Bloque 1/18 Consigna 6: Narrar, si es posible desde tres narradores, algo que ocurre en un pueblo y que es determinante en la vida del pueblo. Uno de los narradores va a estar en primera persona y va a ser el más objetivo porque ya no vive en el pueblo. Los otros dos van a sostener diferentes posiciones de acuerdo a su historia de vida y a sus intereses. Debe quedar un final abierto, poco claro aún para el narrador.
Material de referencia:
ÁNGEL CABECEADOR - Eduardo Sacheri
Producción de los participantes:
VOLVER AL PRINCIPIO - HAYDÉE ORTONE
El agua se viene - Cristina Delea
PROGRESO - Marcela Ruz
BARRIO “DOÑA MARÍA” - Mabel Jokmanovich Derka
Hace mucho que vivo en Buenos Aires, no obstante, una vez por año me hago una escapada hasta San Dionisio para ver a los muchachos. Allí pasé mi infancia y parte de mi adolescencia. Es un pueblo rural que queda al sudoeste de la provincia y como todo pueblo tiene su club social y deportivo, se llama "El Rayo" y hacia allí me dirigí para encontrarme una vez más con Miguel y con el turco.
Después de los saludos de rigor, las muestras de afecto y las manifestaciones de alegría por el reencuentro, Miguel me preguntó:
- Enrique, vos que venís de la Capital, ¿allá se comentó lo de la muerte de nuestro intendente?, ¿qué dijeron?-
- Supongo que lo mismo que se dijo aquí o tal vez menos, no se olviden que estamos muy lejos y en general las noticias del interior allá pasan bastante inadvertidas-
- El tipo se suicidó y por acá corrieron muchas versiones, sabés cómo son los pueblos, casi nunca pasa nada pero cuando ocurre algo empiezan los comentarios, las historias. Siempre aparece algún hijo de puta que inventa cualquier cosa ensuciando la memoria del muerto. Si por lo menos respetaran el dolor de la familia - comentó el turco.
- Si lo decís por mí, no voy a permitirlo. Cuando hablo lo hago con conocimiento de causa - lo interrumpió Miguel visiblemente alterado.
(A mí no me tomó por sorpresa la reacción de Miguel. El turco y él se querían como hermanos, pero como tales jamás estaban de acuerdo y cualquier tema les venía bien para discutir un rato, y éste no iba a ser la excepción ).
- Pero claro, - continuó Miguel - no nos olvidemos que durante mucho tiempo tu viejo y él eran socios en el tema de la recolección de resíduos. Bah, mejor me callo .-
- No, no, ahora que empezaste seguí, si es que te atrevés .-
- ¿Vos crees que yo te tengo miedo?, con la verdad voy a cualquier parte. Además en el pueblo todos nos conocemos y no era un secreto para nadie la aficción al juego que tenía el tipo. Yo no voy a decir que el intendente era una mala persona; por el contrario, todos acá le debemos mucho. Gracias a él se hizo el hospital, tenemos escuela secundaria, pero también y para su desgracia y la de un montón de individuos como él, instaló el bingo .-
- Primero y principal quiero aclarar algo - dijo el turco - es cierto que mi viejo y él fueron socios durante mucho tiempo, ambos manejaban como vos bien dijiste, la empresa recolectora de resíduos, hasta que a Ignacio se le dio por incursionar en la política y durante la campaña electoral prometió que si le ganaba la intendencia al gallego López, vendería su parte de la sociedad para dedicarse de lleno a su función y así lo hizo .-
- Yo no niego todo eso que decís, me consta que es verdad.-
-Y entonces ¿de qué hablas?, lo que pasa es que te la das de moderno pero sos un retrógrado. En esta época en que muchos pueblos del interior se fueron despoblando lenta pero inexorablemente hasta convertirse en localidades fantasmas, el nuestro, gracias a su visión y a su trabajo, pasó a ser una ciudad en desarrollo pujante y poderosa, y en cuanto al bingo, él envió el proyecto al consejo deliberante y sus miembros lo votaron por unanimidad. Lo que pasa es que hay muchos hipócritas a los cuales, el dinero que entra a la comuna proveniente de los impuestos al juego les parece perfecto pero no lo reconocen en público porque a veces queda mejor hacerse los puritanos.-
- Lo que te estás olvidando de contar - volvió a la carga Miguel - es que el gobierno provincial le hizo un préstamo para construír la nueva terminal de micros de larga distancia y dicen que el tipo se jugó parte del dinero y lo perdió, entonces con el resto de dignidad que le quedaba se quitó la vida .-
- ¿Tenés pruebas de lo que decís? .-
- Como tener no tengo ninguna pero eso es lo que comentan todos .-
- Sí, todos los detractores encabezados por el gallego López que nunca pudo perdonarle que le ganara la intendencia. Me extraña que un tipo inteligente como vos se haga eco de los dichos de esa manga de pelotudos malintencionados .-
(Yo los escuchaba con atención, si no hubiera sido por lo dramático del caso, hasta me hubiera dado risa la discusión en la que estaban enfrascados mis amigos).
- A ver, vos que te las sabés todas, ¿ por qué se suicidó, cual es tu teoría? .-
- No hay ninguna teoría, ¿te acordás que unos meses antes se tomó unos días de vacaciones? a mí me llamó la atención que lo hiciera en pleno invierno, salvo que se fuera a esquiar pero no era el caso; yo no lo haría nunca, pero, sobre gustos no hay nada escrito. Parece ser que no andaba bien de salud, entonces viajó a Buenos Aires para realizar una consulta con un especialista de renombre y le detectaron una enfermedad terminal .-
- Si fue así ¿ por qué lo ocultaron ? .-
- La verdad es que me han sorprendido, muchachos, - los interrumpí - yo tengo otra versión: los diarios de la capital hablaron del deceso del intendente de San Dionisio sin entrar en demsiados detalles, salvo Crónica que como siempre fue un poco más allá con su comentario. Recuerdo perfectamente el titular : "Pueblo chico, infierno grande", y la nota continuaba más o menos así: anteayer en horas de la mañana fue hallado sin vida en su cama el intendente de la localidad de San Dionisio. Sobre la mesita de luz había un vaso de agua a medio tomar y una caja vacía de un poderoso barbitúrico. Estamos en condiciones de afirmar, de fuentes bien informadas, que podría tratarse de un caso de muerte dudosa. Es sabido que el occiso estaba viviendo un intenso romance con una conocida dama del lugar .-
- Ya está, ahora me cierra todo - me interrumpió Miguel - En el pueblo era un secreto a voces lo de la relación del intendente con la mujer de Esteban el farmácéutico, seguro que el tipo los encontró in fraganti .-
- ¿Adónde querés llegar?, las serpientes de cascabel quedan a la altura de un poroto a tu lado.- le dijo el turco.
Sin inmutarse, Miguel continuó - EL intendente y el farmacéutico eran muy amigos, todos los sábados por la tarde se reunían acá en el club para jugar al tenis y al finalizar el partido venían directamente hasta aquí y ya era un clásico lo de terminar con una picadita y una cerveza. A Esteban seguro que no le fue difícil colocar algún veneno en el vaso del intendente. Al rato éste se intió mal y el boticario se ofreció para acompañarlo a su casa. Una vez allí esperó a que el veneno surtiera efecto y luego preparó la mise en scéne: colocó el vaso al lado de la cama junto a una caja vacía del remedio.-
El turco y yo no podíamos crer los disparates que estábamos escuchando pero Miguel, imperturbable continuó:
- Al día siguiente, cuando encontraron el cadáver, llamaron a José Antonio el médico. ( Por supuesto ¿ a qué otro iban a llamar ?), para que firmara el certificado de defunción y no nos olvidemos que el farmacéutico y el médico son cuñados.-
Y por si todo esto fuera poco Miguel le puso la frutilla al postre:
- Todo sea por el honor de la familia.-
Hubo un tiempo atrás, tan lejano en el recuerdo, desdibujado en la mirada, un tiempo deshilachado por los años y tantos años que pasaron. Pasó, y pasó y el nombre ya no existe.
Yo viví allí con tantos otros. Pasé muchos años, y alguien podría decir que yo fui el último. Irme. Crecí en mi pueblo, apacible, en medio de sierras, siempre siestas con paz, arroyitos burbujeantes, saltarines que lo bordeaban. Vivito y coleando.
Ese día escuché como un murmullo, algo como que se resistía a ser oído, que se venía el agua , el torrente, la torrentada. Dicho con la palabra, con los silencios, sería lo jamás visto, ni siquiera podíamos nombrarlo.
Yo me senté, y sentado esperé. Esperé. Así las cosas empezó el revuelo, el gitano Manuel, iba y venía, comprando, vendiendo, vió su oportunidad para transportar a todo el que pagara. El Manuel ofrecía rebajas por cantidad, y Encarnación con vecinas de toda la vida, proclamaban a puro grito pelado ‘el pueblo es mi vida, de acá no me voy’. Ella no tenía otra cosa, ni otro ser, Encarnación no tenía otra vida, y por eso luchó en pie de guerra con el gitano.
Yo al ver su fuerza, recordé cuando fui criado por ella, la vieja nana del pueblo.
Y ahora en medio de este desasosiego, yo me preguntaba cuándo el agua, el aguita el aguacero. Así estando sólo, yo esperaba eso que estaba pasando. Una noche de ruidos, lluvias, estruendos, tremendos truenos, la noche inquieta que no cesaba, que no terminaba de pasar, se hizo el día ´,con el cielo oscuro como el fin.
Se vino toda el agua,por todos lados, salía, afloraba, ebulliciente brotaba. Barro, lodo, agua. Yo corrí y corrí sin mirar, sin pensar, tomando atajos por instinto una fuerza desconocida me controlaba. Yo huía de la muerte. Ella estaba en el cuarto de al lado, no conmigo. Yo escapé y no sé bien porqué nunca miré el agua. Jamás. En ese día inexorable, el agua fue quedando atrás. Escapé de allí y fue para no volver. Nunca pude vencer al miedo, nunca más esperé que algo pudiera suceder, porque simplemente me escapé antes. De mi nana y los otros nunca tuve noticia, ni supe nada.
Se murió el tío Demetrio, vas a tener que ir vos. Desde el otro lado del auricular, a las cinco de la mañana, la voz de mi madre sonó -como siempre- a un comunicado de un gobierno de facto. Me recordó, como si fuera posible olvidarlo, que ella no podía moverse, que su enfermedad, que sus dolores, que el viaje le era irrealizable. Entredormido, intenté vanamente poner excusas, aduje imposibilidades varias. Fue inútil, uno a uno fue tirando abajo mis argumentos, aduciendo como última e inapelable arenga que la Celia y la Sara le iban a birlar las hectáreas que le correspondían si yo no iba a poner las cosas en claro.
Resignado y maldiciendo al viejo, me dispuse a obedecer una vez más. Mandé un mail a mi socio avisándole que estaría ausente un par de días, y salí para Los Saucos esa tarde. Doce horas de viaje por lo menos, termo con café y parar cada tanto a estirar las piernas, a despabilarme. Que dónde queda se preguntará usted. No tiene mayor importancia, pero para que se haga una idea, queda en un país de Sudamérica cuyo nombre empieza y termina con la misma letra, y forma parte de una provincia capicúa. ¿Qué puede pasar en un lugar así? Bueno, muchas cosas, ni buenas ni malas, más bien mediocres. De ahí se fue mi familia cuando yo terminé el primario, a buscar el futuro que no vieron en el pueblo. En especial, después de que el difunto, Dios lo tenga en la gloria y no lo largue, le hiciera la cruz a mi padre cuando cometió la insensatez de enfrentársele a él, al dueño de vidas y haciendas. ¿Qué quiso hacer mi padre? Atraer empresas mineras y petroleras para sacar de las entrañas de la Pacha Mama lo que la superficie no brindaba. Dejar el pastoreo como única fuente de ingresos. Traer el progreso y bla, bla, bla. Sobre mi cadáver dijo. Y eso fue todo.
Mientras me voy acercando al pueblo pasando hectáreas y hectáreas de yuyos secos, caseríos abandonados, trato de acordarme de las caras de la Celia y la Sara, las primas de mamá. Ellas se quedaron ahí, rehenes del tío solterón y de su chatura. Se casaron con quien él les ordenó, tuvieron hijos, enviudaron. Creo que cada una retuvo a una de sus hijas, el resto vive en la capital capicúa. Para ellas debe ser lo mismo que estén en Nueva York, si se fueron a más de cuatro horas de viaje en auto, que se hacen ocho en el colectivo que pasa dos veces por semana y entra y sale -cuando puede, que a veces por la nieve, a veces por las crecidas, para en el medio de la ruta- de los otros Los Saucos que hay en el camino.
Dejo la ruta provincial y empieza el martirio de los diez kilómetros de tierra, del polvo que se cuela a pesar de que voy con las ventanillas cerradas, del traqueteo que pone a prueba los amortiguadores y mi paciencia. A derecha e izquierda, como extraños pájaros carpinteros, las bombas sacan petróleo. Viejo cretino, al final terminó cediendo…
Estaciono en la plaza, cruzo a la iglesia. La ceremonia está terminando, no me iban a esperar a mí. Veo a las primas en la primera fila, parecen dolidas, aplastadas contra las bancas con las cabezas gachas. Si lo sienten realmente o no, no lo sé y tampoco me importa. Todos se dan vuelta a mirarme, escucharon mis pasos en el piso de lajas. Empieza el típico cuchicheo, los codazos. Se me acerca un muchachón gordo y colorado, me extiende una mano y se presenta como el hijo mayor de la Celia. No puedo evitar pensar que con esas manos podría tocar las castañuelas con las tapas del inodoro, contengo la risa y me presento, a mi vez. No, no nos conocíamos, si yo me fui antes que él naciera. Me invita a acercarme a la familia, a que vea al difunto. Acercar me acerco, ver al difunto ni loco. Tapan la caja y me ofrecen el honor de llevar una de las manijas del féretro. Quiero negarme, pero se ve que mi madre sacó el don de mando de acá, así que me veo llevando el cajón del reventado del tío Demetrio hasta el coche fúnebre y después bajándolo en el cementerio. Con el calor que hace, y después de semejante viaje, me dice la Sara, seguro él te lo está agradeciendo desde el cielo. Dudo mucho que me lo agradezca, y aún más que esté en el cielo… Ay mamá, todo esto por unas hectáreas de porquería que no le querés dejar a tus primas por puro capricho, por no dejarte pasar, para que no te tomen por idiota como siempre.
Terminaron las exequias, dijo ceremoniosamente la Sara. Ahora, vamos todos a casa que la Noli nos estará esperando con el almuerzo. Chivito, pensé, seguro hay chivito. Tal vez cordero, algún chorizo. Me ofrecí a llevar a varios parientes en el auto; yo no sabía dónde vivía la prima pero acertadamente supuse que en lo del tío Demetrio. Y así era, las dos vivían ahí desde que habían enviudado.
Sentados a la mesa, empezaron las charlas y el ponerse al día con los chismes de cada cual. Yo esperé hasta que el tinto comenzó a hacer efecto, y todos cayeron en esa somnolencia amable e idiota. Llamé al dúo dinámico con una seña y los tres nos fuimos a la galería.
Sara, Celia, tenemos que hablar de la parte de mamá, les dije sin preámbulos. Ellas se miraron haciéndose las sorprendidas, y dijeron que iban a buscar los papeles, que me quedara tranquilo que todo estaba en orden. Que siempre tuvieron un hermoso recuerdo de ella, tan buena, lástima tu padre. Si le hubiera hecho caso al tío y se hubiera casado con José, todo hubiera sido distinto. Sí, vos no hubieras nacido, o por ahí sí, pero no hubiera habido tantos malentendidos ni problemas en la familia.
-No se metan con mi padre, les pido por favor. Se enamoró de mi madre, sí, ella se casó embarazada, sí. Pero el odio que le tenía el tío no se justifica. Si lo único que él quería era sacar a este pueblo de la miseria.
- ¿Con el petróleo decís vos? Si hace ya diez años que lo terminaron convenciendo y mirá, todo está igual. O peor.
-Tampoco es para tanto, Celia. Fijate que algo más de trabajo hay, si hoy me dijo el Pocho que él está vendiendo bastante más en el almacén.
-Bah, los que se beneficiaron fueron los de El Deslinde, que ahí pusieron los obradores y es donde los nuevos hacen las compras.
-Entonces tenía razón mi padre. Si no hubieran esperado tanto para ceder los terrenos, ese progreso hubiera llegado acá. Pero no, mejor seguir como siempre.
-Razón, la razón no la tiene nadie. Porque por más que Celia diga que se beneficiaron los de El Deslinde, también tienen problemas ¿eh? Porque pusieron un prostíbulo, los fines de semana los obreros andan borrachos por el pueblo haciendo lío, ya nadie está tranquilo.
Y la mercadería sale el doble que acá, mirá. Que por eso algunos se vienen a comprarle al Pocho, que no les fía, eso sí que no, porque quién los conoce.
-Pero les asfaltaron el acceso, pusieron una salita, hasta secundaria tienen. ¡Y cuántos negocios nuevos! Se abusan con los precios, es cierto, porque los del petróleo ganan bien.
- ¿No te digo? ¿De qué les sirven los negocios, si los del pueblo no pueden comprar nada? Salvo los pocos que alquilan piezas, el resto está tan muerto de hambre como siempre.
-Si están mal como antes es porque ninguno se tomó la molestia de abrir un comercio, de construir nada para alquilar. Eso con mi padre no hubiera pasado, nosotros hubiéramos aprovechado, hubiéramos hecho muchas cosas si no hubiera sido por Demetrio. Sus hijos se hubieran podido quedar, hubieran tenido trabajo. Ustedes verían crecer a sus nietos.
-Es fácil para vos hablar, no estuviste acá desde chico. Se ve que tu madre no te contó unas cuantas cosas. Pero dejá, no importa. Total, vos ahora te vas y listo. ¿Qué te importa?
Era cierto, no me importaba para nada. Pero les iba a demostrar lo equivocadas que estaban, ya iban a ver. Papá tenía razón. Si era cuestión de poner una estación de servicio en el cruce con un buen restaurante. O un motel. O todo junto. Y conseguir…no, si ya iban a ver.
Hace ya una punta de años que Doña María, mi abuela, murió.
Mucho tiempo atrás, siendo una joven viuda, había solicitado a la Dirección General de Tierras un solar en la localidad de Machagai, del entonces Territorio Nacional del Chaco, a fin de emprender un pequeño proyecto de producción hortícola que le permitiera sustentar a sus hijos, por entonces en edad escolar.
Como la política nacional de la época (década del ’30) era poblar el territorio “vacio” confiscado a los aborígenes, las autoridades fueron muy generosas y le adjudicaron un predio de tres hectáreas, a sola firma, y casi al frente mismo de la estación de tren, ya que el lugar estaba apenas poblado y todo estaba por hacerse.
María, como tantos inmigrantes y pioneros, convirtió el desolado lugar en un vergel de frutales, hortalizas, flores y aves que le permitió pagar meticulosamente su deuda con la Dirección de Tierras. Con el correr del tiempo, llegaron a la zona nuevos pobladores; se construyó una escuela, una plaza, una iglesia Católica y una Ortodoxa Eslava para los inmigrantes, una sala de primeros auxilios y negocios varios… El antiguo caserío apenas insinuado alrededor de la estación, se fue convirtiendo, poco a poco, en un pueblo con pretensiones de orden y formalidad.
Fue entonces que la quinta de mi abuela devino en un incordio urbano. Era un gran “lunar rural” que se interponía entre las viviendas de los vecinos y el Centro Cívico del pueblo. Para llegar a la municipalidad, a la iglesia o a tomar el tren, por ejemplo, había que rodear la extensa finca de María chapoteando en el barro o deshidratándose de calor, según el caso. Un verdadero calvario…
Años después de su muerte, y preocupado por esta incómoda situación, el intendente de Machagai me citó, junto a mis dos primas (las tres únicas herederas), a fin de solicitarnos la buena voluntad de lotear el predio para integrarlo al tejido urbano. En su mensaje nos explicó lo vital que era para el pueblo esta decisión ya que, de lo contrario, éste permanecería perpetuamente disociado.
Y ese es el motivo por el cual hoy yo estoy acá, después de un largo viaje desde Buenos Aires, donde resido desde hace años.
Hacía mucho tiempo que no veía a mis primas, pero descontaba que, por la admiración que sentíamos por nuestra abuela, los valores que ella nos había inculcado y el desinterés que debíamos sentir por la propiedad -ya que nunca habíamos puesto un peso ni esfuerzo en ella-, mi propuesta sería rápidamente aceptada; más aún, ¡muy valorada!
Durante el fatigoso viaje en el Águila Dorada, línea de ómnibus que une Retiro con el interior del Chaco, fui pensando qué bueno sería donar el terreno al municipio, a fin de lotearlo y usarlo en la construcción de viviendas para personas de bajos recursos. Quizás la Secretaría de Vivienda de la provincia podría sumarse y financiar las construcciones, y la gente pagar su propiedad en cuotas, etc. etc.… ¡Qué buen gesto! Sería como repetir la historia de la abuela, pero amplificada. Para honrarla, hasta pensé en el nombre del futuro barrio: ¡“Doña María”! Qué lindo sonaba…
Pero no fue tan fácil ni romántica la realidad.
Mi prima Griselda ni siquiera vino a la cita… Radicada en Paraguay mandó una carta anticipando su desinterés en resolver el problema. La abuela, el terreno y el pueblo habían quedado en el pasado de su vida, y ella solo estaba enfocada en su presente… y, un poquito, a penas, en su futuro cercano.
Vilma por su parte, que nunca había emigrado ni resuelto su situación económica personal, veía con mucho interés la posibilidad de seguir explotando la finca en forma integral. Es más, pensaba que las demás herederas debíamos cederle nuestra parte, para así ella convertirse en la única dueña. Me corresponde, decía, ya que nunca me fui del pueblo.
Al fin del día, y sin poder tomar una decisión por el momento, regresé a Buenos Aires en el Águila Dorada. En la negrura de la noche, lentamente, el ómnibus fue dejando atrás el pueblo y el, quizás, futuro barrio “Doña María”.
Estimado Sr. Zalazar:
Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión.
Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.
Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un
pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo.
¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.
Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados.
Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.
Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.
¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.
Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el Crítica del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.
Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. «Ángel cabeceador.» Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:
«Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres
mediante un goal anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por «una figura refulgente, dotada de alas a la espalda», que convinieron en definir como «un ángel». La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El team de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias.
Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos».
El artículo de Crítica que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota.
Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.
Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo.
Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.
¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.
Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas
del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.
Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra
provincia las cosas eran como aquí le relato.
En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.
Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca.
Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?
Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie.
Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como
me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.
A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno.
Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.
El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente
provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).
El hecho es que ellos llegaron pasadas las siete, molidos de cansancio y empapados hasta la médula. Y solos. Total y definitivamente solos. Yo los vi bajar, entre los insultos de los nuestros. Y aunque seguía viéndolos con rabia y –según me habían enseñado–como un absurdo obstáculo entre nosotros y la gloria, los compadecí un poco.
A las ocho arribó un Chevrolet nuevito y lustrado. Era el auto de Galindo: estanciero, presidente del club, dueño de la estación de servicio y de los silos, y número puesto para ser nuestro primer intendente. Primero bajó el propio Galindo, mirando y saludando a los diez curiosos que todavía no habían enfilado para las gradas. Después bajó el párroco, ayudado por el juez de paz. Y al final emergió un hombre petisito, casi calvo, con cara de empleado de correos o de algún ministerio.
Era Néstor Montero, el árbitro del encuentro.
«¿Viste, José, lo viste?» Terranova me sacudía la camiseta (ya estábamos cambiados) y me mostraba la escena, loco de contento. «¿Qué decís, Mario?», le pregunté sinceramente confundido. «Dale, José, ¿sos o te hacés?», me gritó muerto de risa, mientras se iba al trote para ajustarse los botines.
Cuando empezó el partido hasta para un caído del catre como yo se tornó evidente cómo venía la mano. A los cuatro minutos, y bajo un aguacero torrencial, uno de nuestros wines logró llegar a la línea de fondo. Cuando sacó el centro el seis de ellos lo cerró justo, y los dos rodaron sobre el césped anegado un par de metros fuera de la cancha. Un córner grande como una casa. El petiso se dirigió con tranquilidad al área y cobró penal para nosotros. Yo me volví hacia Rodríguez
porque no lo podía creer: por la mirada que me devolvió me percaté de que él tampoco. No sólo no había sido foul, sino que habían chocado fácilmente cinco metros afuera del borde del área. Ellos, por supuesto, protestaron como forajidos.
Pero entraron dos policías del destacamento y los ánimos se serenaron. Milano puso el uno a cero con un remate alto. En la tribuna los nuestros, ciegos de júbilo, festejaban ajenos a la mojadura.
Sin desesperarse, los tipos se nos vinieron al humo. En lugar de tocar cortito al pie, como la vez pasada, jugaban pelotazos largos, para no empantanarse en la ciénaga que iba creciendo desde el círculo central. Nosotros, presos de nuestro estilo llevador, terminábamos en el piso enredados con un balón que se frenaba en cada charco. El empate fue a los veinte: tocaron la pelota ocho veces desde el mediocampo sin que pudiésemos meter baza, y nos la mandaron guardar. Después amainaron un poco. Era lógico: el empate los sacaba campeones y las piernas, en
ese chiquero, pesaban como piedras.
A los cuarenta minutos conseguí tirar un centro sobre el área de ellos. El back la paró de pecho y la revoleó sin dejarla picar, como mandan los libros. El petiso, sin que se le moviera uno solo de los pocos pelos que tenía, fue y le cobró penal mientras se tocaba el brazo con una mano, como explicando la infracción. De nuevo el tumulto. De nuevo los policías. De nuevo los más serenos de ellos llevándose a la rastra a los más exaltados. El back, fuera de sí, buscaba a cualquiera que quisiera escuchar para explicarle que él la había parado bien, con el pecho, con los brazos
estirados hacia los lados. Nosotros caminábamos la cancha sin mirarlo. Ni a él ni a los otros. Por lo menos la gente, en la tribuna, gritaba de nuevo como loca. Yo tenía frío. Al entrenador de ellos se lo llevaron esposado, mientras puteaba al entero árbol genealógico del referí en medio de ademanes asesinos.
Milano puso el 2 a 1 y Montero nos mandó al vestuario. Cuando nos derrumbamos en las bancas, en lugar del tradicional barullo para darnos ánimo, nos sumergimos en un silencio de plomo. Cuando entró Carranza, el director técnico, nos pegó cuatro gritos para que levantáramos el ánimo y dio la charla como si nada. Dibujó en el pizarroncito ese que tenía, y nos regañó por un par de
distracciones groseras. Lo de siempre. Lo de cualquier partido. Yo no lo miraba.
Pasaba en cambio los ojos por los de cada uno de mis compañeros. Pero o no me vieron o se hicieron todos los desentendidos. Dos o tres veces estuve a punto de decir algo, pero al final lo pensé mejor y me callé la boca.
Al empezar el segundo tiempo el petiso, que había tenido tiempo de reflexionar en el entretiempo, trató de que el bombeo fuera menos evidente. Hasta cobró un par de foules a favor de ellos, claro que bien lejos del área. La cosa se complicó a los diez minutos, cuando ellos, que habían reiniciado su festín con los pelotazos largos a espaldas de nuestros centrales, consiguieron que esa masa deforme y pesadísima en la que se había convertido la pelota fuera de una vez por todas a poner el empate. La cancha era un lodazal. La mayoría de las camisetas estaban irreconocibles bajo el barro. Pero los tipos esos mantenían una claridad de juego envidiable. Bastó que consiguieran conectar cuatro pases seguidos para que nos empataran sin más trámite.
Montero, ya perdiendo la paciencia, hasta miró un par de veces al palco oficial como diciendo: «¿Qué más quieren que haga?». Pero se ve que era hombre de cumplir los pactos. Porque no habían pasado cinco minutos y nos da otro penal ridículo. Tumulto, el back del primer tiempo lo agarra del cuello al pelado, los policías se llevan al back a la rastra. Patea Milano, el arquero lo ataja. El otro lo hace patear de vuelta, arguyendo invasión de área. Nuevo amontonamiento, esta
vez con el arquero a la cabeza. Cuando el cross de derecha del guardameta se dirige a la mandíbula del hombre de negro, un compañero más sereno lo detiene a tiempo. Igual es tarde. Los policías custodian al arquero hasta el vestuario. Milano, abrumado entre el aliento de los optimistas y la cáustica deploración de los escépticos, logra finalmente convertir el tercero. Ya van como veinte minutos del segundo tiempo. Pero el petiso mira una y otra vez al palco. Su preocupación es evidente. ¿Cómo evitar un tercer empate? La primera excusa se la brinda uno de
los wines visitantes. Harto de que lo revienten a patadas toda la noche, apenas se levanta del decimoséptimo revolcón le pega un empujón, fastidiado, al defensor que acaba de partirlo. El árbitro, indignado ante semejante despliegue de violencia, expulsa al delantero sin más trámite. Los policías, que a esa altura tienen bien incorporada la rutina, ingresan al césped antes de que los convoquen. De paso, aprovechan el viaje para llevarse también al centrohalf, un perfecto caballero que, harto de contener a sus compañeros para evitar males mayores, se aproxima y le
grita a Montero un «coimero hijo de puta» a cinco centímetros del rostro.
El partido ya era ridículo. Once contra siete, en un fangal como ése, era una fantochada. Ellos trataban de tocar, pero cada vez que recibía uno el balón tenía dos tipos encima que, para colmo, le caminaban por la cabeza y se llevaban la bola tan campantes. Montero, bien gracias. Ya no miraba al palco, sino al reloj de su muñeca izquierda. Pero esos tipos estaban dispuestos a amargarle la noche. A los treinta y cinco minutos el centroforward logró llevarse (no sé como, en semejante pileta) el balón a la rastra entre los dos centrales. Nuestro arquero le salió un poco
y el tipo lo eludió con maestría. Baigorria (que así se llamaba el guardameta) le abrazó las piernas sin sonrojo alguno. El otro consiguió zafarse, pero en el trámite le dio tiempo a uno de los backs para que llegara de atrás y se lo llevara puesto con pelota y todo. No era uno, sino dos penales grandes como los anillos de Saturno. El petiso, sin inmutarse, cobró foul en ataque. Al delantero no necesitó expulsarlo. Los noventa y cinco kilos del back lo habían dejado en tal estado que a duras penas pudo arrastrarse hasta el vestuario. Como no tenían suplentes, siguieron jugando con seis.
Yo lo miraba una y otra vez a Gutiérrez, que era mi mejor amigo en aquel plantel del 39. Pero Gutiérrez se miraba los zapatos ensopados. Después miré a la tribuna. Era una fiesta. Y en el palco Galindo y los demás estaban de pie, saludando hacia los cuatro costados. Y yo tenía esa cosa en las tripas, una mezcla de frío y de asco y de ganas de vomitar el mate de la tarde.
En eso andaba cuando vino ese centro sobre al área nuestra. Recuerdo estar pensando en mis tripas y al instante siguiente salir disparado en persecución de uno de ellos que entraba al área y se perfilaba para el frentazo. Iban cuarenta y tres del segundo. De eso estoy seguro, porque nuestro coach estaba gritando como un desquiciado, con un pie dentro de la cancha: «Faltan dos, aguanten que faltan dos», como si lo nuestro fuese, en verdad, la titánica resistencia de un pelotón de
valientes.
En la certeza de nuestra total inmunidad, estábamos marcando como el mismísimo demonio. De otra manera no se explica que el win sobreviviente de Ingeniero Cabal, al que aritméticamente le correspondían dos marcadores fijos (ya que en jugadores de campo estábamos 10 a 5), haya podido parar la pelota sobre el lateral derecho, a veinte metros de la línea de fondo. Cierto es que uno de nuestros backs salió a marcarlo. Pero como iba cebado en la convicción de que, aunque lo partiese al medio, no iba a recibir siquiera una advertencia de Montero, en lugar de buscar la pelota le apuntó directamente a la sien derecha. El visitante quebró la cintura y lo hizo pasar de largo: el zapato asesino apenas alcanzó a peinarle un poco el pelo cerca de la oreja. El delantero levantó la cabeza y buscó a alguien en el área. El único que había era este detrás del cual yo había iniciado mi carrera. Era el once. Todavía tengo grabado el once de color rojo cosido en la casaca de rayas verdes y blancas. No fui el único que salió a marcarlo. Delante de
mí estaba Gutiérrez, mejor ubicado. Gutiérrez era un muchacho alto y ágil. En circunstancias normales hubiese debido ganar cómodamente el salto. Pero se ve que le pasaba lo mismo que al resto: ¿para qué saltar y arriesgarse a perder de arriba? Con Montero en la cancha, mejor abrazar al delantero por la cintura, sin pudor alguno, para evitar posibles cabezazos intempestivos. Total, Montero no iba a cobrar nada, y Gutiérrez lo sabía. Todos lo sabían. Lo sabía Galindo que lo había sobornado en el viaje hacia la cancha. Lo sabían ellos, que habían sufrido un bombeo como yo nunca volví a ver en un campo de juego. Lo sabía nuestro entrenador, aunque se empeñara en hacer como que no pasaba nada, gritando indicaciones inútiles desde el borde de cal. Y lo más doloroso de todo, para mí, era que yo también lo sabía. Por supuesto que, como todos, fingía jugar ¿Acaso todos los demás no estaban fingiendo? Galindo saludando desde el palco, Montero con su andar seguro y su cara de severa incorruptibilidad, el pueblo entero en las gradas, vociferando una alegría sucia y robada.
Fue como parte de la parodia que corrí detrás del once de ellos. Si sobrás en el área propia, faltando tres minutos, saltás con el rival que tenés más cerca. Lo hacés aunque un compañero tuyo se le cuelgue de la cintura. Aunque el pobre tipo haga un esfuerzo supremo por despegarse del suelo con Gutiérrez abrazado a sus lienzos. Lo hacés aunque Montero ya esté repasando mentalmente qué estupidez tendrá que cobrar para anular el gol si la pelota tiene la mala idea de terminar
dentro del arco.
Preste atención, amigo mío, porque fue entonces cuando nació la leyenda.
Porque el pobre tipo, con la agarrada y el empujón de Gutiérrez, iba a pasarse irremediablemente. Por más que se arqueara hacia atrás. Por más que intentase quedar suspendido en el aire la gravedad iba a vencerlo y la pelota iba a caerme a mí, justito detrás suyo. Todas las leyes de la naturaleza indicaban eso. Llovía a mares. Y la gente saltaba como loca. Yo pensé en mi abuelo. No sé por qué (o sí, pero no tengo ganas de contarle). Y pensé en Galindo saludando bajo su sobretodo azul, con ambas manos en alto.
Todo pasó tan rápido que apenas se vio. Y se sumaron varias cosas que crearon una situación verdaderamente caótica. Por empezar, la lluvia era una cortina. Tanto que a diez metros se veía borroso, sobre todo bajo la luz de esos enormes reflectores. El árbitro, que ya quería terminarlo, estaba casi en el círculo central, esperando cualquier excusa para concluir el asunto. Cuando la pelota, inexplicablemente, salió lanzada hacia el arco, el utilero del equipo, Monzón, pegaba el primer mazazo en el tablero de control de la instalación eléctrica. Se estaba tomando el laburo a conciencia, porque la orden venía de arriba. Otra genialidad de Galindo, para asegurarse, por si le fallaba el coimero. A nadie iba a ocurrírsele jugar otro día esos dos o tres minutos restantes. Cuando pegó el segundo mazazo la pelota acababa de entrar, porque me acuerdo de ver, con nitidez, cómo se sacudió la red en el ángulo, y cómo se desprendieron mil gotitas de los piolines empapados. Ahí las luces sí se apagaron en medio de chisporroteos
infernales. Los ojos de todos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando, nomás, algún relámpago nos iluminaba apenas un instante. Parecíamos todos fantasmas quietos. Y de nuevo se escuchaba solamente la lluvia.
Al ratito llegaron con algunos faroles. Cuando vimos al árbitro tirado en el piso lo cargamos entre varios y lo llevamos al vestuario. Entró el doctor Cerantes, bajo su piloto impecable. Lo desvistió con cuatro ademanes rápidos de sus manos finas y de dedos largos. Lo auscultó, le puso dos dedos en la carótida. «Paro cardíaco», dijo. «El esfuerzo, tal vez», agregó, y no habló más. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el palco para informar la noticia. En ese momento me pasaron los visitantes por al lado. Supe después que los subieron al camión que disparó
enseguida para el pueblo de ellos, y que llegaron sanos y salvos. El custodia que quedó con el cuerpo dijo un «pobre tipo» cuando lo vio tan blanco tendido sobre la camilla. «Morirse así, en semejante momento.» Yo lo miré a Cortés, que lo tuvo que haber visto. Porque cuando el policía iluminó el cuerpo con la linterna, por encima de mi aprehensión natural a mirar a un cadáver, le vi clarito clarito la marca roja un poquito encima de la tetilla izquierda. Con un palo no había sido, porque era una herida fea fea, como esas que deja un fierrazo pegado con toda la furia. Cortés me devolvió la mirada. Pero no dijo nada.
¿Entiende más o menos cómo fue la cosa? Claro que falta explicar lo del ángel.
Todo lo del ángel surgió después. Y ni siquiera sé bien de dónde salió. Yo lo leí recién en ese artículo que le trascribí al principio. De entrada entendí poco y nada, le soy sincero. Pero después entré a atar cabos. Y la imagen cierra. A esa altura de la noche, como ya le dije, no se veía nada. Las camisetas de ellos tenían rayas blancas y verdes, pero las nuestras eran completamente blancas, y los pantalones también. Y está el asunto del salto. Debe haber parecido un salto de otro mundo, pero sólo porque cuando los demás se quedan clavados al piso da la impresión de que el que salta, en realidad está volando. Piense que de inmediato todas las
miradas siguieron el recorrido de la pelota rumbo al arco. Y que de súbito una oscuridad abismal envolvió a la concurrencia. ¿Qué imagen quedó impresa en las retinas? La del chisporroteo fulgurante de las torres de luz, mezclada con el salto de esa camiseta inmaculada y blanca. La muerte del árbitro bombero era una confirmación de la intervención divina en el asunto: justicia celestial sumariamente administrada. Y por encima de todo: ¿de qué otra manera explicar la derrota, de locales, con una superioridad numérica de once contra seis, con un árbitro coimero
que te tira una mano bárbara? Armar y sostener la versión del ángel fue la única cura que tuvo mi pueblo para la herida de su orgullo.
Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a
cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...
Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: «A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?». Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: «Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?». Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.
Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.
Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo
finalmente las cosas en orden. La pucha.
ÁNGEL CABECEADOR - Eduardo Sacheri
Producción de los participantes:
VOLVER AL PRINCIPIO - HAYDÉE ORTONE
El agua se viene - Cristina Delea
PROGRESO - Marcela Ruz
BARRIO “DOÑA MARÍA” - Mabel Jokmanovich Derka
TRES VERSIONES DE UNA MISMA MUERTE - HAYDÉE ORTONE
Hace mucho que vivo en Buenos Aires, no obstante, una vez por año me hago una escapada hasta San Dionisio para ver a los muchachos. Allí pasé mi infancia y parte de mi adolescencia. Es un pueblo rural que queda al sudoeste de la provincia y como todo pueblo tiene su club social y deportivo, se llama "El Rayo" y hacia allí me dirigí para encontrarme una vez más con Miguel y con el turco.
Después de los saludos de rigor, las muestras de afecto y las manifestaciones de alegría por el reencuentro, Miguel me preguntó:
- Enrique, vos que venís de la Capital, ¿allá se comentó lo de la muerte de nuestro intendente?, ¿qué dijeron?-
- Supongo que lo mismo que se dijo aquí o tal vez menos, no se olviden que estamos muy lejos y en general las noticias del interior allá pasan bastante inadvertidas-
- El tipo se suicidó y por acá corrieron muchas versiones, sabés cómo son los pueblos, casi nunca pasa nada pero cuando ocurre algo empiezan los comentarios, las historias. Siempre aparece algún hijo de puta que inventa cualquier cosa ensuciando la memoria del muerto. Si por lo menos respetaran el dolor de la familia - comentó el turco.
- Si lo decís por mí, no voy a permitirlo. Cuando hablo lo hago con conocimiento de causa - lo interrumpió Miguel visiblemente alterado.
(A mí no me tomó por sorpresa la reacción de Miguel. El turco y él se querían como hermanos, pero como tales jamás estaban de acuerdo y cualquier tema les venía bien para discutir un rato, y éste no iba a ser la excepción ).
- Pero claro, - continuó Miguel - no nos olvidemos que durante mucho tiempo tu viejo y él eran socios en el tema de la recolección de resíduos. Bah, mejor me callo .-
- No, no, ahora que empezaste seguí, si es que te atrevés .-
- ¿Vos crees que yo te tengo miedo?, con la verdad voy a cualquier parte. Además en el pueblo todos nos conocemos y no era un secreto para nadie la aficción al juego que tenía el tipo. Yo no voy a decir que el intendente era una mala persona; por el contrario, todos acá le debemos mucho. Gracias a él se hizo el hospital, tenemos escuela secundaria, pero también y para su desgracia y la de un montón de individuos como él, instaló el bingo .-
- Primero y principal quiero aclarar algo - dijo el turco - es cierto que mi viejo y él fueron socios durante mucho tiempo, ambos manejaban como vos bien dijiste, la empresa recolectora de resíduos, hasta que a Ignacio se le dio por incursionar en la política y durante la campaña electoral prometió que si le ganaba la intendencia al gallego López, vendería su parte de la sociedad para dedicarse de lleno a su función y así lo hizo .-
- Yo no niego todo eso que decís, me consta que es verdad.-
-Y entonces ¿de qué hablas?, lo que pasa es que te la das de moderno pero sos un retrógrado. En esta época en que muchos pueblos del interior se fueron despoblando lenta pero inexorablemente hasta convertirse en localidades fantasmas, el nuestro, gracias a su visión y a su trabajo, pasó a ser una ciudad en desarrollo pujante y poderosa, y en cuanto al bingo, él envió el proyecto al consejo deliberante y sus miembros lo votaron por unanimidad. Lo que pasa es que hay muchos hipócritas a los cuales, el dinero que entra a la comuna proveniente de los impuestos al juego les parece perfecto pero no lo reconocen en público porque a veces queda mejor hacerse los puritanos.-
- Lo que te estás olvidando de contar - volvió a la carga Miguel - es que el gobierno provincial le hizo un préstamo para construír la nueva terminal de micros de larga distancia y dicen que el tipo se jugó parte del dinero y lo perdió, entonces con el resto de dignidad que le quedaba se quitó la vida .-
- ¿Tenés pruebas de lo que decís? .-
- Como tener no tengo ninguna pero eso es lo que comentan todos .-
- Sí, todos los detractores encabezados por el gallego López que nunca pudo perdonarle que le ganara la intendencia. Me extraña que un tipo inteligente como vos se haga eco de los dichos de esa manga de pelotudos malintencionados .-
(Yo los escuchaba con atención, si no hubiera sido por lo dramático del caso, hasta me hubiera dado risa la discusión en la que estaban enfrascados mis amigos).
- A ver, vos que te las sabés todas, ¿ por qué se suicidó, cual es tu teoría? .-
- No hay ninguna teoría, ¿te acordás que unos meses antes se tomó unos días de vacaciones? a mí me llamó la atención que lo hiciera en pleno invierno, salvo que se fuera a esquiar pero no era el caso; yo no lo haría nunca, pero, sobre gustos no hay nada escrito. Parece ser que no andaba bien de salud, entonces viajó a Buenos Aires para realizar una consulta con un especialista de renombre y le detectaron una enfermedad terminal .-
- Si fue así ¿ por qué lo ocultaron ? .-
- La verdad es que me han sorprendido, muchachos, - los interrumpí - yo tengo otra versión: los diarios de la capital hablaron del deceso del intendente de San Dionisio sin entrar en demsiados detalles, salvo Crónica que como siempre fue un poco más allá con su comentario. Recuerdo perfectamente el titular : "Pueblo chico, infierno grande", y la nota continuaba más o menos así: anteayer en horas de la mañana fue hallado sin vida en su cama el intendente de la localidad de San Dionisio. Sobre la mesita de luz había un vaso de agua a medio tomar y una caja vacía de un poderoso barbitúrico. Estamos en condiciones de afirmar, de fuentes bien informadas, que podría tratarse de un caso de muerte dudosa. Es sabido que el occiso estaba viviendo un intenso romance con una conocida dama del lugar .-
- Ya está, ahora me cierra todo - me interrumpió Miguel - En el pueblo era un secreto a voces lo de la relación del intendente con la mujer de Esteban el farmácéutico, seguro que el tipo los encontró in fraganti .-
- ¿Adónde querés llegar?, las serpientes de cascabel quedan a la altura de un poroto a tu lado.- le dijo el turco.
Sin inmutarse, Miguel continuó - EL intendente y el farmacéutico eran muy amigos, todos los sábados por la tarde se reunían acá en el club para jugar al tenis y al finalizar el partido venían directamente hasta aquí y ya era un clásico lo de terminar con una picadita y una cerveza. A Esteban seguro que no le fue difícil colocar algún veneno en el vaso del intendente. Al rato éste se intió mal y el boticario se ofreció para acompañarlo a su casa. Una vez allí esperó a que el veneno surtiera efecto y luego preparó la mise en scéne: colocó el vaso al lado de la cama junto a una caja vacía del remedio.-
El turco y yo no podíamos crer los disparates que estábamos escuchando pero Miguel, imperturbable continuó:
- Al día siguiente, cuando encontraron el cadáver, llamaron a José Antonio el médico. ( Por supuesto ¿ a qué otro iban a llamar ?), para que firmara el certificado de defunción y no nos olvidemos que el farmacéutico y el médico son cuñados.-
Y por si todo esto fuera poco Miguel le puso la frutilla al postre:
- Todo sea por el honor de la familia.-
El agua se viene - Cristina Delea
Hubo un tiempo atrás, tan lejano en el recuerdo, desdibujado en la mirada, un tiempo deshilachado por los años y tantos años que pasaron. Pasó, y pasó y el nombre ya no existe.
Yo viví allí con tantos otros. Pasé muchos años, y alguien podría decir que yo fui el último. Irme. Crecí en mi pueblo, apacible, en medio de sierras, siempre siestas con paz, arroyitos burbujeantes, saltarines que lo bordeaban. Vivito y coleando.
Ese día escuché como un murmullo, algo como que se resistía a ser oído, que se venía el agua , el torrente, la torrentada. Dicho con la palabra, con los silencios, sería lo jamás visto, ni siquiera podíamos nombrarlo.
Yo me senté, y sentado esperé. Esperé. Así las cosas empezó el revuelo, el gitano Manuel, iba y venía, comprando, vendiendo, vió su oportunidad para transportar a todo el que pagara. El Manuel ofrecía rebajas por cantidad, y Encarnación con vecinas de toda la vida, proclamaban a puro grito pelado ‘el pueblo es mi vida, de acá no me voy’. Ella no tenía otra cosa, ni otro ser, Encarnación no tenía otra vida, y por eso luchó en pie de guerra con el gitano.
Yo al ver su fuerza, recordé cuando fui criado por ella, la vieja nana del pueblo.
Y ahora en medio de este desasosiego, yo me preguntaba cuándo el agua, el aguita el aguacero. Así estando sólo, yo esperaba eso que estaba pasando. Una noche de ruidos, lluvias, estruendos, tremendos truenos, la noche inquieta que no cesaba, que no terminaba de pasar, se hizo el día ´,con el cielo oscuro como el fin.
Se vino toda el agua,por todos lados, salía, afloraba, ebulliciente brotaba. Barro, lodo, agua. Yo corrí y corrí sin mirar, sin pensar, tomando atajos por instinto una fuerza desconocida me controlaba. Yo huía de la muerte. Ella estaba en el cuarto de al lado, no conmigo. Yo escapé y no sé bien porqué nunca miré el agua. Jamás. En ese día inexorable, el agua fue quedando atrás. Escapé de allí y fue para no volver. Nunca pude vencer al miedo, nunca más esperé que algo pudiera suceder, porque simplemente me escapé antes. De mi nana y los otros nunca tuve noticia, ni supe nada.
PROGRESO - Marcela Ruz
Se murió el tío Demetrio, vas a tener que ir vos. Desde el otro lado del auricular, a las cinco de la mañana, la voz de mi madre sonó -como siempre- a un comunicado de un gobierno de facto. Me recordó, como si fuera posible olvidarlo, que ella no podía moverse, que su enfermedad, que sus dolores, que el viaje le era irrealizable. Entredormido, intenté vanamente poner excusas, aduje imposibilidades varias. Fue inútil, uno a uno fue tirando abajo mis argumentos, aduciendo como última e inapelable arenga que la Celia y la Sara le iban a birlar las hectáreas que le correspondían si yo no iba a poner las cosas en claro.
Resignado y maldiciendo al viejo, me dispuse a obedecer una vez más. Mandé un mail a mi socio avisándole que estaría ausente un par de días, y salí para Los Saucos esa tarde. Doce horas de viaje por lo menos, termo con café y parar cada tanto a estirar las piernas, a despabilarme. Que dónde queda se preguntará usted. No tiene mayor importancia, pero para que se haga una idea, queda en un país de Sudamérica cuyo nombre empieza y termina con la misma letra, y forma parte de una provincia capicúa. ¿Qué puede pasar en un lugar así? Bueno, muchas cosas, ni buenas ni malas, más bien mediocres. De ahí se fue mi familia cuando yo terminé el primario, a buscar el futuro que no vieron en el pueblo. En especial, después de que el difunto, Dios lo tenga en la gloria y no lo largue, le hiciera la cruz a mi padre cuando cometió la insensatez de enfrentársele a él, al dueño de vidas y haciendas. ¿Qué quiso hacer mi padre? Atraer empresas mineras y petroleras para sacar de las entrañas de la Pacha Mama lo que la superficie no brindaba. Dejar el pastoreo como única fuente de ingresos. Traer el progreso y bla, bla, bla. Sobre mi cadáver dijo. Y eso fue todo.
Mientras me voy acercando al pueblo pasando hectáreas y hectáreas de yuyos secos, caseríos abandonados, trato de acordarme de las caras de la Celia y la Sara, las primas de mamá. Ellas se quedaron ahí, rehenes del tío solterón y de su chatura. Se casaron con quien él les ordenó, tuvieron hijos, enviudaron. Creo que cada una retuvo a una de sus hijas, el resto vive en la capital capicúa. Para ellas debe ser lo mismo que estén en Nueva York, si se fueron a más de cuatro horas de viaje en auto, que se hacen ocho en el colectivo que pasa dos veces por semana y entra y sale -cuando puede, que a veces por la nieve, a veces por las crecidas, para en el medio de la ruta- de los otros Los Saucos que hay en el camino.
Dejo la ruta provincial y empieza el martirio de los diez kilómetros de tierra, del polvo que se cuela a pesar de que voy con las ventanillas cerradas, del traqueteo que pone a prueba los amortiguadores y mi paciencia. A derecha e izquierda, como extraños pájaros carpinteros, las bombas sacan petróleo. Viejo cretino, al final terminó cediendo…
Estaciono en la plaza, cruzo a la iglesia. La ceremonia está terminando, no me iban a esperar a mí. Veo a las primas en la primera fila, parecen dolidas, aplastadas contra las bancas con las cabezas gachas. Si lo sienten realmente o no, no lo sé y tampoco me importa. Todos se dan vuelta a mirarme, escucharon mis pasos en el piso de lajas. Empieza el típico cuchicheo, los codazos. Se me acerca un muchachón gordo y colorado, me extiende una mano y se presenta como el hijo mayor de la Celia. No puedo evitar pensar que con esas manos podría tocar las castañuelas con las tapas del inodoro, contengo la risa y me presento, a mi vez. No, no nos conocíamos, si yo me fui antes que él naciera. Me invita a acercarme a la familia, a que vea al difunto. Acercar me acerco, ver al difunto ni loco. Tapan la caja y me ofrecen el honor de llevar una de las manijas del féretro. Quiero negarme, pero se ve que mi madre sacó el don de mando de acá, así que me veo llevando el cajón del reventado del tío Demetrio hasta el coche fúnebre y después bajándolo en el cementerio. Con el calor que hace, y después de semejante viaje, me dice la Sara, seguro él te lo está agradeciendo desde el cielo. Dudo mucho que me lo agradezca, y aún más que esté en el cielo… Ay mamá, todo esto por unas hectáreas de porquería que no le querés dejar a tus primas por puro capricho, por no dejarte pasar, para que no te tomen por idiota como siempre.
Terminaron las exequias, dijo ceremoniosamente la Sara. Ahora, vamos todos a casa que la Noli nos estará esperando con el almuerzo. Chivito, pensé, seguro hay chivito. Tal vez cordero, algún chorizo. Me ofrecí a llevar a varios parientes en el auto; yo no sabía dónde vivía la prima pero acertadamente supuse que en lo del tío Demetrio. Y así era, las dos vivían ahí desde que habían enviudado.
Sentados a la mesa, empezaron las charlas y el ponerse al día con los chismes de cada cual. Yo esperé hasta que el tinto comenzó a hacer efecto, y todos cayeron en esa somnolencia amable e idiota. Llamé al dúo dinámico con una seña y los tres nos fuimos a la galería.
Sara, Celia, tenemos que hablar de la parte de mamá, les dije sin preámbulos. Ellas se miraron haciéndose las sorprendidas, y dijeron que iban a buscar los papeles, que me quedara tranquilo que todo estaba en orden. Que siempre tuvieron un hermoso recuerdo de ella, tan buena, lástima tu padre. Si le hubiera hecho caso al tío y se hubiera casado con José, todo hubiera sido distinto. Sí, vos no hubieras nacido, o por ahí sí, pero no hubiera habido tantos malentendidos ni problemas en la familia.
-No se metan con mi padre, les pido por favor. Se enamoró de mi madre, sí, ella se casó embarazada, sí. Pero el odio que le tenía el tío no se justifica. Si lo único que él quería era sacar a este pueblo de la miseria.
- ¿Con el petróleo decís vos? Si hace ya diez años que lo terminaron convenciendo y mirá, todo está igual. O peor.
-Tampoco es para tanto, Celia. Fijate que algo más de trabajo hay, si hoy me dijo el Pocho que él está vendiendo bastante más en el almacén.
-Bah, los que se beneficiaron fueron los de El Deslinde, que ahí pusieron los obradores y es donde los nuevos hacen las compras.
-Entonces tenía razón mi padre. Si no hubieran esperado tanto para ceder los terrenos, ese progreso hubiera llegado acá. Pero no, mejor seguir como siempre.
-Razón, la razón no la tiene nadie. Porque por más que Celia diga que se beneficiaron los de El Deslinde, también tienen problemas ¿eh? Porque pusieron un prostíbulo, los fines de semana los obreros andan borrachos por el pueblo haciendo lío, ya nadie está tranquilo.
Y la mercadería sale el doble que acá, mirá. Que por eso algunos se vienen a comprarle al Pocho, que no les fía, eso sí que no, porque quién los conoce.
-Pero les asfaltaron el acceso, pusieron una salita, hasta secundaria tienen. ¡Y cuántos negocios nuevos! Se abusan con los precios, es cierto, porque los del petróleo ganan bien.
- ¿No te digo? ¿De qué les sirven los negocios, si los del pueblo no pueden comprar nada? Salvo los pocos que alquilan piezas, el resto está tan muerto de hambre como siempre.
-Si están mal como antes es porque ninguno se tomó la molestia de abrir un comercio, de construir nada para alquilar. Eso con mi padre no hubiera pasado, nosotros hubiéramos aprovechado, hubiéramos hecho muchas cosas si no hubiera sido por Demetrio. Sus hijos se hubieran podido quedar, hubieran tenido trabajo. Ustedes verían crecer a sus nietos.
-Es fácil para vos hablar, no estuviste acá desde chico. Se ve que tu madre no te contó unas cuantas cosas. Pero dejá, no importa. Total, vos ahora te vas y listo. ¿Qué te importa?
Era cierto, no me importaba para nada. Pero les iba a demostrar lo equivocadas que estaban, ya iban a ver. Papá tenía razón. Si era cuestión de poner una estación de servicio en el cruce con un buen restaurante. O un motel. O todo junto. Y conseguir…no, si ya iban a ver.
BARRIO “DOÑA MARÍA” - Mabel Jokmanovich Derka
Hace ya una punta de años que Doña María, mi abuela, murió.
Mucho tiempo atrás, siendo una joven viuda, había solicitado a la Dirección General de Tierras un solar en la localidad de Machagai, del entonces Territorio Nacional del Chaco, a fin de emprender un pequeño proyecto de producción hortícola que le permitiera sustentar a sus hijos, por entonces en edad escolar.
Como la política nacional de la época (década del ’30) era poblar el territorio “vacio” confiscado a los aborígenes, las autoridades fueron muy generosas y le adjudicaron un predio de tres hectáreas, a sola firma, y casi al frente mismo de la estación de tren, ya que el lugar estaba apenas poblado y todo estaba por hacerse.
María, como tantos inmigrantes y pioneros, convirtió el desolado lugar en un vergel de frutales, hortalizas, flores y aves que le permitió pagar meticulosamente su deuda con la Dirección de Tierras. Con el correr del tiempo, llegaron a la zona nuevos pobladores; se construyó una escuela, una plaza, una iglesia Católica y una Ortodoxa Eslava para los inmigrantes, una sala de primeros auxilios y negocios varios… El antiguo caserío apenas insinuado alrededor de la estación, se fue convirtiendo, poco a poco, en un pueblo con pretensiones de orden y formalidad.
Fue entonces que la quinta de mi abuela devino en un incordio urbano. Era un gran “lunar rural” que se interponía entre las viviendas de los vecinos y el Centro Cívico del pueblo. Para llegar a la municipalidad, a la iglesia o a tomar el tren, por ejemplo, había que rodear la extensa finca de María chapoteando en el barro o deshidratándose de calor, según el caso. Un verdadero calvario…
Años después de su muerte, y preocupado por esta incómoda situación, el intendente de Machagai me citó, junto a mis dos primas (las tres únicas herederas), a fin de solicitarnos la buena voluntad de lotear el predio para integrarlo al tejido urbano. En su mensaje nos explicó lo vital que era para el pueblo esta decisión ya que, de lo contrario, éste permanecería perpetuamente disociado.
Y ese es el motivo por el cual hoy yo estoy acá, después de un largo viaje desde Buenos Aires, donde resido desde hace años.
Hacía mucho tiempo que no veía a mis primas, pero descontaba que, por la admiración que sentíamos por nuestra abuela, los valores que ella nos había inculcado y el desinterés que debíamos sentir por la propiedad -ya que nunca habíamos puesto un peso ni esfuerzo en ella-, mi propuesta sería rápidamente aceptada; más aún, ¡muy valorada!
Durante el fatigoso viaje en el Águila Dorada, línea de ómnibus que une Retiro con el interior del Chaco, fui pensando qué bueno sería donar el terreno al municipio, a fin de lotearlo y usarlo en la construcción de viviendas para personas de bajos recursos. Quizás la Secretaría de Vivienda de la provincia podría sumarse y financiar las construcciones, y la gente pagar su propiedad en cuotas, etc. etc.… ¡Qué buen gesto! Sería como repetir la historia de la abuela, pero amplificada. Para honrarla, hasta pensé en el nombre del futuro barrio: ¡“Doña María”! Qué lindo sonaba…
Pero no fue tan fácil ni romántica la realidad.
Mi prima Griselda ni siquiera vino a la cita… Radicada en Paraguay mandó una carta anticipando su desinterés en resolver el problema. La abuela, el terreno y el pueblo habían quedado en el pasado de su vida, y ella solo estaba enfocada en su presente… y, un poquito, a penas, en su futuro cercano.
Vilma por su parte, que nunca había emigrado ni resuelto su situación económica personal, veía con mucho interés la posibilidad de seguir explotando la finca en forma integral. Es más, pensaba que las demás herederas debíamos cederle nuestra parte, para así ella convertirse en la única dueña. Me corresponde, decía, ya que nunca me fui del pueblo.
Al fin del día, y sin poder tomar una decisión por el momento, regresé a Buenos Aires en el Águila Dorada. En la negrura de la noche, lentamente, el ómnibus fue dejando atrás el pueblo y el, quizás, futuro barrio “Doña María”.
ÁNGEL CABECEADOR - Eduardo Sacheri
Estimado Sr. Zalazar:
Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión.
Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.
Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un
pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo.
¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.
Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados.
Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.
Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.
¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.
Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el Crítica del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.
Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. «Ángel cabeceador.» Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:
«Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres
mediante un goal anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por «una figura refulgente, dotada de alas a la espalda», que convinieron en definir como «un ángel». La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El team de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias.
Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos».
El artículo de Crítica que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota.
Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.
Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo.
Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.
¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.
Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas
del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.
Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra
provincia las cosas eran como aquí le relato.
En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.
Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca.
Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?
Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie.
Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como
me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.
A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno.
Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.
El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente
provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).
El hecho es que ellos llegaron pasadas las siete, molidos de cansancio y empapados hasta la médula. Y solos. Total y definitivamente solos. Yo los vi bajar, entre los insultos de los nuestros. Y aunque seguía viéndolos con rabia y –según me habían enseñado–como un absurdo obstáculo entre nosotros y la gloria, los compadecí un poco.
A las ocho arribó un Chevrolet nuevito y lustrado. Era el auto de Galindo: estanciero, presidente del club, dueño de la estación de servicio y de los silos, y número puesto para ser nuestro primer intendente. Primero bajó el propio Galindo, mirando y saludando a los diez curiosos que todavía no habían enfilado para las gradas. Después bajó el párroco, ayudado por el juez de paz. Y al final emergió un hombre petisito, casi calvo, con cara de empleado de correos o de algún ministerio.
Era Néstor Montero, el árbitro del encuentro.
«¿Viste, José, lo viste?» Terranova me sacudía la camiseta (ya estábamos cambiados) y me mostraba la escena, loco de contento. «¿Qué decís, Mario?», le pregunté sinceramente confundido. «Dale, José, ¿sos o te hacés?», me gritó muerto de risa, mientras se iba al trote para ajustarse los botines.
Cuando empezó el partido hasta para un caído del catre como yo se tornó evidente cómo venía la mano. A los cuatro minutos, y bajo un aguacero torrencial, uno de nuestros wines logró llegar a la línea de fondo. Cuando sacó el centro el seis de ellos lo cerró justo, y los dos rodaron sobre el césped anegado un par de metros fuera de la cancha. Un córner grande como una casa. El petiso se dirigió con tranquilidad al área y cobró penal para nosotros. Yo me volví hacia Rodríguez
porque no lo podía creer: por la mirada que me devolvió me percaté de que él tampoco. No sólo no había sido foul, sino que habían chocado fácilmente cinco metros afuera del borde del área. Ellos, por supuesto, protestaron como forajidos.
Pero entraron dos policías del destacamento y los ánimos se serenaron. Milano puso el uno a cero con un remate alto. En la tribuna los nuestros, ciegos de júbilo, festejaban ajenos a la mojadura.
Sin desesperarse, los tipos se nos vinieron al humo. En lugar de tocar cortito al pie, como la vez pasada, jugaban pelotazos largos, para no empantanarse en la ciénaga que iba creciendo desde el círculo central. Nosotros, presos de nuestro estilo llevador, terminábamos en el piso enredados con un balón que se frenaba en cada charco. El empate fue a los veinte: tocaron la pelota ocho veces desde el mediocampo sin que pudiésemos meter baza, y nos la mandaron guardar. Después amainaron un poco. Era lógico: el empate los sacaba campeones y las piernas, en
ese chiquero, pesaban como piedras.
A los cuarenta minutos conseguí tirar un centro sobre el área de ellos. El back la paró de pecho y la revoleó sin dejarla picar, como mandan los libros. El petiso, sin que se le moviera uno solo de los pocos pelos que tenía, fue y le cobró penal mientras se tocaba el brazo con una mano, como explicando la infracción. De nuevo el tumulto. De nuevo los policías. De nuevo los más serenos de ellos llevándose a la rastra a los más exaltados. El back, fuera de sí, buscaba a cualquiera que quisiera escuchar para explicarle que él la había parado bien, con el pecho, con los brazos
estirados hacia los lados. Nosotros caminábamos la cancha sin mirarlo. Ni a él ni a los otros. Por lo menos la gente, en la tribuna, gritaba de nuevo como loca. Yo tenía frío. Al entrenador de ellos se lo llevaron esposado, mientras puteaba al entero árbol genealógico del referí en medio de ademanes asesinos.
Milano puso el 2 a 1 y Montero nos mandó al vestuario. Cuando nos derrumbamos en las bancas, en lugar del tradicional barullo para darnos ánimo, nos sumergimos en un silencio de plomo. Cuando entró Carranza, el director técnico, nos pegó cuatro gritos para que levantáramos el ánimo y dio la charla como si nada. Dibujó en el pizarroncito ese que tenía, y nos regañó por un par de
distracciones groseras. Lo de siempre. Lo de cualquier partido. Yo no lo miraba.
Pasaba en cambio los ojos por los de cada uno de mis compañeros. Pero o no me vieron o se hicieron todos los desentendidos. Dos o tres veces estuve a punto de decir algo, pero al final lo pensé mejor y me callé la boca.
Al empezar el segundo tiempo el petiso, que había tenido tiempo de reflexionar en el entretiempo, trató de que el bombeo fuera menos evidente. Hasta cobró un par de foules a favor de ellos, claro que bien lejos del área. La cosa se complicó a los diez minutos, cuando ellos, que habían reiniciado su festín con los pelotazos largos a espaldas de nuestros centrales, consiguieron que esa masa deforme y pesadísima en la que se había convertido la pelota fuera de una vez por todas a poner el empate. La cancha era un lodazal. La mayoría de las camisetas estaban irreconocibles bajo el barro. Pero los tipos esos mantenían una claridad de juego envidiable. Bastó que consiguieran conectar cuatro pases seguidos para que nos empataran sin más trámite.
Montero, ya perdiendo la paciencia, hasta miró un par de veces al palco oficial como diciendo: «¿Qué más quieren que haga?». Pero se ve que era hombre de cumplir los pactos. Porque no habían pasado cinco minutos y nos da otro penal ridículo. Tumulto, el back del primer tiempo lo agarra del cuello al pelado, los policías se llevan al back a la rastra. Patea Milano, el arquero lo ataja. El otro lo hace patear de vuelta, arguyendo invasión de área. Nuevo amontonamiento, esta
vez con el arquero a la cabeza. Cuando el cross de derecha del guardameta se dirige a la mandíbula del hombre de negro, un compañero más sereno lo detiene a tiempo. Igual es tarde. Los policías custodian al arquero hasta el vestuario. Milano, abrumado entre el aliento de los optimistas y la cáustica deploración de los escépticos, logra finalmente convertir el tercero. Ya van como veinte minutos del segundo tiempo. Pero el petiso mira una y otra vez al palco. Su preocupación es evidente. ¿Cómo evitar un tercer empate? La primera excusa se la brinda uno de
los wines visitantes. Harto de que lo revienten a patadas toda la noche, apenas se levanta del decimoséptimo revolcón le pega un empujón, fastidiado, al defensor que acaba de partirlo. El árbitro, indignado ante semejante despliegue de violencia, expulsa al delantero sin más trámite. Los policías, que a esa altura tienen bien incorporada la rutina, ingresan al césped antes de que los convoquen. De paso, aprovechan el viaje para llevarse también al centrohalf, un perfecto caballero que, harto de contener a sus compañeros para evitar males mayores, se aproxima y le
grita a Montero un «coimero hijo de puta» a cinco centímetros del rostro.
El partido ya era ridículo. Once contra siete, en un fangal como ése, era una fantochada. Ellos trataban de tocar, pero cada vez que recibía uno el balón tenía dos tipos encima que, para colmo, le caminaban por la cabeza y se llevaban la bola tan campantes. Montero, bien gracias. Ya no miraba al palco, sino al reloj de su muñeca izquierda. Pero esos tipos estaban dispuestos a amargarle la noche. A los treinta y cinco minutos el centroforward logró llevarse (no sé como, en semejante pileta) el balón a la rastra entre los dos centrales. Nuestro arquero le salió un poco
y el tipo lo eludió con maestría. Baigorria (que así se llamaba el guardameta) le abrazó las piernas sin sonrojo alguno. El otro consiguió zafarse, pero en el trámite le dio tiempo a uno de los backs para que llegara de atrás y se lo llevara puesto con pelota y todo. No era uno, sino dos penales grandes como los anillos de Saturno. El petiso, sin inmutarse, cobró foul en ataque. Al delantero no necesitó expulsarlo. Los noventa y cinco kilos del back lo habían dejado en tal estado que a duras penas pudo arrastrarse hasta el vestuario. Como no tenían suplentes, siguieron jugando con seis.
Yo lo miraba una y otra vez a Gutiérrez, que era mi mejor amigo en aquel plantel del 39. Pero Gutiérrez se miraba los zapatos ensopados. Después miré a la tribuna. Era una fiesta. Y en el palco Galindo y los demás estaban de pie, saludando hacia los cuatro costados. Y yo tenía esa cosa en las tripas, una mezcla de frío y de asco y de ganas de vomitar el mate de la tarde.
En eso andaba cuando vino ese centro sobre al área nuestra. Recuerdo estar pensando en mis tripas y al instante siguiente salir disparado en persecución de uno de ellos que entraba al área y se perfilaba para el frentazo. Iban cuarenta y tres del segundo. De eso estoy seguro, porque nuestro coach estaba gritando como un desquiciado, con un pie dentro de la cancha: «Faltan dos, aguanten que faltan dos», como si lo nuestro fuese, en verdad, la titánica resistencia de un pelotón de
valientes.
En la certeza de nuestra total inmunidad, estábamos marcando como el mismísimo demonio. De otra manera no se explica que el win sobreviviente de Ingeniero Cabal, al que aritméticamente le correspondían dos marcadores fijos (ya que en jugadores de campo estábamos 10 a 5), haya podido parar la pelota sobre el lateral derecho, a veinte metros de la línea de fondo. Cierto es que uno de nuestros backs salió a marcarlo. Pero como iba cebado en la convicción de que, aunque lo partiese al medio, no iba a recibir siquiera una advertencia de Montero, en lugar de buscar la pelota le apuntó directamente a la sien derecha. El visitante quebró la cintura y lo hizo pasar de largo: el zapato asesino apenas alcanzó a peinarle un poco el pelo cerca de la oreja. El delantero levantó la cabeza y buscó a alguien en el área. El único que había era este detrás del cual yo había iniciado mi carrera. Era el once. Todavía tengo grabado el once de color rojo cosido en la casaca de rayas verdes y blancas. No fui el único que salió a marcarlo. Delante de
mí estaba Gutiérrez, mejor ubicado. Gutiérrez era un muchacho alto y ágil. En circunstancias normales hubiese debido ganar cómodamente el salto. Pero se ve que le pasaba lo mismo que al resto: ¿para qué saltar y arriesgarse a perder de arriba? Con Montero en la cancha, mejor abrazar al delantero por la cintura, sin pudor alguno, para evitar posibles cabezazos intempestivos. Total, Montero no iba a cobrar nada, y Gutiérrez lo sabía. Todos lo sabían. Lo sabía Galindo que lo había sobornado en el viaje hacia la cancha. Lo sabían ellos, que habían sufrido un bombeo como yo nunca volví a ver en un campo de juego. Lo sabía nuestro entrenador, aunque se empeñara en hacer como que no pasaba nada, gritando indicaciones inútiles desde el borde de cal. Y lo más doloroso de todo, para mí, era que yo también lo sabía. Por supuesto que, como todos, fingía jugar ¿Acaso todos los demás no estaban fingiendo? Galindo saludando desde el palco, Montero con su andar seguro y su cara de severa incorruptibilidad, el pueblo entero en las gradas, vociferando una alegría sucia y robada.
Fue como parte de la parodia que corrí detrás del once de ellos. Si sobrás en el área propia, faltando tres minutos, saltás con el rival que tenés más cerca. Lo hacés aunque un compañero tuyo se le cuelgue de la cintura. Aunque el pobre tipo haga un esfuerzo supremo por despegarse del suelo con Gutiérrez abrazado a sus lienzos. Lo hacés aunque Montero ya esté repasando mentalmente qué estupidez tendrá que cobrar para anular el gol si la pelota tiene la mala idea de terminar
dentro del arco.
Preste atención, amigo mío, porque fue entonces cuando nació la leyenda.
Porque el pobre tipo, con la agarrada y el empujón de Gutiérrez, iba a pasarse irremediablemente. Por más que se arqueara hacia atrás. Por más que intentase quedar suspendido en el aire la gravedad iba a vencerlo y la pelota iba a caerme a mí, justito detrás suyo. Todas las leyes de la naturaleza indicaban eso. Llovía a mares. Y la gente saltaba como loca. Yo pensé en mi abuelo. No sé por qué (o sí, pero no tengo ganas de contarle). Y pensé en Galindo saludando bajo su sobretodo azul, con ambas manos en alto.
Todo pasó tan rápido que apenas se vio. Y se sumaron varias cosas que crearon una situación verdaderamente caótica. Por empezar, la lluvia era una cortina. Tanto que a diez metros se veía borroso, sobre todo bajo la luz de esos enormes reflectores. El árbitro, que ya quería terminarlo, estaba casi en el círculo central, esperando cualquier excusa para concluir el asunto. Cuando la pelota, inexplicablemente, salió lanzada hacia el arco, el utilero del equipo, Monzón, pegaba el primer mazazo en el tablero de control de la instalación eléctrica. Se estaba tomando el laburo a conciencia, porque la orden venía de arriba. Otra genialidad de Galindo, para asegurarse, por si le fallaba el coimero. A nadie iba a ocurrírsele jugar otro día esos dos o tres minutos restantes. Cuando pegó el segundo mazazo la pelota acababa de entrar, porque me acuerdo de ver, con nitidez, cómo se sacudió la red en el ángulo, y cómo se desprendieron mil gotitas de los piolines empapados. Ahí las luces sí se apagaron en medio de chisporroteos
infernales. Los ojos de todos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando, nomás, algún relámpago nos iluminaba apenas un instante. Parecíamos todos fantasmas quietos. Y de nuevo se escuchaba solamente la lluvia.
Al ratito llegaron con algunos faroles. Cuando vimos al árbitro tirado en el piso lo cargamos entre varios y lo llevamos al vestuario. Entró el doctor Cerantes, bajo su piloto impecable. Lo desvistió con cuatro ademanes rápidos de sus manos finas y de dedos largos. Lo auscultó, le puso dos dedos en la carótida. «Paro cardíaco», dijo. «El esfuerzo, tal vez», agregó, y no habló más. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el palco para informar la noticia. En ese momento me pasaron los visitantes por al lado. Supe después que los subieron al camión que disparó
enseguida para el pueblo de ellos, y que llegaron sanos y salvos. El custodia que quedó con el cuerpo dijo un «pobre tipo» cuando lo vio tan blanco tendido sobre la camilla. «Morirse así, en semejante momento.» Yo lo miré a Cortés, que lo tuvo que haber visto. Porque cuando el policía iluminó el cuerpo con la linterna, por encima de mi aprehensión natural a mirar a un cadáver, le vi clarito clarito la marca roja un poquito encima de la tetilla izquierda. Con un palo no había sido, porque era una herida fea fea, como esas que deja un fierrazo pegado con toda la furia. Cortés me devolvió la mirada. Pero no dijo nada.
¿Entiende más o menos cómo fue la cosa? Claro que falta explicar lo del ángel.
Todo lo del ángel surgió después. Y ni siquiera sé bien de dónde salió. Yo lo leí recién en ese artículo que le trascribí al principio. De entrada entendí poco y nada, le soy sincero. Pero después entré a atar cabos. Y la imagen cierra. A esa altura de la noche, como ya le dije, no se veía nada. Las camisetas de ellos tenían rayas blancas y verdes, pero las nuestras eran completamente blancas, y los pantalones también. Y está el asunto del salto. Debe haber parecido un salto de otro mundo, pero sólo porque cuando los demás se quedan clavados al piso da la impresión de que el que salta, en realidad está volando. Piense que de inmediato todas las
miradas siguieron el recorrido de la pelota rumbo al arco. Y que de súbito una oscuridad abismal envolvió a la concurrencia. ¿Qué imagen quedó impresa en las retinas? La del chisporroteo fulgurante de las torres de luz, mezclada con el salto de esa camiseta inmaculada y blanca. La muerte del árbitro bombero era una confirmación de la intervención divina en el asunto: justicia celestial sumariamente administrada. Y por encima de todo: ¿de qué otra manera explicar la derrota, de locales, con una superioridad numérica de once contra seis, con un árbitro coimero
que te tira una mano bárbara? Armar y sostener la versión del ángel fue la única cura que tuvo mi pueblo para la herida de su orgullo.
Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a
cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...
Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: «A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?». Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: «Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?». Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.
Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.
Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo
finalmente las cosas en orden. La pucha.
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