Bloque 1/18 Consigna 2: Narración con ruptura temporal y ruptura espacial, que incluya un diálogo entre personajes de distintas dimensiones.
Material de referencia:
Moriencia - Augusto Roa Bastos
Pedro Páramo. - Rulfo, Juan. https://vivelatinoamerica.files.wordpress.com/2014/05/pedro-pc3a1rramo-de-juan-rulfo.pdf
Producción de los participantes:
Perfección - Marta Imbriale.
LA ABUELA - HAYDEE ORTONE
VISITAS - Marcela Ruz
“La Promesa” - Julia Zela
El amigo de Felipe - Ana Lía Olego
Sobre la vida y la muerte, en la Colonia La Montenegrina - M. Jokmanovich Derka
Ella sola sabe desde antes de los otro - Cristina Delea
La oí nombrar hace un rato a Chepé Bolívar. ¿Lo conocía usted? -pregunté a la mujer en el mixto.
-¿Al telegrafista de Manorá? ¡Ea!, cómo no, si hasta su ropa yo le hacía!
Miente la vieja palabrera, dije entre mí acordándome que el telegrafista anduvo casi siempre en cueros por lo menos durante los últimos años de su vida, que fue cuando lo conocimos nosotros.
-Alto, moreno lento, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla de mujer. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no lo iba a conocer! -garganteó la revendedora. No; si ya apenas salía de su rancho, la contradije con el pensamiento. Desnudo, las ronchas untadas de sudor con lo flaco que era, se quedaba encerrado trabajando la madera de su caja, a la luz de una vela. Desde lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco de árbol. Ya está telegrafiando otra vez, Chepé, se acuerda que decíamos en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
Nuestra tía Emerenciana, que era reconocida por su ciencia de lo natural, me decía:
- Vaya a llevarle el remedio. Y dígale que venga un momentito a arreglarme esto, que las vacas corsarias del vecino me están entrando en la huerta desde por la mañana.
-Le hace decir mi madrina que vaya un rato a arreglarle el cercado.
-No puedo. ¿No ve la luna? -Es de día.
-Cuando ha salido de su cáscara, siempre lo esta mirando a uno. De día y de noche, aunque no se la vea.
-Dice que no puede venir, madrina. Que usted sabe bien que el cuerpo se le llena de úlceras si sale cuando la luna esta brava. Que la semana que viene va a venir, si Dios quiere y la Virgen, y le va a dejar el cercado como nuevo y que le va a arreglar también el nicho del Señor de la Paciencia.
La respiración de la mujer me enfría la oreja. Entre el roncar del mixto, el cuchicheo recomienza:
-Chepé murió cuando llegaron las tropas el año de la creciente grande. Murió en el tiroteo.
-No murió de bala -digo.
-Hubo quien dijo que del susto por la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida. Pero eso no fue verdad; tiene razón usted. El telegrafista murió porque ya tenía que morir nomás. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Él debía haber muerto en la sublevación del año 12. Pero de eso usted no debe acordarse. Ni habría nacido todavía.
Ni usted ni yo, como quien dice, habíamos salido aun del huevo. A Chepé lo conocimos ya viejo. Igual que al maestro Cristaldo. Usted se fue del pueblo mucho antes que yo, pero se acordará todavía lo parecidos que eran, a pesar de sus diferencias, el maestro y Chepé. Lo veíamos al uno reflejado en el otro, como formando una sola persona. Uña y carne. Flaquito, inacabado, muy blanco, el uno. Alto el otro, desgalichado, muy oscuro. Cuando Chepé ya no se pudo mover, el maestro iba a su casa a darle una mano en el trabajo. Hacía mucho tiempo que la caja estaba terminada, pero entre los dos siempre encontraban algún detalle que retocar o afinar. Parecida a una canoa, la caja; a la canoa del maestro Cristaldo. Tal vez mejor; de más calidad, más resistente, mejor perfilada. De primera para remontar el río hasta sus nacientes, como quería el maestro, que únicamente podía bogar en la laguna; su viejo cachiveo hacía agua por todas partes.
Las letras que había en los extremos de la caja de Chepé, las grabó el maestro, una por una, a punta de cuchillo. Trabajo de preso. Calcúlele otra hilera de años... No hay más que el principio y lo que está antes del principio... ¿Qué quería decir eso? ¿Un mensaje? ¿Una dedicatoria? Zalamerías de dos viejos caducos.
La voz de la mujer va y viene en la oscuridad; no me deja agarrar al pensamiento del sueño:
-Se decía que en la revolución del 12, los regulares que ocuparon el pueblo obligaron a Chepé a que transmitiera una noticia falsa. Un señuelo para demorar a los sublevados que se habían apoderado de un tren militar en Villa Encarnación, y atraerlos a una emboscada en Manorá.
La única noticia falsa que Chepé transmitió mucho después, no ya como telegrafista, como mero correveidile, un rondín de la estación, fue la venida del reemplazante del maestro. Se acordará que todos los alumnos, el maestro a la cabeza de la fila, fuimos a recibirlo con banderines tricolores y el canto del himno bien ensayado. Pero no llegó ese día ni ningún otro.
-Dicen que el telegrafista se negó. En Manorá no había ningún otro que supiera manipular el fierrito del telégrafo. Probaron a aceitarle la mano con dinero. Chepé se negó. Le prometieron su ascenso a jefe de estación. Se negó. Hicieron el simulacro de enfrentarlo a un pelotón de fusilamiento. Nada, ni un chiquito se le melló el coraje. Dicen que Chepé seguía moviendo la cabeza. ¿Se acuerda usted que el telegrafista tartamudeaba un poco? Los escueleros le hacíamos bromas. Un tartamudeo por falta de memoria, no por otro impedimento. Se le iba la memoria y se le iba la voz. De eso la revendedora no se acordaba. Estaba contando una historia que se la habían contado.
-De nada valió su actitud. Lo que él se negó a hacer para evitar una mortandad terrible, lo hizo otro. Nunca falta un roto por un descosido. Los regulares pudieron tramar el engaño. Largaron a toda máquina una locomotora cargada de bombas contra el tren de los insurrectos, y lo hicieron volar a medio camino. ¡Para luego es que le voy a contar, la moriencia que hubo!
La vieja palabrera lo mezclaba todo ahora, con el apuro de que se le fueran a enfriar los recuerdos; con el antojo de querer parar tal vez la vida que también a ella se le iba por la boca en contar la larga muerte de Chepé Bolívar. Debió morir aquella noche..., estertoró el cuchicheo.
-¿Y quién le dice a usted que no murió aquella noche?
-No pudo dormir más. No durmió un solo día desde entonces. La víspera de su muerte le duró veinte años.
-No fueron veinte años. En todo caso, no se puede decir que fueron veinte años.
-¿Qué?
¿No piensa usted, señora -estuve a punto de increparla-, que para contar eso con verdad su frase debió durar exactamente la misma cantidad de tiempo, y que aun así faltaría o sobraría algo? Para que iba a discutir; al fin y al cabo, lo que sucedió no se arregla con palabras.
-Quién puede saber lo que duran esas cosas -dije.
-La boca de cada uno es su medida -dijo-. Cuando Chepé murió...
Cuando Chepé murió fue como si el maestro hubiera perdido su sombra.
El sol empezó a golpearlo sin compasión por todos lados; cómo podría decírselo, se lo empezó a ver a plena luz, desamparado.
Fue como si, a partir de ese momento, él solo hubiera quedado en el pueblo con todo el trabajo de destejer la hebra negra del no ser, que entre los dos habían tejido con santa paciencia, descansadamente, durante más de medio siglo. Eso lo pienso ahora.
Puede que no sea así; que a mí también me esté traicionando la memoria.
-Cuando Chepé murió -repitió la vieja que me vigilaba las ausencias-, los atacantes no habían hecho volar todavía la estación. -La estación no voló en Manorá sino en Sapucai, veinte años atrás.
-No importa, pero hacía más de tres días que en Manorá las tropas estaban combatiendo por el puente.
El pleito pudo durar otro tanto y el cuerpo del media sangre empezó a oler al ratito nomás de morirse.
Los veinte años que llevó de no dormir se le corrompieron de golpe al tomar el primer sueño del que ya no iba a despertar. El primer trago de eternidad. La falta de costumbre, digo yo... -la voz, de la vieja salió por el hueco en una escupida. Cuando volvió.
-Chepé Bolívar fue el único cristiano en el pueblo que tuvo en vida su caja -dijo mencionando lo que ya también creí que iba a omitir.
Las veces que fui a llevarle remedios de yuyos contra las empolladuras del "fuego-frio" de la luna, metía la mano bajo la caja, donde guardaba el ataúd, que le sirvió primero de fiambrera. Sacaba una rapadura, trajinada de hormigas:
- Tenga. Para estimarle el servicio.
-¿Por que guarda eso ahí?
-De puro desconfiado. Seguro murió de viejo. Desconfiado todavía vive.
-¿Y entonces cómo fue que encontró tanto coraje para hacer lo que hizo aquella vez?
-¿Cuándo, muchacho?
-La vez que lo iban a matar.
-No era coraje, era susto.
-Usted se negó.
-No, yo no podía hablar. No dije nada. Yo tenía una piedra en la garganta.
-Les dijo no a ellos.
-A ellos, no. A mi susto, a mi miedo. No quería morir...
En esa caja lo enterramos, dijo la revendedora. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba al pueblo. Tuvimos que enterrarlo en un potrero. A pesar de las balas que silbaban por arriba, ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.
Es tan buena Eloísa.
Cuando uno piensa en gente buena aparece la imagen de Eloísa.
Buena hija, buena madre, buena esposa, buena amiga, buenísima vecina. Excelente ama de casa.
Un espejo su hogar.
Siempre tratando de ayudar a todos, con su hermosa sonrisa y su buen humor.
Con los vecinos fuimos a la comuna para proponer que la premien como la mejor vecina de Villa del Parque.
Pero tendrá que ser post morten, porque Eloísa falleció anoche.
Parece, según dicen, que le explotó el hígado. Eso es raro, porque ella era tan sanita y no tomaba una gota de alcohol.
El velatorio fue un éxito. Fuimos todos. La despedimos con un fortísimo aplauso. Si hubiese más Eloísas, el mundo sería mejor.
-Me piden que declare la verdad. ¿De qué verdad estamos hablando, de mí verdad o de la que ustedes creen que es la verdad?-
-No perdamos el tiempo señora, deje los eufemismos para otro momento y díganos lo que pasó-.
-Ustedes saben muy bien lo que pasó. ..Ahora... ¿necesitan que les de un motivo?. Bueno, ahi va...-.
Sin siquiera mirarnos nos dimos cuenta de que la cosa venía complicada. Tácitamente decidimos armarnos de paciencia, no había otra, con decir que para sorpresa de mis colaboradores, hasta hice que le sirvieran un café lo
que me valió no pocas cargadas. Si hasta el oficial Bermúdez siempre tan ubicado, durante una pausa me dijo. -
Jefe, cómo se ve que se trata de una mina-
-Yo estoy segura de que mi abuela (doña Regina para todos), nació vieja. Recuerdo cuando me acariciaba con sus manos secas, rugosas, estropeadas por la lavandina y el jabón ordinario porque la abuela trabajaba para Boca, si,
para el club. Qué ironía: lavaba la ropa de los jugadores, justo ella que era tan hincha de River. Pero tampoco era cuestión de andar eligiendo, ...teníamos que comer, había que pagar la pieza que ocupábamos en el fondo del
conventillo. No era la más cómoda pero ella la había elegido porque estaba muy cerca de las piletas. Parece que la estoy viendo cargada con el enorme fuentón de zinc y la tabla de madera; pero lo que más recuerdo de aquella
época era el momento en que por las tardes, una vez que terminaba con el lavado prendía la radio y mientras yo jugaba con mi muñeca sacaba del ropero una gran caja blanca y de su interior extraía una sábana que estaba
bordando. En ese entonces era común que las mujeres bordaran. Ella había aprendido de su madre allá en Génova.-
-Le pido encarecidamente que se limite a contarnos lo que pasó ese día- le dije, pero ella pareció no oírme. Creo que estaba muy lejos de allí.
-Siempre la conocí viuda y ya les comenté que era vieja.... Bueno... en realidad habría que plantearse qué es la vejez, ¿es una lucha permanente contra el tiempo? , o por el contrario es un dejarse estar... un entregarse... ¿Se
trata de jugar a las escondidas con la muerte?, o tal vez se trata simplemente de coleccionar arrugas, en algún momento, (no sabemos cuando), nos descubrimos la última, la más difícil, y entonces, cuando estamos a punto de
cerrar el álbum nos damos cuenta de que nos pasamos toda la vida tratando de encontrarla y ¿para qué?...en todo caso siempre es una batalla perdida.
Yo la amaba, ella era la madre que nunca he tenido. Una tarde, yo tendría unos cinco o seis años, no más, cuando ella se dispuso a abrir la caja le pregunté. - "abuela ¿qué estás bordando que te lleva tanto tiempo?"-. - "Estoy
preparando mi mortaja"-. -"Abuelita ¿qué es una mortaja?"- -"Es la ropa que me van a poner cuando me muera"-
y entonces me mostró una tela blanca primorosamente trabajada .
-"¿Y qué va a pasar cuando la termines?"- pregunté aunque sabía la respuesta: -" que me voy a poder morir tranquila"-.
Un largo silencio reinó en la sala. Había sido un día difícil y yo quería terminar cuanto antes con el interrogatorio, (a uno no le pagan el sueldo para andar dando vueltas) pero hoy... -Continúe señora, por favor-
-Los años fueron dejando en su cuerpo unas huellas cada vez más hondas; sus manos deformadas por la artrosis casi no podían sostener la aguja, entonces la pobrecita consideró que ya era tiempo de terminar su trabajo y
haciendo un esfuerzo desmedido aceleró el ritmo de su labor.
Venimos al mundo con un destino marcado: tenés tanto tiempo, ni un minuto más ni un minuto menos; lo que se haga en dicho período corre por cuenta de cada uno. Me cansé de escuchar ese razonamiento...pero ¿por qué
tenía que ser verdadero?, tener una certeza no significa estar en lo cierto entonces me dediqué de lleno a buscar la forma de torcer ese destino y cual moderna Penélope comencé a descoser de noche lo que la anciana cosía de
día-.
-¿Usted quiere hacernos creer que su abuela no se daba cuenta?-
-Ustedes pueden creer lo que quieran, yo estoy narrando lo que pasó. Entretanto mi abuela, junto con su memoria fue perdiendo a sus amigas, a sus parientes; uno a uno, todos la precedieron en la partida, pero en ese momento,
quizás por la inconciencia de mis veintitantos años, yo era feliz: la seguía teniendo junto a mí.
Ahora, después de haber sufrido no pocos golpes, veo la vida de otra manera.
No pretendo que nadie encuentre sentido a mi sin sentido. tampoco trato de justificarme. Después de todo lo único que hice fue cortar el hilo.
Mi abuela hacía muchos años que había muerto.-
Contesté el mail: “No sé quién sos, qué querés ni por qué lo hacés. Por favor, dejá de hacer esta broma cruel”. Cerré la laptop y me quedé mirando la pared blanca, lisa, helada. Mi estupor duró tres horas, o tal vez tres minutos, o quizás tres segundos. Lo interrumpió Lala.
-Ani, vení de una vez que va a hervir el agua y va a quemar el té.
-Gracias, disculpá. Me quedé colgada.
-¿Qué te está pasando estos días?
-Nada, Lala, nada.
-Mujer, que a mí no me puedes engañar.
-Alguien que se hace pasar por José María está mandándome mails, no sé qué pensar, qué creer. Quien sea sabe cosas que sólo él sabía, no sé Lala, me está volviendo loca. ¿Y si fuera él realmente?
-¿Cómo va a ser él? Tomate el té y tranquilizate. Algún sinvergüenza querrá hacerte daño, no lo permitas…¿Qué te dice?
-Que necesita ayuda, que por favor no deje de buscarlo, me cuenta cosas de cuando éramos chicos, me pide que…
-Basta, no es él, Ani, no es él. ¿Cómo podría? No, imposible.
Volví a recordar la desaparición de la avioneta. Nunca la encontraron, nunca lo encontraron. Pasaron quince años ya, ¿cómo va a aparecer ahora? ¿De dónde sacó mi dirección de mail? Tiene razón Lala, es alguien que quiere que siga sufriendo. Qué esfuerzo inútil, si jamás dejé de hacerlo. Ella sigue en la mecedora, mirándome y adivinándome, como todas las tardes.
-¿Tanto lo extrañás, Ani? Pensar que eran como perro y gato.
-Era mi hermano, Lala. Y no pude despedirme, no pude saber qué sintió, si sufrió, ni siquiera estoy segura de que esté muerto.
-Él está bien, no sufrió, casi ni se dio cuenta. Pero para que te quedes tranquila, voy a ver si lo convenzo de que mañana me acompañe a visitarte. Y si de puro aburrido se le ocurrió mandarte esos mails, pobre de él, ya me va a escuchar.
”Dos mil pueblos están avanzando a ser fantasmas, muchos ya lo son;
hace años que fruto del avance tecnológico, uso de agroquímicos,
levantamiento de redes ferroviarias y la desidia política.”
Cuanto extraño mi pueblo Corbett, hace diez años que Buenos Aires, no me permite lograr lo soñado. Quisiera volverme; pero en mi mente bailan los pañuelos que agitaban mis padres y mi hermana Florencia. La pucha que es difícil despegar. Bueno, como decía mi viejo “No está muerto quien pelea” continuaré la lucha.
“Juancito deseo que pronto podamos estar juntos, tu padre se lo ve siempre triste. Te diría le pasa lo mismo que a este pueblo, se va muriendo. Ya quedamos solo diez personas, y pensar que fuimos doscientos. Ya la escuelita está cerrada. Sólo tiene trabajo en enterrador del cementerio. Disculpa hijo, Eres nuestra esperanza, segurito que un día nos das la noticia y venís a buscarnos, gracias por la platita que mandaste en la Fonda Corbett, cobré y nomás pagué lo que debía de la libreta de almacen”.
Carajo ¡¡¡. Y pensar que no podré mandarle más guita. Con lo de ser padre, la plata se va como agua en el desierto. Juro, yo Juan que no leeré nunca más las cartas que me manden del pueblito. Me amargan, dan culpa, y estoy en una encerrona.
Trabajo de lo que venga, y estoy contento terminé la secundaria, y como bendición, justo nace mi tercer hijo. Espero que no sean tan guachos como yo, pensar que tengo enterradas en vida a mi familia, que les debo toda mi infancia. Recuerdo el Gran almacén de ramos generales. Pensar que era el lugar más lindo del pueblo, se hacían reuniones, festejos, hasta alojamiento a los viajantes daban. Cuando bajaba la peonada de la Estancia, la de bailongos que vi, corría la caña y el tintillo. Me reía con los chistes, en especial de los borrachitos.
Volviendo a mi realidad, veo que tengo once cartas que no me animo a abrirlas; para qué: si sólo me cuentan pálidas: que fulano murió, que el joven tal se fue del pueblo. Tranquilo Juan, llegará el momento que la quiniela se te dé, y podrás cumplir con los viejos.
Sás ¡¡¡, ya son dos cartas en la misma semana, mañana me animo y abro una. Voy a jugar con mis hijitos, también quiero ser un padre presente.
Y esa mañana llegó: la carta escrita con temblorosas letras de Florencia me decía: -te doy tres días de plazo para que estés en casa, si no venís ya tengo el “preparado de yuyos” que me dio, de lástima nomás, para ayudar al buen morir de nuestros dos viejitos. Lo hizo de buenaza y sin paga. Le estoy agradecida a la Doña Clotilde (curandera del pueblo). Me quedó como cuarto litro, ya no puedo con los dolores, el hambre y la tristeza. Lo mejor será tomarlo así me voy tras los viejos.
Entré en desesperación, ya estaba en el micro rumbo a 9 de Julio (de mi querida provincia de Buenos Aires), Así le dije al boletero y me sacó un montón de guita. Me siento culpable porqué llegué a este momento, pero si ni puedo disfrutar de mirar esa mi pampa linda y querida. El corazón se mi achicharra de angustia. Volvían a mi mente el verde del campo, su tren.
Tenía todo pensado alquilaría habitación en la fonda Corbett, la llevaría a mi hermanita, seguro que la casita debe estar viejita. Por allí la llevaba a vivir con nosotros, los chicos le gustaban.
Apenas bajé del micro corrí para un carretón. Escuché grito: -Juancito, ya ni debe acordarse yo soy Don Goyo. Si quiere lo llevo donde sea. Seguro que no pensará ir para lo del Corbett, para qué ya sabrá sus viejos murieron, y su hermana pobrecita quedó manca (la cortó la curandera, Dijo si no te corto te pudrís en vida). La Florencia venía sufriendo una infección muy jodida). Pobrecita, hace como un mes que no se nada de ella, por ahí murió. En ese pueblo se van al cielo o a la ciudad, no hay otra.
-Don juancito, no insista, los caminos están muy malos, y con esta lluvia, la de barro que debe haber, si me quedo encajado le cobro el doble. Ya el gobierno nos abandonó, dicen que hacen rutas pero para que los de guita vayan al mar de vacaciones. A nosotros que nos parta un rayo. - Mire como decía el finau: “ ante tanta insistencia, cambiaré mi resistencia”, Y que los diablos nos ayuden. Lo acercaré al “fantasma Corbett “. No es joda, así lo llaman porque, que yo sepa pueden quedar cuatro personas viviendo.
Don Goyo no paraba de hablar, y contar cosas, por ratos silbaba, y ya me contaba una pálida: yo me acuerdo de los lindos galpones que habían hecho los ingleses, bueno pero el gobierno decidió que sean Argentinos: así estamos. Se comenta que se fueron del pueblo, son los mendigos de las ciudades.
Cuando bajé del carro, llovía torrencial, Don Goyo no se animó a seguir y me dejó como a 500 metros. Yo reconocía todo, parecía tapado por un manto de neblina gris. No se veía a ningún humano. Caminé las pocas manzanas, reconocí mi blanca escuelita (pero estaba verde de musgo y vergüenza ajena).
Dudé pero empuje la puerta, me dio la bienvenida un tufo asqueroso, las arañas más que telas hicieron colchones, que colgaban sucios e imponentes, por doquier. Entré en la cocina, no vi rastros de que fuera usada. Escuché un gemido, pensé en un gato, venía de la pieza de mi hermana. Un despojo enroscado sobre unos pocos trapos sucios. Me envalentoné y pasé mi mano por su cabeza, era Florencia, empezó a llorar y emitir sonidos que yo no entendí. Logré que tome un té. Para mi alivio pude ver su cara, esbozó algo como una sonrisa. Pero al momento empezó a emitir gritos histéricos y agitar el bracito, allí quería ir, a la pieza de nuestros viejitos. Con fuerza corrió las cobijas. Jamás me hubiera imaginado, estaban mis viejitos, ya secos, de verdad piel y huesos. Sentí odio por mi, pena por mi hermana. Pero hice lo que debía: cavé la fosa común al fondo del jardín, no sé como los enterré juntitos, y mientras cubría con tierra, Florencia canturreando juntaba flores silvestres, que sudo colocarlas en la tumba.
Le hice algo para que coma Florencia, me interesaba que se duerma. Yo escuchaba una música y quería curiosear. Tenía firme mi propósito de investigar para llevarla un par de días a mi hermana al alojamiento de la fonda. Empecé a caminar, era la nochecita, lo que fue mi pueblo estaba vacío, ni “un alma en pena” pasaba. La música me obsesionaba, por fin las luces mortecinas del salón de Corbett me mostraron que de allí provenían los acordes.
Me pegué al vidrio del salón, inmensa fue mi sorpresa al ver que estaban de festejo. Empecé a reconocer a los asistentes: mis padres vestidos de novios, danzaban por la pista, También Don Goyo con doña. Clotilde. Me alegré porque estaban lindos, sonreían y disfrutaban el momento. Sentí un intenso frío en mi espalda, me asusté, pero cuando giré vi que Florencia vestida de rosa, me invitaba a bailar: danzar y danzar, girar y girar, vivir y morir, mas que da; mi pueblo no está….
-Juan, despierta se te hace tarde, debes acercar los niños al colegio, y llegar a tu trabajo en horario, creo que anoche te pasaste con el “Fernandito”.
Hacía tiempo que me debía una visita a La Montenegrina, tierra de mis ancestros en el Chaco profundo.
La Montenegrina es una colonia agrícola fundada en 1917 por un grupo de inmigrantes venidos de Montenegro (en esa época Reino independiente que años después integró la ex Yugoslavia), y fue forjada, entre otros pioneros, por mis abuelos, durante la primera mitad del siglo XX, cuando el Chaco algodonero era leyenda.
En sus días de esplendor, antes del despoblamiento de los años ‘60, la Colonia supo tener un destacamento policial, varios negocios, una escuela rural, un club social y cultural al que bautizaron Dúrmitor, en recuerdo de un macizo montañoso emblemático de la Patria lejana, y un cementerio.
El Dúrmitor era un edificio majestuoso de mampostería sólida y brillantes pisos de mosaico, donde se reunían las familias a practicar deportes, gozar de los bailes tradicionales o sociales con orquestas, cantar canciones yugoslavas al son de las guzlas (instrumento musical de madera con una gruesa crin de caballo que produce un sonido nostálgico y lastimero); o representar obras de teatro como Balcansca Zárica (La reina de los Balcanes), que hablaban de epopeyas gloriosas y héroes montenegrinos durante las guerras y sus secuelas. A pocos metros del club estaba el cementerio donde hoy descansan mis abuelos: un amplio terreno dividido en dos por un alambrado; de un lado los muertos europeos, del otro los muertos criollos. Eran los primeros años de la inmigración y la integración era aún impensable. Rodeaban el lugar un monte virgen espléndido, animales salvajes, aves cantoras, blancos algodonales y campos amarillos, pujantes de espigas de maíz o girasoles en flor.
La vida en la Colonia fue esforzada pero feliz. Sus pobladores, poseedores de una fortaleza interior que no conoció debilidades; crearon riqueza con su trabajo haciendo prosperar al país que los recibió. Consiguieron cosechar algodón blanco, formar familias unidas, consolidar amistades de por vida, constituir una comunidad ejemplar. Cuando el escenario del país cambió, la Colonia se fue despoblando con la misma rapidez con que el deterioro y el monte avanzaban sobre ella.
A pesar del abandono del lugar, y por una decisión íntima, decidí volver a visitarla impulsada por una especie de llamado ancestral. Necesitaba conectarme espiritualmente con esa parte de la familia que, a bordo del buque Duca Di Aosta, había un día dejado su tierra natal vislumbrando un mejor destino en América. Tenía, además, una irrefrenable curiosidad de saber cómo los emigrados se relacionaban con la muerte, estando tan lejos de su terruño y su casa...
Recorrí el lugar a conciencia, lo que quedaba de las viejas casas, la escuela, el club, colmando mi pecho de su esencia y espíritu. Respetuosamente ingresé al cementerio, donde un cartel de acogida me recordó: Nadie desaparece, si su nombre permanece… Y así fue. De tanto pensarla y nombrarla, en la bruma de la tarde, casi intangible, distinguí una etérea silueta en la que reconocí a mi baba -que es como llamamos cariñosamente en montenegrino a nuestra abuela-. Ella me tomó del hombro como cuando era niña y en amable charla me habló de las alegrías y pesares de su vida y, sabiamente, me condujo por el laberinto de costumbres atávicas que ligaban la vida y la muerte entre sus dos Patrias.
_ Qué hace toda esa gente allí reunida y llorando, baba?
_ Están velando a Jevto Erakovich, hija. Tantos momentos juntos, tantas vicisitudes y alegrías compartidas, hacen que las lágrimas broten sinceras de los ojos de los vecinos.
Desde que se conoció la dolorosa noticia de su muerte, todos en la Colonia suspendieron sus tareas en señal de duelo, y se dirigieron a su casa a dar los pésames y acompañar a la familia en el dolor.
Pronto, los muchachos jóvenes más allegados a la familia, tendrán que carnear y asar el vacuno más tierno y ofrecerlo en el galpón, o en algún lugar sombreado del patio, para que los asistentes coman. Nadie debe dejar de hacerlo, porque es la forma en que el espíritu del difunto agasaja, por última vez, a sus familiares y amigos. Luego, tendrán que fotografiar al fallecido en el ataúd y enviar la foto a los familiares en Yugoslavia para que, cuando llegue la imagen a destino, se realice con ella un simbólico velatorio al que asistan todos los amigos. Es la forma que tenemos, en la distancia, de fijar en la memoria de los que quedaron allá la desaparición de un ser querido. Es nuestra manera de estar unidos.
_Y aquel otro grupo, con esa joven mujer que entona un canto tan triste?
_Es Milenka Lalevich en el entierro de su pequeño hijo Danilo, respondió mi baba…
Yo miraba profundamente impactada. La mujer se acercó al ataúd, lo observó detenidamente, sollozó, y con el rostro bañado en lágrimas comenzó a cantarle a su querido muerto una canción tan interminable y dolorosa que erizaba la piel.
_Porqué hace eso baba? Porqué canta y llora al mismo tiempo?
_Es tuzi, me respondió.
Y al ver que yo desconocía el significado de esa palabra, me explicó:
_ Tuzi es una costumbre milenaria, un clamor de dolor, una catarsis. Lo hacían las mujeres en Montenegro, en su aldea natal. Era común escucharlas cuando habían perdido un familiar en las guerras o en alguna tragedia. Muchas tenían voces sonoras además del don de la poesía, y al ir a buscar leña o agua, las montañas le devolvían el doloroso eco. Ahora lo hacen aquí las madres y hermanas de los fallecidos. En forma poética, le agradecen los hermosos momentos compartidos, le transmiten la tristeza en que las sumió su partida, y el dolor que esto les produce por todas las ilusiones que habían forjado por su porvenir que quedó trunco. Expresan, además, la promesa de que vivirán en su mente y corazón por siempre. Es que nadie desaparece totalmente, querida. Las personas existirán mientras alguien las recuerde...
Conmovida me quedé pensando, mientras la sutil silueta se esfumaba en la tarde que caía, que
quizás por eso los descendientes de la colectividad montenegrina han restaurado el edificio del Dúrmitor en 2013, además de crear un Museo y editar un libro de Memoria. Seguramente será para honrar a sus antepasados, agradecer su esfuerzo y, sobre todo, recordarlos para que no mueran.
Lo estaba viendo ahora, pero ella tenía certeza de que había pasado ya.
Ahora se respira la misma violencia, se disipa por todos lados , sube por las paredes. Otra vez ella lo siente y el mismo miedo ahoga su voz.
Antes pasó se acercó la amenaza despacio, ladina,traidora. Antes ella la olía, traducía ese ‘’aire’’ que corría, eso sutil que andaba entre todos, pero que sólo ella veía. Pasó esto antes, donde todos dejaron de estar, absorbidos uno a uno.
Ese tiempo oscuro, con toques de queda, y el terror, cubierto de cielos plomizos,niebla , bruma, bruma y niebla. Cielo que caía y al caer nos iba hundiéndonos, enterrándonos uno a uno . Ella lo vió antes de que pase,antes que arrase, así como arrasó.
Ahora busca otro lugar, pasos y pasos se acerca y aquí vuelve el horror.
Veo sombras,nebulosas andantes, me van rodeando, sus gemidos, sus llantos.son un espanto, se acercan más y más y casi sin distancia ahogan mi voz, exhaló un interminable suspiro y luego me entregó.
Esto estaba escrito y ella lo escribió.
Moriencia - Augusto Roa Bastos
Pedro Páramo. - Rulfo, Juan. https://vivelatinoamerica.files.wordpress.com/2014/05/pedro-pc3a1rramo-de-juan-rulfo.pdf
Producción de los participantes:
Perfección - Marta Imbriale.
LA ABUELA - HAYDEE ORTONE
VISITAS - Marcela Ruz
“La Promesa” - Julia Zela
El amigo de Felipe - Ana Lía Olego
Sobre la vida y la muerte, en la Colonia La Montenegrina - M. Jokmanovich Derka
Ella sola sabe desde antes de los otro - Cristina Delea
MORIENCIA (CUENTO) - Augusto Roa Bastos
La oí nombrar hace un rato a Chepé Bolívar. ¿Lo conocía usted? -pregunté a la mujer en el mixto.
-¿Al telegrafista de Manorá? ¡Ea!, cómo no, si hasta su ropa yo le hacía!
Miente la vieja palabrera, dije entre mí acordándome que el telegrafista anduvo casi siempre en cueros por lo menos durante los últimos años de su vida, que fue cuando lo conocimos nosotros.
-Alto, moreno lento, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla de mujer. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no lo iba a conocer! -garganteó la revendedora. No; si ya apenas salía de su rancho, la contradije con el pensamiento. Desnudo, las ronchas untadas de sudor con lo flaco que era, se quedaba encerrado trabajando la madera de su caja, a la luz de una vela. Desde lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco de árbol. Ya está telegrafiando otra vez, Chepé, se acuerda que decíamos en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
Nuestra tía Emerenciana, que era reconocida por su ciencia de lo natural, me decía:
- Vaya a llevarle el remedio. Y dígale que venga un momentito a arreglarme esto, que las vacas corsarias del vecino me están entrando en la huerta desde por la mañana.
-Le hace decir mi madrina que vaya un rato a arreglarle el cercado.
-No puedo. ¿No ve la luna? -Es de día.
-Cuando ha salido de su cáscara, siempre lo esta mirando a uno. De día y de noche, aunque no se la vea.
-Dice que no puede venir, madrina. Que usted sabe bien que el cuerpo se le llena de úlceras si sale cuando la luna esta brava. Que la semana que viene va a venir, si Dios quiere y la Virgen, y le va a dejar el cercado como nuevo y que le va a arreglar también el nicho del Señor de la Paciencia.
La respiración de la mujer me enfría la oreja. Entre el roncar del mixto, el cuchicheo recomienza:
-Chepé murió cuando llegaron las tropas el año de la creciente grande. Murió en el tiroteo.
-No murió de bala -digo.
-Hubo quien dijo que del susto por la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida. Pero eso no fue verdad; tiene razón usted. El telegrafista murió porque ya tenía que morir nomás. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Él debía haber muerto en la sublevación del año 12. Pero de eso usted no debe acordarse. Ni habría nacido todavía.
Ni usted ni yo, como quien dice, habíamos salido aun del huevo. A Chepé lo conocimos ya viejo. Igual que al maestro Cristaldo. Usted se fue del pueblo mucho antes que yo, pero se acordará todavía lo parecidos que eran, a pesar de sus diferencias, el maestro y Chepé. Lo veíamos al uno reflejado en el otro, como formando una sola persona. Uña y carne. Flaquito, inacabado, muy blanco, el uno. Alto el otro, desgalichado, muy oscuro. Cuando Chepé ya no se pudo mover, el maestro iba a su casa a darle una mano en el trabajo. Hacía mucho tiempo que la caja estaba terminada, pero entre los dos siempre encontraban algún detalle que retocar o afinar. Parecida a una canoa, la caja; a la canoa del maestro Cristaldo. Tal vez mejor; de más calidad, más resistente, mejor perfilada. De primera para remontar el río hasta sus nacientes, como quería el maestro, que únicamente podía bogar en la laguna; su viejo cachiveo hacía agua por todas partes.
Las letras que había en los extremos de la caja de Chepé, las grabó el maestro, una por una, a punta de cuchillo. Trabajo de preso. Calcúlele otra hilera de años... No hay más que el principio y lo que está antes del principio... ¿Qué quería decir eso? ¿Un mensaje? ¿Una dedicatoria? Zalamerías de dos viejos caducos.
La voz de la mujer va y viene en la oscuridad; no me deja agarrar al pensamiento del sueño:
-Se decía que en la revolución del 12, los regulares que ocuparon el pueblo obligaron a Chepé a que transmitiera una noticia falsa. Un señuelo para demorar a los sublevados que se habían apoderado de un tren militar en Villa Encarnación, y atraerlos a una emboscada en Manorá.
La única noticia falsa que Chepé transmitió mucho después, no ya como telegrafista, como mero correveidile, un rondín de la estación, fue la venida del reemplazante del maestro. Se acordará que todos los alumnos, el maestro a la cabeza de la fila, fuimos a recibirlo con banderines tricolores y el canto del himno bien ensayado. Pero no llegó ese día ni ningún otro.
-Dicen que el telegrafista se negó. En Manorá no había ningún otro que supiera manipular el fierrito del telégrafo. Probaron a aceitarle la mano con dinero. Chepé se negó. Le prometieron su ascenso a jefe de estación. Se negó. Hicieron el simulacro de enfrentarlo a un pelotón de fusilamiento. Nada, ni un chiquito se le melló el coraje. Dicen que Chepé seguía moviendo la cabeza. ¿Se acuerda usted que el telegrafista tartamudeaba un poco? Los escueleros le hacíamos bromas. Un tartamudeo por falta de memoria, no por otro impedimento. Se le iba la memoria y se le iba la voz. De eso la revendedora no se acordaba. Estaba contando una historia que se la habían contado.
-De nada valió su actitud. Lo que él se negó a hacer para evitar una mortandad terrible, lo hizo otro. Nunca falta un roto por un descosido. Los regulares pudieron tramar el engaño. Largaron a toda máquina una locomotora cargada de bombas contra el tren de los insurrectos, y lo hicieron volar a medio camino. ¡Para luego es que le voy a contar, la moriencia que hubo!
La vieja palabrera lo mezclaba todo ahora, con el apuro de que se le fueran a enfriar los recuerdos; con el antojo de querer parar tal vez la vida que también a ella se le iba por la boca en contar la larga muerte de Chepé Bolívar. Debió morir aquella noche..., estertoró el cuchicheo.
-¿Y quién le dice a usted que no murió aquella noche?
-No pudo dormir más. No durmió un solo día desde entonces. La víspera de su muerte le duró veinte años.
-No fueron veinte años. En todo caso, no se puede decir que fueron veinte años.
-¿Qué?
¿No piensa usted, señora -estuve a punto de increparla-, que para contar eso con verdad su frase debió durar exactamente la misma cantidad de tiempo, y que aun así faltaría o sobraría algo? Para que iba a discutir; al fin y al cabo, lo que sucedió no se arregla con palabras.
-Quién puede saber lo que duran esas cosas -dije.
-La boca de cada uno es su medida -dijo-. Cuando Chepé murió...
Cuando Chepé murió fue como si el maestro hubiera perdido su sombra.
El sol empezó a golpearlo sin compasión por todos lados; cómo podría decírselo, se lo empezó a ver a plena luz, desamparado.
Fue como si, a partir de ese momento, él solo hubiera quedado en el pueblo con todo el trabajo de destejer la hebra negra del no ser, que entre los dos habían tejido con santa paciencia, descansadamente, durante más de medio siglo. Eso lo pienso ahora.
Puede que no sea así; que a mí también me esté traicionando la memoria.
-Cuando Chepé murió -repitió la vieja que me vigilaba las ausencias-, los atacantes no habían hecho volar todavía la estación. -La estación no voló en Manorá sino en Sapucai, veinte años atrás.
-No importa, pero hacía más de tres días que en Manorá las tropas estaban combatiendo por el puente.
El pleito pudo durar otro tanto y el cuerpo del media sangre empezó a oler al ratito nomás de morirse.
Los veinte años que llevó de no dormir se le corrompieron de golpe al tomar el primer sueño del que ya no iba a despertar. El primer trago de eternidad. La falta de costumbre, digo yo... -la voz, de la vieja salió por el hueco en una escupida. Cuando volvió.
-Chepé Bolívar fue el único cristiano en el pueblo que tuvo en vida su caja -dijo mencionando lo que ya también creí que iba a omitir.
Las veces que fui a llevarle remedios de yuyos contra las empolladuras del "fuego-frio" de la luna, metía la mano bajo la caja, donde guardaba el ataúd, que le sirvió primero de fiambrera. Sacaba una rapadura, trajinada de hormigas:
- Tenga. Para estimarle el servicio.
-¿Por que guarda eso ahí?
-De puro desconfiado. Seguro murió de viejo. Desconfiado todavía vive.
-¿Y entonces cómo fue que encontró tanto coraje para hacer lo que hizo aquella vez?
-¿Cuándo, muchacho?
-La vez que lo iban a matar.
-No era coraje, era susto.
-Usted se negó.
-No, yo no podía hablar. No dije nada. Yo tenía una piedra en la garganta.
-Les dijo no a ellos.
-A ellos, no. A mi susto, a mi miedo. No quería morir...
En esa caja lo enterramos, dijo la revendedora. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba al pueblo. Tuvimos que enterrarlo en un potrero. A pesar de las balas que silbaban por arriba, ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.
Perfección - Marta Imbriale.
Es tan buena Eloísa.
Cuando uno piensa en gente buena aparece la imagen de Eloísa.
Buena hija, buena madre, buena esposa, buena amiga, buenísima vecina. Excelente ama de casa.
Un espejo su hogar.
Siempre tratando de ayudar a todos, con su hermosa sonrisa y su buen humor.
Con los vecinos fuimos a la comuna para proponer que la premien como la mejor vecina de Villa del Parque.
Pero tendrá que ser post morten, porque Eloísa falleció anoche.
Parece, según dicen, que le explotó el hígado. Eso es raro, porque ella era tan sanita y no tomaba una gota de alcohol.
El velatorio fue un éxito. Fuimos todos. La despedimos con un fortísimo aplauso. Si hubiese más Eloísas, el mundo sería mejor.
LA ABUELA - HAYDEE ORTONE
-Me piden que declare la verdad. ¿De qué verdad estamos hablando, de mí verdad o de la que ustedes creen que es la verdad?-
-No perdamos el tiempo señora, deje los eufemismos para otro momento y díganos lo que pasó-.
-Ustedes saben muy bien lo que pasó. ..Ahora... ¿necesitan que les de un motivo?. Bueno, ahi va...-.
Sin siquiera mirarnos nos dimos cuenta de que la cosa venía complicada. Tácitamente decidimos armarnos de paciencia, no había otra, con decir que para sorpresa de mis colaboradores, hasta hice que le sirvieran un café lo
que me valió no pocas cargadas. Si hasta el oficial Bermúdez siempre tan ubicado, durante una pausa me dijo. -
Jefe, cómo se ve que se trata de una mina-
-Yo estoy segura de que mi abuela (doña Regina para todos), nació vieja. Recuerdo cuando me acariciaba con sus manos secas, rugosas, estropeadas por la lavandina y el jabón ordinario porque la abuela trabajaba para Boca, si,
para el club. Qué ironía: lavaba la ropa de los jugadores, justo ella que era tan hincha de River. Pero tampoco era cuestión de andar eligiendo, ...teníamos que comer, había que pagar la pieza que ocupábamos en el fondo del
conventillo. No era la más cómoda pero ella la había elegido porque estaba muy cerca de las piletas. Parece que la estoy viendo cargada con el enorme fuentón de zinc y la tabla de madera; pero lo que más recuerdo de aquella
época era el momento en que por las tardes, una vez que terminaba con el lavado prendía la radio y mientras yo jugaba con mi muñeca sacaba del ropero una gran caja blanca y de su interior extraía una sábana que estaba
bordando. En ese entonces era común que las mujeres bordaran. Ella había aprendido de su madre allá en Génova.-
-Le pido encarecidamente que se limite a contarnos lo que pasó ese día- le dije, pero ella pareció no oírme. Creo que estaba muy lejos de allí.
-Siempre la conocí viuda y ya les comenté que era vieja.... Bueno... en realidad habría que plantearse qué es la vejez, ¿es una lucha permanente contra el tiempo? , o por el contrario es un dejarse estar... un entregarse... ¿Se
trata de jugar a las escondidas con la muerte?, o tal vez se trata simplemente de coleccionar arrugas, en algún momento, (no sabemos cuando), nos descubrimos la última, la más difícil, y entonces, cuando estamos a punto de
cerrar el álbum nos damos cuenta de que nos pasamos toda la vida tratando de encontrarla y ¿para qué?...en todo caso siempre es una batalla perdida.
Yo la amaba, ella era la madre que nunca he tenido. Una tarde, yo tendría unos cinco o seis años, no más, cuando ella se dispuso a abrir la caja le pregunté. - "abuela ¿qué estás bordando que te lleva tanto tiempo?"-. - "Estoy
preparando mi mortaja"-. -"Abuelita ¿qué es una mortaja?"- -"Es la ropa que me van a poner cuando me muera"-
y entonces me mostró una tela blanca primorosamente trabajada .
-"¿Y qué va a pasar cuando la termines?"- pregunté aunque sabía la respuesta: -" que me voy a poder morir tranquila"-.
Un largo silencio reinó en la sala. Había sido un día difícil y yo quería terminar cuanto antes con el interrogatorio, (a uno no le pagan el sueldo para andar dando vueltas) pero hoy... -Continúe señora, por favor-
-Los años fueron dejando en su cuerpo unas huellas cada vez más hondas; sus manos deformadas por la artrosis casi no podían sostener la aguja, entonces la pobrecita consideró que ya era tiempo de terminar su trabajo y
haciendo un esfuerzo desmedido aceleró el ritmo de su labor.
Venimos al mundo con un destino marcado: tenés tanto tiempo, ni un minuto más ni un minuto menos; lo que se haga en dicho período corre por cuenta de cada uno. Me cansé de escuchar ese razonamiento...pero ¿por qué
tenía que ser verdadero?, tener una certeza no significa estar en lo cierto entonces me dediqué de lleno a buscar la forma de torcer ese destino y cual moderna Penélope comencé a descoser de noche lo que la anciana cosía de
día-.
-¿Usted quiere hacernos creer que su abuela no se daba cuenta?-
-Ustedes pueden creer lo que quieran, yo estoy narrando lo que pasó. Entretanto mi abuela, junto con su memoria fue perdiendo a sus amigas, a sus parientes; uno a uno, todos la precedieron en la partida, pero en ese momento,
quizás por la inconciencia de mis veintitantos años, yo era feliz: la seguía teniendo junto a mí.
Ahora, después de haber sufrido no pocos golpes, veo la vida de otra manera.
No pretendo que nadie encuentre sentido a mi sin sentido. tampoco trato de justificarme. Después de todo lo único que hice fue cortar el hilo.
Mi abuela hacía muchos años que había muerto.-
VISITAS - Marcela Ruz
Contesté el mail: “No sé quién sos, qué querés ni por qué lo hacés. Por favor, dejá de hacer esta broma cruel”. Cerré la laptop y me quedé mirando la pared blanca, lisa, helada. Mi estupor duró tres horas, o tal vez tres minutos, o quizás tres segundos. Lo interrumpió Lala.
-Ani, vení de una vez que va a hervir el agua y va a quemar el té.
-Gracias, disculpá. Me quedé colgada.
-¿Qué te está pasando estos días?
-Nada, Lala, nada.
-Mujer, que a mí no me puedes engañar.
-Alguien que se hace pasar por José María está mandándome mails, no sé qué pensar, qué creer. Quien sea sabe cosas que sólo él sabía, no sé Lala, me está volviendo loca. ¿Y si fuera él realmente?
-¿Cómo va a ser él? Tomate el té y tranquilizate. Algún sinvergüenza querrá hacerte daño, no lo permitas…¿Qué te dice?
-Que necesita ayuda, que por favor no deje de buscarlo, me cuenta cosas de cuando éramos chicos, me pide que…
-Basta, no es él, Ani, no es él. ¿Cómo podría? No, imposible.
Volví a recordar la desaparición de la avioneta. Nunca la encontraron, nunca lo encontraron. Pasaron quince años ya, ¿cómo va a aparecer ahora? ¿De dónde sacó mi dirección de mail? Tiene razón Lala, es alguien que quiere que siga sufriendo. Qué esfuerzo inútil, si jamás dejé de hacerlo. Ella sigue en la mecedora, mirándome y adivinándome, como todas las tardes.
-¿Tanto lo extrañás, Ani? Pensar que eran como perro y gato.
-Era mi hermano, Lala. Y no pude despedirme, no pude saber qué sintió, si sufrió, ni siquiera estoy segura de que esté muerto.
-Él está bien, no sufrió, casi ni se dio cuenta. Pero para que te quedes tranquila, voy a ver si lo convenzo de que mañana me acompañe a visitarte. Y si de puro aburrido se le ocurrió mandarte esos mails, pobre de él, ya me va a escuchar.
“La Promesa” - Julia Zela
”Dos mil pueblos están avanzando a ser fantasmas, muchos ya lo son;
hace años que fruto del avance tecnológico, uso de agroquímicos,
levantamiento de redes ferroviarias y la desidia política.”
Cuanto extraño mi pueblo Corbett, hace diez años que Buenos Aires, no me permite lograr lo soñado. Quisiera volverme; pero en mi mente bailan los pañuelos que agitaban mis padres y mi hermana Florencia. La pucha que es difícil despegar. Bueno, como decía mi viejo “No está muerto quien pelea” continuaré la lucha.
“Juancito deseo que pronto podamos estar juntos, tu padre se lo ve siempre triste. Te diría le pasa lo mismo que a este pueblo, se va muriendo. Ya quedamos solo diez personas, y pensar que fuimos doscientos. Ya la escuelita está cerrada. Sólo tiene trabajo en enterrador del cementerio. Disculpa hijo, Eres nuestra esperanza, segurito que un día nos das la noticia y venís a buscarnos, gracias por la platita que mandaste en la Fonda Corbett, cobré y nomás pagué lo que debía de la libreta de almacen”.
Carajo ¡¡¡. Y pensar que no podré mandarle más guita. Con lo de ser padre, la plata se va como agua en el desierto. Juro, yo Juan que no leeré nunca más las cartas que me manden del pueblito. Me amargan, dan culpa, y estoy en una encerrona.
Trabajo de lo que venga, y estoy contento terminé la secundaria, y como bendición, justo nace mi tercer hijo. Espero que no sean tan guachos como yo, pensar que tengo enterradas en vida a mi familia, que les debo toda mi infancia. Recuerdo el Gran almacén de ramos generales. Pensar que era el lugar más lindo del pueblo, se hacían reuniones, festejos, hasta alojamiento a los viajantes daban. Cuando bajaba la peonada de la Estancia, la de bailongos que vi, corría la caña y el tintillo. Me reía con los chistes, en especial de los borrachitos.
Volviendo a mi realidad, veo que tengo once cartas que no me animo a abrirlas; para qué: si sólo me cuentan pálidas: que fulano murió, que el joven tal se fue del pueblo. Tranquilo Juan, llegará el momento que la quiniela se te dé, y podrás cumplir con los viejos.
Sás ¡¡¡, ya son dos cartas en la misma semana, mañana me animo y abro una. Voy a jugar con mis hijitos, también quiero ser un padre presente.
Y esa mañana llegó: la carta escrita con temblorosas letras de Florencia me decía: -te doy tres días de plazo para que estés en casa, si no venís ya tengo el “preparado de yuyos” que me dio, de lástima nomás, para ayudar al buen morir de nuestros dos viejitos. Lo hizo de buenaza y sin paga. Le estoy agradecida a la Doña Clotilde (curandera del pueblo). Me quedó como cuarto litro, ya no puedo con los dolores, el hambre y la tristeza. Lo mejor será tomarlo así me voy tras los viejos.
Entré en desesperación, ya estaba en el micro rumbo a 9 de Julio (de mi querida provincia de Buenos Aires), Así le dije al boletero y me sacó un montón de guita. Me siento culpable porqué llegué a este momento, pero si ni puedo disfrutar de mirar esa mi pampa linda y querida. El corazón se mi achicharra de angustia. Volvían a mi mente el verde del campo, su tren.
Tenía todo pensado alquilaría habitación en la fonda Corbett, la llevaría a mi hermanita, seguro que la casita debe estar viejita. Por allí la llevaba a vivir con nosotros, los chicos le gustaban.
Apenas bajé del micro corrí para un carretón. Escuché grito: -Juancito, ya ni debe acordarse yo soy Don Goyo. Si quiere lo llevo donde sea. Seguro que no pensará ir para lo del Corbett, para qué ya sabrá sus viejos murieron, y su hermana pobrecita quedó manca (la cortó la curandera, Dijo si no te corto te pudrís en vida). La Florencia venía sufriendo una infección muy jodida). Pobrecita, hace como un mes que no se nada de ella, por ahí murió. En ese pueblo se van al cielo o a la ciudad, no hay otra.
-Don juancito, no insista, los caminos están muy malos, y con esta lluvia, la de barro que debe haber, si me quedo encajado le cobro el doble. Ya el gobierno nos abandonó, dicen que hacen rutas pero para que los de guita vayan al mar de vacaciones. A nosotros que nos parta un rayo. - Mire como decía el finau: “ ante tanta insistencia, cambiaré mi resistencia”, Y que los diablos nos ayuden. Lo acercaré al “fantasma Corbett “. No es joda, así lo llaman porque, que yo sepa pueden quedar cuatro personas viviendo.
Don Goyo no paraba de hablar, y contar cosas, por ratos silbaba, y ya me contaba una pálida: yo me acuerdo de los lindos galpones que habían hecho los ingleses, bueno pero el gobierno decidió que sean Argentinos: así estamos. Se comenta que se fueron del pueblo, son los mendigos de las ciudades.
Cuando bajé del carro, llovía torrencial, Don Goyo no se animó a seguir y me dejó como a 500 metros. Yo reconocía todo, parecía tapado por un manto de neblina gris. No se veía a ningún humano. Caminé las pocas manzanas, reconocí mi blanca escuelita (pero estaba verde de musgo y vergüenza ajena).
Dudé pero empuje la puerta, me dio la bienvenida un tufo asqueroso, las arañas más que telas hicieron colchones, que colgaban sucios e imponentes, por doquier. Entré en la cocina, no vi rastros de que fuera usada. Escuché un gemido, pensé en un gato, venía de la pieza de mi hermana. Un despojo enroscado sobre unos pocos trapos sucios. Me envalentoné y pasé mi mano por su cabeza, era Florencia, empezó a llorar y emitir sonidos que yo no entendí. Logré que tome un té. Para mi alivio pude ver su cara, esbozó algo como una sonrisa. Pero al momento empezó a emitir gritos histéricos y agitar el bracito, allí quería ir, a la pieza de nuestros viejitos. Con fuerza corrió las cobijas. Jamás me hubiera imaginado, estaban mis viejitos, ya secos, de verdad piel y huesos. Sentí odio por mi, pena por mi hermana. Pero hice lo que debía: cavé la fosa común al fondo del jardín, no sé como los enterré juntitos, y mientras cubría con tierra, Florencia canturreando juntaba flores silvestres, que sudo colocarlas en la tumba.
Le hice algo para que coma Florencia, me interesaba que se duerma. Yo escuchaba una música y quería curiosear. Tenía firme mi propósito de investigar para llevarla un par de días a mi hermana al alojamiento de la fonda. Empecé a caminar, era la nochecita, lo que fue mi pueblo estaba vacío, ni “un alma en pena” pasaba. La música me obsesionaba, por fin las luces mortecinas del salón de Corbett me mostraron que de allí provenían los acordes.
Me pegué al vidrio del salón, inmensa fue mi sorpresa al ver que estaban de festejo. Empecé a reconocer a los asistentes: mis padres vestidos de novios, danzaban por la pista, También Don Goyo con doña. Clotilde. Me alegré porque estaban lindos, sonreían y disfrutaban el momento. Sentí un intenso frío en mi espalda, me asusté, pero cuando giré vi que Florencia vestida de rosa, me invitaba a bailar: danzar y danzar, girar y girar, vivir y morir, mas que da; mi pueblo no está….
-Juan, despierta se te hace tarde, debes acercar los niños al colegio, y llegar a tu trabajo en horario, creo que anoche te pasaste con el “Fernandito”.
El amigo de Felipe - Ana Lía Olego
Tenía los ojos rojos de tanto esforzarlos. La noche ya había invadido la habitación y todavía no había señales. Pestañeaba una y otra vez para barrer destellos parásitos, pero aún así no veía nada. Parecía que esta vez el enojo era serio.
Todas las noches o, mejor dicho, casi todas las noches lo despertaba y salían juntos.
- Vení. Soltate de la cama. No tengas miedo. Le había dicho él la primera vez, cuando le aferró la mano y lo guió entre el viejo machimbre del cielorraso.
- Adónde vamos, se animó a preguntar incrédulo. No entendía si finalmente se había dormido o se trataba de una broma.
No había escuchado aún la respuesta cuándo sintió que una fuerza ajena lo impulsó. No entendió, pero se dejó llevar.
- No puedo salir sin avisarle a mi papá, le dijo en ocasión de cabalgar ya sobre la única nube rosa en ese amanecer que todavía no se decidía a dar paso al sol
- Estarás bien, le contestó él muy divertido.
- Por qué aúlla el viento, le preguntó ya más confiado
- Allá vamos, le dijo él y cambió el rumbo del viaje
Todo había comenzado una noche terrible. Sus padres estaban en la habitación de al lado, pero por alguna razón no los llamó para decirles que tenía miedo. Que los rayos parecían monstruos que extendían sus garras para atraparlo o que a pesar de cerrar muy fuerte sus ojos, la luz de los relámpagos atravesaban sus párpados, que presentía violentos terremotos con cada trueno. No los llamó a pesar de todo. Y apareció él. Tan chiquito y tan gracioso que le pareció que soñaba con algún cuento de su madre, de esos que ella le contaba cuando algo lograba asustarlo.
Pero ocurrió que Felipe insistió con esas ideas y él escuchó esos pensamientos:
- Ja ja ja. Bromeó apenado. Acaso no estuvimos haciendo skate en el arco iris después de la última tormenta. O barrenando las olas de aquel tsunami en el mar. Es que acaso olvidaste el sabor de la nevada en la cima del volcán Aracar o las sensaciones de un baño bajo una lluvia tropical.
Después de esos comentarios él dejó de aparecer, pero Felipe no dejó de esperar porque recién después aprendió a dudar de las certezas.
Sobre la vida y la muerte, en la Colonia La Montenegrina - M. Jokmanovich Derka
Nadie desaparece, si su nombre permanece…
Hacía tiempo que me debía una visita a La Montenegrina, tierra de mis ancestros en el Chaco profundo.
La Montenegrina es una colonia agrícola fundada en 1917 por un grupo de inmigrantes venidos de Montenegro (en esa época Reino independiente que años después integró la ex Yugoslavia), y fue forjada, entre otros pioneros, por mis abuelos, durante la primera mitad del siglo XX, cuando el Chaco algodonero era leyenda.
En sus días de esplendor, antes del despoblamiento de los años ‘60, la Colonia supo tener un destacamento policial, varios negocios, una escuela rural, un club social y cultural al que bautizaron Dúrmitor, en recuerdo de un macizo montañoso emblemático de la Patria lejana, y un cementerio.
El Dúrmitor era un edificio majestuoso de mampostería sólida y brillantes pisos de mosaico, donde se reunían las familias a practicar deportes, gozar de los bailes tradicionales o sociales con orquestas, cantar canciones yugoslavas al son de las guzlas (instrumento musical de madera con una gruesa crin de caballo que produce un sonido nostálgico y lastimero); o representar obras de teatro como Balcansca Zárica (La reina de los Balcanes), que hablaban de epopeyas gloriosas y héroes montenegrinos durante las guerras y sus secuelas. A pocos metros del club estaba el cementerio donde hoy descansan mis abuelos: un amplio terreno dividido en dos por un alambrado; de un lado los muertos europeos, del otro los muertos criollos. Eran los primeros años de la inmigración y la integración era aún impensable. Rodeaban el lugar un monte virgen espléndido, animales salvajes, aves cantoras, blancos algodonales y campos amarillos, pujantes de espigas de maíz o girasoles en flor.
La vida en la Colonia fue esforzada pero feliz. Sus pobladores, poseedores de una fortaleza interior que no conoció debilidades; crearon riqueza con su trabajo haciendo prosperar al país que los recibió. Consiguieron cosechar algodón blanco, formar familias unidas, consolidar amistades de por vida, constituir una comunidad ejemplar. Cuando el escenario del país cambió, la Colonia se fue despoblando con la misma rapidez con que el deterioro y el monte avanzaban sobre ella.
A pesar del abandono del lugar, y por una decisión íntima, decidí volver a visitarla impulsada por una especie de llamado ancestral. Necesitaba conectarme espiritualmente con esa parte de la familia que, a bordo del buque Duca Di Aosta, había un día dejado su tierra natal vislumbrando un mejor destino en América. Tenía, además, una irrefrenable curiosidad de saber cómo los emigrados se relacionaban con la muerte, estando tan lejos de su terruño y su casa...
Recorrí el lugar a conciencia, lo que quedaba de las viejas casas, la escuela, el club, colmando mi pecho de su esencia y espíritu. Respetuosamente ingresé al cementerio, donde un cartel de acogida me recordó: Nadie desaparece, si su nombre permanece… Y así fue. De tanto pensarla y nombrarla, en la bruma de la tarde, casi intangible, distinguí una etérea silueta en la que reconocí a mi baba -que es como llamamos cariñosamente en montenegrino a nuestra abuela-. Ella me tomó del hombro como cuando era niña y en amable charla me habló de las alegrías y pesares de su vida y, sabiamente, me condujo por el laberinto de costumbres atávicas que ligaban la vida y la muerte entre sus dos Patrias.
_ Qué hace toda esa gente allí reunida y llorando, baba?
_ Están velando a Jevto Erakovich, hija. Tantos momentos juntos, tantas vicisitudes y alegrías compartidas, hacen que las lágrimas broten sinceras de los ojos de los vecinos.
Desde que se conoció la dolorosa noticia de su muerte, todos en la Colonia suspendieron sus tareas en señal de duelo, y se dirigieron a su casa a dar los pésames y acompañar a la familia en el dolor.
Pronto, los muchachos jóvenes más allegados a la familia, tendrán que carnear y asar el vacuno más tierno y ofrecerlo en el galpón, o en algún lugar sombreado del patio, para que los asistentes coman. Nadie debe dejar de hacerlo, porque es la forma en que el espíritu del difunto agasaja, por última vez, a sus familiares y amigos. Luego, tendrán que fotografiar al fallecido en el ataúd y enviar la foto a los familiares en Yugoslavia para que, cuando llegue la imagen a destino, se realice con ella un simbólico velatorio al que asistan todos los amigos. Es la forma que tenemos, en la distancia, de fijar en la memoria de los que quedaron allá la desaparición de un ser querido. Es nuestra manera de estar unidos.
_Y aquel otro grupo, con esa joven mujer que entona un canto tan triste?
_Es Milenka Lalevich en el entierro de su pequeño hijo Danilo, respondió mi baba…
Yo miraba profundamente impactada. La mujer se acercó al ataúd, lo observó detenidamente, sollozó, y con el rostro bañado en lágrimas comenzó a cantarle a su querido muerto una canción tan interminable y dolorosa que erizaba la piel.
_Porqué hace eso baba? Porqué canta y llora al mismo tiempo?
_Es tuzi, me respondió.
Y al ver que yo desconocía el significado de esa palabra, me explicó:
_ Tuzi es una costumbre milenaria, un clamor de dolor, una catarsis. Lo hacían las mujeres en Montenegro, en su aldea natal. Era común escucharlas cuando habían perdido un familiar en las guerras o en alguna tragedia. Muchas tenían voces sonoras además del don de la poesía, y al ir a buscar leña o agua, las montañas le devolvían el doloroso eco. Ahora lo hacen aquí las madres y hermanas de los fallecidos. En forma poética, le agradecen los hermosos momentos compartidos, le transmiten la tristeza en que las sumió su partida, y el dolor que esto les produce por todas las ilusiones que habían forjado por su porvenir que quedó trunco. Expresan, además, la promesa de que vivirán en su mente y corazón por siempre. Es que nadie desaparece totalmente, querida. Las personas existirán mientras alguien las recuerde...
Conmovida me quedé pensando, mientras la sutil silueta se esfumaba en la tarde que caía, que
quizás por eso los descendientes de la colectividad montenegrina han restaurado el edificio del Dúrmitor en 2013, además de crear un Museo y editar un libro de Memoria. Seguramente será para honrar a sus antepasados, agradecer su esfuerzo y, sobre todo, recordarlos para que no mueran.
Ella sola sabe desde antes de los otro - Cristina Delea
Lo estaba viendo ahora, pero ella tenía certeza de que había pasado ya.
Ahora se respira la misma violencia, se disipa por todos lados , sube por las paredes. Otra vez ella lo siente y el mismo miedo ahoga su voz.
Antes pasó se acercó la amenaza despacio, ladina,traidora. Antes ella la olía, traducía ese ‘’aire’’ que corría, eso sutil que andaba entre todos, pero que sólo ella veía. Pasó esto antes, donde todos dejaron de estar, absorbidos uno a uno.
Ese tiempo oscuro, con toques de queda, y el terror, cubierto de cielos plomizos,niebla , bruma, bruma y niebla. Cielo que caía y al caer nos iba hundiéndonos, enterrándonos uno a uno . Ella lo vió antes de que pase,antes que arrase, así como arrasó.
Ahora busca otro lugar, pasos y pasos se acerca y aquí vuelve el horror.
Veo sombras,nebulosas andantes, me van rodeando, sus gemidos, sus llantos.son un espanto, se acercan más y más y casi sin distancia ahogan mi voz, exhaló un interminable suspiro y luego me entregó.
Esto estaba escrito y ella lo escribió.
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