Bloque 1/19 Consigna 4: : Construir una narración en primera y en tercera persona con distintas valoraciones de una cotidianidad vivida por los dos narradores (pueden o no ser dos personas distintas). Plantear una posible fractura de un yo explícito y poderoso desde una mirada propia y desde un observador.
Material de referencia:
"La casa de azúcar" de Silvina Ocampo
"Axolotl" de Julio Cortázar.
Producción de los participantes:
Camila -Julia Zelarrayan
- Cristina Delea
"La casa de azúcar" de Silvina Ocampo
"La casa de azúcar" de Silvina Ocampo
"Axolotl" de Julio Cortázar.
Producción de los participantes:
Camila -Julia Zelarrayan
- Cristina Delea
"La casa de azúcar" de Silvina Ocampo
Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín – Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar partirse.»
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.»
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.
CAMILA -Julia Zelarrayan
Camila goza hamacándose en el columpio, que su padre le
construyó bajo en amplio ombú.
-
Ves como
tomo velocidad, así solita, con todo el impulso. Espera no te vayas tengo que
demostrarte que puedo cortar un pequeño gajo de aquella punta alejada del
árbol.
Imposible negarle algo a Camila demostrar sabe imponer sus
caprichos. Yo me siento un juguete en sus manos. (no termino de entender que
poder supremo tiene). Estoy segura que un día me liberaré de esta pegajosa relación.
Mientras siento que la necesito, tengo que crecer en todos los aspectos.
-
Y
satisfecha mi negra, volé por el aires. La abraza y acá tienes esta bendita
rama.
-
Camila que
puede tener de extraordinaria una rama con un par de hojas, arrebatada a este
pobre árbol.
Pero ordena; debes conservarla dentro del libro de Auster
(ese rojo y negro que te regalé para tu cumpleaños). Dentro de un año
exactamente a esta hora nos reuniremos en éste mismo lugar, quiero verlo
contigo. Así sabré cuanto me aprecias, y mientras vivirás extrañas circunstancias
(si quieres me irás contando). Te
convertirás en una persona importante, tendrás la inteligencia con la que no
naciste.
Camila, y Laura su antigua
empleada y acompañante personal desde hace 20 sofocantes veranos, comparten
cuanto antojo se le pone en la cabeza a Camila, hija del patrón de la casa.
Esta vez Camila quiere ir de pesca, y ordena le preparen dos
briosos caballos. Lucen somo amazonas, en la veloz carrera que empezaron.
Desde la casa, a los gritos, el padre. – Tengan cuidado niñas. Pero
de nada valen las recomendaciones. Camila desde que falleció su madre, cambió
su personalidad, y desde el primer momento dijo que el alma de su madre
perduraría dentro de su cuerpo. Y que viviría la vida por ambas. – Sabes padre siento que así la tendré siempre.
Cuando llegamos al arroyo, nos apeamos de sus animales, y
bajo un sauce llorón nos sentamos a charlar. De improviso Camila, saca de su
montura un lustroso revolver. Laura queda paralizada, cuando observa como su amiga
maneja el arma con tanta destreza. Atónita mira como descarga cada bala del
cargador, y las vuelve a cargar, fingiendo que hará puntería con un hornero
(fabricado por el pájaro justo en la punta de un poste).
Ese manejo del arma me preocupa, y le imploro -No, no lo hagas por favor, instintivamente cierro los ojos. Siento
la estampida del tiro, y me siento morir, una vieja rama del sauce había junto
a mi cuerpo.
Camila logra hacerla volver del desmayo, a fuerza de pellizcos
y con la ayuda de la cristalina agua del arroyo.
-Vamos Laura sólo tienes un rasguño que te
produjo una ramita del sauce, ya te puse la “curita”. Tienes que ser valiente. Tu
dulce llanto me llevará a que te brinde un beso de película. Te acuerdas
cuantas veces vimos “Lo que el tiempo se llevó”, creo que allí aprendimos a
besar. Presiento que hoy lo necesitas….
Cuando nos disponemos a regresar, caemos en cuenta que los
caballos se espantaron con el ruido del tiro. Camila se trepa a una gruesa rama
y emite un par de silbidos, pasan diez minutos.
Ya estamos regresando a las casas; “-
y aquí no ha pasado nada, como siempre”, (piensa Laura, las cosas nuestras son
sólo nuestras).
Laura no puede dormir, ya es la última noche, sabe que como
el verano ha terminado. Después del desayuno comunitario junto a todo el
personal: Despedirán a la niña a Camila
hasta el año próximo.
-Les mandaré mailes,
quiero que me contesten con detalles, de todas las novedades, y cuiden a mi
padre.
**************
Camila recibe en Buenos Aires la visita de su padre; - Pero papi, como que quieres llevarme a
comer para presentarme a tu novia. Esas son cosas tuyas. No me vas a decir que
te quieres casar, a tus años; estás para abuelo. Tengo examen mañana en la
facultad. Búscala en el hotel y vayan a divertirse. Si es como dices que te
quedas una semana, yo después del examen me hago una escapada a la finca; tengo
ganas de abrazar a Camila.
-
Justamente
Camila está en el hotel descansando. (dice el padre).
Mientras busca algo en su placar, y acomoda su mochila, le contesta
a su padre:
-Entonces quédate en
mi casa tranquilo, yo voy a hacerle una visita que la alegrará mucho.
Siempre presentí la realidad, nunca podía aceptarla como
tal. Ella no es Yo.
- Cristina Delea
Hay
otra, como Elle, que no es Elle sólo
que parece. Viven juntas, comparten todo, los soles, las lluvias, los días, siempre cerca, ‘’demasiado’’ dice Él. Elle vibra con cada expresión, con cada idea. Percibe la fuerza, y la adopta dentro de su ser, en
su interior. Habitan en una casa, como un útero
deforme, y Elle está profundamente adentro,
desde allí se construye, desde su más íntimo interior, Elle construye su yo. A
pesar de todo Elle está viva, en ese aglomerado de torpes
extrañezas, mientras la otra dormita en un sueño tan atroz como la nulidad que la mantiene ahí. Su letargo la sumerge, extenuada. No es fácil despertar, la otra lo sabe. Por eso, Elle sale como puede de la indefensión que le da su cercanía, le abre la necesidad de
huir..el portal está ahí.’’Él también está allí,
asoma, porque antes él también huyó’’. Pasan los días, todos iguales copias del anterior, salidos del mismo molde de
barro, ese que fue hecho en el principio. Lo diario se repite, como en quietud,
casi sin vida, mientras ellas respiran. La otra la mira,ojos brillosos parecen,
que parecen trasnochados, pesados, de tanto admirar y querer robar. ‘’Es robona’’dice él hastiado. Elle se siente poderosa, cree que puede, pero también se sabe frágil. La otra va tomando su
estilo, desea ser querida, la succiona y toma el ser de Elle ,al fin se siente
querida se expande, crece enorme vencedora, ha salido de su letargo. Sopla a
Elle al vacío, a la írconfusión.Esa de no saber quien es, y se desconoce a sí misma. Elle pasa a un territorio muy plano, donde no hay otros,la
soledad nunca fue tan extrema, sólo
oye voces, ve imágenes que se vuelan en un segundo.Siente
el terror de haber sido borrada.’’yo
no me encuentro, todo es extraño, estoy y no estoy, amo y
odio, soy una y a la vez otra’’dice Elle con pena. Su mundo
cada vez se deshace más, se disgrega. Elle ha
perdido su voz, su voluntad, la otra se siente completa gracias a Elle rompió su círculo de nadas.
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