Bloque 2/17 Consigna 4: Elaborar en una carta en primera persona las etapas iniciales de un enamoramiento inesperado. Esa presentación tiene que incluir un ambiente mirado a través de los ojos de él o la enamorado/a, no realista. Debe incluir también pequeñas emociones compartidas que pueden tener que ver con cualquiera de los aspectos de la vida (puede ser cultural, el descubrimiento de una emoción). El destinatario/a de la carta debería ser un viejo amor destruido. Al final de la carta deben poder observarse elementos disonantes y extraños que puedan dar idea de una no continuidad. Estos elementos no pueden ser racionales.
Material de referencia:
Réquiem con tostadas - Mario Benedetti
Circe - Julio Cortázar
Producción de los participantes:
CUITAS Y GOZOS - Marcela Ruz
Quién? Yo – César Varela
¿HASTA SIEMPRE? - HAYDÉE ORTONE.
Hola por siempre mi amor – Cristina Delea
Quién perdió – Eleonora Larroque
Esperando el tren del amor - Julia Zela
La muerte y otras sorpresas, 1968
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Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But
while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my
crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the
dead white faces that welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit
PORQUE YA NO ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. Ala de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. la madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor...”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. —Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. El se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía —a veces, a solas— como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón”. Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente —también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir —con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia— el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
—El pez de color está tan triste —dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.
—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca —del velorio de Rolo— sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Ultima Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. Alos cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
—Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir indefenso Mario.
—No es por eso, sabés —Bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes fue igual, yo la conozco bien.
—¿Antes de qué?
—Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Ultima Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
—Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones —claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto—. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si las mariposas que tengo en el estómago me lo permitieran. Te acordás que, cuando te fuiste, dijiste que sería sólo por un par de semanas, que era una oportunidad que no podíamos desperdiciar, que se nos abrirían puertas en Berlín, o en alguna otra ciudad de tu querida Alemania. Ambos intuíamos que no ibas a volver y que yo no iba a acompañarte en esta loca aventura tuya. ¡No sabés, no te imaginás el dolor que sentí! Pensé que nunca lo iba a poder superar, pero bien dicen que el tiempo todo lo cura. Tal vez, lo que creímos que era amor no lo era.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si quisiera hacerte sufrir, al menos un poco. Pero ya no, todo eso quedó atrás. Asomándome a sus ardientes ojos negros olvidé la frialdad azul de los tuyos. Cuando caminamos bajo los plátanos que bordean la chacra, cuando disfrutamos del inicio de esta primavera con sus olores a pasto mojado…Los colores nos emborrachan, los pájaros nos acompañan cada amanecer. A vos no te gustaba nada la chacra, ¿te acordás? A vos te gustaba el cemento, las luces de las avenidas, los ruidos…
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si te sirviera de algo saber que sus manos son fuertes, enormes, me anclan a la tierra, a una vida distinta que adivino, que invento. Son manos que siembran, que cosechan, infatigables. Suaves en su aspereza, conocen todos los secretos de mi cuerpo.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si quisiera compartir con vos cómo son sus labios, anchos, generosos, dulces y salados. O cómo su sonrisa ilumina su cara. Y la mía. Podría también describirte la extraña forma en que frunce el ceño a veces, cuando lo sorprendo con alguna pregunta que no espera. Incluso la manera en que dobla su espalda cuando está domando a los potrillos, tan parecida a cuando alcanza el clímax.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, pero no quiero. Por las mariposas, y porque tengo miedo.
Hola, siempre aquí, el sillón, la mesita, todo como siempre, como siempre no!, no estas, si mi melancolía, y entre manos esta máquina y tu presencia, y la memoria que evoca………………………….
Cuando apareciste?. Cuando el sol parecía que había dejado mi vida? Cuando caminaba sin rumbo, por esa costanera que, con sus olas golpeando el murallón, inyectan energía a mi cuerpo, y que por veces me hunden en la melancolía con su extensión infinita. Hoy no lo recuerdo, tu presencia se me parece a esos dos mundos, el de la energía y la quietud, a la calma de una tarde apacible del verano, mirando caer el sol tras los arboles o la tormenta de una noche con mil relámpagos.
Un par de sillones, una mesita, una cerveza, unos vasos, un queso, ninguna palabra, ningún gesto, la calma, el sol cayendo, templando cuerpos y almas, el lucero, la luna………….la noche y la explosión de la vida, la vida más primitiva, la más animal, la más visceral, la anterior.
Cuanto hace que juntos nos parábamos frente a un cuadro, una escultura, un árbol o una flor, y aquí también, sin palabras, sentíamos latir las emociones, luego, si, luego las interpretaciones, las teorías, los movimientos, los…….., peo antes lo sentíamos, lo vivíamos, nos pasaba por el cuerpo.
Cuando se fue? Cuando nos abandonó? Lentamente, sin darnos cuenta, como vino, como vino se marchó, poco a poco, aquellos silencios frente a la nada que nos nutrían fueron mutando en reproches, aparecieron las palabras, duras, prepotentes, lo que nos unió nos separaba ahora. La noche era un choque de planeta, los cuerpos se repelían con violenta estática, un mal disimulado sueño.
Un cuadro era una plaza de duelo, de inteligencia, de información, de nada…… un campo de distancia, un campo yermo.
Ahora te has ido y veo que has sido una buena mujer, algo así dice el tango, es así? Mi mundo cambio cuando apareciste, también cambio ahora que te has ido, y yo? Y yo cambié?
Chau, quería compartirlo, tal vez sobran las palabras………… como entonces.
A veces el amor es un espejismo,
sólo se ve lo que se quiere ver.
Querido amigo:
Todo empezó la tarde en que nuestras miradas se cruzaron. Por primera vez yo tuve la certeza de que indefectiblemente, el destino de ella y el mío convergen hacia un camino común.
Usted me conoce mejor que nadie y sabe que nunca antes me había sucedido algo así. De solo pensar en Alba los latidos de mi corazón se aceleran, un sudor helado humedece mis sienes. Durante el día no puedo dejar de soñar con ella, por las noches, su recuerdo no me deja dormir .
Cuando nos conocimos, espesos nubarrones cubrían el cielo, yo acababa de despedir a un amigo muy querido, casi tanto como usted, y ensimismado en mis pensamientos comencé a deambular por los pasajes, por las angostas callecitas, por los senderos, entre los jardines solitarios y de pronto un viento inesperado abríó las nubes, descorrió el telón y frente a mí apareció su figura etérea envuelta en ese vestido blanco que le sienta tan bien; sus cabellos negros, sus ojos profundos, su piel traslúcida, intangible como un sueño, sus manos largas, delgadas sosteniendo un pequeño ramo de fresias. Entonces estalló la primavera. Estalló la primavera en mi vida, en mi alma, en el mundo.
En el primer instante ambos nos sorprendimos; ella se asustó y se le cayeron las flores, yo me apresuré a levantárselas y pidiéndole disculpas me presenté y ella me regaló una tímida sonrisa que sirvió para romper el hielo. ¿Cómo siguió? caminamos unas cuadras, hablamos poco, nos miramos mucho y cuando en el cielo comenzó a titilar la primer estrella nos despedimos con un : HASTA SIEMPRE. Una palabra que generalmente decimos cuando no queremos decir nada.
Yo regresé a mis rutinas pero pronto me di cuenta de que en mi vida ya nada era igual. Su imagen empezó a perseguirme; al principio era un fuerte deseo de volver a verla pero luego se convirtió en una obsesión, una hermosa obsesión y así fue como unos días más tarde me encontré recorriendo los mismos lugares que habíamos transitado juntos .
Al doblar una esquina la vi, mejor dicho nos vimos y nuevamente los dos nos sorprendimos como aquella primera vez. Así transcurrió todo el verano. Ella me espera sentada en un viejo banco de piedra con su mirada profunda, con su aroma a fresias recién cortadas, con su cabello negro que cae en cascada sobre sus hombros y contrasta con la blancura de su tez. Es tan hermosa que a veces pienso que es un ángel que sólo existe en mi imaginación, si creo que hasta ni sombra tiene.
Después, tomados de las manos nos encuentra el ocaso caminando sin rumbo entre flores y estatuas.
Durante todo este tiempo yo intenté confesarle mi amor, pero ella, apoyando su índice sobre mis labios me dice: -querido, no rompamos con palabras la magia del momento- entonces se escurre de entre mis brazos y sale corriendo perdiéndose en las sombras del crepúsculo.
Lentamente, el viento otoñal barre los últimos ardores del verano. Las fresias comienzan a marchitarse. La luna, en su huída, pierde su mortaja entre los pinos. Llueve en mi corazón.
Afectuosamente
Santiago
Estoy aquí, esperando con ansias nuestro encuentro, y a decir verdad con más ansias que el anterior. Sentada en el banco rustico y firme como nosotros, así crecía velozmente nuestro amor, como esparciéndose por cada pequeña hendija que nadie ve, solo nosotros dos. Así nuestro amor florecía, salvaje e inquieto a pesar de todo. Esta ciudad que nos unió entre sol y mar, olas y arena, en todas las orillas de ese mar arrebatado e impetuoso, atrapados en ese mundo tan lleno de exuberancia mágica tan lejos de lo real.Hoy sé que no estás aquí. La ruptura dura, ennegrecida, la noche desparramada sobre esa mansedumbre, que parece ser y no es, ya no es porque se rompió en miles de astillas ese cristal que nos contenía. Cayó abismalmente, de cuajo, sin posibilidad de reposición, o arreglo alguno. La ola rompió, una tras otra después, el final, todo pulverizado, molido, polvo de roca, disgregada arenilla que entra y sale del mar como nuestro amor partido.
Hoy se hizo trizas, la ruptura dura, negrísima, como cuando la noche más oscura cae de cuajo, sintiéndome en un abismo sin nada.
Querido Peter:
Hace muchos años, cuando teníamos 23, yo tuve contigo una ensoñación o tal vez algún delirio juvenil, vaya a saber qué pasaba por mi cabeza y en mi corazón, pero éste latía velozmente cuando te acercabas a mí, en el encuentro furtivo en el salón comedor de club.
Me sentía como una colegiala y ya era toda una mujer que buscaba de hacerse de un futuro y cuál fue mi sorpresa cuando te encontré en la Rotonda de la Facultad. Me estremecí toda, transpiraba por todos mi poros. Vos no me hacías ningún gesto de amistad o al menos compañerismo. Justo nos tocó estar en el mismo banco en la cátedra de Estadística.
Al poco tiempo del comienzo de las clases, te apareciste un día con traje de gala, llevabas unos jazmines en el ojal.
Mi confusión era directamente proporcional al momento de aplausos, hurras y salutaciones de otros amigos, al mismo tiempo que a su novia, empilchada como una de la televisión. Si...regresaban del Registro Civil.
Quede muy herida, y o intente saludarte pero mi rostro delataba decepción. Me gustaba el más varonil del grupo y te habías casado con una enana colorada, llena de granos, chueca, con una sonrisa esculpida en una cara regordeta y blanca como la leche, bien mamarracha la pobre.....
Toda vez que me proponía acercarme a vos, asumías una actitud esquiva, tomabas distancia, ¿me eludías?
Un sábado en la biblioteca parlante, te encontré solo, sacando apuntes del único libro desvencijado que había, yo lo necesitaba para la misma materia que cursábamos juntos.
Esta es la mía, (aunque este casado me importa un bledo), le solicite el libro y mirándome con sus ojos verdes claros me dijo ya termine de copiar las formulas, te lo dejo chau!....
Yo quede desmoralizada pero al rato pensé, si a este engreído, jamás lo había arrinconado!
Después de muchos años me entere de que tenía hijos, se había separado del escracho, volvieron a mi memoria aquellas emociones, después de todo sufrías de ceguera total hacia mí y yo ya tenía novio oficial,
Pensándolo mejor, no te enviare esta carta por haber sido tan indiferente a mis quemantes miradas y a mi escultural figura.
El que perdió fuiste vos.
Inés.
- “Amar es vivificación perenne,
creación y conservación intencional de lo amado”.
- “Amor es gravitación hacia lo amado”. -1926-
La habitación de Alicia, plena de libros por doquier; luce principesca con ella sentada en el cómodo sillón intentando ordenar su bolso de viaje diario. Le sorprende encontrar
una prolija caja alargada luciendo moño y tarjeta. “Para Alicia, de Felipe enamorado”.
Le inquieta porque no acertó en pensar en qué momento alguien colocó esa cajita, No obstante la curiosidad puede más y la abre: le invade un suave aroma a rosa recién
cortada, hasta una gota de rocío puede ver en el amarillo pimpollo. Se deleita con su fragancia, la acaricia, introduce el tallo en su generoso escote, mientras sus manos
temblorosas, encuentran una carta que con avidez la lee: “ Señorita Alicia:
Deleita usted con su distante y deliciosa figura, el placer de compartir la diaria expedición desde Moreno a Caballito.
Su plácida presencia, en el andén, enciende las luces de mi vieja alma, ya rendida al amor. Dolorida alma mía, yace perturbada por el trascurso de mis setenta años. Creo
que nunca he estado enamorado. Toda mi vida fue un intento por encontrarla joven y bella amada mía.
Con extremada ternura espera, mi vida toda, verla ascender al tren. La miro tomar su acostumbrado lugar, y yo disfrutar desde el asiento de enfrente, observarla acomodar
dulcemente su bolsa con apuntes y libros; y empezar a leer.
Nada detiene su deliciosa concentración. Disfruto de alguna leve sonrisa que pocas veces deja ver,(sin duda fruto de circunstancias de su lectura).
Oh¡ ángel cómo puedo estar tan cerca, y regalarme ese breve instante, mi alma sucumbe al hastío del entorno, y todo resplandece como sol.
Escondido entre mis gafas y un libro; penetro en un hipnótico estado. Sé de mi Dama muchas cosas: el paisaje que siempre usa para deleitarme mostrándome su bello perfil,
mientras descansan sus verdes ojos, tus anteojos me permiten saber sus lecturas.
Cuando dulcemente toma un apuntador, esa palabra me queda gravada. Puedo adivinar la estética de su cintura casi desnuda, cuando se acomoda. Creo percibir en su
rostro un leve rubor.
Hace dos años que me sentí atraído por su gentil y suave persona. Desde ese instante cada día esperaba desde las 5 AM., que usted asome su frágil y esbelta figura. Dicen
que el amor es ciego, por ello albergo la ilusión de asomarme a sus casi treinta años, plenos de inquietudes, y deseoso de saberes, poder mirar su alma en las pupila de sus
bellos ojos. Y desde ese día no viví más que para esperar verla subir al tren.
Yo delicadamente iba cambiando de asiento, cada viaje, haciendo una ronda a su alrededor; como los niños que juegan, o como la calesita, cuya sortija era ganar la
posibilidad de adorarla con la mirada.
No se si usted recuerda, aquel día lluvioso y oscuro de invierno, en que el tren frenó bruscamente, al segundo las luces se apagaron.
Fogosos insultos vociferaban casi todos. Algunos salieron por ventanillas, quedaron solo la mitad de los pasajeros dentro del coche.
Admiré su serenidad, sus brazos como alas acunaban sus libros. La lumbre del amanecer perfila una figura virginal y maternal.
Me animo, solicito permiso para sentarme a su lado. Un susurro de voz consiente mi petición. Fueron sólo dos minutos de sentir su sutil respiración, sentirme envuelto en el
enigmático aliento. Usted permanece tranquila, relajada. Diría que por estar acompañada de un caballero.
Tímidamente, poso mi mano en el asiento, sin tocarla. Percibo una atracción como un imán, su mano posó sobre la mía. Mi corazón se agita alocadamente, le digo:
-Tranquila señorita todo se solucionará pronto, ella me regala una sonrisa delicada como un colibrí. No se cuanto tiempo pasó, nos sumimos en un profundo sueño.
Despertamos correteando por los jardines de Versalles, bajo un sol primaveral.
Reitera una y otra vez, con amplia sonrisa:
- Gracias, tanto estudiarlo, y nunca imaginé que un día podría caminar sus senderos.
- Todos mis sentidos gozan mirando las infinitas hileras de árboles, estudiadamente esculpidos, percibiendo los colores, generosas aguas recogidas en bellas fuentes,
cuidados lagos, aromas de flores, puedo acariciar las infinitas guardas de verdes que forman simétricos caminos. Todo esto es una caricia para el alma,… Gracias.
-Eres fabuloso, traerme aquí para deleitarme mirando bellos castillos y cuanta belleza.
- Ven acércate quiero caminarlo tomados de las manos. Estoy deseo saber como adivinaste que la maravilla brindas, me hace entrar al éxtasis del amor a la vida.
Me siento deslumbrado por sus palabras, me embriaga su plena alegría.
- Ven levantemos juntos los brazos al cielo, quiero agradecer: Me haces muy feliz, celebremos nuestras vidas.
Yo corono su alegría posando en sus delicadas manos un bello pimpollo de rosa amarilla, lo toma y llena de besos, lo coloca como un diamante entre sus senos: Quedo
obnubilado de una deliciosa sensación, nunca experimentada.
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La inercia nos transporta por lugares exquisitos, quedamos deslumbrados.
Inmensos árboles nos deleitan, hemos llegado a Buenos Aires. Más precisamente estamos en el zoológico (que están desmantelando). Algo ha cambiado en su persona.
Lo percibo por la frialdad de sus manos. Presiento que se trata de una despedida del lugar que alguna vez recorrimos de niños (lejos de alegatos actuales).
- La entiendo nuestro paseo por Versalles, ahora le entristece la situación del zoo, le resultó cortante: pobre dulce princesa de mis sueños; se le confunden emociones.
No obstante corre, yo casi le pierdo el paso.
Se detiene en el serpentario; mira obsesionada los animales, muy mal cuidados.
Algunos yacen muertos, otros empujan y elevan con sinuosos movimientos cuerpos, contra los vidrios.
Me mira con esos ojos aceituna, y me dice reclamante; - Acaso no vez que tienen hambre, están sufriendo.
En un descuido del cuidador, ella palanquea un portal, y rompe el vidrio. Una fuerza indómita me arroja dentro de la jaula. Yo grito, ya nadie me escucha. Solo alcanzo a
verla alejarse etéreamente.
El tren reinicia su marcha; Alicia retoma su clásica lectura.
Felipe, un compañero de viaje.”
**Cuentan, que a partir de ese día, cada mañana un nuevo y fresco pimpollo de rosa amarilla lucía posado sobre la mesa de luz de Alicia.
Réquiem con tostadas - Mario Benedetti
Circe - Julio Cortázar
Producción de los participantes:
CUITAS Y GOZOS - Marcela Ruz
Quién? Yo – César Varela
¿HASTA SIEMPRE? - HAYDÉE ORTONE.
Hola por siempre mi amor – Cristina Delea
Quién perdió – Eleonora Larroque
Esperando el tren del amor - Julia Zela
Réquiem con tostadas - Mario Benedetti
[Cuento - Texto completo.]La muerte y otras sorpresas, 1968
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Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
Circe - Julio Cortázar
And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But
while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my
crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the
dead white faces that welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit
PORQUE YA NO ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. Ala de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. la madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor...”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. —Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. El se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía —a veces, a solas— como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón”. Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente —también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir —con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia— el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
—El pez de color está tan triste —dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.
—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca —del velorio de Rolo— sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Ultima Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. Alos cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
—Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir indefenso Mario.
—No es por eso, sabés —Bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes fue igual, yo la conozco bien.
—¿Antes de qué?
—Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Ultima Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
—Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones —claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto—. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
CUITAS Y GOZOS - Marcela Ruz
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si las mariposas que tengo en el estómago me lo permitieran. Te acordás que, cuando te fuiste, dijiste que sería sólo por un par de semanas, que era una oportunidad que no podíamos desperdiciar, que se nos abrirían puertas en Berlín, o en alguna otra ciudad de tu querida Alemania. Ambos intuíamos que no ibas a volver y que yo no iba a acompañarte en esta loca aventura tuya. ¡No sabés, no te imaginás el dolor que sentí! Pensé que nunca lo iba a poder superar, pero bien dicen que el tiempo todo lo cura. Tal vez, lo que creímos que era amor no lo era.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si quisiera hacerte sufrir, al menos un poco. Pero ya no, todo eso quedó atrás. Asomándome a sus ardientes ojos negros olvidé la frialdad azul de los tuyos. Cuando caminamos bajo los plátanos que bordean la chacra, cuando disfrutamos del inicio de esta primavera con sus olores a pasto mojado…Los colores nos emborrachan, los pájaros nos acompañan cada amanecer. A vos no te gustaba nada la chacra, ¿te acordás? A vos te gustaba el cemento, las luces de las avenidas, los ruidos…
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si te sirviera de algo saber que sus manos son fuertes, enormes, me anclan a la tierra, a una vida distinta que adivino, que invento. Son manos que siembran, que cosechan, infatigables. Suaves en su aspereza, conocen todos los secretos de mi cuerpo.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, si quisiera compartir con vos cómo son sus labios, anchos, generosos, dulces y salados. O cómo su sonrisa ilumina su cara. Y la mía. Podría también describirte la extraña forma en que frunce el ceño a veces, cuando lo sorprendo con alguna pregunta que no espera. Incluso la manera en que dobla su espalda cuando está domando a los potrillos, tan parecida a cuando alcanza el clímax.
Te escribiría una carta ahora mismo, Oscar, pero no quiero. Por las mariposas, y porque tengo miedo.
"> Quién? Yo – César Varela
Hola, siempre aquí, el sillón, la mesita, todo como siempre, como siempre no!, no estas, si mi melancolía, y entre manos esta máquina y tu presencia, y la memoria que evoca………………………….
Cuando apareciste?. Cuando el sol parecía que había dejado mi vida? Cuando caminaba sin rumbo, por esa costanera que, con sus olas golpeando el murallón, inyectan energía a mi cuerpo, y que por veces me hunden en la melancolía con su extensión infinita. Hoy no lo recuerdo, tu presencia se me parece a esos dos mundos, el de la energía y la quietud, a la calma de una tarde apacible del verano, mirando caer el sol tras los arboles o la tormenta de una noche con mil relámpagos.
Un par de sillones, una mesita, una cerveza, unos vasos, un queso, ninguna palabra, ningún gesto, la calma, el sol cayendo, templando cuerpos y almas, el lucero, la luna………….la noche y la explosión de la vida, la vida más primitiva, la más animal, la más visceral, la anterior.
Cuanto hace que juntos nos parábamos frente a un cuadro, una escultura, un árbol o una flor, y aquí también, sin palabras, sentíamos latir las emociones, luego, si, luego las interpretaciones, las teorías, los movimientos, los…….., peo antes lo sentíamos, lo vivíamos, nos pasaba por el cuerpo.
Cuando se fue? Cuando nos abandonó? Lentamente, sin darnos cuenta, como vino, como vino se marchó, poco a poco, aquellos silencios frente a la nada que nos nutrían fueron mutando en reproches, aparecieron las palabras, duras, prepotentes, lo que nos unió nos separaba ahora. La noche era un choque de planeta, los cuerpos se repelían con violenta estática, un mal disimulado sueño.
Un cuadro era una plaza de duelo, de inteligencia, de información, de nada…… un campo de distancia, un campo yermo.
Ahora te has ido y veo que has sido una buena mujer, algo así dice el tango, es así? Mi mundo cambio cuando apareciste, también cambio ahora que te has ido, y yo? Y yo cambié?
Chau, quería compartirlo, tal vez sobran las palabras………… como entonces.
¿HASTA SIEMPRE? - HAYDÉE ORTONE.
A veces el amor es un espejismo,
sólo se ve lo que se quiere ver.
Querido amigo:
Todo empezó la tarde en que nuestras miradas se cruzaron. Por primera vez yo tuve la certeza de que indefectiblemente, el destino de ella y el mío convergen hacia un camino común.
Usted me conoce mejor que nadie y sabe que nunca antes me había sucedido algo así. De solo pensar en Alba los latidos de mi corazón se aceleran, un sudor helado humedece mis sienes. Durante el día no puedo dejar de soñar con ella, por las noches, su recuerdo no me deja dormir .
Cuando nos conocimos, espesos nubarrones cubrían el cielo, yo acababa de despedir a un amigo muy querido, casi tanto como usted, y ensimismado en mis pensamientos comencé a deambular por los pasajes, por las angostas callecitas, por los senderos, entre los jardines solitarios y de pronto un viento inesperado abríó las nubes, descorrió el telón y frente a mí apareció su figura etérea envuelta en ese vestido blanco que le sienta tan bien; sus cabellos negros, sus ojos profundos, su piel traslúcida, intangible como un sueño, sus manos largas, delgadas sosteniendo un pequeño ramo de fresias. Entonces estalló la primavera. Estalló la primavera en mi vida, en mi alma, en el mundo.
En el primer instante ambos nos sorprendimos; ella se asustó y se le cayeron las flores, yo me apresuré a levantárselas y pidiéndole disculpas me presenté y ella me regaló una tímida sonrisa que sirvió para romper el hielo. ¿Cómo siguió? caminamos unas cuadras, hablamos poco, nos miramos mucho y cuando en el cielo comenzó a titilar la primer estrella nos despedimos con un : HASTA SIEMPRE. Una palabra que generalmente decimos cuando no queremos decir nada.
Yo regresé a mis rutinas pero pronto me di cuenta de que en mi vida ya nada era igual. Su imagen empezó a perseguirme; al principio era un fuerte deseo de volver a verla pero luego se convirtió en una obsesión, una hermosa obsesión y así fue como unos días más tarde me encontré recorriendo los mismos lugares que habíamos transitado juntos .
Al doblar una esquina la vi, mejor dicho nos vimos y nuevamente los dos nos sorprendimos como aquella primera vez. Así transcurrió todo el verano. Ella me espera sentada en un viejo banco de piedra con su mirada profunda, con su aroma a fresias recién cortadas, con su cabello negro que cae en cascada sobre sus hombros y contrasta con la blancura de su tez. Es tan hermosa que a veces pienso que es un ángel que sólo existe en mi imaginación, si creo que hasta ni sombra tiene.
Después, tomados de las manos nos encuentra el ocaso caminando sin rumbo entre flores y estatuas.
Durante todo este tiempo yo intenté confesarle mi amor, pero ella, apoyando su índice sobre mis labios me dice: -querido, no rompamos con palabras la magia del momento- entonces se escurre de entre mis brazos y sale corriendo perdiéndose en las sombras del crepúsculo.
Lentamente, el viento otoñal barre los últimos ardores del verano. Las fresias comienzan a marchitarse. La luna, en su huída, pierde su mortaja entre los pinos. Llueve en mi corazón.
Afectuosamente
Santiago
Hola por siempre mi amor – Cristina Delea
Estoy aquí, esperando con ansias nuestro encuentro, y a decir verdad con más ansias que el anterior. Sentada en el banco rustico y firme como nosotros, así crecía velozmente nuestro amor, como esparciéndose por cada pequeña hendija que nadie ve, solo nosotros dos. Así nuestro amor florecía, salvaje e inquieto a pesar de todo. Esta ciudad que nos unió entre sol y mar, olas y arena, en todas las orillas de ese mar arrebatado e impetuoso, atrapados en ese mundo tan lleno de exuberancia mágica tan lejos de lo real.Hoy sé que no estás aquí. La ruptura dura, ennegrecida, la noche desparramada sobre esa mansedumbre, que parece ser y no es, ya no es porque se rompió en miles de astillas ese cristal que nos contenía. Cayó abismalmente, de cuajo, sin posibilidad de reposición, o arreglo alguno. La ola rompió, una tras otra después, el final, todo pulverizado, molido, polvo de roca, disgregada arenilla que entra y sale del mar como nuestro amor partido.
Hoy se hizo trizas, la ruptura dura, negrísima, como cuando la noche más oscura cae de cuajo, sintiéndome en un abismo sin nada.
Quién perdió – Eleonora Larroque
Querido Peter:
Hace muchos años, cuando teníamos 23, yo tuve contigo una ensoñación o tal vez algún delirio juvenil, vaya a saber qué pasaba por mi cabeza y en mi corazón, pero éste latía velozmente cuando te acercabas a mí, en el encuentro furtivo en el salón comedor de club.
Me sentía como una colegiala y ya era toda una mujer que buscaba de hacerse de un futuro y cuál fue mi sorpresa cuando te encontré en la Rotonda de la Facultad. Me estremecí toda, transpiraba por todos mi poros. Vos no me hacías ningún gesto de amistad o al menos compañerismo. Justo nos tocó estar en el mismo banco en la cátedra de Estadística.
Al poco tiempo del comienzo de las clases, te apareciste un día con traje de gala, llevabas unos jazmines en el ojal.
Mi confusión era directamente proporcional al momento de aplausos, hurras y salutaciones de otros amigos, al mismo tiempo que a su novia, empilchada como una de la televisión. Si...regresaban del Registro Civil.
Quede muy herida, y o intente saludarte pero mi rostro delataba decepción. Me gustaba el más varonil del grupo y te habías casado con una enana colorada, llena de granos, chueca, con una sonrisa esculpida en una cara regordeta y blanca como la leche, bien mamarracha la pobre.....
Toda vez que me proponía acercarme a vos, asumías una actitud esquiva, tomabas distancia, ¿me eludías?
Un sábado en la biblioteca parlante, te encontré solo, sacando apuntes del único libro desvencijado que había, yo lo necesitaba para la misma materia que cursábamos juntos.
Esta es la mía, (aunque este casado me importa un bledo), le solicite el libro y mirándome con sus ojos verdes claros me dijo ya termine de copiar las formulas, te lo dejo chau!....
Yo quede desmoralizada pero al rato pensé, si a este engreído, jamás lo había arrinconado!
Después de muchos años me entere de que tenía hijos, se había separado del escracho, volvieron a mi memoria aquellas emociones, después de todo sufrías de ceguera total hacia mí y yo ya tenía novio oficial,
Pensándolo mejor, no te enviare esta carta por haber sido tan indiferente a mis quemantes miradas y a mi escultural figura.
El que perdió fuiste vos.
Inés.
Esperando el tren del amor - Julia Zela
- “Amar es vivificación perenne,
creación y conservación intencional de lo amado”.
- “Amor es gravitación hacia lo amado”. -1926-
La habitación de Alicia, plena de libros por doquier; luce principesca con ella sentada en el cómodo sillón intentando ordenar su bolso de viaje diario. Le sorprende encontrar
una prolija caja alargada luciendo moño y tarjeta. “Para Alicia, de Felipe enamorado”.
Le inquieta porque no acertó en pensar en qué momento alguien colocó esa cajita, No obstante la curiosidad puede más y la abre: le invade un suave aroma a rosa recién
cortada, hasta una gota de rocío puede ver en el amarillo pimpollo. Se deleita con su fragancia, la acaricia, introduce el tallo en su generoso escote, mientras sus manos
temblorosas, encuentran una carta que con avidez la lee: “ Señorita Alicia:
Deleita usted con su distante y deliciosa figura, el placer de compartir la diaria expedición desde Moreno a Caballito.
Su plácida presencia, en el andén, enciende las luces de mi vieja alma, ya rendida al amor. Dolorida alma mía, yace perturbada por el trascurso de mis setenta años. Creo
que nunca he estado enamorado. Toda mi vida fue un intento por encontrarla joven y bella amada mía.
Con extremada ternura espera, mi vida toda, verla ascender al tren. La miro tomar su acostumbrado lugar, y yo disfrutar desde el asiento de enfrente, observarla acomodar
dulcemente su bolsa con apuntes y libros; y empezar a leer.
Nada detiene su deliciosa concentración. Disfruto de alguna leve sonrisa que pocas veces deja ver,(sin duda fruto de circunstancias de su lectura).
Oh¡ ángel cómo puedo estar tan cerca, y regalarme ese breve instante, mi alma sucumbe al hastío del entorno, y todo resplandece como sol.
Escondido entre mis gafas y un libro; penetro en un hipnótico estado. Sé de mi Dama muchas cosas: el paisaje que siempre usa para deleitarme mostrándome su bello perfil,
mientras descansan sus verdes ojos, tus anteojos me permiten saber sus lecturas.
Cuando dulcemente toma un apuntador, esa palabra me queda gravada. Puedo adivinar la estética de su cintura casi desnuda, cuando se acomoda. Creo percibir en su
rostro un leve rubor.
Hace dos años que me sentí atraído por su gentil y suave persona. Desde ese instante cada día esperaba desde las 5 AM., que usted asome su frágil y esbelta figura. Dicen
que el amor es ciego, por ello albergo la ilusión de asomarme a sus casi treinta años, plenos de inquietudes, y deseoso de saberes, poder mirar su alma en las pupila de sus
bellos ojos. Y desde ese día no viví más que para esperar verla subir al tren.
Yo delicadamente iba cambiando de asiento, cada viaje, haciendo una ronda a su alrededor; como los niños que juegan, o como la calesita, cuya sortija era ganar la
posibilidad de adorarla con la mirada.
No se si usted recuerda, aquel día lluvioso y oscuro de invierno, en que el tren frenó bruscamente, al segundo las luces se apagaron.
Fogosos insultos vociferaban casi todos. Algunos salieron por ventanillas, quedaron solo la mitad de los pasajeros dentro del coche.
Admiré su serenidad, sus brazos como alas acunaban sus libros. La lumbre del amanecer perfila una figura virginal y maternal.
Me animo, solicito permiso para sentarme a su lado. Un susurro de voz consiente mi petición. Fueron sólo dos minutos de sentir su sutil respiración, sentirme envuelto en el
enigmático aliento. Usted permanece tranquila, relajada. Diría que por estar acompañada de un caballero.
Tímidamente, poso mi mano en el asiento, sin tocarla. Percibo una atracción como un imán, su mano posó sobre la mía. Mi corazón se agita alocadamente, le digo:
-Tranquila señorita todo se solucionará pronto, ella me regala una sonrisa delicada como un colibrí. No se cuanto tiempo pasó, nos sumimos en un profundo sueño.
Despertamos correteando por los jardines de Versalles, bajo un sol primaveral.
Reitera una y otra vez, con amplia sonrisa:
- Gracias, tanto estudiarlo, y nunca imaginé que un día podría caminar sus senderos.
- Todos mis sentidos gozan mirando las infinitas hileras de árboles, estudiadamente esculpidos, percibiendo los colores, generosas aguas recogidas en bellas fuentes,
cuidados lagos, aromas de flores, puedo acariciar las infinitas guardas de verdes que forman simétricos caminos. Todo esto es una caricia para el alma,… Gracias.
-Eres fabuloso, traerme aquí para deleitarme mirando bellos castillos y cuanta belleza.
- Ven acércate quiero caminarlo tomados de las manos. Estoy deseo saber como adivinaste que la maravilla brindas, me hace entrar al éxtasis del amor a la vida.
Me siento deslumbrado por sus palabras, me embriaga su plena alegría.
- Ven levantemos juntos los brazos al cielo, quiero agradecer: Me haces muy feliz, celebremos nuestras vidas.
Yo corono su alegría posando en sus delicadas manos un bello pimpollo de rosa amarilla, lo toma y llena de besos, lo coloca como un diamante entre sus senos: Quedo
obnubilado de una deliciosa sensación, nunca experimentada.
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La inercia nos transporta por lugares exquisitos, quedamos deslumbrados.
Inmensos árboles nos deleitan, hemos llegado a Buenos Aires. Más precisamente estamos en el zoológico (que están desmantelando). Algo ha cambiado en su persona.
Lo percibo por la frialdad de sus manos. Presiento que se trata de una despedida del lugar que alguna vez recorrimos de niños (lejos de alegatos actuales).
- La entiendo nuestro paseo por Versalles, ahora le entristece la situación del zoo, le resultó cortante: pobre dulce princesa de mis sueños; se le confunden emociones.
No obstante corre, yo casi le pierdo el paso.
Se detiene en el serpentario; mira obsesionada los animales, muy mal cuidados.
Algunos yacen muertos, otros empujan y elevan con sinuosos movimientos cuerpos, contra los vidrios.
Me mira con esos ojos aceituna, y me dice reclamante; - Acaso no vez que tienen hambre, están sufriendo.
En un descuido del cuidador, ella palanquea un portal, y rompe el vidrio. Una fuerza indómita me arroja dentro de la jaula. Yo grito, ya nadie me escucha. Solo alcanzo a
verla alejarse etéreamente.
El tren reinicia su marcha; Alicia retoma su clásica lectura.
Felipe, un compañero de viaje.”
**Cuentan, que a partir de ese día, cada mañana un nuevo y fresco pimpollo de rosa amarilla lucía posado sobre la mesa de luz de Alicia.
Voto por "Cuitas y gozos", de Marcela.
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