quien temblando de miedo habría cedido ante la presión del niño. A pesar del inmenso cariño que Casas experimentaba por aquel jovencito, de escasos doce años, no lo enceguecía. Mucho revuelo desataron las averiguaciones en torno al suministro de drogas por parte de funcionarios públicos que eran los principales proveedores. Lo tenían amenazado con arrebatarle a su protegido si proseguía con sus indagaciones. Casas era muy competente, ya que antes de ser abogado quiso ser médico forense.
En el profundo letargo de su cama, sobresaltado por tantas preocupaciones, Casas duerme un convulsionado sueño. Ve a Ricardito, una y otra vez, envuelto en llamas ardiendo junto al ombú y ve a éste desintegrarse entre las llamas de un fuego amarillento y suponiendo un olor rancio a tierra quemada. Ricardito no grita. Ni tan siquiera emite un solo sonido. Pero sonríe. Deja entrever por debajo de su gorra de su club favorito, su cara pintada con los colores de la bandera nacional. El simula ser un verdadero caudillo. A sus espaldas los ataúdes de sus seis hermanitos estaban vacíos. Y ahora la cara de Ricardito se la veía más feliz que nunca. Como si todo anduviera bien y hubiera logrado un buen propósito. Casas despierta totalmente bañado en sudor, presintiendo lo peor. A la mañana siguiente, todo proseguía sin novedades. Dejó de investigar por amor al niño, solo por un tiempo. Él, aun siendo tan pequeño, parecía comprenderlo casi todo con una mente sobrenatural hecha a puro instinto. Solía entrar en el despacho de Casas a revolverle los papeles. Curiosear. Hurgueteando, había encontrado un manuscrito en la carpeta negra, donde relataba el confuso sueño. Él era el principal protagonista. Y algo singular ocurrió. Lloró desconsoladamente en forma extraña a su modo rebelde de manifestar sus emociones. No lloró por miedo, sino de emoción. Sintió orgullo por sentirse tan importante para alguien. Era demasiado pequeño para encontrar cabal sentido a lo leído, pero jugó con su fantasía a adivinar su significado. Supuso que el fuego lo desintegra todo. Así lo recordaba el día que vio arder la casilla de su amigo Juan sin dejar rastros de nada. O cuando se armaban fogatas con trastos viejos para limpiar de basura los recuerdos. Discernió, dubitativamente, como esas llamas que arden depuran todo mal. Y hacen que todo quede rasado. Igual. Llano. Llamas que purifican. Que queman pero no matan. Y la sonrisa del triunfo del bien sobre el mal, venciendo a la muerte. Al hambre. A la extrema necesidad.
Ricardo, ahora integra la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación. Visita frecuentemente los lugares de su infancia pampeana. También visita la morada póstuma de Romualdo Casas. Un homenaje sencillo pero sentido hacia una persona singular, dotada de valentía y patriotismo que supo dar su vida por un alto objetivo. Ahora Ricardo Trelles es todo un señor reconocido socialmente en su entorno político. Ahora tiene su propia carpeta negra. En ella guarda solo las cosas importantes. Entre ellas una foto del que fuera su buen amigo: Romualdo Casas. Le pone flores blancas con el centro rojo carmesí, como señal de pureza bañada con sangre inocente. Ardientes como el intenso fuego que consumía todo menos su sonrisa. Ahora Ricardo lucha por una utopía. Deseoso de lograr una sociedad más justa. Donde los niños puedan vivir su infancia, sin el temor que nadie les arrebate sus sueños.
Viva el ex Presidente Don Verídico - Julia Zela
” Quien conformará al hombre, si ni él mismo sabe lo que quiere.”Las clásicas siestas provincianas, siguieron para don Verídico, los años cumplimos, sumados a una intensa actividad de vida; se hacían presente en su cuerpo. Por lo tanto, las siestas eran a media mañana y a media tarde.
Aún recordaba su gran actividad política. Casi todos los ciudadanos de aquel pequeño país, despidió a su expresidente; saludó con pañuelos blancos el día en que entregó la banda presidencial. Fue emocionante, verlo levantando los brazos como queriendo abrazarlos a todos. Muchas lágrimas de sana alegría marcaban un final de su brillante carrera política. Con bases éticas de los principios republicanos. Se había entrenado intensamente para desarrollar su cargo de presidente, con la honra que merecen los ciudadanos.
Su nieta Cecilia con sus siete añitos, era su escolta. Siempre andaba cerca, y pregunta va, respuesta viene. Su inocencia le permitía preguntarle cosas que otro miembro de la familia no lo hacía.
Este abuelo ya sabía que en la escuela, su nieta conformaba un grupo de investigaciones sobre “porqué soñamos, o no soñamos”. Todo vino porque un compañerito empezó a faltar a clase, y cuando regresó, todos empezaron a preguntarle. En definitiva, la maestra, los organizó en grupo para que investiguen sobre los temas que les preocupaban.
-Abuelito, despierta dormiste mucho, y te digo un secreto hablaste en idioma que no conozco, y luego hablaste como todos.
-¿Qué raro y no me acuerdo de nada? ¿Pero dime que dije?
Ceci en pose del Pensador:
…- “promover el bienestar general” ...y empezaste a hablar el idioma raro- -Bueno, pero yo necesito saber que recordar de tus sueños.
• Mi querida Cecilia, aún no comprenderás, cuando estés lista te contaré.
Las siestitas vienen tan bien, que Verídico, no dejaba de soñar. Cecilia paciente le recuerda que estaba preparada,
-Abuelo es el momento, te escucho:
-Creo recordar una voz ronca, que me dijo: - Verídico, tienes poco tiempo, y necesitas terminar TU tarea. Caminé hasta el pie de una gran escalinata que se desarrollaba como una montaña. Pensé que me sería imposible obedecer el mandato, pero emprendí la tarea. Habiendo llegado, me impactó la belleza de un gran viejo templo. Ingresé, y con la ayuda de los rayos de sol que penetraban desde el alto techo. Pude admirar la gran biblioteca, prolijamente organizaba. Se acercó un joven con túnica y me señaló un libro, prendiendo la tenue luz del escritorio que sería mi punto de lectura.
Así pasaron muchas siestas, y el sueño se repetía.
-Hasta que un día, cuando empezaron a bajar las luces, los lectores empezaron a guardar los libros en su lugar. Se me ocurrió salir por la parte trasera del templo. Allí me sentí desorientado, en la oscuridad me ayudaba tanteando: unas pocas matas y peñascos, me permitieron hacer medio camino, y caí rendido. Fue cuando Cecilia me despertó:
-Abue, de la que te salvé. Siendo tan viejito, nadie te ayudaba.
-Pero ocurre que ya estoy a salvo, y con tu ciencia me ayudarás a entender el sueño, para saber como no meterme en líos.
-Abuelito, yo creo que sientes que no lograste para tu pueblo, lo que pretendías, ya hiciste bastante. Te acuerdas cuando te tiraron una granada y te destrozaron la mano derecha. Fuiste tan fuerte, que en una semana ya estabas escribiendo, y muy bien con la mano izquierda. Te admiro abuelo, yo soy chica, pero aprendí que debo intentar mejorar el mundo. Si no estoy haciendo algo positivo, me siento que le falto a la VIDA, sé que debo: estudiar, disciplinarme y, disfrutar.
-¿Dime, como hacemos para que todos hagan algo bueno por ellos mismos o por otros?
-Abuelito siéntete tranquilo, diste de ti lo mejor. Trabajar en la Política es como luchar con una serpiente de siete cabezas. Nunca podrás conformar a todos. Esto es lo que repetiste durante estas últimas siestitas:
“asegurar los beneficios de la libertad para todos.”
LA NOVELA DE PERÓN (Fragmento)Tomás Eloy Martínez
DIECISIETE
SI EVITA VIVIERA
EL DESTINO ES INJUSTO, DICE PERÓN. Eva estuvo apenas siete días en Madrid y la cubrieron de honores. Yo me quedé a vivir trece años y sólo he podido dejar la huella de mi nombre en una calle.
Al amparo del crepúsculo ceniciento, oculto entre unos arcones que tapian las ventanillas del Mercedes, el General ha conseguido esfumarse de la quinta sin ser visto. Lo que creía difícil era fácil. Ha encontrado en el comedor de Lucas, el jardinero marroquí, y le ha dicho: Quiero salir. ¿Se anima usted a manejar el auto? Esto, y no más. La telaraña de corresponsales y fotógrafos, afuera, no les ha prestado atención. ¿Quién hubiera previsto lo evidente? Para cualquiera es impensable que el General, oficialmente enfermo, se arriesgue a la intemperie. Aun para Lucas. Desconcertado, el jardinero quisiera que lo autorice López a salir. Pero no lo ha encontrado por ninguna parte.
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¿En qué perezas se le ha caído la memoria? No la memoria de las carpetas, que ya por volverse palabras ha dejado de pertenecerle, sino la íntima, la que le sirve para saber a quién ha mandado esto y prometido aquello. Esa memoria se le ha vuelto zángana y dura, como la próstata. Y en el consultorio de los médicos no hay quien sepa resucitarla con baños tibios ni deshollinarle sus humaredas. Siempre le ha sido leal, y ahora se le distrae la memoria, de a ratos se le pierde. Hubiera sido mejor domesticarla, tenerla sujeta por la correa. ¿Pero se puede acaso, con un animalito tan errático? Porque cuando el recuerdo es viejo, entonces sí, deja señales hondas en él: la cabeza del General es una rejilla de recuerdos mohosos, en cada panal las caras se mantienen patentes. Hasta los olores siguen años y años en su mismo quicio. En cambio, lo que le ha sucedido hace un instante, no: ese recuerdo vuela. Viene alguien de Buenos Aires y lo abraza: Gracias por lo de ayer, mi General. Y él no sabe a quién está apretando contra su cuerpo. De nada, mijo, de nada. Siempre contesta lo mismo, para no equivocarse. Los recuerdos inmediatos son lisos: un desierto; los lejanos, al revés, se le pegan. Eva, por ejemplo. El viaje de Eva a España es un viaje que no ha vivido y que sin embargo no puede quitarse de la imaginación. Qué molestia: el engrudo del recuerdo ajeno.
La mandé aquí como mi mensajera, Lucas, hace veinticinco años. Los madrileños todavía no han podido olvidarla. Era junio, como ahora. Se vistió con capas de pieles bajo un sol de chicharra. Y aún así, a destiempo del tiempo, Eva los enamoró.
Pero yo pienso: ¿no me corresponde a mí esa gloria? Cuando vine a buscarla, desterrado, los españoles no quisieron dármela. Trece años esperé. Y nada. Yo tenía mi calle: la avenida del General Perón. Era mi persona lo que no existía. Franco no me contestaba las cartas. Los ministros me negaban las audiencias. ¿Soy un paria? Eso quería saber yo……………………………………………………………………………………
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Esa penúltima noche, antes de la partida, el General vuelve a soñar con la expedición al Polo. Se aventura en el sueño con incomodidad, porque gracias al ancla de sensatez que lo mantiene uncido a lo real -siempre, hasta cuando duerme- sabe que conquistar el centro de los hielos es ya una hazaña sin sentido. Otros infantes argentinos lo han hecho antes por él, en el verano del 65. Avanzaron -lo ha leído- por mesetas erizadas de torres y cavernas, oyendo a cada paso los lamentos de sus antepasados muertos. A la entrada del Polo no vieron ningún volcán sino coartadas de la naturaleza: ardientes moscas blancas que zumbaban sobre una pampa enceguecedora.
Aun así, el General se precipita desde el sueño, tosiendo, sobre el mar de Weddell. Y camina, camina. Una vez más, su cuerpo flota sobre la espuma rígida de los desfiladeros y es desgarrado por las estalactitas. Por fin, pegajoso de sangre y de babas amnióticas, divisa en la lejanía el volcán del Polo: la señal que nadie sino él conoce. Los instrumentos, de pronto, se le sublevan. Brújula y teodolitos le señalan que allí no hay un volcán sino una inmensa vagina erecta, en vilo. En la cúspide, la madre monta guardia, con la cabellera destrenzada y un poncho de hombre sobre el batón. Pero a su lado, ¿quién está? Es López, ataviado por el vestido de gro y encaje que la abuela Dominga solía ponerse para las veladas de la ópera. López se ampara en la madre y lo rechaza:
“¡Regrese, Perón, ándese al mar de Weddell! ¡Usted aquí no entra!”.
Y como él, con el aliento trunco, intenta protestar:
“Sólo un momento, por favor, mamita…”, el secretario-abuela lo ahuyenta con unos salmos del averno, Pe pe orupandé / Oxum maré coroo Ogum te, le desparrama los huesos por los confines de aquellas heladas penitencias, salve Shangó / salve Oshalá.
Sudando, el General abre los ojos. Es ya de día……………………………………
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