Bloque 1/16 Consigna 2: Jugar con la cronología y con las emociones que me puede despertar algún hecho al que ubico donde quiero (el sueño es la forma más fácil de incorporarlo sin respetar tiempos o lugares). Incluir algún aspecto de los ancestros. Tiene que tener algo fantástico y relación con las creencias religiosas o con la muerte.

Material de referencia:
Me alquilo para soñar. García Márquez
Crónica de una muerte anunciada. García Márquez
Un señor muy viejo con unas alas enormes. García Márquez
Contar un cuento. Roa Bastos


Producción de los participantes:
Padre nuestro que estás en los cielos… -Roberto Rodríguez Gras - 06.2016
EL MENSAJE - Haydeé Ortone - 06.2016
LA APRENDIZ - Marcela Ruz - 06.2016
CINCO CENTAVOS -Ricardo Hermida- 06.2016
MAGIA EN SEGURA: LA VIEJA SERENATA -Raúl Ondarra - 6.2016




Padre nuestro que estás en los cielos… -Roberto Rodríguez Gras - 06.2016

En el principio creó Dios el cielo y
la tierra (génesis 1.1)

Y al tercer día que fuera crucificado muerto y sepultado; subió a los cielos…




EL MENSAJE - Haydeé Ortone - 06.2016

Una tarde de un día cualquiera, aburrida me puse a revisar la biblioteca que había pertenecido a mi bisabuelo, Tal vez, inconscientemente tenía la ilusión de hallar un incunable, pero en lugar de eso encontré un viejo ejemplar de La vida es sueño. Lo comencé a hojear con sumo cuidado temiendo que se desintegrara al solo contacto con el aire, cuando de entre sus páginas cayó un sobre amarillento que estaba dirigido precisamente a mi bisabuelo.

-Mirá abu lo que encontré- le dije a mi abuela que andaba por allí. Ella se acercó, tomó la carta, se acomodó los anteojos y extrajo un papel de su interior.

-¿Qué dice abuela? – pregunté con curiosidad. Ella la leyó, pensó un poco y luego me dijo:

-Como tu sabes, Manuel, mi padre, había nacido en Galicia en una época en que todos los jóvenes soñaban con venir a América, él no fue la excepción, por eso, como tantos otros, al cumplir dieciocho años decidió embarcarse. Mi padre recordaría por siempre el momento de la partida cuando su madre, una mujer flaca, avejentada, vestida con lutos perpetuos, levantando el índice en forma amenazadora le espetó: haz lo que quieras pero sabe que hoy es el último día en que verás con vida a tu madre, luego, sin abrazo, sin un beso, la mujer se dio vuelta y al alejarse agregó: cría cuervos que te sacarán los ojos.

El pobre Manoliño como le decían sus compañeros de aventuras, trató de hacer oídos sordos y se concentró en el tan ansiado viaje pero a la semana la morriña comenzó a carcomer su corazón y para colmo una tormenta de esas en que parece que el cielo se desploma sin compasión sobre el mar sin límites, se desató furiosa sobre el barco y sus aterrados pasajeros. La embarcación se bamboleaba peligrosamente, parecía que Poseidón, como en los cuentos que te narraba cuando eras chiquita, ¿te acuerdas?, surgía de las profundidades para destruir todo lo que se interponía en sus dominios.

El rugido del mar, los truenos ensordecedores, los relámpagos que herían la negritud de la noche, llenaron de pavor a Manuel quien creyó ver en esto, el dedo acusador de su madre, pero como todo pasa y nunca más cierto que en este caso, la calma sobrevino a la tormenta y el barco continuó su marcha, y en mi padre, que se debatía entre el dolor de lo que dejaba atrás y la esperanza del porvenir, prevaleció este último sentimiento como era de esperar de parte de alguien que dentro de su maleta de cuero llevaba dos mudas de ropa y toneladas de sueños.

El resto, más o menos lo conoces, al principio su vida fue muy dura, estuvo marcada por las privaciones y la soledad, pero luego, un poco por la tozudez del gallego y otro tanto por la ayuda que recibió en este bendito país, como él no se cansaba de decir, salió adelante y formó una familia de la cual formas parte, eso es todo.

-Pero abu, ¿ qué tiene que ver todo eso con la carta?-

-Ah si tienes razón, me había olvidado de la carta. Todo sucedió un 25 de mayo, En aquellos tiempos la ciudad se vestía de fiesta por la patria y mi padre tenía la costumbre de llevarnos a ver el desfile. Nos levantamos muy temprano, mi madre nos abrigó bien y partimos hacia la Plaza de Mayo. Aún recuerdo que el tranvía estaba repleto de gente que agitaba banderitas de papel.

Cuando regresamos, mi madre que nos esperaba con un buen puchero le comentó: Manuel, al rato que ustedes se fueron, llamaron a la puerta, cuando fui a abrir me encontré con una jovencita que me preguntó si aquí vivía Manuel Rial. Le dije que sí, que en ese momento no estabas en la casa pero si quería dejarte un mensaje yo te lo podía trasmitir, a lo que me contestó: dígale solamente que estuvo Palmira, lo que tengo para decirle es algo personal. Dio media vuelta, dobló la esquina y desapareció.

Fue todo muy raro, yo jamás la había visto; es casi una niña, su vestido negro acentuaba su delgadez y su piel de tan blanca parecía transparente. No me preguntes por qué pero te aseguro que me impresionó.

-Sí que es raro- dijo mi padre- la única Palmira que conocí fue mi hermana, ¿ te acuerdas que te conté alguna vez que murió de tuberculosis?, era tan joven la pobrecita.-

La mujer no volvió y mis padres pronto olvidaron el episodio. Al mes el cartero trajo esta carta que como habrás observado por las estampillas venía de España, la cual decía lo siguiente:





Pontevedra, 29 de mayo de 1915.

Estimado Manuel

La presente es para comunicarte que Madre ha muerto.
Fue el 25 de mayo en horas de la mañana.
Aprovecho para saludarte.


Tu hermano mayor Camilo.





LA APRENDIZ - Marcela Ruz

Hoy mamá me pidió de nuevo que vaya a buscar a la abuela a la iglesia. ¿Por qué no la va a buscar ella? ¿Por qué, si se va sola, tengo que ir a buscarla? No sé qué le agarró a la abuela, si una vez que se peleó con la burguesita tilinga de mamá (así la llama cuando se enoja; no sé qué quiere decir pero seguro es un insulto) me dijo que ella era… ¿comunista?, no, no, anarquista, eso me dijo.

- A-naaar-quis-taaa. Ni Dios ni patrón. Grabate eso bien en la cabecita.

Yo me lo grabé bien, por eso no entiendo por qué ahora va a la iglesia. ¿Tendrá miedo de morirse? Siempre fue medio rara. A veces se me queda mirando fijo y no sé si es que me está mirando a mí o mira algo que yo no llego a ver; cuando le pregunto se hace la tonta. Yo siento que me vigila, que me espía… Me enseña mucho de plantas, eso sí, para qué sirve cada una, cómo mezclarlas y cómo tomarlas, cuáles se queman y en qué fechas. Y me hace escribir oraciones bastante cómicas para decir cuando uso los yuyitos en un cuaderno que no le puedo mostrar a nadie. A mí las plantas me gustan mucho, así que le sigo la corriente, no me cuesta nada y ella se pone contenta. Otras veces quiere que le cuente lo que sueño, o hablamos de las sombras y las luces que hay en el patio, en la pared del fondo o en la terraza. Eso no me gusta tanto, pero a ella sí y mucho; cuando ya me aburre le digo que tengo que hacer los deberes o que tengo que estudiar para una prueba. Por suerte a la iglesia va los viernes a la tarde nada más. Creo que a esa hora no hay nadie, por ahí alguna otra vieja rezando el rosario.

Empezó a llover y todavía me falta una cuadra. ¿Habrá llevado paraguas? Porque yo no traje, sabía que iba a llover pero igual no traje, maldita sea. Mejor voy hasta la esquina y espero un poco abajo del toldo de la pizzería. ¡No para! Así que doblo y corro las tres veredas que me faltan, a ver si todavía se va sola para casa y mamá me chilla. Lo peor es que voy a tener que esperarla adentro porque si no me voy a empapar. A mí esa iglesia no me gusta, es fea, oscura, siempre hace frío. Hasta el cura tiene olor feo, a ropa húmeda. ¡Y un aliento asqueroso!

¡Menos mal que entré! Está relindo adentro, nada que ver con lo que era antes, cuando tomé la comunión; parece nueva. Y habrá parado de llover y todo, entra el sol por las ventanas de arriba, las que tienen los vidrios con imágenes de los Santos, las deben haber limpiado. Pero no la veo por ningún lado. ¿Dónde se habrá metido? Me voy a sentar un rato acá en el costadito de la Virgen, a ver si aparece. Si aparece mi abuela, que la Virgen no creo que se me vaya a aparecer a mí.

¿Por qué me miran esas cuatro mujeres que están sentadas en la primera fila, ahí adelante del altar? Me parecen conocidas, pero no sé…no estoy segura. Están un poco lejos y esa luz que está arriba de ellas no me deja ver bien. Pero una me está llamando, quiere que me acerque, me doy cuenta de que todas quieren que me acerque. Mamá siempre me dice que no hable con extraños, pero no me resultan extrañas…Voy a ir rápido pero sin correr hasta el altar. Y sé que tengo que quedarme quieta, callada, mirando el piso.

-¿Es ella, no?

-Sí, es ella, mi nieta. Es muy chica, le falta mucho todavía. Pero siento que va a ser mejor que nosotras cuatro juntas.

-Tuviste suerte, sos la única de nosotras que tiene una nieta así.

¿Nieta? Esa mujer es más joven que mi mamá. Pero sí, es mi abuela, yo sé que es mi abuela. Y las otras tres son las hermanas, vi una foto de ellas en una fiesta de hace mucho tiempo y son ellas. No sé si es el susto o que esta tarde no tomé la leche, pero me estoy mareando, me voy a ir al piso. Todas se paran, la abuela me abraza y me ayuda a sentarme.

-¿Estás mejor?

-Sí, ya estoy bien abuela.

-Bueno, entonces esperame afuera. Enseguida voy.

Afuera llueve y me estoy mojando. La abuela, vieja de nuevo, viene atrás mío y, por suerte, tiene paraguas. Apretadas una contra la otra, vamos para casa. Más tarde por ahí me animo y le pregunto qué pasó. Ahora no, está cantando bajito no sé qué cosa.


CINCO CENTAVOS -Ricardo Hermida

Cuando mi hija se mudó a San Telmo pensé cuánto habría influido yo con mis historias sobre mi niñez ya que siempre pontificaba sobre mi querido barrio y sus rincones. A partir del nacimiento de su segundo hijo, una niña, me empezó a reclamar, a ver cuándo los llevas al Parque Lezama, como te llevaban a vos.

Siempre que iba a su casa me lo decía y yo, más entusiasmado que ella, sólo quería que mis nietos crecieran para poder llevarlos. Viéndolos crecer me pasaba una y otra vez el barrio por la cabeza, la cortada de San Lorenzo donde jugábamos al futbol con Pelusa, Chiche, Los Tito, TodoBien, el Chino, el Panadero y tantos más, la calle Defensa con el Mercado, la plaza Dorrego, doblando por Humberto 1° la iglesia de San Telmo donde tomé mi primera comunión enfrente de mi querido colegio primario, el Guillermo Rawson y al final de Defensa después de la barranca, La Calesita con su Parque Lezama. A esa calesita me llevaban mi madre, Fermina pero también mi abuela Isabel, La Gallega.

Cuando me llevaba La Gallega (española y Castellana de León, me corregía) siempre me hacía esperar para que me pueda subir a los caballitos, primero tenía que sentarse un rato en uno de los bancos que daban al barranco sobre la Avenida Martín García, no debía ser mucho tiempo pero mi ansiedad de jinete me hacía padecerlo, recuerdo que siempre me repetía, "sobre Paseo Colón las mujeres lavaban la ropa pues el río llegaba hasta ahí, hasta había mariposas" y luego se quedaba mirando fijo, como transportándose a través del río, vaya uno a saber a qué lugares de su España, pero lo que más me quedó es cuando miraba la luna nueva, esa luna brillante de los atardeceres de primavera, ella seguía con su mirada los pájaros, en particular a los zorzales y después de un rato se levantaba y decía, vuelan tan alto que parecen que van a llegar a la luna, yo esperaba ese momento, ahí ya me imaginaba arrancando la sortija que me permitiera dar una vuelta más.

Un día mi abuela no me pudo llevar, tenía que hacer los mandados, pero como yo le insistía me dio el dinero para la calesita rogándome que vuelva antes que regrese mi madre de la oficina y salí rápido hacia el parque, en el camino me encontré con TodoBien y le propuse la aventura de ir al parque solos, hicimos un fondo común y juntamos un peso, nos alcanzaba para dar dos vueltas cada uno, también sabíamos, que si pagábamos una vuelta, Don Juan nos iba a acercar la sortija para que pudiéramos seguir disfrutando un rato más y salimos corriendo. Fuimos tan rápido que algunas monedas se nos fueron cayendo de los bolsillos, cuando llegamos ni juntábamos para esa primera vuelta, nos faltaba tan solo cinco centavos, fieles a nuestra hermandad ninguno quiso dar la vuelta solo y nos volvimos, con las monedas que nos quedaban compramos unos caramelos y regresábamos atravesando el parque, estábamos casi saliendo hacia la calle Brasil, ya veíamos el monumento a Pedro de Mendoza cuando TodoBien me para y me dice, mirá..., señalándome hacia el piso, estaba la moneda que nos hubiera permitido dar esa frustrada vuelta, como ya no teníamos ni tiempo ni plata para poder quedarnos decidimos esconder la moneda en la corteza de un árbol para cuando tuviéramos necesidad de ella. No sé TodoBien, pero yo no recuerdo haber vuelto a la calesita.

Después de terminar el secundario en el Otto Krause conseguí un trabajo y me fui a vivir solo, tenía que dejar atrás no sé qué, alquilé una cama en un cuarto de una pensión por el barrio de Once, el cuarto lo compartía con otro muchacho venido de Uruguay que le decían Botija. Pese a mi declamada independencia cuando salía de trabajar todos los mediodías iba a almorzar a lo de mi vieja, sabía que mi abuela, La Gallega, me esperaba para comer juntos.

Después empecé la facultad con lo que mis visitas al barrio cada vez se limitaban más, casi tan solo a los almuerzos con mi abuela. Fui dejando de ir para ver a los amigos de San Telmo y a veces tampoco iba a almorzar. A los cinco años de mi mudanza, ya estaba de novio con María la madre de mis hijos, volvía de la facultad a la noche y me desplomaba en la cama para dormir rápido ya que entraba a trabajar a las seis de la mañana. Una cálida noche de marzo ya estaba profundamente dormido cuando algo me despertó, me senté en la cama nervioso, no sabía por qué pero tenía una ansiedad que no me dejaba volver a dormir, Botija que recién se acostaba me preguntó que me pasaba, le estaba por responder que no sabía cuándo sonó el teléfono, me dijo, deja que voy yo, atiende y me dice es de tu casa, tu mamá avisa que tu abuela está mal, tuvo un infarto. Me levanté y salí corriendo, era de madrugada mi auto casi iba solo por la avenida Belgrano, hacia el horizonte la luna brillante parecía que me iluminaba el camino a mi casa, en las alturas creí ver un pájaro, quizás un zorzal. Cuando llegué ya era tarde, La Gallega había partido.

Cuántas cosas habrán pasado en el barrio, qué será de mis amigos, como para escribir un libro, pero eso será más adelante, tengo que ir a buscar a mis nietos al jardín de infantes para después llevarlos a la calesita, el año que viene el mayor empieza la primaria y no sé si va a querer que lo siga llevando, tengo que aprovechar. Quizás después la nena sola no querrá venir. Todos los días, antes de la calesita los dejo jugar con otros amiguitos y me siento a recordar a los míos, hoy me senté mirando hacia Martín García, estaba igual que todos los días, disfrutando, al rato una chica joven se sentó en la otra punta del banco, nos saludamos, me hacía acordar a alguien pero no la reconocía, tenía un vestido raro, parecía antiguo, me contaba que sabía venir a ese banco porque le gustaba ver cómo los pájaros tomaban altura desde arriba de la barranca, parece que quieren llegar a la luna, comentó, miré hacia abajo y hacia el río y vi cómo los pájaros se elevaban y parecían querer hacerlo. Me quedé mirando hacia la luna y cuando volví la mirada la joven ya no estaba. Cerré los ojos, se me vinieron tantas cosas juntas, quería pensar, al rato escuché a mi nieto que me decía, Mira Abuelo, encontré una moneda, Abuelo...Abuelo.


MAGIA EN SEGURA: LA VIEJA SERENATA -Raúl Ondarra - 6.2016

Transcurría el mes de setiembre del 2015 y me encontraba recorriendo el País Vasco en el norte de España.
De Bilbao, capital de la provincia vasca de Vizvaya, fui a San Sebastián o Donostia en vasco, capital de la provincia de Guipúzcoa. Ahí alquilé un auto para visitar la aldea o villa de montaña, donde nacieron mi padre y sus antepasados. Y de donde, mi papá Esteban salió para la Argentina en el año 1925, antes de cumplir 20 años de edad, dejando allí a sus padres y cuatro hermanas menores, para nunca más volver ni volver a verlos.
Dicha villa se llama Segura, está asentada sobre una colina de unos 250 metros de altura y su nombre tiene una justificación; fue fundada por el rey Alfonso X, el Sabio, en 1256, por su ubicación segura como custodia y vigía de las rutas que entraban y salían de España, pasando por los Pirineos; entre ellas los famosos Caminos de Santiago, que en la Edad Media reunían hasta un millón de peregrinos por año a Santiago de Compostela.
La población de Segura, desde su fundación hasta la fecha, siempre ha rondado los 1500 habitantes. Su capacidad terrenal y de viviendas no se puede agrandar. Entre los primeros pobladores y primeras casas figura la de mi antepasado medieval, don José Antonio de Ondarra; quien fue un vecino muy importante y famoso; notario de la corte, nombrado por el rey Carlos II en 1690, dado que había sido camarlengo, un título de dignidad entre los cardenales, del Papa.
La casa Ondarra todavía se mantiene en pie, desde el principio llamó la atención por su enorme volumen y desarrollo en tres plantas, que se extendió hasta superar la muralla. Fue una de las pocas que se salvaron de un pavoroso incendio, que ocurrió en aquellos lejanos tiempos, por estar construida enteramente de piedra.
Allí, donde ahora funciona una hostería de agro-turismo, de diez habitaciones, con todas las comodidades del mundo moderno, wi-fi, cable TV, etc. y una fábrica artesanal de queso con leche de ovejas; me alojé los tres días que pasé en Segura.
El pueblo de Segura es una pequeña villa de montaña, rodeada de verdes y fértiles valles, surcados por ríos y arroyos, donde se crían vacas y ovejas lecheras, y se cultivan cereales, hortalizas y frutas.
La gente es muy amable y alegre, todos se conocen y saludan al encontrarse, con un beso en cada mejilla. También son muy hospitalarios con los visitantes. El único inconveniente es que hablan el vasco o euskera, que es una lengua que casi sólo se puede aprender de niño, en la cuna, pues hasta hoy no se le ha encontrado raíces ni orígenes ciertos comprobados. Igualmente, todos también hablan el español, pero su lengua diaria es el vasco.
Segura tiene una forma de triángulo isósceles invertido, que va subiendo desde su vértice, en la puerta del lado bajo, hasta la parte más ancha, que está en la cima del cerro. Desde el punto inferior de entrada al pueblo, se abren tres calles principales, dos a ambos laterales y una central, que suben unos 1500 metros, hasta la calle transversal final, de arriba. A su vez, las calles están cruzadas por pasajes y pasadizos angostos, formándose un trazado irregular, como un intrincado laberinto. Todo el piso de la villa está empedrado y está rodeada por una muralla, que sólo tiene cinco pesadas puertas para entrar y salir.
En la parte más alta están la Plaza Mayor, la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, el Convento de monjas franciscanas de clausura, el Ayuntamiento que fue el Palacio Lardizabal, los negocios y casas principales. Entre ellas la de mis ancestros.
Como es costumbre en esas tierras, la gente en general, hombres y ahora también mujeres, mayores y jóvenes, salen por las tardes, antes de la cena, en grupos, a recorrer bares o tabernas, para tomar una bebida y comer un bocadillo. Es una salida entre amigos, que se encuentran o cruzan en las calles y bares, para charlar, cantar y reírse.
En España se lo conoce como salir de tapas y en el País Vasco como potear, y a las tapas se las llama pintxos o pinchos. Éstos son palitos con sardinas, camarones, quesos, fiambres, aceitunas, tortillas, etc.; pinchados, y se los acompaña con una copa de vino, el tinto rioja o el blanco vasco o chacolí, un vaso de cerveza o sidra casera.
Normalmente se visitan unas cinco o seis tabernas, consumiéndose una vuelta en cada una de ellas. Debido a que me consideraron de entrada como casi del pueblo, no me costó nada integrarme al régimen de convivencia local. Entonces, todas las tardes salía por los diferentes bares, escuchando anécdotas e historias, algunas de mis antepasados.
También recibía recomendaciones de lugares a conocer, dónde comer y secretos de la aldea, como por ejemplo, la existencia de un pasaje central que corre por la parte de atrás de las casas, como una espina dorsal, que era en los orígenes del pueblo una gran canaleta o acequia, por donde bajaban y desembocaban las aguas de lluvia y los líquidos servidos de la villa. Además, tenía conexiones secretas con cuevas o salidas a los valles circundantes, como vías de escape. Se lo llama Cárcava o Karkaba en vasco.
Ese pasaje no tiene luces y me recomendaron no recorrerlo de noche. Pero el último día de mi estadía en Segura, un viernes a la noche, después de la ronda de copas y pinchos, me dije que no podía irme sin conocer lo casi prohibido y peligroso.
En la Plaza Mayor, vi el cartel de KARKABA y la puerta tenía solo una traba, la abrí y me metí, eran como las diez de la noche, era bastante angosto y al principio algo podía ver porque llegaba la luz de la plaza y también las voces de la gente, pero al caminar unos veinte metros, la oscuridad y el silencio se hicieron total…
De pronto veo, unos metros adelante mío, a unos seis hombres, alumbrados con unas especies de antorchas o teas de paja y madera, que me hacían señas que los siguiera…
Así lo hice, y a los pocos pasos entré con ellos a una taberna, con su mostrador, mesas y sillas, todos de madera y también semi alumbrada con antorchas. Me convidaron a beber, no en vasos o copas, sino desde unas botas de cuero, que iban pasando de mano en mano, mejor dicho de boca en boca, hasta que llegó a la mía. La bebida era el mismo vino chacolí, que había tomado un rato antes, pero con un gusto mucho más añejo…
Más cerca los pude ver mejor y se presentaron muy amables con sus nombres, en vasco; Iñaki, Iñigo, Iker, Ander, Zuri y Josetxo.
Me parecían un poco extraños en su manera de vestir, usaban unas casacas y pantalones como calzas y medias altas, unas capas de pieles y unas sandalias de cuero o zuecos de madera. Todos llevaban en la cabeza la típica boina vasca de color negro, menos el más viejo que llevaba una especie de gorro o birrete de color rojo. Tenían largas barbas y la piel muy pálida...
Ellos, asimismo, miraban con curiosidad mi vestimenta, con jean, remera y zapatillas. Me hablaban en vasco y yo raramente les entendía perfectamente, les contestaba en español y ellos me entendían…
Seguimos la ronda nocturna bebiendo, charlando y cantando, no me dejaban pagar, yo sacaba mis euros pero ellos decían que estaba invitado y dejaban unos monedones grandes y pesados que sacaban de unas bolsas como alforjas…
En la última taberna, además de la bota pasaban un instrumento de tres cuerdas, una especie de laúd o mandolina y me pidieron que cantara algo. En ese momento y dada la ocasión, mi corazón porteño y la bebida me inspiraron y les canté bajito La vieja serenata:

Muchachos esta noche/ Saldremos por los barrios/ A recordar las horas/De un tiempo que pasó./ Será una pincelada/De viejas tradiciones/ Y al son de las guitarras/Dirán que no murió./ Iremos por San Telmo/Barracas Puente Alsina/Y en Flores dejaremos/Prendida en un balcón/La vieja serenata/Que nadie nadie olvida/Por eso es que esta noche/Se hará recordación./Mujer mujer no te olvida/Aquél que fue y te cantó/En noches de luna llena/Junto a tu reja su amor./Y al escuchar del trovero/La dulce queja galana/Abriéndole la ventana/Un muchas gracias se oyó.

Creo que no entendieron casi nada, porque los noté perplejos y sorprendidos, pero por sus sonrisas pareció que les gustó o sintieron algo sentimental, me preguntaron o eso entendí: ¿de dónde era? y ¿qué música era esa? Les contesté:

---- Soy de Buenos Aires, Capital de la República Argentina, ubicada en el extremo austral de Sud América, cuya música es el tango, que hoy se escucha y baila en todo el mundo----

Me dieron a entender que no conocían nada de lo que les había contado y cantado, pero que me agradecían igual las novedades que les traía, alcancé a escuchar que el del gorro rojo, les nombraba en voz baja a un tal Cristóforo Colombo…
Como estábamos a altas horas de la noche, ya se acercaba la madrugada y ellos se retiraban a dormir, se ofrecieron a acompañarme hasta el lugar donde me habían encontrado, porque la aldea estaba llena de laberintos horizontales y verticales, según me dijeron…
En el trayecto, muy accidentado y sofocante, a través de unas especies de catacumbas, se apagó la antorcha prestada con la que me alumbraba, entonces rápidamente la volví a prender con mi encendedor de bolsillo a gas. Al verlo, se quedaron duros, como aterrorizados, pero no dijeron nada y seguimos…
Cuando llegamos cerca del lugar de encuentro inicial, el más viejo se sacó su birrete de color rojo, como el de los cardenales, y me lo puso en mi cabeza, en retribución yo le dejé mi modesto encendedor magiclic de dos pesos, y nos despedimos con el adiós en vasco: AGUR, AGUr, AGur, Agur, agur,…
Así nos separamos, a los pocos pasos vi la puerta por donde había entrado desde la Plaza Mayor. Debían ser como las cinco de mañana y pronto amanecería, crucé la plaza desierta para entrar a la casa de mis ancestros y acostarme a dormir, sin desvestirme, solo me saqué el calzado.
Cuando me desperté cerca del mediodía siguiente, sentía un fuerte dolor de cabeza y mareos, producto de la resaca alcohólica. Recordé todo lo que había vivido esa noche como un sueño fantástico. Me senté en la cama y al tocarme la cabeza, se cayó una especie de gorro, de color rojo. Una txapela gorria como la llamaban…
Quedé mudo, estupefacto, anonadado, desorientado, más aun cuando veo que el gorro tenía bordado un nombre: José Antonio de Ondarra…
Luego, más calmo, me vino a la memoria la cita de Borges en su ensayo La flor de Coleridge, (J. L. Borges, Obras Completas, Otras Inquisiciones, Volumen II, Emecé Editores, Bs. As., 1974)
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
Entonces pensé, que si para mí el gorro rojo era como la flor del Paraíso de Coleridge, ¿qué habrá representado para mis amigos de la noche pasada, el encendedor a gas, que les regalé?
Este misterio también está contemplado en el mismo ensayo citado de Borges, donde analiza el texto de Time Machine de Wells, quien en esta novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros.

El protagonista de Wells,(…) viaja físicamente al porvenir,(…) vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita (…) Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.

Mi encendedor magiclic, que sirve para prender fuego e iluminar, ¿habrá significado, metafóricamente, la flor mágica del futuro del protagonista de la Máquina del Tiempo, para mis acompañantes viajeros del espacio y del tiempo?

Y para concluir este relato, nada más apropiado y oportuno que tomar y adaptar las líneas con que Borges inicia su cuento El libro de arena (J. L. Borges, El libro de arena, Obras Completas, Volumen III, Emecé Editores, Bs. As. 1989)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar (finalizar) mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

(finalizar y subrayado en negrita propios)


Me alquilo para soñar. García Márquez

Doce cuentos peregrinos (1992)

A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tíempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:
—Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más te gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.
—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco anos que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atraganto con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo te parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun, contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir —que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, Y me dijo en voz muy baja:
—Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
—Sólo la poesía es clarividente —dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. —Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito?
—Si no está escrito se va a escribir alguna vez —le dije. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
—Soñé con el poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista. que me permitiera una conclusión final.
—En concreto —le precisé por fin—: ¿qué hacía?
—Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.


Crónica de una muerte anunciada. García Márquez


Novela corta publicada en 1981, es una de las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.
La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible convertirla en literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del revés el tiempo para que revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a los protagonistas de este drama,
que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso Ros¡ e interpretado por Rupert Everett, Ornella Muti y Gian Maria Volonté.


Un señor muy viejo con unas alas enormes. García Márquez


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con
calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El
cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.


Contar un cuento. Roa Bastos

A Olga Blinder

-¿Quién me puede decir que eso no sea cierto?- farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y circunspecto, adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de decir y que resultaba increíble aun contado por él.
-Pero hay una realidad que no se puede falsear impunemente- apuntó alguien no con ánimo de rebatirle, desde luego, sino de aguijonearlo un poco.
-¿Cómo?- se hizo repetir la frase apantallándose la oreja con la mano, despectivamente-. Claro, eso que la gente satisfecha llama la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha vivido demasiado para saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al final le queda al que más sabe? Esto… -dijo haciendo sonar las uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga-. ¿Quién puede adivinar los móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos nada más que por la fuerza de la costumbre. El de ese hombre del barrio de emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero? Ahora está de moda hablar de la realidad. Típico reflejo de inseguridad, de incertidumbre. La gente quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es la realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe todavía. Para mí la realidad es lo que queda cuando ha desaparecido toda la realidad, cuando se ha quemado la memoria de la costumbre, el bosque nos impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear los ojos. Toquen la punta de esta mesa, o una tecla en el piano. ¿Hay algo más fantástico que el tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que vibra un momento y se apaga?... –se puso los dedos sobre los labios para desinflar despacito la pompa de un eructo. - ¿Y la vida de un hombre? ¿Pero es que alguien sabe de ese condenado a muerte algo más que los garabatos que deja arañados en las paredes de su celda? Y a veces esos borrones despistan todavía más porque los cargamos con nuestra propia agonía o indiferencia… -el picor de la acidez se le demoró un instante en el fruncimiento del ceño, en la comisura de los labios.
Nos miramos disimuladamente: era muy raro que el gordo se pusiera patético o sentimental. Ahora mismo sus ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus palabras.
-¿Saben lo que pasa? Se habla demasiado. El mundo está envenenado por las palabras. Son la fuente de la mayor parte de nuestros actos fallidos, de nuestros reflejos, de nuestras frustraciones. La palabra es la gran trampa. Es muy cierto eso de que empezamos a morir por la boca como los peces. Yo mismo hablo y hablo. ¿Para qué? Para sacar nuevas capas a la cebolla. Por ahí no se va a ningún lado. Habría que encontrar un nuevo lenguaje, y mejor todavía un lenguaje de silencio en el que nos podamos comunicar por levísimos estremecimientos, como los animales -¿no se dan cuenta qué libres son ellos?-, por leves alteraciones de esta acumulación de ondas congestionadas que hay en nosotros como un forúnculo a punto de reventar. Un pestañeo apenas visible resumiría todos los cantos de la Ilíada, incluso los que se perdieron. Un pliegue de labios, todo Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes, tan aburridos e ilegibles ya. Los gestos más largos expresarían los hechos más simples: el hambre, el odio, la indiferencia. El amor sería aún más simple: una mirada y en esa mirada, un hombre y una mujer desnudos, desnudos de veras, por dentro y por fuera, pero conservando todo su misterio… ¡Qué sé yo! No se sabe nada de nada. En esta carrera nadie tiene la precisa. Pónganle la firma… -su expresión volvía ser apacible, neutra-. Si en el país de los ciegos te falta un ojo, quítate el otro, solía decir mi abuelo, un viejo alcahuete que supo andar en la lluvia sin mojarse. Y tenía razón. Lo que no quiere decir que un ciego sea precisamente el testigo de lo invisible, aunque a veces… -se interrumpió como si de pronto se le hubiese escapado la idea que quería expresar; y tras una pausa, semblanteándonos fijamente uno por uno-: Ya Séneca decía hace dos mil años: “¿Con quién podríamos comunicar?”. ¿Y qué corno sé yo, por qué no se lo preguntan a Mongo?
El mismo tenía un aire de apacible, inerte, fofa irrealidad. Aun en el momento de hablar y mover unas manos pálidas y blanduzcas de pianista en relâche. Obeso y enorme, desbordaba el sillón en que se había arrellanado. Su cuerpo estaba anclado en algo más que en el peso de la carne y su invencible molicie. El mismo aire que se cernía sobre él parecía aplastarlo, deformarlo, hinchándolo y deshinchándolo desde adentro en la respiración. En el semblante apoplético la boca, que no había perdido del todo su bello dibujo, era lo único que resistía la devastación. Encerrados en la masa de tejido adiposo parecía haber dos hombres que no querían saber nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían fundido finalmente, pero aún trataban de contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de los dos tenía remedio, al menos el uno en el otro. La ronca y monótona voz servía sin embargo a uno y a otro, por igual, sin favoritismos.
Para qué entonces preguntar, explicar nada –agregó tras una pausa en la que estuvo mordisqueando la despachurrada punta del cigarro-. Leonardo hizo un león. Daba algunos pasos, luego se abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese león… -pero volvió a callarse. Sobre la cara abotagada jugaba una sonrisa muerta.
Creo que ninguno de nosotros pensaba en alguna objeción en ese instante, ya olvidados del cuento que había comenzado, a relatar a propósito de unos emigrados que consiguieron asesinar al embajador de su país con la ayuda del ciego. El gordo sostenía que el ciego había apuñaleado al militarote, sentenciado desde hacía mucho tiempo por sus actos de sevicia y por haber organizado y dirigido el aparato de represión del régimen. El atentado y el crimen eran absurdos e increíbles, según el relato del gordo. Pero a él no le podrían refutar sus ocurrencias. Había que oírlo simplemente. No porque fuera incapaz de escuchar a su vez, sino porque uno lo sentía impermeable a las opiniones, a la incredulidad de los demás. No era quizás egoísmo o infatuación. Era un desinterés, una indiferencia parecida a la desesperanza, que él trataba de disimular con el humor de un sarcasmo vuelto otra vez inocente. Más de una vez sospeché que era un poco sordo y que se defendía de esa manera de la humillación de admitirlo.
Lo que acababa de decir, por ejemplo, no tenía ninguna relación con lo que anteriormente estaba diciendo. Pero él saltaba así de un tema a otro sin transición, o buscándonos al “pálpito” en medio de bruscas interrupciones, de largos e impenetrables silencios, entre sorbo y sorbo de ginebra, tras los cuales hacía girar la copa con una especie de rítmico tecleo de sus uñas en el vidrio. Nunca se sabía cuándo hacía un chiste o recordaba una anécdota, ni en qué momento concluía un cuento y empezaba otro sacándolo del anterior, “despellejando la cebolla”. Pero nunca conseguimos hacerle contar por qué había dejado su carrera de concertista de piano en la que llegó a alcanzar cierto renombre, luego de aquella gira por las ciudades del interior en la que se vio envuelto en un absurdo lío con la esposa de un gobernador. Lo que se sabía era vago e incierto, y a pesar del escandalete que adobaron en su momento algunos diaruchos de provincia, era casi seguro que a él no le cupo otra culpabilidad que la que la confabulación de las circunstancias pudieron atribuirle. Habían pasado muchos años. Él nunca quiso hablar de eso. Cuando alguien insinuaba la cosa, se quedaba callado. Los ojillos enrojecidos que parecían no tener iris, parpadeaban lacrimosos, renuentes, y se quedaban amodorrados un largo rato. Pero uno de nosotros descubrió una vez, entre las páginas de un diccionario de música, la fotografía de una hermosa mujer con una dedicatoria un poco cursi e ingenua que delataba a la dama provinciana de la historia. Un tiempo después la fotografía desapareció también, y en su lugar el gordo colocó una obscena viñeta recortada de cualquier revista de pornografía barata, para irrisión de futuras indiscreciones.
No teníamos más remedio que aguantarlo. Lo escuchábamos impacientes y ávidos porque siempre podíamos aprovechar algo en nuestras colaboraciones para las revistas. Su repertorio era inagotable. Jamás repetía sus cuentos. Creo que los inventaba y olvidaba adrede. Nosotros traficábamos con su desmemoriada prodigalidad, si bien casi siempre teníamos que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e inventaba, completando esas frases que se comía, esas palabras que eran inentendibles gorgoteos, esos silencios cargados de astuta intención, abiertos a toda clase de pistas falsas y contradictorias alusiones. Él se divertía a nuestra costa, eso era seguro, atormentándonos con su endiablada, voluble, casi indescifrable manera de contar. El gordo se reiría en sus adentros de nosotros, pero el irregular balanceo de su abdomen lo disimulaba muy bien.
Esa noche no éramos muchos. Tres o cuatro a lo sumo. Hacía calor. Estaba más lúcido e inerte que de costumbre. Hablaba, bebía y callaba. La gruesa nariz y la frente que se extendía hasta la calva orlada de ralos cabellos grises, estaban punteadas de incontables gotitas. Se pasaba la mano, borroneaba la floja piel, pero las puntitas volvían a brotar en seguida. Me parece estar viéndolo todavía.
Contó varios cuentos. Quizás fueran uno solo, como siempre, desdoblado en hechos contradictorios, desgajando capa tras capa y emitiendo su picante y fantástico sabor. Luego de la alusión a la realidad insondable y al león lleno de lirios de Leonardo da Vinci, empezó a relatarnos la historia del hombre que había soñado el lugar de su muerte. La contó de un tirón, sin más interrupciones ni digresiones. El hombre vio en sueños el lugar donde había de morir. Al principio no se entendía muy bien dónde era. Pero el gordo, contra su costumbre, se explayó al final en una prolija descripción. Contó que el hombre vivió después temblando de encontrarse en la realidad con el sitio predestinado y fatal. Contó el sueño a varios amigos. Todos coincidieron en que no debía darse importancia a los sueños. Acudió a un psicoanalista que sólo consiguió aterrarlo aún más. Acabó encerrándose en su casa. Una noche recordó bruscamente el sitio del sueño. Era su propio cuarto en su casa.
La voz del gordo se quebró en un ronquido. Señaló algo con la mano, delante de sí. Giramos la mirada siguiendo el gesto torpe y pesado, sin comprender todavía. No había nadie en el hueco de la puerta, pero por un instante yo sentí en la nuca una ráfaga fría. Pensamos en alguna nueva ocurrencia del gordo. Sólo cuando nos volvimos hacia él comprendimos de golpe; lo que el gordo había descrito punto por punto era el cuarto en que estábamos. Tenía la cara lívida, viscosa. El húmedo cigarro se la había caído sobre el pecho que ahora ya no se hamacaba en el blando jadeo. Los ojillos vidriosos se hallaban clavados en nosotros con una burlona sonrisa.

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