Bloque 1/18 Consigna 4: Armar un cuento introducido por lo dialógico que esté situado en un pueblo donde las comunicaciones son difíciles o inexistentes, donde se hayan perdido las esperanzas y en donde la gente viva apenas de lo producido y muy modestamente. El personaje debe pertenecer al pueblo por función y no por nacimiento. Debe aparecer lo descriptivo en función del diálogo y la temporalidad debe ser fragmentaria.

Material de referencia:
CUERPO PRESENTE - Augusto Roa Bastos
CONTAR UN CUENTO - Augusto Roa Bastos
ÁNGEL CABECEADOR - Eduardo Sacheri

Producción de los participantes:
La Colorada - Marcela Ruz
Don Girondo y La Laila - Cristina Delea


La Colorada - Marcela Ruz

Llegaron con el tren. Eran distintos, muy distintos. Blancos, pecosos, pelo rojo, ojos azul lavado.

Hoy se murió la Colorada. Él ya hacía rato que tenía su cruz allá, bajo los álamos que habían plantado rodeando el cementerio. Nos juntamos en la capilla, íbamos a tener que ocuparnos del funeral, si ella estaba más sola que la vieja estación.

-Vaya a buscar a la Colorada ahorita mismo Juan, que su madre la necesita.
-Ya voy, tata, ya voy.
-Corra antes de que lo agarre a rebencazos, ¿que no ve que su hermano tiene que nacer?

Salí corriendo, en la siesta. Salté la cerca, pasé por la huertita y la llamé, apartando a las gallinas y los pollitos que picoteaban a la entrada.

-¡Doña, que dice mi tata que venga, que mi hermano tiene que nacer!
-Dígale que ya voy, m’hijo, y mientras pongan a calentar agua.

Y vino la Colorada y ayudó a nacer a mi hermano, que a la final fue una hermana. ¿A cuántos trajo al mundo? A toditos nosotros, dicen. Si antes que ella llegara estaba nomás la Justina para eso, pero ella era comadrona en serio, había estudiado allá, del otro lado del mar. Y si había que salir a caballo en medio de la noche, de la tormenta, ella salía. Le pagábamos con algún salame, pan, alguna gallina, lo que hubiera. Y si no había nada, con un “que Dios se lo pague” nomás. Así que Dios le debía unas cuantas…

-Vaya a pedirle a la Colorada unas semillas de acelga y que si tiene papines.
-Ya voy, mama, ya voy.
-Y de paso, pídale unos huevos, que ella sabe tener de más. Llévele esta harina y la gallina blanca.

Y ahí iba yo, a hacer el trueque. Dicen que antes que ella llegara nadie acá tenía huerta, no sabían de semillas ni de verdura. Algunos nomás tenían gallinas y, más afuera, cabritos. Si serían brutos…

-Ya es hora de que vaya a lo de la Colorada, a ver si aprende de una vez a leer y a escribir y a hacer las cuentas.
-Ya voy, tata, ya voy.
-Más le vale que vaya derechito y ni se le ocurra entretenerse por ahí.

Ahí, sentaditos en la puerta de la estación que era su casa, entre palabras lindas y un par de reglazos cada tanto, fuimos aprendiendo las letras, los números, las canciones. Cuándo había que plantar, cómo había que sacar los yuyos y ver si los bichos atacaban las plantas. ¿Para qué? Para que dejen de ser unos brutos, para que sepan que pueden ser mejores, para que tengan qué comer, nos decía. Que Dios no quiso mandarme hijos para que me ocupe de ustedes, mocosos del demonio. A las mujeres les enseñaba a hacer dulces y a tejer y a tener limpia la casa. Ella cada tanto iba a la ciudad y traía tantas cosas, caramelos, papel, lápices, hasta árboles chiquitos, para sombra y para fruta. Pero después el tren no vino más. Y salvo el cura y el médico, que venían con suerte una vez por mes, no vino nadie más. Más bien se fueron yendo, a otro pueblo o al otro mundo. Cada vez había menos frascos para las conservas, menos lana, menos hilo, menos papel, más soledad.


-El José se ofreció a hacer el cajón, va a usar las maderas del tinglado viejo. Vamos a tener que empezar a pensar en hacer los nuestros mientras quede madera y a alguno le den todavía los brazos -dijo la Justina, que había llegado arrastrando las alpargatas, las várices y el resto de su cuerpo desvencijado.
-¿Y quién va a ayudar a parir ahora?
-¿A parir? Acá ya no queda nadie por nacer.


Don Girondo y La Laila - Cristina Delea

El está cansado, arrastra la mula y su carromato, vieja rutina que no tiene que no tiene fin. Las ruedas van girando con la lentitud que traen los años, van, vienen, vienen y van. Doña Laila lo ve pasar, parando casa por casa. El llega, todos los días llega, dice la vieja Laila. Para empezar el día ella espera su pasada, y sí bueno todos lo esperan, bah, bueno los poquitos que quedan dicen al pasar. Y por ahí va yendo El Girondo, con su mula y carro repartiendo el pan recién horneado, leche, huevos y así años y más años van pasando. Todos lo conocen y El también los conoce a todos. Dice la Laila que es hombre de valor y de trabajo, dice que cuando pasa ya no está sola. Girondo sigue y sigue, se sabe necesario, su pueblo está aislado y allí tienen hambre. Aumenta y aumenta la hambruna, cuando se vino el río y se fue el tren, las doñitas lloraban lágrimas descoloridas y se preguntaban y ahora qué. Así fue que sucedió hace tanto tiempo atrás, tantos años que muchas vidas también pasaron, simplemente dejaban y seguían estando entre murmullos pisadas y vientos entreverados que así nomás abrían y cerraban puertas.
Dice Girondo no sabemos nada de afuera y La vieja Laila viva como zorra, como zorra vieja remata ‘Si, vio Usted, ya no nacen niños aquí ‘ Y dice que los días pasan lentos, que son todos iguales, que se repite, y se queja la Laila. Ella sabionda por los años piensa ‘parece que la vida pasó sin siquiera haber empezado’.
Parece estar hasta el tiempo detenido, Don Girondo lo sabe, ve que ni las hojas de los arbolitos escuálidos que todavía quedan, ni ellas pobrecitas se mueven.
Don Girondo lo sabe y lo repite a su paso con su voz quebrada y cansada, él lo dice Todo está quieto. Yo también. El está aquí, y antes mucho antes él ve lo mismo. El entre voz entrecortada y pausa suspirando dice ‘Desespero, tanto, hay tanta hambruna’ La Laila lo ve tan entristecido porque lo que Girondo da no alcanza en un llanto de dolor incontenible El le confiesa ‘estoy sin fuerzas, no puedo seguir, pronto me iré ….’.
Con la luz del amanecer, Laila vuelve al ritual de hacer su fueguito, se acomoda al amparo del hornito de barro que le hizo mucho antes su José. El se le arrima cada tanto, se acerca con un vientito que se hace sentir suave y sutil, él aparece y Laila le habla, le dice que lo esperaba hoy, que se está quedando solita, muy solita. Está allí con su soledad inmensa, mirando, viendo eso que se percibe cuando importa tanto, estando así en su mundo ni de aquí, ni de allá, va viendo caer a Girondo con su mula su carro. Laila vio que el corazón de Girondo se detuvo, se quedó quietito hasta que mansamente se entregó .
Fue entonces que pocos, muy pocos quedaron, se fueron como esfumados en el aire, la nada se hundía en la nada. Estando así las cosas pasó que la Laila también se fue hundiendo, apretujándose a sí misma,menuda y sin fuerzas sintió ese vientito viejo de antes, de muy atrás y se acercó el José que le susurró despacito ‘Vamos’.










CUERPO PRESENTE - Augusto Roa Bastos

Acostado en su caja, a la luz de las velas, duerme a pierna suelta, muy tranquilo. Un poco menos oscuro que de costumbre; lleno de esa ciega confianza que se tienen los muertos recién muertos cuando sienten que ya no forman parte más que de sí mismos, y tanto les da seis como media docena, el poncho de Macabeo o las espuelas del gran visir. Una cara sin pasado vuelta al pasado, la última cara del viejo. A través de los párpados arrugados, una rajita turbia color vientre de pescado. Mira como si no mirara, y cualquiera sabe lo que está viendo. Entre aves y salves nos agachamos sobre esa luz seca que sale de sus ojos; todo él sigue estando allí, pero no es él sino su recuerdo; su cara va siendo rápidamente la cara desconocida de un extraño, dormido en esa canoa toda labrada, demasiado paqueta para una navegación tan pobre. Porque mire que emperrarse en morir en una noche como ésta. Pero él ha sido siempre así; era de los que viven esperando que pase lo que no puede pasar, y del Evangelista seguro tomó eso de que no hay muerte porque aquello que fue antes ya ha pasado. Sin revés ni derecho, el hombre ese que nos ha dejado el cuerpo como quien regala algo que ya no le sirve.
Con el pueblo rodeado por las tropas a la espera del combate del amanecer, poca gente es la que se ha animado a venir. Unos cuantos viejos y viejas, chicos y perros friolentos y asustados por los disparos que de a ratos cosen la noche. La gente del circo acaba de llegar; se acomodan por los rincones como si todos ellos caminaran ahora a pasitos sobre un alambre. Pálidos, desteñidos, dos veces extraños. Sin su barba postiza, la mujer del propietario es ahora cuando tiene una cara angulosa y hombruna. Buscamos tener espacio, pero el rancho es pequeño y la noche es fría. Con ellos ahí nos ha entrado una especie de modorra. La pareja de enanos, tomados de los dedos como los novios de una postal, contempla al muerto; sus barbillas ronzan husmeadoras al borde de la caja. Junto a la puerta, María Dominga Otazú, la dueña de la casa pública, se ha puesto a hablar con el domador cuya cabeza toca el techo; tiene los cabellos rubios y lacios casi tan largos como las crenchas de María Dominga, azules de tan negras, que le llegan a la cintura. Mi primo, el Juan de Dios, me dice al oído algo que yo no quiero oír porque estoy en otra cosa. En un rincón, la volatinera explora el misterio de las sombrillas viejas y remendadas que el ex telegrafista usaba de día por el sol y de noche, cuando había luna, por miedo a las ronchas que le sacaban en la piel; y eso a pesar de andar siempre bien emponchado, en invierno y verano, hasta dentro de su casa. La volatinera va desplegando una a una las rotosas sombrillas de mujer. De cada chasquido herrumbroso, los guiñapos se abren entre los reflejos de las velas como grandes girasoles o las victorias-regias que el maestro Cristaldo ha sembrado en el riacho.
¿Lo mataron las balas?, pregunta el dueño del circo. No, dice doña Dolores, sufría de fuego ensorbido. Eso no mata a nadie, dice el piromaníaco acariciándose los bigotes, que ahora de cerca parecen postizos. Qué sabe usted, dice la curandera.
En varios sitios a la vez surge a pedazos la historia del viejo que nos está mirando con su burlona mirada de muerto. De modo que una vez más, la voluntad de la palabra cumple el milagro de dar siete vueltas a la vida de un hombre; de matarlo y resucitarlo muchas veces, sin que a él se le importe ni una, disfrutando sin apuro de su muerte, botado en la canoa sin proa, sin popa, sin remos, lista para navegar ahora bajo tierra hasta dónde, hasta cuándo, hasta el Día del Juicio Final, por lo menos; no vayamos a quedarnos cortos.
En otro tiempo, El Chepé Bolívar era otro hombre sin dejar de ser ése que está ahí, dormido por primera vez como un bendito después de veinte años de no dormir ni de noche ni de día por el pasmo de sangre. Me acuerdo de cuando se largó a llover los cuarenta días del Diluvio. No había más aviso que un vaho de agua quemada friéndose al principio en los terregales del otro lado del cerro. Días antes, las escamas de los cardos se entupieron como puños; después soltaron a volar sus semillas como hormigas voladoras. Luego los signos se hicieron más claros. Las golondrinas raspan el suelo al volar, había dicho con su mirada de muerto Chepé; andan buscando a la Madre del Agua. Las perdices se revolcaban en el polvo como las gallinas. Notamos que los murciélagos ya no salían a revolotear a la caída del sol. Pero nadie pensaba que esas pequeñas cosas iban a traer tanta agua. Desde las heladas de junio duraba la sequía, y de repente la lluvia se apuraba a matar el polvo de tantos meses. Durante unos cuantos días el cielo se rompió en pedazos de agua; no se veía más que esa masa líquida que se desplomaba por todas partes y que parecía volver a subir para caer con más fuerza que la torrentera del Salto del Guairá. El río salió de madre, arrasó la laguna cubierta de las victorias-regias del maestro Cristaldo, y llegó hasta los aleros de los ranchos del bajo. Pero hasta por las calles del pueblo pudimos trajinar en canoas salvando gallinas y colchones, cacerolas y chucherías, que costaron por lo menos la vida de un hombre arrastrado por las aguas; vaya usted y eche las cuentas, pero a la hora del desastre todo parece que toma otro valor y a uno le duelen en las encías las muelas que perdió hace tiempo. Usted dice que no, pero sí.
En su caja labrada el Chepé Bolívar y en su cachiveo el maestro Cristaldo andaban bogando detrás de los cedazos del maíz-del-agua que se metían en los patios o encallaban contra las tapias con sus espigas y pimpollos muertos adentro. Yo quise acercarme, pero el maestro me mandó que me fuera a ayudar a los de casa. Nuestro padre andaba con el pleito de salvar a sus gallos de riña. Me dejé ir en la correntada buscando abogados, todos esos a los que yo no quería en el pueblo, y que ahora me iban a dar el gusto de salvarlos después de muertos: el cura Ascensiu, el alcalde, Juanchí mi primo, la vieja Jobiana de la Cofradía y la Orden Terciaria, que siempre me pescaba cuando subía al campanario para el repique. Uno a uno los iba a sacar con un palo diciéndoles las cosas que les tenía guardadas. Después salvé a la perra de María Dominga, que se había refugiado con sus siete cachorros entre la paja del chiquero de su casa. María Dominga me regaló uno de sus cachorritos, el que después fue el Chimbo, y me dio un beso porque me había portado, dijo, como un hombre hecho y derecho. Ponderó mis ojos que, según ella, eran muy grandes y miraban muy lindo. Me dijo también que cuando estuviera más crecido iba a gustar a alas mujeres porque yo tenía eso que ellas buscan en los hombres. Que sea pronto, dije entre mí. María Dominga sabía ser zalamera, a ella no le costaba, cuando quería. Aparte, yo le había salvado su perra y los perritos. También después su teru-teru y un colchón, que mejor así se dio una lavada de todas sus manchas. Claro que nada de esto es lo que cuenta un lo que voy diciendo. La broma es que para hablar de algo, uno siempre habla de otra cosa. Lo que está en el medio tal vez es lo que importa, pero quién sabe cómo decirlo; ya sabemos, la mejor palabra es la no dicha, y si me apuran le diría que hasta la luz es negra del revés; pero quién se anima a eso, quién se anima a estar mudo sin estar muerto y dejar al mono la palabra, si ya sabemos que no es para él esa banana. Todo es y no es; lo cierto fue que el chaparrón de cuarenta días se desobligó; lo vimos adelgazar poco a poco, se hizo lluvia mansa, los goterones se volvieron cada vez más chicos, y tras una garúa casi tan fina como el caer del relente, el Arco-de-Noé se pintó en un cielo lavado y nuevo. A lo lejos, entre los árboles enanos por la creciente, el puente parecía un puente de juguete; ese puente que es un poco el hueso negro de nuestra desgracia. Antes daba sobre el camino real, apuntaba hacia otros pueblos, retumbaba con el paso de los carros, de la gente, de los animales. Después fue como virando hacia la nada; se apartó del camino; quedó sobre el riacho de agua estancada después sobre un banco de arena cubierto de yuyos, nada más que para recordarnos otro tiempo en que esperábamos un tiempo mejor que éste, que ya no vendrá, que ya vino, que tiene que venir cuando el gallo tenga dientes. Pero dejemos también esto. Dicho. No lo voy a aburrir. A lo nuestro.
Al año de la aguazón, cuando el camino real volvía a pitar otra vez su humito colorado, llegaron unos carretones grandísimos, adornados con muchos perifollos y gallardetes, en medio de una fanfarria muy alegre. Abarrotados con su cargamento de palos, cajones y jaulas de todos los tamaños, avanzaban bamboleándose recostados contra el cielo del atardecer. Hombres y mujeres teñidos de punzó venían haciendo piruetas sobre los carros y tocando como locos instrumentos de banda. Y de tanto en tanto el ruido de las fieras, que de lejos parecían levantar los carros en el aire. Yo me sentí como si de golpe me hubiera perdido peso; miré a Chepé, que no había movido la cabeza y seguía labrando su caja como si tal cosa. Después dijo: Hace veinte años que no venía. Vaya a su casa y procure desde ahora convencer a su padre para que le dé los patacones de la entrada, porque lo que usted ve llegar ahí es un circo. Cada palabra entre los golpecitos del escoplo, como ahora cuando uno lo siente entre los silencios de las conversaciones sonando todavía en alguna parte. Pero como la dicha no brilla sino en la cabeza de los santos, a los pocos días cayó también la otra plaga de la revolución. Ya empezó otra vez la minga de balas, dijo nuestro padre al ver bajar del tren a los soldados con impedimenta de guerra. Tropa de Villa Encarnación, dijo, y traen cara de sublevados. Vienen a ocupar el puente como siempre y a jodernos la pava. A ojo nuestro padre se adelantaba a las cosas; antes de que cayeran las primeras hojas ya sabía qué viento iba a cortarlas. Se levantó sin apuro, arrancó del guayabo su cuchillo de matarife, y se puso a afilarlo en el molejón. En las revoluciones él carneaba para las tropas.
Los leales cayeron al día siguiente, y el combate reventó desde por la madrugada con un sol jabonoso que ponía resbaladiza la luz. Las chorreras de uniformes arrastraban de un lado a otro sus remolinos de hojas secas; un tira y afloja de fuerzas parejas los dos vientos contrarios. Algo lindo de ver desde lejos; el reguero de la balazón tejiendo hilos de fósforo entre las islerías, de monte a monte, de barranca a barranca, de un día a otro; aunque claro, más divertidas eran las funciones del circo, pero agua pasada no quita sed, y el desmadre de las tropas no iba a acabar en un día o dos. Hacia la oración, el tiroteo amainaba; los dos bandos recogían y enterraban a sus muertos, en la nochecita. Durante esos silencios prestados por las balas, volvían a oírse los lamentos de las fieras al olor de la sangre fresca.
Estando a lo peor, alguien trajo la noticia de que Chepé Bolívar había muerto. ¡A buena hora!, dijo nuestro padre. Y ahí está el ex telegrafista en su caja, labrada a escoplo y paciencia durante veinte años. Indiferente a todo. Pero la verdad es verde y quién puede adivinar las corazonadas de un muerto.
Verá usted, dice nuestro padre al dueño del circo, ese hombre hubo de morir hace una punta de años. Y figúrese qué momento ha elegido. ¿Elegido?, dice la mujer barbuda con su otra cara flaca y lampiña. Vida no es segura hasta la sepultura, refranea doña Dolores, la curandera. El hombre cuando durmiere, no resucitará, ha murmurado hace un rato Jobiana, casi invisible de tan vieja. Silveria Zarza sirviendo mistela en los vasos: El telegrafista ha muerto porque tenía que morir no más. Ha estado esperando su muerte demasiado tiempo, dice.
Y así, toda la noche, esas pavadas y zonceras que se dicen en los velorios para calentar un poco al muerto que estrena su muerte y que de entrada parece quedarle un poco chica. No a Chepé Bolívar, que se la había probado costura por costura durante veinte años. Pero, un momento, dice Coriolano el payaso: Ya no entiendo nada. ¿Cuándo murió el telegrafista? ¿Ahora o hace veinte años? Aquella noche, dice nuestro padre, después de la payasada del fusilamiento con el que trataron de asustarlo, casi lo mataron a palos. ¿Pero por qué?, dice el dueño del circo. Y alguien por lo bajo: Porque Dios premia a los malos cuando son más que los buenos. Ya le digo, dice molesto nuestro padre, porque seguía negándose a transmitir esa noticia que era una trampa de muerte para los revolucionarios. También para salvar al pueblo de la destrucción, agrega doña Dolores Bichofeo. ¡Entonces ese hombre es un héroe!, dice Coriolano enjugándose el sudor con un inmenso pañuelo. Puede ser, dice nuestro padre, nunca se supo. Puede que también Chepé Bolívar únicamente moviera la cabeza por el susto. Tenía ese impedimento: cuando algo lo asustaba mucho, se le iba la memoria y se le iba la voz. Después no se acordaba de nada, así que no pudo contar lo que realmente había pasado. Y otra vez el payaso: Pero un momento, me caigo y me levanto. Tener miedo es una cosa, pero tener miedo al miedo ya va siendo otra vez valor. No pudo hacer otra cosa, dice nuestro padre. Y después, bebiéndose de nuevo todo el vaso vacío: Si a usted le dan un huevo, ¿cree que todavía puede elegir? Sí, dijo al tiro Coriolano, puedo elegir entre comerlo y no comerlo. Bueno, dice nuestro padre, él se sentó a empollarlo durante veinte años. El huevo de su muerte. Me comprende. Y ahí lo tiene.
Hay un silencio punteado por tiros cercanos. Les responde un rugido que solloza por una selva lejana. ¿Y quién les dice que no murió aquella noche?, dijo de pronto como suspirando sus pensamientos el maestro Cristaldo, a quien hasta ese momento nadie había tomado en cuenta. ¿Cómo?, dice la mujer sin barba. Y el maestro: Todos, en alguna época de nuestra vida, morimos sin ser enterrados. Sí, dice con rencor nuestro padre, y cuando nos acorralan adentro cagamos de ventana y el culo a la calle. ¡Herejes, animales!, clamó Jobiana, y no podía saberse si lo decía contra las fieras, contra los que se estaban matando a tiros hasta en sueños, o contra los que adentro velábamos a Chepé Bolívar, muertos de risa por la ocurrencia de nuestro padre, que seguía no queriéndolo hasta después de muerto. Solo el maestro Cristaldo no reía; la sombra de un hombre puesta de canto, de puro flaco y transparente. Ni caja ni hoyo, nada más que un canuto iba a necesitar cuando se muriera. ¡Se parece a usted!, exclamó de repente la enana Amalberga apuntando la nariz de Chepé y volviendo hacia el maestro su cara toda amontonadita alrededor de los ojos, extrañamente brillantes. Y otra vez la risa nos rompió la boca. Jobiana empezó a rezar fuerte.
Entre vuelta y vuelta de mistela y rosario, la insignificante dama Amalberga se ha dado maña para empezar a tejer una guirnalda, que ya la supera en altura. Las manos regordetas, los dedos de una sola falange trabajan con una ligereza increíble. No se ve más que el chispear de la esmeralda de vidrio en las sortijas de latón que lleva en los pulgares. Mientras ella teje, su solícito caballero Malcolmo sale y vuelve cargando brazadas de paja brava, de ruda, de vincapervinca. Para escapar del sueño, del aburrimiento, los hombres se han puesto a contar casos y sucedidos; entre las telarañas que salen por las bocas parecen de otro mundo. Nuestro padre ya ha hecho conocer a los visitantes su historia preferida: la de nuestro abuelo Pancho, que en la hora de su muerte se burló cruelmente de las autoridades del pueblo. Vinieron el jefe y el juez, ha dicho como siempre, y se sentaron uno a cada lado del moribundo. Este no despegaba los labios, y como se hacía tarde, el juez le dirigió la palabra diciéndole que ahí estaban los dos a la espera de sus órdenes. Les gradezco, dijo el moribundo. Les he hecho molestar porque quiero tener el gusto de morir como murió Nuestro Señor: entre dos ladrones. Y no les dio tiempo ni siquiera a protestar.
Cuando ya no le alcanzaron los brazos ni las patitas, la enana se ha subido a la silla; ha volteado la corona y metiéndose adentro se ha sentado en el piso, nuevamente como una dama, a continuar el rigodón de las manos. El caballero Malcolmo entra y sale, corre, vuela como un murciélago, se mete por todos los rincones acarreando los desperdicios que encuentra: flecos de ponchos, traperíos, plumas, yuyos secos, huesos de pescado, montones de tapitas de cerveza, como si quisiera probarse a sí mismo que voluntad es vida y muerte es enojo. Creo que vamos a acabar todos de cabeza en la corona, dice nuestro padre. En un rincón, María Dominga relata al domador sus peregrinaciones de promesera por los lugares santos. Detrás de sus sillas, por entre las cabezas con pelo de mujer, negra una, rubia la otra, veo afanarse a Amalberga y andar por el airea Malcolmo, los dos muy hermosos, de una hermosura increada, pequeñísimos en una inmensidad disminuida por la lejanía de los ojos entrecerrados.
Únicamente después de eso me pongo a trabajar, dice María Dominga con una sonrisa, juntando su cabeza negra a la melena amarilla que huele a león. Y en ese momento es cuando Malcolmo, en una de sus evoluciones, tropieza y tumba un candil sobre la corona, que empieza a chisporrotear. Un círculo de llamas se levanta alrededor de Almaberga, y una humazón con olor a chamusquina de cosas viejas y animales muertos llena el rancho y hace toser y llorar de risa a todo el mundo. También el muerto dentro de la caja tose y se retuerce de risa. Nadie se salva. Malcolmo tiende la mano a su dama que con un vuelo muy gracioso, como en el circo, salta a través de la corona de fuego y cae sobre las piernas de nuestro padre; ¡zape bicho!, dice éste y se la sacude del tirador como a una garrapata prendida a un desnivel de humanidad. El tragador de fuego apaga la corona con un aletazo de su impermeable lleno de remiendo. Tan vivo ha sido el fulgor, que no nos hemos dado cuenta de que está empezando a amanecer. Después hemos salido cargando el cajón que parece de hierro, que se nos quiere ir al fondo a cada paso.
No pueden pasar, dijo el sargento de un retén, el cementerio está en la zona de combate. Pónganlo provisorio al muerto por ahí, hasta que terminemos este negocio. Durante un buen rato anduvimos dando vueltas con la caja por los campos lechosos de helada; después, de regreso por las calles del pueblo que parecían de vidrio. No éramos muchos; en hombres, apenas lo justo para cargar ese cajón interminable como un recuerdo. Los saltimbanquis se habían ido a dormir. En el vapor de la amanecida, ácido por el gusto a pólvora y el humo al muerterío de tres días, avanzamos hacia cualquier parte. Sobre la caja, la corona carbonizada brillaba en la neblina con el lustre de una fruta nueva. Alguien indicó el potrero municipal, detrás de la iglesia. Mientras resonaron las palas contra el barro endurecido, estuvimos ahí mezclando la lana de nuestros alientos, balando fuerte las oraciones para tener algo con qué taparnos.
En eso estábamos, cuando de repente un relámpago amarillo y azul se encendió en la falda del cerro. Luego otro y otro. Los truenos reventaron pesadamente sobre el valle. Creíamos que volvía a caer el diluvio. Pero luego era el repiqueteo de las ametralladoras y la fusilería que se desparramaba por todas partes. Fue la mañana en que las baterías del gobierno bombardearon el puente y lo partieron por la mitad. Ese mismo día los leales ocuparon el pueblo. El circo dio dos o tres funciones para los soldados, y se mandó a mudar a otra parte con su gente y sus animales. Todo como al principio, y nosotros con las ganas de que volviera a empezar.

CONTAR UN CUENTO - Augusto Roa Bastos

-¿Quién me puede decir que eso no sea cierto? -farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y circunspecto, adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de decir y que resultaba increíble aun contado por él.
-Pero hay una realidad que no se puede falsear impunemente -apuntó alguien no con ánimo de rebatirle desde luego sino de aguijonearlo un poco.
-¿Cómo? -se hizo repetir la frase apantallándose la oreja con la mano, despectivamente-.Claro, eso que la gente satisfecha llama la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha vivido demasiado para saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al final le queda al que más sabe? Esto... —dijo haciendo sonar las uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga-. ¿Quién puede adivinar los móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos nada más que por la fuerza de la costumbre. El de ese hombre del barrio de emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero? Ahora está de moda hablar de la realidad. Típico reflejo de inseguridad, de incertidumbre. La gente quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es la realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe todavía. Para mí la realidad es lo que queda cuando ha desaparecido toda la realidad, cuando se ha quemado la memoria de la costumbre, el bosque que nos impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear los ojos. Toquen la punta de esa mesa, o una tecla en el piano. ¿Hay algo más fantástico que el tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que vibra un momento y se apaga?... -se puso los dedos sobre los labios para desinflar despacito la pompa de un eructo-. ¿Y la vida de un hombre? ¿Pero es que alguien sabe de ese condenado a muerte algo más que los garabatos que deja arañados en las paredes de su celda? Y a veces esos borrones despistan todavía más porque los cargamos con nuestra propia agonía o indiferencia... -el picor de la acidez se le demoró un instante en el fruncimiento del ceño, en la comisura de los labios.
Nos miramos disimuladamente: era muy raro que el gordo se pusiera patético o sentimental. Ahora mismo sus ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus palabras.
-¿Saben lo que pasa? Se habla demasiado. El mundo está envenenado por las palabras. Son la fuente de la mayor parte de nuestros actos fallidos, de nuestros reflejos, de nuestras frustraciones. La palabra es la gran trampa. Es muy cierto eso de que empezamos a morir por la boca como los peces. Yo mismo hablo y hablo. ¿Para qué? Para sacar nuevas capas de cebolla. Por ahí no se va a ningún lado. Habría que encontrar un nuevo lenguaje, y mejor todavía un lenguaje de silencio con el que nos podamos comunicar por levísimos estremecimientos, como los animales -¿no se dan cuenta qué libres son ellos?-, por leves alteraciones de esta acumulación de ondas congestionadas que hay en nosotros como un forúnculo a punto de reventar. Un pestañeo apenas visible resumiría todos los cantos de la Ilíada, incluso los que se perdieron. Un pliegue de labios, todo Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes, tan aburridos e ilegibles ya. Los gestos más largos expresarían los hechos más simples: el hambre, el odio, la indiferencia. El amor sería aún más simple: una mirada y en esa mirada, un hombre y una mujer desnudos, desnudos de veras, por dentro y por fuera, pero conservando todo su misterio… ¡Qué sé yo! No se sabe nada de nada. En esta carrera nadie tiene la precisa. Póngale la firma… -su expresión volvía a ser apacible, neutra-. Si en el país de los ciegos te falta un ojo, quítate el otro, solía decir mi abuelo, un viejo alcahuete que supo andar en la lluvia sin mojarse. Y tenía razón. Lo que no quiere decir que un ciego sea precisamente el testigo de lo invisible, aunque a veces… -se interrumpió como si de pronto se le hubiese escapado la idea que quería expresar; y tras una pausa, semblanteándonos fijamente uno por uno-: Ya Séneca decía hace dos mil años: “¿Con quién podríamos comunicar? “. ¿Y qué corno sé yo, porqué no se lo preguntan a Mongo?
Él mismo tenía un aire de apacible, inerte, fofa irrealidad. Aun en el momento de hablar y mover unas manos pálidas y blanduzcas de pianista en relâche. Obeso y enorme, desbordaba el sillón en que se había arrellanado. Su cuerpo estaba anclado en algo más que en el peso de la carne y su invencible molicie. El mismo aire que se cernía sobre él parecía aplastarlo, deformarlo, hinchándolo y deshinchándolo desde adentro en la respiración. En el semblante apoplético la boca, que no había perdido del todo su bello dibujo, era lo único que resistía la devastación. Encerrados en la masa de tejido adiposo parecía haber dos hombres que no querían saber nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían fundido finalmente, pero aún trataban de contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de los dos tenía remedio, al menos el uno en el otro. La ronca y monótona voz servía sin embargo a uno y a otro, por igual, sin favoritismos.
Para qué entonces preguntar, explicar nada -agregó tras una pausa en la que estuvo mordisqueando la despachurrada punta del cigarro-. Leonardo hizo un león. Daba algunos pasos, luego se abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese león… -pero volvió a callarse. Sobre la cara abotagada jugaba una sonrisa muerta.
Creo que ninguno de nosotros pensaba en alguna objeción en ese instante, ya olvidados del cuento que había comenzado a relatar a propósito de unos emigrados que consiguen asesinar al embajador de su país con la ayuda de un ciego. El gordo sostenía que el ciego había apuñaleado al militarote, sentenciado desde hacía mucho tiempo por sus actos de sevicia y por haber organizado y dirigido el aparato de represión del régimen. El atentado y el crimen eran absurdos e increíbles, según el relato del gordo. Pero a él no se le podían refutar sus ocurrencias. Había que oírlo simplemente. No porque fuera incapaz de escuchar a su vez, sino porque uno lo sentía impermeable a las opiniones, a la incredulidad de los demás. No era quizás egoísmo o infatuación. Era un desinterés, una indiferencia parecida a la desesperanza, que él trataba de disimular con el humor de un sarcasmo vuelto otra vez inocente. Más de una vez sospeché que era un poco sordo y que se defendía de esa manera de la humillación de admitirlo.
Lo que acababa de decir, por ejemplo, no tenía ninguna relación con lo que anteriormente estaba diciendo. Pero él saltaba así de un tema a otro sin transición, o buscándonos al “pálpito” en medio de bruscas interrupciones, de largos e impenetrables silencios, entre sorbo y sorbo de ginebra, tras los cuales hacía girar la copa con una especie de rítmico tecleo de sus uñas en el vidrio. Nunca se sabía cuándo decía un chiste o recordaba una anécdota, ni en qué momento concluía un cuento y empezaba otro sacándolo del anterior, “despellejando la cebolla”. Pero nunca conseguimos hacerle contar por qué había dejado su carrera de concertista de piano en la que llegó a alcanzar cierto renombre, luego de aquella gira por las ciudades del interior en la que se vio envuelto en un absurdo lío con la esposa de un gobernador. Lo que se sabía era vago e incierto, y a pesar del escandalete que adobaron en su momento algunos diaruchos de provincia, era casi seguro que a él no le cupo otra culpabilidad que la que la confabulación de las circunstancias pudieron atribuirle. Habían pasado muchos años. Él nunca quiso hablar de eso. Cuando alguien insinuaba la cosa, se quedaba callado. Los ojillos enrojecidos que parecían no tener iris, parpadeaban lacrimosos, renuentes, y se quedaban amodorrados un largo rato. Pero uno de nosotros descubrió una vez, entre las páginas de un diccionario de música, la fotografía de una hermosa mujer con una dedicatoria un poco cursi e ingenua que delataba a la dama provinciana de la historia. Un tiempo después la fotografía desapareció también, y en su lugar el gordo colocó una obscena viñeta recortada de cualquier revista de pornografía barata, para irrisión de futuras indiscreciones.
No teníamos más remedio que aguantarlo. Lo escuchábamos impacientes y ávidos porque siempre podíamos aprovechar algo en nuestras colaboraciones para las revistas. Su repertorio era inagotable. Jamás repetía sus cuentos. Creo que los inventaba y olvidaba adrede. Nosotros traficábamos con su desmemoriada prodigalidad, si bien casi siempre teníamos que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e inventaba, completando esas frases que se comía, esas palabras que eran inentendibles gorgoteos, esos silencios. Él se divertía a nuestra costa, eso era seguro, atormentándonos con su endiablada, voluble, casi indescifrable manera de contar. El gordo se reiría en sus adentros de nosotros, pero el irregular balanceo de su abdomen lo disimulaba muy bien.
Esa noche no éramos muchos. Tres o cuatro a lo sumo. Hacía calor. Estaba más lúcido e inerte que de costumbre. Hablaba, bebía y callaba. La gruesa nariz y la frente que se extendía hacia la calva orlada de ralos cabellos grises, estaban punteadas de incontables gotitas. Se pasaba la mano, borroneaba la floja piel, pero las puntitas volvían a brotar en seguida. Me parece estar viéndolo todavía.
Contó varios cuentos. Quizás fueran uno solo, como siempre, desdoblado en hechos contradictorios, desgajando capa tras capa y emitiendo su picante y fantástico sabor. Luego de la alusión a la realidad insondable y al león lleno de lirios de Leonardo da Vinci, empezó a relatarnos la historia del hombre que había soñado el lugar de su muerte. La contó de un tirón, sin más interrupciones ni digresiones. El hombre vio en sueños el lugar donde había de morir. Al principio no se entendía muy bien dónde era. Pero el gordo, contra su costumbre, se explayó al final en una prolija descripción. Contó que el hombre vivió después temblando de encontrarse en la realidad con el sitio predestinado y fatal. Contó el sueño a varios amigos. Todos coincidieron en que no debía darse importancia a los sueños. Acudió a un psicoanalista que sólo consiguió aterrarlo aún más. Acabó encerrándose en su casa. Una noche recordó bruscamente el sitio del sueño. Era su propio cuarto en su casa.
La voz del gordo se quebró en un ronquido. Señaló algo con la mano, delante de sí. Giramos la mirada siguiendo el gesto torpe y pesado, sin comprender todavía. No había nadie en el hueco de la puerta, pero por un instante yo sentí en la nuca una ráfaga fría. Pensamos en alguna nueva ocurrencia del gordo. Sólo cuando nos volvimos hacia él comprendimos de golpe; lo que el gordo había descrito punto por punto era el cuarto en que estábamos. Tenía la cara lívida, viscosa. El húmedo cigarro se le había caído sobre el pecho que ahora ya no se hamacaba en el blando jadeo. Los ojillos vidriosos se hallaban clavados en nosotros con una burlona sonrisa.


ÁNGEL CABECEADOR - Eduardo Sacheri

Estimado Sr. Zalazar:
Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión.
Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.
Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un
pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo.
¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.
Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados.
Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.
Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.
¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.
Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el Crítica del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.
Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. «Ángel cabeceador.» Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:
«Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres
mediante un goal anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por «una figura refulgente, dotada de alas a la espalda», que convinieron en definir como «un ángel». La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El team de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias.
Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos».
El artículo de Crítica que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota.
Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.
Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo.
Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.
¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.
Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas
del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.
Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra
provincia las cosas eran como aquí le relato.
En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.
Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca.
Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?
Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie.
Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como
me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.
A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno.
Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.
El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente
provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).
El hecho es que ellos llegaron pasadas las siete, molidos de cansancio y empapados hasta la médula. Y solos. Total y definitivamente solos. Yo los vi bajar, entre los insultos de los nuestros. Y aunque seguía viéndolos con rabia y –según me habían enseñado–como un absurdo obstáculo entre nosotros y la gloria, los compadecí un poco.
A las ocho arribó un Chevrolet nuevito y lustrado. Era el auto de Galindo: estanciero, presidente del club, dueño de la estación de servicio y de los silos, y número puesto para ser nuestro primer intendente. Primero bajó el propio Galindo, mirando y saludando a los diez curiosos que todavía no habían enfilado para las gradas. Después bajó el párroco, ayudado por el juez de paz. Y al final emergió un hombre petisito, casi calvo, con cara de empleado de correos o de algún ministerio.
Era Néstor Montero, el árbitro del encuentro.
«¿Viste, José, lo viste?» Terranova me sacudía la camiseta (ya estábamos cambiados) y me mostraba la escena, loco de contento. «¿Qué decís, Mario?», le pregunté sinceramente confundido. «Dale, José, ¿sos o te hacés?», me gritó muerto de risa, mientras se iba al trote para ajustarse los botines.
Cuando empezó el partido hasta para un caído del catre como yo se tornó evidente cómo venía la mano. A los cuatro minutos, y bajo un aguacero torrencial, uno de nuestros wines logró llegar a la línea de fondo. Cuando sacó el centro el seis de ellos lo cerró justo, y los dos rodaron sobre el césped anegado un par de metros fuera de la cancha. Un córner grande como una casa. El petiso se dirigió con tranquilidad al área y cobró penal para nosotros. Yo me volví hacia Rodríguez
porque no lo podía creer: por la mirada que me devolvió me percaté de que él tampoco. No sólo no había sido foul, sino que habían chocado fácilmente cinco metros afuera del borde del área. Ellos, por supuesto, protestaron como forajidos.
Pero entraron dos policías del destacamento y los ánimos se serenaron. Milano puso el uno a cero con un remate alto. En la tribuna los nuestros, ciegos de júbilo, festejaban ajenos a la mojadura.
Sin desesperarse, los tipos se nos vinieron al humo. En lugar de tocar cortito al pie, como la vez pasada, jugaban pelotazos largos, para no empantanarse en la ciénaga que iba creciendo desde el círculo central. Nosotros, presos de nuestro estilo llevador, terminábamos en el piso enredados con un balón que se frenaba en cada charco. El empate fue a los veinte: tocaron la pelota ocho veces desde el mediocampo sin que pudiésemos meter baza, y nos la mandaron guardar. Después amainaron un poco. Era lógico: el empate los sacaba campeones y las piernas, en
ese chiquero, pesaban como piedras.
A los cuarenta minutos conseguí tirar un centro sobre el área de ellos. El back la paró de pecho y la revoleó sin dejarla picar, como mandan los libros. El petiso, sin que se le moviera uno solo de los pocos pelos que tenía, fue y le cobró penal mientras se tocaba el brazo con una mano, como explicando la infracción. De nuevo el tumulto. De nuevo los policías. De nuevo los más serenos de ellos llevándose a la rastra a los más exaltados. El back, fuera de sí, buscaba a cualquiera que quisiera escuchar para explicarle que él la había parado bien, con el pecho, con los brazos
estirados hacia los lados. Nosotros caminábamos la cancha sin mirarlo. Ni a él ni a los otros. Por lo menos la gente, en la tribuna, gritaba de nuevo como loca. Yo tenía frío. Al entrenador de ellos se lo llevaron esposado, mientras puteaba al entero árbol genealógico del referí en medio de ademanes asesinos.
Milano puso el 2 a 1 y Montero nos mandó al vestuario. Cuando nos derrumbamos en las bancas, en lugar del tradicional barullo para darnos ánimo, nos sumergimos en un silencio de plomo. Cuando entró Carranza, el director técnico, nos pegó cuatro gritos para que levantáramos el ánimo y dio la charla como si nada. Dibujó en el pizarroncito ese que tenía, y nos regañó por un par de
distracciones groseras. Lo de siempre. Lo de cualquier partido. Yo no lo miraba.
Pasaba en cambio los ojos por los de cada uno de mis compañeros. Pero o no me vieron o se hicieron todos los desentendidos. Dos o tres veces estuve a punto de decir algo, pero al final lo pensé mejor y me callé la boca.
Al empezar el segundo tiempo el petiso, que había tenido tiempo de reflexionar en el entretiempo, trató de que el bombeo fuera menos evidente. Hasta cobró un par de foules a favor de ellos, claro que bien lejos del área. La cosa se complicó a los diez minutos, cuando ellos, que habían reiniciado su festín con los pelotazos largos a espaldas de nuestros centrales, consiguieron que esa masa deforme y pesadísima en la que se había convertido la pelota fuera de una vez por todas a poner el empate. La cancha era un lodazal. La mayoría de las camisetas estaban irreconocibles bajo el barro. Pero los tipos esos mantenían una claridad de juego envidiable. Bastó que consiguieran conectar cuatro pases seguidos para que nos empataran sin más trámite.
Montero, ya perdiendo la paciencia, hasta miró un par de veces al palco oficial como diciendo: «¿Qué más quieren que haga?». Pero se ve que era hombre de cumplir los pactos. Porque no habían pasado cinco minutos y nos da otro penal ridículo. Tumulto, el back del primer tiempo lo agarra del cuello al pelado, los policías se llevan al back a la rastra. Patea Milano, el arquero lo ataja. El otro lo hace patear de vuelta, arguyendo invasión de área. Nuevo amontonamiento, esta
vez con el arquero a la cabeza. Cuando el cross de derecha del guardameta se dirige a la mandíbula del hombre de negro, un compañero más sereno lo detiene a tiempo. Igual es tarde. Los policías custodian al arquero hasta el vestuario. Milano, abrumado entre el aliento de los optimistas y la cáustica deploración de los escépticos, logra finalmente convertir el tercero. Ya van como veinte minutos del segundo tiempo. Pero el petiso mira una y otra vez al palco. Su preocupación es evidente. ¿Cómo evitar un tercer empate? La primera excusa se la brinda uno de
los wines visitantes. Harto de que lo revienten a patadas toda la noche, apenas se levanta del decimoséptimo revolcón le pega un empujón, fastidiado, al defensor que acaba de partirlo. El árbitro, indignado ante semejante despliegue de violencia, expulsa al delantero sin más trámite. Los policías, que a esa altura tienen bien incorporada la rutina, ingresan al césped antes de que los convoquen. De paso, aprovechan el viaje para llevarse también al centrohalf, un perfecto caballero que, harto de contener a sus compañeros para evitar males mayores, se aproxima y le
grita a Montero un «coimero hijo de puta» a cinco centímetros del rostro.
El partido ya era ridículo. Once contra siete, en un fangal como ése, era una fantochada. Ellos trataban de tocar, pero cada vez que recibía uno el balón tenía dos tipos encima que, para colmo, le caminaban por la cabeza y se llevaban la bola tan campantes. Montero, bien gracias. Ya no miraba al palco, sino al reloj de su muñeca izquierda. Pero esos tipos estaban dispuestos a amargarle la noche. A los treinta y cinco minutos el centroforward logró llevarse (no sé como, en semejante pileta) el balón a la rastra entre los dos centrales. Nuestro arquero le salió un poco
y el tipo lo eludió con maestría. Baigorria (que así se llamaba el guardameta) le abrazó las piernas sin sonrojo alguno. El otro consiguió zafarse, pero en el trámite le dio tiempo a uno de los backs para que llegara de atrás y se lo llevara puesto con pelota y todo. No era uno, sino dos penales grandes como los anillos de Saturno. El petiso, sin inmutarse, cobró foul en ataque. Al delantero no necesitó expulsarlo. Los noventa y cinco kilos del back lo habían dejado en tal estado que a duras penas pudo arrastrarse hasta el vestuario. Como no tenían suplentes, siguieron jugando con seis.
Yo lo miraba una y otra vez a Gutiérrez, que era mi mejor amigo en aquel plantel del 39. Pero Gutiérrez se miraba los zapatos ensopados. Después miré a la tribuna. Era una fiesta. Y en el palco Galindo y los demás estaban de pie, saludando hacia los cuatro costados. Y yo tenía esa cosa en las tripas, una mezcla de frío y de asco y de ganas de vomitar el mate de la tarde.
En eso andaba cuando vino ese centro sobre al área nuestra. Recuerdo estar pensando en mis tripas y al instante siguiente salir disparado en persecución de uno de ellos que entraba al área y se perfilaba para el frentazo. Iban cuarenta y tres del segundo. De eso estoy seguro, porque nuestro coach estaba gritando como un desquiciado, con un pie dentro de la cancha: «Faltan dos, aguanten que faltan dos», como si lo nuestro fuese, en verdad, la titánica resistencia de un pelotón de
valientes.
En la certeza de nuestra total inmunidad, estábamos marcando como el mismísimo demonio. De otra manera no se explica que el win sobreviviente de Ingeniero Cabal, al que aritméticamente le correspondían dos marcadores fijos (ya que en jugadores de campo estábamos 10 a 5), haya podido parar la pelota sobre el lateral derecho, a veinte metros de la línea de fondo. Cierto es que uno de nuestros backs salió a marcarlo. Pero como iba cebado en la convicción de que, aunque lo partiese al medio, no iba a recibir siquiera una advertencia de Montero, en lugar de buscar la pelota le apuntó directamente a la sien derecha. El visitante quebró la cintura y lo hizo pasar de largo: el zapato asesino apenas alcanzó a peinarle un poco el pelo cerca de la oreja. El delantero levantó la cabeza y buscó a alguien en el área. El único que había era este detrás del cual yo había iniciado mi carrera. Era el once. Todavía tengo grabado el once de color rojo cosido en la casaca de rayas verdes y blancas. No fui el único que salió a marcarlo. Delante de
mí estaba Gutiérrez, mejor ubicado. Gutiérrez era un muchacho alto y ágil. En circunstancias normales hubiese debido ganar cómodamente el salto. Pero se ve que le pasaba lo mismo que al resto: ¿para qué saltar y arriesgarse a perder de arriba? Con Montero en la cancha, mejor abrazar al delantero por la cintura, sin pudor alguno, para evitar posibles cabezazos intempestivos. Total, Montero no iba a cobrar nada, y Gutiérrez lo sabía. Todos lo sabían. Lo sabía Galindo que lo había sobornado en el viaje hacia la cancha. Lo sabían ellos, que habían sufrido un bombeo como yo nunca volví a ver en un campo de juego. Lo sabía nuestro entrenador, aunque se empeñara en hacer como que no pasaba nada, gritando indicaciones inútiles desde el borde de cal. Y lo más doloroso de todo, para mí, era que yo también lo sabía. Por supuesto que, como todos, fingía jugar ¿Acaso todos los demás no estaban fingiendo? Galindo saludando desde el palco, Montero con su andar seguro y su cara de severa incorruptibilidad, el pueblo entero en las gradas, vociferando una alegría sucia y robada.
Fue como parte de la parodia que corrí detrás del once de ellos. Si sobrás en el área propia, faltando tres minutos, saltás con el rival que tenés más cerca. Lo hacés aunque un compañero tuyo se le cuelgue de la cintura. Aunque el pobre tipo haga un esfuerzo supremo por despegarse del suelo con Gutiérrez abrazado a sus lienzos. Lo hacés aunque Montero ya esté repasando mentalmente qué estupidez tendrá que cobrar para anular el gol si la pelota tiene la mala idea de terminar
dentro del arco.
Preste atención, amigo mío, porque fue entonces cuando nació la leyenda.
Porque el pobre tipo, con la agarrada y el empujón de Gutiérrez, iba a pasarse irremediablemente. Por más que se arqueara hacia atrás. Por más que intentase quedar suspendido en el aire la gravedad iba a vencerlo y la pelota iba a caerme a mí, justito detrás suyo. Todas las leyes de la naturaleza indicaban eso. Llovía a mares. Y la gente saltaba como loca. Yo pensé en mi abuelo. No sé por qué (o sí, pero no tengo ganas de contarle). Y pensé en Galindo saludando bajo su sobretodo azul, con ambas manos en alto.
Todo pasó tan rápido que apenas se vio. Y se sumaron varias cosas que crearon una situación verdaderamente caótica. Por empezar, la lluvia era una cortina. Tanto que a diez metros se veía borroso, sobre todo bajo la luz de esos enormes reflectores. El árbitro, que ya quería terminarlo, estaba casi en el círculo central, esperando cualquier excusa para concluir el asunto. Cuando la pelota, inexplicablemente, salió lanzada hacia el arco, el utilero del equipo, Monzón, pegaba el primer mazazo en el tablero de control de la instalación eléctrica. Se estaba tomando el laburo a conciencia, porque la orden venía de arriba. Otra genialidad de Galindo, para asegurarse, por si le fallaba el coimero. A nadie iba a ocurrírsele jugar otro día esos dos o tres minutos restantes. Cuando pegó el segundo mazazo la pelota acababa de entrar, porque me acuerdo de ver, con nitidez, cómo se sacudió la red en el ángulo, y cómo se desprendieron mil gotitas de los piolines empapados. Ahí las luces sí se apagaron en medio de chisporroteos
infernales. Los ojos de todos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando, nomás, algún relámpago nos iluminaba apenas un instante. Parecíamos todos fantasmas quietos. Y de nuevo se escuchaba solamente la lluvia.
Al ratito llegaron con algunos faroles. Cuando vimos al árbitro tirado en el piso lo cargamos entre varios y lo llevamos al vestuario. Entró el doctor Cerantes, bajo su piloto impecable. Lo desvistió con cuatro ademanes rápidos de sus manos finas y de dedos largos. Lo auscultó, le puso dos dedos en la carótida. «Paro cardíaco», dijo. «El esfuerzo, tal vez», agregó, y no habló más. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el palco para informar la noticia. En ese momento me pasaron los visitantes por al lado. Supe después que los subieron al camión que disparó
enseguida para el pueblo de ellos, y que llegaron sanos y salvos. El custodia que quedó con el cuerpo dijo un «pobre tipo» cuando lo vio tan blanco tendido sobre la camilla. «Morirse así, en semejante momento.» Yo lo miré a Cortés, que lo tuvo que haber visto. Porque cuando el policía iluminó el cuerpo con la linterna, por encima de mi aprehensión natural a mirar a un cadáver, le vi clarito clarito la marca roja un poquito encima de la tetilla izquierda. Con un palo no había sido, porque era una herida fea fea, como esas que deja un fierrazo pegado con toda la furia. Cortés me devolvió la mirada. Pero no dijo nada.
¿Entiende más o menos cómo fue la cosa? Claro que falta explicar lo del ángel.
Todo lo del ángel surgió después. Y ni siquiera sé bien de dónde salió. Yo lo leí recién en ese artículo que le trascribí al principio. De entrada entendí poco y nada, le soy sincero. Pero después entré a atar cabos. Y la imagen cierra. A esa altura de la noche, como ya le dije, no se veía nada. Las camisetas de ellos tenían rayas blancas y verdes, pero las nuestras eran completamente blancas, y los pantalones también. Y está el asunto del salto. Debe haber parecido un salto de otro mundo, pero sólo porque cuando los demás se quedan clavados al piso da la impresión de que el que salta, en realidad está volando. Piense que de inmediato todas las
miradas siguieron el recorrido de la pelota rumbo al arco. Y que de súbito una oscuridad abismal envolvió a la concurrencia. ¿Qué imagen quedó impresa en las retinas? La del chisporroteo fulgurante de las torres de luz, mezclada con el salto de esa camiseta inmaculada y blanca. La muerte del árbitro bombero era una confirmación de la intervención divina en el asunto: justicia celestial sumariamente administrada. Y por encima de todo: ¿de qué otra manera explicar la derrota, de locales, con una superioridad numérica de once contra seis, con un árbitro coimero
que te tira una mano bárbara? Armar y sostener la versión del ángel fue la única cura que tuvo mi pueblo para la herida de su orgullo.
Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a
cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...
Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: «A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?». Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: «Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?». Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.
Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.
Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo
finalmente las cosas en orden. La pucha.

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