Consigna 3: Construir una narración en la que se enfrenten a partir de un colectivo de alumnos de tercer grado dos conceptos de sociedad,uno sostenido por alguna autoridad de la Escuela y el otro por un miembro del gabinete pedagógico. El colectivo de alumnos debe provocar el resultado de la narración que puede ser cerrado o abierto. Sería interesante usar voces de alumnos con sus interpretaciones propias.

Producción de los participantes:
ANOMALÍA - Marcela Ruz
Por una vereda - Ana Lía Olego
El fulbito - Ana Lía Olego


ANOMALÍA - Marcela Ruz

Está oscureciendo, ya es hora de sacar la basura, poner la traba a la puerta y bajar las persianas.  No me gusta el otoño, menos aún el invierno.  Oscurece tan temprano y amanece tan tarde...Es casi de noche cuando salgo para el estudio, es casi de noche cuando vuelvo. Pongo la estufa del dormitorio al mínimo, quiero que las sábanas estén tibias y sin humedad cuando me acueste.  Abro la cama, rocío apenas con el aromatizador para ropa.  Lavanda, campos de lavanda…Olor a limpio, olor a infancia, olor a verano. Cierro la puerta para que no se vayan ni el calor ni el perfume. Pequeños placeres que compensan la falta de luz.

Hoy es martes, así que la cena será consomé de verduras, pollo a la plancha con puré de calabaza y zanahoria y compota de pera.  La planilla adherida por los tulipanes de los jardines de Keukenhof   a la puerta de la heladera logró que bajara cinco kilos en un mes y me evita perder tiempo pensando qué comprar, qué cocinar. Mientras la comida se calienta, paso del freezer a la heladera lo que corresponde al miércoles, consomé de verduras de nuevo, pescado hervido con verduras al vapor y manzana asada.  Busco el libro, no puedo comer sin leer, no lo encuentro.  Hoy no vino Adri a limpiar, así que debería estar acá, en la mesa del comedor diario.  Pero no está, no encuentro el dichoso libro.  Manoteo el celular y reemplazo la relectura de Bestiario por la lectura y eliminación de mails que me invitan a comprar, a viajar, a rejuvenecer, a invertir, a tener citas.  Garfield maúlla y se hace acreedor a un pedacito de pollo.

Ya levanté la mesa, los platos están en la pileta.  Mañana los lavo después de desayunar.  Voy al baño, me saco el maquillaje, me lavo los dientes, me pongo la crema.  Agarro el pijama que está calentito arriba del toallero eléctrico y me voy al dormitorio.  Garfield me ganó de mano como siempre, ya está instalado arriba del pie de cama.  En la mesa de luz está el libro. Podría jurar que no lo dejé ahí, pero salvo que lo haya llevado el gato, debo haber sido yo.  ¿Cómo no lo vi cuando subí la estufa?  Me meto en la cama, tibia, seca y perfumada.  No debería leer ahora, tal vez me desvele…El señalador está en Lejana, empiezo a leer y me quedo dormida en la segunda o tercera página.

¿Qué hora es? ¿Qué pasa? ¡Garfield, no molestes! Siento un pie que me roza, un ronquido.  Abro los ojos y me da de lleno la luz de la calle que entra por una ventana sin persianas. Acostado a mi izquierda hay un hombre. Grito, claro que grito.  Él me mira extrañado y medio dormido me pregunta qué me pasa, si tuve una pesadilla. Yo estoy paralizada, él me abraza, me dice que siga durmiendo, que mañana hay que madrugar y que no sé qué.  Salto de la cama y el espejo que está en ese cuarto que no es el mío me devuelve la imagen de alguien que no soy yo.  Esa mujer es más alta, es más joven y está desnuda.  A esa mujer él la llama Abigail.

Adri me está sacudiendo, cuando logra despertarme veo su cara de susto.  Le digo que no se preocupe, que me quedé dormida.  Que tuve una pesadilla, un sueño raro.  Llamo al estudio para avisar que voy un poco más tarde y me meto en la ducha. Froto todo mi cuerpo con fuerza, intentando sacarme de encima la sensación pegajosa que me quedó de anoche. Sé que Abigail se bañó antes de que amaneciera, no sé cómo pero lo sé.  Sé que desayunó té y tostadas, que le dio la mamadera a su bebé y que es feliz.  Tengo arañazos del gato en un pie, nunca me arañó a mí, debe haberla arañado a ella. No, me estoy imaginando estupideces.  Maldito seas Cortázar.

Invento una imprevista reparación del calefón para dar una excusa en el estudio.  No me atrevo a contarle a nadie esto que pasó o no pasó anoche, quizás si me concentro en el nuevo diseño de la calle Humboldt, en el cálculo del porcelanato y de la grifería y de los artefactos me olvide de ellos, de sus caras, de sus cuerpos y de su olor. 

Salgo más tarde de lo habitual, no quiero dar un mal ejemplo.  Si llegué más tarde, me tengo que ir más tarde, es lo justo.  En el subte hay muy poca gente, debe ser el cambio de horario.  Ya que pude sentarme, me dedico a leer un poco el diario en el celular, a contestar mensajes, como el resto del pasaje. Cuando se abre la puerta en Medrano, cuando ya no me acordaba, yo bajo y ella sube con el bebé.  La puerta se cierra tras ellos, me doy vuelta y me quedo mirando la formación que arranca, temblando.

No sé cómo llegué a casa.  Me desparramo en el sillón, Garfield presiente que algo no está bien y no reclama comida, se acurruca a mis pies como cuando estoy enferma.  Hoy no saco la basura, no bajo las persianas y no caliento la vianda; me trago de dos bocados la manzana asada, le abro una lata de atún al gato, me tomo un Restoril y me meto en la cama sin siquiera lavarme los dientes.  Debe ser el estrés de la nueva obra, una buena noche de sueño y todo va a estar bien.  Pero la cama está fría y húmeda.

Ya es media mañana y estoy, Abigail está, en el supermercado con el bebé a upa. ¿Qué tengo, qué tenemos que comprar? Pañales, leche, pero cuáles…Tengo la lista, hizo la lista con una letra prolija, apurada.  ¿Llevo lo más caro, lo intermedio? Abro su cartera, mi cartera, la cartera y reviso…Documentos, tarjetas de crédito, celular.  Memorizo la dirección que figura en el documento, quizás la recuerde cuando me despierte, si es que esto es un sueño y me despierto y si no lo es… ¿qué voy a hacer?  El bebé llora, me mira inquieto, es como Garfield, él también sabe.

Me despierto al mediodía.  Salto de la cama, tengo arañazos en los brazos, en la cara, en las manos.  Busco la dirección, tres estaciones de subte me separan de ellos.  Me ducho, tomo un café a las apuradas y salgo. Estoy en el andén, sin saber qué haré exactamente. ¿Me aparezco así, toco el timbre y qué les digo? Tampoco sé si estarán en el departamento, son las tres de la tarde. Está llegando el subte. No, no voy a ir, todavía no puedo ir.  Tengo que calmarme y pensar. Cuando siento el empujón apenas llego a distinguir la cara de Abigail antes de que todo se vuelva negro.


Por una vereda - Ana Lía Olego

Mis sobrinos no lo entendían, pero a mí me encantaba estar en mi casa, en mi barrio, en mi ciudad. Disfrutaba levantarme temprano para ir a buscar el pan fresco en la panadería con olor a leña y levantar el diario que me esperaba en la cancel. Y jugar. Me encantaba jugar. Yo ya sabía que hasta la panadería debía caminar media cuadra y pasar por cuatro edificios. Ya había comprobado que hasta cerrando los ojos podía reconocerlos por la vereda. La primera, donde vive mi amiga Nélida, tiene mosaico vainilla y era la que más me gustaba porque me recordaba a las veredas de mi infancia, esas que se resistían al paso de mi carro de madera, ese que provocaba tantos disgustos a mi mamá por las quejas de los vecinos. Igual después de cuatro pasos largos tenía que abrir los ojos porque no siempre le acertaba a la bajada de la cochera. Después podía adivinar la llegada al edificio donde está el quiosco por la resbalosa pulcritud de la negra vereda encerada. Cuando caminaba por ahí no podía ensayar ningún paso y sentía que los dedos de mis pies se tensaban como garras intentando aferrarse al piso. Pero después seguía el sosiego de la casona de doña Elsa. A la vieja construcción le hicieron una moderna vereda con grandes baldosones de colores combinados. Bueno, no son tan grandes porque pude observar que en el ancho de cada baldosa entraba mi pie treinta y siete, justo. Esa vereda me encantaba. Cada día exploraba una nueva combinación. A veces sólo pisaba las balsosas rojas, otras las blancas. Algunos días las garabateaba según las uniones. Finalmente, el placer terminaba porque llegaba a la vereda de la panadería que era la menos amigable. Con el pretexto de las nuevas estéticas, pero sospecho que también por cuestiones económicas, ahí me encontraba con una gran superficie de cemento sin forma ni contorno, en la que era imposible intentar conciliar pasos grandes o pasos chicos, ritmos ni secuencias. Un desastre total que diría que solo me consolaba el poder regresar a mi casa con el pan crujiente y aún calentito. Consuelo que compartía con una torcaza que al verme pasar saltaba de su nido y revoloteando se me adelantaba para luego detenerse y esperarme, esperar las miguitas que todas las mañanas saboreábamos juntas
Aunque debo reconocer que no siempre se podía caminar con la misma tranquilidad. La encargada del edificio lavaba la vereda a cualquier hora así que resultaba imposible predecir cuándo transitar por ahí y si a pesar de eso tenía que hacerlo, me veía obligada a esquivar los chorritos tramposos y las curvas zigzagueantes de su manguera vieja.  Y la pobre doña Elsa, que ya no puede barrer la vereda todos los días ni siquiera en otoño, me obligaba a estar muy atenta o corría el riesgo de equivocar el paso. Esos eran los días en que regresaba a casa extenuada, deseando poder volar.
Pero ahora me doy cuenta que eso no era nada. Una mañana de hace ya tres días la cuadra amaneció despavorida por los ruidos de un pico neumático, palas y los gritos de energúmenos que totalmente desquiciados la emprendían contra las veredas como si en eso les fuera la vida. Intenté hacer como que nada pasaba y retomé mi habitual camino matinal. Cuatro pasos hacia adelante y abrir los ojos, pasar el garaje y volver a cerrarlos pero mantenerme cerca de la pared por si resbalaba. Abrir los ojos e intentar dos, uno, dos. Con el correr de los días ya se me había hecho imposible. El cerco de seguridad se había desplazado, el barro ocupaba la insignificante vereda que aún resistía y la amenaza de un palazo estaba siempre latente. Fue entonces que empecé a desear ser esa torcaza que pernoctaba en un disimulado agujero de la medianera de la casa de doña Elsa. Ella podía hacer caso omiso a esa hecatombe que me había arruinado la vida y seguramente encontrar con facilidad otras veredas. Nunca imaginé que ese pozo enorme que la lluvia había disimulado estaba en mi camino ni que era tan hondo ni tan lleno de agua tan oscura. En todo eso estaba pensando tras tropezar y caer, cuando inexplicablemente comencé a caer para arriba.
Y aquí estoy, junto a la torcaza ahora miro las veredas desde lo alto, cómodamente ubicada en el único tilo de la cuadra. Quien iba a decir que lo iba a preferir cuando durante tanto tiempo desee que lo partiera un rayo, por esas florecitas ridículas que en mayo cubrían todo, hasta las hendiduras de las baldosas vainilla.

El fulbito - Ana Lía Olego
Resulta que justo sonó el timbre y se terminó el recreo y no habíamos podido ponernos de acuerdo, así que seguro que el bolonqui sigue el próximo, y más vale que ahí se corte porque es el último y si no, sigue a la salida.
Parece que Luisito le puso la pierna fuerte a Leandro, yo no lo vi porque justo lo estaba conteniendo al Pechi, y Leandro rodó mal, se raspó las rodillas, las costillas y alguna otra parte que no se ve. Casi se van a las manos así que tuvimos que pararlos. Encima el muy zarpado de Nico le gritaba:  –Partilo. Si las seño se avivaban se termina el picadito en los recreos, ya lo habían avisado, al primer problema se acaban los partidos porque la directora lo aceptó con muy pocas ganas. Que no, porque después se lastiman y hay que salir corriendo a la salita y es todo un trastorno, porque si pagaran la cooperadora y tuviéramos la emergencia sería otra cosa. Que no, porque pueden romper algo y después yo me las tengo que ver con la cooperadora. Que no, porque se pelean y después vuelven excitados a clase y no aprenden nada. Para darnos permiso tuvieron reuniones que les llevó más tiempo que si hubieran tenido que cruzar la cordillera de Los Andes. Pero la seño Elisa es una genia, bah le decimos seño pero ella no es maestra, ella trabaja en un cuartito que está atrás del escenario y no viene todos los días. Aunque creo que cuando no la vemos es porque viene a la mañana. Bueno, no importa, fue ella la que organizó una reunión y nos preguntó qué nos gustaría hacer en los recreos, entonces los varones votamos y le dijimos que queríamos jugar al fútbol. No me acuerdo muy bien que eligieron las chicas. Pero lo cierto es que después tuvimos que prometer que no nos íbamos a golpear, ni íbamos a romper los vidrios de un pelotazo, no nos íbamos a pelear y que íbamos a estudiar mucho. Así que no es cuestión que por estos dos zarpados la liguemos todos y Beba, bueno, Beba es la directora pero todos le dicen Beba. Beba nos saque el fulbito de los recreos. Yo sé que Elisa nos va a defender porque ella es la que siempre hace reuniones para ver si estamos bien, si queremos cambiar algo, además, cuando nos dieron permiso nos dijo que tenemos que aprender a jugar sanamente, a conversar para solucionar los problemas, a comprometernos a cumplir lo que decidimos, así que tampoco está bueno mandarla al frente a ella.Cortala Nico, atendé lo de la tabla, en el recreo la seguimos. Este la sigue y la seño seguro nos pregunta qué anda pasando. 


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