Bloque 1/18 Consigna 3: Construir una narración (puede ser con forma teatral, dialógica) en la que algún o algunos de los personajes sean la memoria de lo vivido en un pueblo y rescaten lo que crean importante en forma positiva y negativa. El pueblo debe ser más pasado que presente y debe estar marcado por los cambios que vienen de afuera. Incorporar el discurso interno libre.
Material de referencia:
Moriencia - Augusto Roa Bastos
CUERPO PRESENTE - Augusto Roa Bastos
Bajo el puente - Roa Bastos
La querencia/2 - Eduardo Galeano
Producción de los participantes:
EL DOCUMENTAL - Marcela Ruz
Don Manolo - HAYDÉE ORTONE.
Guillermina Hagen, la “monja rebelde” del Impenetrable chaqueño - Mabel Jokmanovich Derka
La abuela Enriqueta - Ana Lía Olego
Añorando mi pago - Escribió Julia Zelarrayan
Ahí estaban las dos, sentadas en el hall de la Municipalidad. El edificio hacía juego con ellas, ajado, roto, seco. Hoy seguirían con la filmación del documental, hoy seguirían contando historias reales, historias inventadas. Nadie podía corroborar lo que dijeran, a nadie le interesaba hacerlo.
- ¿Quiere que le cuente cuando anduvieron por acá los forajidos gringos? -dijo Anunciación con una sonrisa amplia, que dejó a la vista sus encías vacías. Ella estaba segura de que eso le iba a interesar a la rubiecita que dirigía la película, Érica se llamaba y hablaba raro.
- ¿De qué forajidos hablás? Si acá los únicos bandidos que hubo fueron gauchos nomás -escupió Graciana.
- Es que vos sos más chica, por eso no te acordás. Pero estuvieron refugiados un tiempo por acá, en el rancho del Venancio.
Anunciación se acomodó en su silla, y empezó con la historia. Cada frase era seguida por un resoplido de Graciana, que se enojaba cada vez más; ella sabía que era todo mentira, también sabía que la gringuita que filmaba les había prometido tantas cosas a cambio de sus recuerdos. Yerba, azúcar, algunos pesos, que las verían en los cines de todos los pueblos de alrededor. Cuando terminó el relato, la vieja puso sus manos sobre la falda y cerró los ojos, satisfecha.
Y arrancó Graciana. Después de aclarar que ella no se acordaba de los gringos y que si hubiera pasado como decía la otra bien que se acordaría, clavó los ojos en la documentalista y le espetó, como si tal cosa, que ella le podía contar cómo el cura los había salvado construyendo un Arca cuando el pueblo se había inundado, que terminó arriba del monte frente al lago. Si con eso no tenía atención, yerba y azúcar ¿con qué?
Ya era demasiado incluso para Érica, que había dejado pasar una serie de historias estrambóticas pero mínimamente creíbles. Total, a ella el subsidio se lo daban igual, ya fuera que filmara la vida de los navajos y sus casinos o a estas dos viejas perdidas en un pueblo tan perdido como ellas en el medio de la nada. Así que hizo un corte para ir a almorzar y sugirió que buscaran otra historia para la tarde.
Lo que Érica no sabía ¿cómo sospecharlo siquiera? es que esa historia era cierta.
-¿Por qué vas a contar eso, si le juramos al padre Juan que nunca íbamos a decir nada?
-Mirá Anunciación, el padre ya se murió y fue la única cosa buena que hizo por nosotros, así que ¿por qué no contarlo?
-¿Cómo que fue lo único bueno?
Esta Graciana es una hereje. El padre era un santo pero claro, como nunca le dio bolilla, va a faltar a la palabra que dio. De patas al infierno se va a ir. Una cosa es mentirle a la gringuita, otra romper un juramento.
¿Quién fue el que trajo la primera radio? ¿Y la primera televisión? No fue el médico, ni fue el maestro, ni el comisario. Fue el padre Juan. Y tenía la biblioteca para los chicos, y había hecho juegos en la plaza y les enseñaba el catecismo.
-Sí, fue lo único bueno. Hasta que no trajo todas las porquerías que trajo, la gente vivía feliz y contenta con lo que tenía y se quedaba en el pueblo. Ahora ¿dónde están todos? En la ciudad, viviendo como chanchos pero con televisión. Y las ideas que les metió a muchos con los libros que traía. ¡Por favor, lo único bueno que hizo fue el Arca, que si no por ahí nos ahogábamos! Pero claro, como no vino el fin del mundo como él dijo, hubo que callarse la boca para que no pasara papelones.
-Parece que te olvidaste de cuando le hizo frente al patrón de La Blanquita y defendió a los peones. Fue el único que se animó.
-¿Y de qué sirvió? Si al final terminaron todos sin conchabo o presos. Mirá, ahí vuelve la rubia con la camarita. ¿Vos creés que si le mostramos lo que queda del Arca lo va a filmar?
-El Arca, el Arca, lo único que te importa es matarme el punto a mí. Hacé lo que quieras, igual acordate que prometimos repartirnos lo que nos dé la gringuita. Y más te vale que esa promesa la cumplas.
Almasen y despacho de bevidas
En el barrio estaban inaugurando una nueva cerveceria y ahí nos encontramos el sábado por la noche todos los muchachos de la barra.
-Miren cómo vino a terminar el negocio del gallego. Quén lo diría. Hace muchos años en este mismo lugar funcionaba un almacén. Si habré venido a comprar con mi vieja. Acá estaba el mostrador y detrás las cajoneras con tapas de vidrio llenas de porotos... de garbanzos... de fideos... y más arriba las latas de galletitas, las Imperiales eran las que más me gustaban, también los bizcochos Canale, ¿se acuerdan?. y a la derecha había una caramelera, una especie de estantería metálica que soportaba unos grandes frascos.- comentó Juan melancólico.
-¿Me vas a decir que te acordás con tanta precisión de cosas que pasaron hace tanto tiempo?- le pregunté. Me gusta hacerlo engranar.
- Sí boludo, si vos no tenés memoria es problema tuyo. A mí, gracias a Dios, el Alzheimer todavía no me agarró-
- No te calientes, ¿ no lo conocés?- intervino Pablo. - Dale, seguí con la historia-
- Afuera había un cartel que decía. almacén y despacho de bebidas. El fileteador dibujaba muy lindo, lástima las faltas de ortografía; con decirles que había escrito almacén con ese y bebida la segunda con v corta. El gallego, porque el dueño era gallego, vino a la Argentina con la idea de hacer unos pesos y luego volver a España-
- Ah... quería hacerse la América... Siempre lo mismo, Vienen a sacarse el hambre y cuando lo logran no les alcanza el tiempo para volverse.-
- No hablés demás si no sabés, el tipo quería ir a buscar a la novia, por eso trabajaba de sol a sol. Se levantaba muy temprano, con decirles que cuando ibamos para la escuela ya andaba él haciendo el reparto a domicilio con una tremenda canasta de mimbre repleta de mercaderia y al ratito nomás ya estaba detrás del mostrador atendiendo a la clientela. Don Manolo tenía una computadora por cabeza, ¿se acuerdan de las libretas, esas con tapas de hule? no necesitaba verlas para saber cuánto debía cada uno. En una oportunidad había un tipo que se las daba de piola y le falsificó los números al gallego; cuando éste quiso cobrarle se armó la discusión y palabra va palabra viene, el individuo, para zafar, le dijo: yo tengo la conciencia limpia, a lo que Don Manolo, ni lerdo ni perezoso le contestó. hombre, lo que tu tienes es mala memoria.-
- ¿Vivía solo? - le preguntó Pablo, y agregó- ¿ no tenía parientes? -
- Que yo sepa no. Era un tipo muy solitario; sólo tenia un puñado de amigos, parece que eran del mismo pueblo. De tanto en tanto recibía alguna carta de su novia pero pasaba mucho tiempo entre una y otra, hay que tener en cuenta que en esa ëpoca la correspondencia venía en los barcos y éstos tardaban como un mes en llegar; no era como ahora que, con el teléfono y las redes sociales no hay distancias.
Aunque no viéramos al cartero, en el barrio todos sabían cuándo él recibía noticias de la Maruja, (que así se llamaba la mujer), porque en esos días estaba más alegre que de costumbre y se la pasaba entonando pasodobles. El resto del tiempo, por lo que yo recuerdo era un tipo más bien callado, taciturno. Ahora que lo pienso, la morriña se le notaba en los ojos. Era terco como buen gallego pero no era pendenciero. -
- No debe ser fácil dejar todo atrás y cuando digo todo me estoy refiriendo a la familia, los afectos, la tierra, los sueños. Ahora es difícil y eso que hoy en día con los adelantos en las comunicaciones no hay distancias. Yo no hubiera podido hacerlo - acotó Darío.
- En el barrio era muy querido y respetado. Como diría don Genaro, el tano de la verdulería de la vuelta, Manolo es gallego pero buena persona.
A pesar de que lo llamaban el rey del codo porque era bastante tacaño, siempre tenía una golosina a mano para convidar a los chicos. -Don Manolo, no me lo malcríe al nene-, decía mi madre. -Déjelo mujer, es sólo un chiquillo; cuando yo tenía su edad éramos tan pobres que muchas veces no teníamos para comer; lo que hubiera dado por un caramelo. -
Qué vida dura la de esa gente, y uno se queja por cualquier cosa, pensé. -Juan ¿qué pasó cuando llegó la novia, estaba buena? -
- Es que la novia no llegó nunca.-
¿Cómo que no llegó?, no entiendo nada. ¿ En qué quedamos, si había dicho que la iba a traer. Otra que Alzheimer.
- De tarde en tarde, Manolo sacaba las cartas de la Maruja del fondo de un baúl y después de releerlas, abría un cajón donde guardaba la plata, la contaba y se decía : ya falta poco. A veces cuando andaba más triste que de costumbre los muchachos le pedían que les mostrara una foto pero al parecer, no tenía ninguna. En todo caso él les replicaba:- de qué me sirve la foto si la novia está en España-.
Un domingo por la tarde, aprovechando que el almacén permanecía cerrado se fue hasta el puerto. Había tenido noticias de la llegada de un barco con inmigrantes, entre los cuales venía un vecino del terruño. Después de los abrazos el recién llegado sacó una cajita y una carta de la Maruja donde le hablaba de su amor. La caja contenía un cinturón de soga que ella había trenzado con sus propias manos. Demás está decir que Manolo se lo puso y no se lo sacó más hasta que...-
- ¿Hasta que engordó?.-
- No jodás:- Me dijo fulminándome con la mirada. (Juan es un buen tipo pero qué poco sentido del humor que tiene).
- Como les decía -continuó- pasaron varios años , el gallego seguía acumulando peso sobre peso hasta que un día otro amigo llegó de España. Cuando se encontraron lo primero que hizo Manolo fue preguntar por la Maruja: - "¿cómo, no lo sabes?, la Maruja se casó con tu primo"-. El gallego no lo podía creer; pensó que se trataba de una broma de mal gusto pero el amigo tenía una foto de la boda. Manolo, destrozado volvió al almacén y lo primero que hizo fue arrancarse el cinturón.-
Estuve a punto de decirle: ... y entonces se le cayeron los pantalones.... pero me contuve.
- Yo creo que si el gallego la hubiera tenido frente a frente le habría dado una flor de paliza con el cinto; tanto fue el rencor que sintió por la mina.-
- A ese tipo lo mató la ambición, - lo interrumpí - La mujer no lo dejó por el primo, ël la dejó cuando la postergó por la guita.- Haciendo caso omiso a mi comentario, prosiguió:
- Al gallego los años le cayeron encima. Aunque sin ganas siguió trabajando, no sabía hacer otra cosa, pero un día, en el momento en que Manolo cerraba el almacén unos chorros que lo tenían fichado lo amenazaron con una pistola y le sacaron toda la guita.
De más está decir que Manolo no se repuso jamás, fueron dos golpes muy duros en un lapso tan corto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, mantuvo abierto el almacén....
Aquí Juan hizo una larga pausa; se tomó una cerveza y luego, con la voz quebrada concluyó:
- Manolo había vivido siempre motorizado por sus sueños pero la realidad que suele ser muy dura lo golpeó con fuerza porque para colmo de males en esos días, en el barrio inauguraron un supermercado chino.
Una mañana el gallego no abrió el negocio. Los vecinos, preocupados se acercaron para ver qué le pasaba. ¿Ven esa viga que atraviesa el techo?. Allí estaba colocado el cinturón.-
Hacía apenas una semana que el National Geographic, (publicación con la que colaboro habitualmente), me había encomendado una nota que rescatara la figura y acción de la hermana Guillermina Hagen en el Impenetrable chaqueño, más precisamente en la Misión Nueva Pompeya. Estaba tan entusiasmada con la tarea, y con ese personaje tan controvertido y legendario de los años `70, que en pocos días organicé el viaje y aquí estaba, en mi camioneta, con todo lo necesario a bordo para iniciar mi trabajo: notebook, cámara fotográfica, grabador, cuaderno de apuntes…
Antes de partir leí algo de bibliografía a fin de contextualizar a mi heroína en su escenario geográfico, etnográfico e histórico. Así me enteré que la Misión está situada en el noroeste de la provincia del Chaco, cerca de los límites con Salta y Formosa, muy próxima al río Bermejito. También que la zona se caracteriza por una falta casi absoluta de agua, lo que hace muy difícil la vida humana y la actividad agrícola; que en verano el monte es “una brasa” llegando el termómetro a marcar 50º a la sombra; que su suelo desértico muestra apenas partes insignificantes de tierra vegetal, tachonada de quebrachos colorado y blanco, bosquecitos escuetos de mistol y chañar, matorrales de tala, vinal, uña de gato y caraguatá.
En cuanto a su matriz social, los documentos consultados me indicaron que está conformada por la población originaria wichí, a la que se sumaron criollos o mestizos llegados de Salta, dedicados a la pequeña ganadería. Esta matriz se completó más tarde, a principios de los años ’30, con inmigrantes europeos, especialmente colonos ruso-alemanes atraídos por la campaña nacional para desarrollar el cultivo de algodón en el Chaco. De esta manera comenzaron a coexistir en el lugar los gringos y criollos ganaderos con grupos de aborígenes que vivían aún en el monte, de donde salían a vender cántaros, cestos, pieles, pájaros, tejidos artesanales, o alquilar su fuerza de trabajo en la cosecha del algodón o la caña de azúcar. Pero esta proximidad entre la vida indígena y la cultura de los blancos, tanto criolla como europea, lejos de producir una rica interacción cultural, introdujo en la población originaria una variable de tensión. Es que en casi todas las ocasiones en que los blancos se vincularon con las culturas nativas -y seguramente por la dificultad de valorarlas dentro de un horizonte que no sea el de su propia cosmovisión- las relegaron a una situación de marginalidad, denominándolas “bárbaras” y “salvajes”, asignándose para sí la necesidad de “amansarlas”, “civilizarlas” o “pacificarlas”.
Asimismo me resultó de gran interés saber que la Misión fue fundada a principios del siglo XX por los padres franciscanos, con la finalidad de evangelizar, tutelar y sustraer a los aborígenes de la explotación de que eran objeto en ingenios y obrajes de la zona. Tuvo su desarrollo y después del abandono del proyecto, en 1949, comenzó un período de creciente decadencia en la región y los indígenas quedaron “a la buena de Dios”.
Y aquí estaba yo ahora, después de tanta información bibliográfica, en la casa de una familia que haría las veces de “hotel” durante mi estadía en el pueblo. Inmediatamente comencé a preguntar por gente del lugar que quisiera compartir conmigo sus memorias sobre los años en que la hermana Guillermina lideró la movida indigenista en la región. Me llevaron, sin dudar, a la casa de Clemente Medrano, antiguo dirigente aborigen de la Asociación Comunitaria Misión Nueva Pompeya, donde también se hizo presente el doctor Alberto Fader, amigo personal y abogado de la monja en los años ’70; y un tal señor Kramer, descendiente de antiguos colonos agrícolas y dueño del único comercio de la zona.
_ ¿Recuerda en qué estado quedó el pueblo después que se retiraron los franciscanos, Don Clemente? Le pregunté al dirigente indígena pensando para mí: ¿será que este viejo me dejará sacarle fotos para publicar? Parece medio arisco…
_ ¡Claro! Cómo no me voy a acordar. Las tierras pasaron a dominio del fisco y tuvimos que abandonar nuestros cultivos para comenzar a vivir del trueque. Mi familia le ofrecía al bolichero lo que lograba cazar para conseguir artículos escasos y a precios desproporcionados. Por una piel de iguana, por ejemplo, nos daba un paquete de yerba… También muchas familias iban a trabajar en la cosecha del algodón en chacras vecinas; caminaban durante semanas comiendo lo que cazaban y durmiendo a la intemperie, por lo que muchos enfermaban de gripe, diarrea, desnutrición, mal de Chagas y tuberculosis. Además había mucho cuatrerismo en la zona y acusaban a los indios de robar ganado a los criollos. Éramos castigados duramente por eso, dijo Clemente mientras posaba serio para la foto.
_ No había sido tan arisco… pensé mientras disparaba la cámara… Y usted, doctor Fader, cuénteme por favor lo que recuerda, le pedí mientras rumeaba internamente: ¿cómo un doctor tan “fino” se habrá enredado con los indios y la monja?
_ Sí, parece que fue ayer, dijo Fader, pero pasaron casi 50 años desde que, en el marco de un plan de desarrollo de la Dirección del Aborigen, a fines de 1969, llegó “la Guille”, como le decíamos cariñosamente. La verdad es que la situación de la población en la región era insostenible. Aquí la ley nacional apenas llegaba, la protección del Estado era débil, los abusos muchos y la justicia incierta. Sin fuentes de trabajo, sin médicos ni escuelas y mal alimentados, los más débiles sucumbían. Y a la marginalidad que sufrían, los indios debían sumar los prejuicios del blanco, que los estigmatizaba como “ignorantes, haraganes y ladrones”, considerando que la cultura originaria es inferior a la suya y debe ser sustituida por ella.
_ Y qué sabe de la vida personal y el camino recorrido por “la Guille” antes de llegar a Misión Nueva Pompeya? le pregunté al doctor, mientras que para mi adentro pensaba: tengo que aprovechar a este “setentista”; seguramente conoce bastante…
_ A principios de 1960 Guillermina, quien siempre se interesó por servir al prójimo, conoció a un cura jesuita que le habló de “un Cristo venido para cambiar las cosas, de un auténtico revolucionario”, y ella se identificó totalmente con esa figura. Así nació su vocación mística, que la llevó a tomar los hábitos a pesar del desacuerdo de su padre, que como alemán luterano tenía una visión muy crítica de la Iglesia católica. Decidió correr el riesgo convirtiéndose en una religiosa singular y carismática, que no temía enfrentar al poder. Con estudios en Europa en áreas de economía, psicología social, desarrollo comunitario, cooperativismo, catequesis para adultos, era hábil manejando camiones y piloteando aviones; además de ser la primera monja recibida de ingeniero agrónomo en el país. Después de trabajar un tiempo en Villa Ana, pueblo de La Forestal santafesina, le ofrecieron instalarse junto a un pequeño equipo en Nueva Pompeya, para desarrollar tareas en la comunidad wichí.
_ Por lo que sé, pregunté al doctor, los indígenas desconfiaban profundamente del blanco… ¿Cómo este nuevo equipo logró revertir esa situación y qué cambios concretos introdujo en esa difícil realidad?
_Desde el primer momento el grupo de los recién llegados trató de que los nativos los vieran como algo distinto, convencerlos de que no buscaban imponerles su cultura, sino dignificarlos a partir de la suya propia. Tomando en cuenta iniciativas impulsadas por los padres franciscanos fundadores, fueron recuperando emprendimientos en base a testimonios orales de los ancianos aborígenes y algunas documentaciones conservadas.
Entre muchas obras realizadas puedo enumerarle algunas: la construcción de una sala de primeros auxilios, una escuela, un centro de alfabetización para adultos, un hospital. También repararon puentes, caminos, la pista de aterrizaje y rehabilitaron la capilla. Pero el paso más ambicioso fue la creación de la “Cooperativa de Trabajo Agrícola de Producción e Industrialización Nueva Pompeya Ltda.”, con el fin de lograr la autosuficiencia de la comunidad. En ese marco comenzaron a comercializar el tejido de las mujeres, abrieron un almacén con precios razonables, y más tarde pusieron en marcha un conjunto de huerta, carpintería y una panadería. En los primeros tiempos vendían madera del lugar, pero después pusieron un aserradero donde fabricaban durmientes y varillas que llegaron a comercializar hasta en la Pampa Húmeda. Este emprendimiento convirtió a la Misión en un polo de atracción para trabajadores de otros parajes del norte chaqueño.
_ Bueno… aquí la pintan a la monja como “la octava maravilla”; ¡pura idealización!, intervino por primera vez el señor Kramer. Lo cierto es que se fue generando un gran malestar entre los agricultores de la zona, ¡y con razón!, porque ya no podían contar con la mano de obra de los indios como era lo habitual. Mucha bronca había…
_Comenzaste a mostrar la hilacha, Kramer, me dije, y él continuó…
_¬Esa mujer les dio mucho “vuelo” y ellos no estaban preparados. Se le empezaron a subir los humos a los indígenas y, además, comenzaron a meterse en política. Hasta la Iglesia y el obispo, que los habían apoyado al principio, le fueron retirando la mano.
_ La leyenda de la “monja rebelde”, apuntó el dirigente Clemente, comenzó a extenderse a otras comunidades indígenas y por todo el Chaco, y no todos estaban contentos. En la región había gente poderosa que miraba con desconfianza esa inédita experiencia que amenazaba sus intereses. Era previsible, pues cada vez había menos espacio para comerciantes, contrabandistas de ganado, chacareros inescrupulosos, capitales vinculados a la explotación maderera, policías, políticos y jueces corruptos; ya no era posible cambiarle a los aborígenes una piel de iguana por un poco de yerba…
_Es cierto, dijo el doctor Fader. Desde el gobierno chaqueño, y por diferencias con la estrategia indigenista, comenzaron a presionarlos financieramente hasta asfixiarlos. El proyecto quedó atrapado en el contexto político de la época y Guillermina fue detenida en octubre de 1973. Un poco más adelante, incluso, fue obligada a abandonar la provincia. Esto desarticuló el conflicto que la hermana había tenido con los obrajeros y con los colonos algodoneros cercanos, pero significó la decadencia del lugar, el desmonte indiscriminado, y el retorno de los aborígenes a la condición de trabajadores estacionales en la cosecha de algodón. La cooperativa fue intervenida a comienzos de 1975 por el Instituto Nacional de Cooperativas, dependiente del Ministerio de Bienestar Social a cargo de José López Rega.
Después de dar por finalizado mi trabajo, volví a casa atravesada por una ambigua sensación… Por un lado estaba apenada por el fracaso de aquel interesante proyecto. Por el otro, pensaba qué hermoso personaje resultó “la Guille”, esta monja que con rebeldía y coraje, pudo hacer florecer, aunque por un breve tiempo, una original “primavera” en el Impenetrable chaqueño.
Le encantaba ir de paseo a lo de la abuela Enriqueta, la mamá de su papá. Siempre era precedido por un ritual que comenzaba a la mañana temprano, cuando se levantaban, porque ya desde entonces la madre empezaba a darles indicaciones de cómo vestirse, que apúrense que se hace tarde, de cuidado con mancharse la ropa que es la de salir y es la que hay que ponerse para el cumpleaños de, de no me acuerdo quién. Y después de mucho tiempo, cuando ellas ya estaban aburridas y la mamá cansada, salían para el barrio de Las Ranas, a la casa de su abuela.
Iban caminando. Aunque el barrio de Las Ranas estaba a siete cuadras, era lejos. A los pocos minutos terminaba el asfalto y comenzaba la tierra. Para cruzar la calle había que pasar por alcantarillas que atravesaban cunetas siempre caudalosas porque había llovido, o porque vaya uno a saber de dónde venía esa agua así que había que mirar bien adonde pisaban.
Cuando llegaban seguro que la abuela hacía un buen rato que las estaba esperando y que recién había sacado de la olla unas rosquitas fritas bañadas en almíbar que tanto le gustaban a su hermana y a ella.
Y era sólo después de un rato, cuando la conversación de los grandes estaba encaminada, que se levantaban de la mesa y se iban hacia ese territorio encantado que las convocaba en cada visita. Cualquier desprevenido podía pensar que era el lugar de los cachivaches viejos porque era una habitación que estaba en el fondo de la casa, casi escondida después de la columna grande, con una ventana desvencijada que nunca se había visto abierta, siempre oscura, fría y con ruidos y olores que muchas veces las hacía salir corriendo, palpitantes, obligándolas a mirar para atrás para asegurarse que no las perseguía algún alma ofuscada.
Y ellos sabían que volverían a la trastera porque nunca serían suficientes las advertencias de la madre de que no se metan ahí que como siempre terminan llenas de tierra y telarañas, así que cuando corriendo y gritando llegaban a la cocina, ya las estaban esperando de pie y con los brazos abiertos, muertos de risa.
Siempre volvían a la trastera. Volvían porque Antonia estaba convencida que ahí, en esa caja grande que estaba debajo de todas las otras cajas, en el último estante de la pared del fondo, y que se rompió sin querer, de tanto forzar la tapa para meter la mano, entre muchas cartas y documentos viejos, iba a encontrar algún rastro de lo que tanto se hablaba en la familia en los últimos tiempos.
- Y parece que la mandaron a Argentina para casarse con un orensano amigo de su padre que quedó viudo al llegar a América. Había escuchado que la mamá le contaba a la tía Amparo. Y agregó, imaginate, cuarenta años él y quince doña Enriqueta. Una barbaridad de aquellos tiempos. Pero bueno, ella y don Baldomero estaban enamorados, así que armaron un plan para escaparse juntos. Todo por carta, comentó moviendo la cabeza aparentemente conmovida.
Estaba clarísimo que su abuela querida, la otrora pesada de la abuela, esa señora bajita siempre de batón y con un rodete desmadejado, esa que aún saboreaba su terruño en cada palabra y en cada palabra regalaba una sonrisa, debía haber atesorado los recuerdos de esa historia de amor, una historia con la que todas las chicas como ella sueñan con vivir alguna vez.
Desde mi bohardilla, veo una parte de la famosa Torre de Eiffel, cielo gris, techos y techos, el dibujo serpenteante de los casi senderos construidos con cuadritos de piedra (de puro mazoca pienso cuantos laburantes para construir esas húmedas calles ya estarán bajo tierra).
Y yo aquí buscando a la musa inspiradora, que me permitirá construir el cuadro que me salve de la hambruna. Y volver a mi Buenos Aires que esconde los dulces recuerdos de mi niñez y juventud.
Y empieza el “taladro”: La voz llorosa de mi vieja, retoza vívida en mi cabeza, repitiendo para qué irte tan lejos. Si el mundo es redondo y en todos lados pasa casi lo mismo. Te das cuenta; estás dejando tu barrio, tus amigos, tu tierra querida. Todo por un berrinche de probar suerte en tierras extrañas. Si hasta te veo lagrimear cuando te hablo, no estás seguro de lo que harás. Vamos levanta la vista, así mirándome a los ojos, y escucha las razones del compositor:
¡Adiós pampa mía ¡…
Al dejarte, pampa mía,
Ojos y alma se me llenan con el verde de tus pastos
Y el temblor de las estrellas.
Con el canto de tus vientos
Y el sollozar de vihuelas
Que me alegraron a veces y otras me hicieron llorar.
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Por suerte el lunes tengo un encuentro con Filipe Cocó, él sí que le tomó la mano a este París. Si hasta se cambió el nombre y tiene una socia (con la que se acomodó a todo servicio, esa viejita ricachona que le triplica en edad).
Me flagelo: mira “cocoliche”, aprende, pero no me entra en la cabeza.
La tarjeta dice algo así -en franchute-argentino- :
Que iluminación selecta, todos con copas y copones. Burbujeantes y tintos pesados.
Los mozos corren con bandejas, con pequeños bocados multicolores (a los que el guisito de la vieja les gana por una cabeza).
Falsas risitas, cuchicheos, mohines por doquier, toqueteos hasta el artazgo .
Los veo tan distantes de mí, siento que mi sangre gaucha galopa, como en el hipódromo de Palermo (o mejor en La Pampa abierta de mi Argentina).
Esto me supera: tomo la iniciativa de apartar al Filipe, y encararlo.
-Ché, necesito algo concreto, y “biyuya” contante y sonante (tengo cuatro meses de atraso de pagos del sucucho donde tiro mi osamenta, y ni el panadero me quiere fiar media baguete).
-Ah, NO,…. Que mañana, que pasado---- Tango: problemático y febril.
Lo tomo de la solapa, y lo sacudo con fuerza machaza, gritándole al cafiolo este.
- Viejo, ya no te acordas que te entregué la guita, que mi viejita me dio de reserva para volverme a Buenos Aires (si la cosa me fallaba).
- Que ni eso me podes conseguir?. Mañana temprano me presento a la pianista esa y le paso la factura: que me ponga los billetes uno sobre otro, y con el interés.
Ha transcurrido una semana. Toco el timbre del palacete; un sirviente enguantado de blanco, me informa que los señores han viajado hace dos días a la mansión de La Provenza. Que de inmediato pone a disposición al chofer para que me acompañe hasta dejarme con ellos. Para compartir algo de ménage a la troi, y que sería bienvenido. Imposible soportar esto.
¡Ay! mi Buenos Aires; … las letras de los tangos se me vienen encima:
“Farolito de la calle en que nací,
fue centinela de mis promesas de amor,
bajo su quieta lucecita yo la vi
a mi pebeta luminosa como un sol…”
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Noche de humedad otoñal, imposible dormir. Bajo de la covacha, camino sin rumbo. Doy con el Sena, reflejando en sus ondulantes aguas mi derrotada figura. Vienen a mi mente los recuerdos del Río de la Plata color de león. Aguas que van y van. Creo que a lo largo pueden llegar a unirse.
Y no aguanto mas, quiero regresar al barrio que me acunó:
* Y cae el telón de mi vida (única forma de “Volver…con la frente marchita…”).
Estoy en mi Buenos Aires: la casa está vacía: ni mi viejita, ni el canario, ni el perro flaco. La modernidad impide a la gente; saludarse por las calles. Todos tienen cables o hablan solos. Nadie me conoce, son todos extraños, veo muchos edificios, todo están cambiado “Al mundo le falta un tornillo”. Busquen un mecánico que lo pueda arreglar.
Cuando llega la sequía, y se lleva las aguas del río Uruguay, la gente de Pueblo Federación regresa a su perdida querencia.
Las aguas, al irse, desnudan un paisaje de la luna; y ellos vuelven.
Ellos viven ahora en un pueblo que también se llama Pueblo Federación, como se llamaba su vicio pueblo antes de que lo inundara la represa de Salto Grande y quedara hundido bajo las aguas. Del viejo pueblo ya no asoma ni la cruz en lo alto de la torre de la iglesia; y el pueblo nuevo es mucho más cómodo y mucho más lindo. Pero ellos vuelven al pueblo viejo que la sequía les devuelve mientras dura.
Ellos vuelven y ocupan las casas que fueron sus casas y que ahora son ruinas de guerra. Allí, donde la abuela murió y donde ocurrieron el primer gol y el primer beso, ellos hacen fuego para el mate y para el asado, mientras los perros escarban la tierra en busca de los huesos que habían escondido.
POR QUÉ no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.
Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene.
Siempre igual. En un lugar así la vejez es larga para cualquiera. No para el maestro. Con menos que poco se conformaba. Dentro de él encontraría todo lo que le hacía falta. Quién sabe. Por fuera, siempre ocupado; un hombre activo como ninguno, de provecho, cumplidor. La escuela. Su chacra llena de plantíos de muchas clases. El cuidado de los pájaros y animales silvestres en su casa, a media legua del pueblo, en la orilla del monte.
Al rayar el día ya estamos todos los alumnos en el patio, tiroteándonos con las semillas de los nísperos; los más grandes pelando al descuido las polleritas rotosas, para mirar debajo. “Guá, el maestro”. Una vela negra entre el vaho del roció. Detrás viene saltando el coatí. Lejísimo todavía, si hasta parece que no se mueven, que van reculando. De un parpadeo a otro, se ha puesto a repicar el trozo de riel. El ruido de los bancos se apaga antes que el fierro. Desde la puerta nos está barajando hace rato; nos mira y no nos mira. Nosotros, duros; cada uno con su estaca bien tragada. Sin saber dónde poner las manos y el traste. Los ojos de santitos. Un ramalazo de escarcha quema de refilón una mano, una pierna. Lo único que se mueve es la cola de humo del coatí, bajo la mesa del maestro. El vergajo atado al puño, tiembla un poco todavía. Él mira. No se oye más que su resuello; un anhelar más aire del que hace falta para uno solo. ¿En qué momento ha sacado la libreta de tapas negras donde nos tiene guardados? No precisa abrirla para saber quién está cazando pájaros en el monte. 0 quiénes están temblando con el chucho y vaciándose en la diarrea, hasta que les hace tomar a la fuerza sus remedios de yuyos. Ni la sombra de un pelo se le escapa. Sabido. Le miramos la cara para ver si hace buen tiempo. Entonces salimos a sacar la paja podrida del techo, a trenzar tientos y bozales; a tejer sombreros y guayacas, para el mercado. La escuela no le cuesta al gobierno más que la venida del inspector, que a saber a qué viene. Nada más que a emborracharse en la fonda del pueblo, a poner su firma en el registro, como de que todo está en orden. Nos hace cantar el himno al pie del asta pelada (ni bandera tenemos), y se va.
El nublado le dura varios días al maestro. Por cualquier cosa: Suba al palo, alumno. La voz gruesa en un cuerpo tan ajustado (a veces la voz más grande que su tamaño). El dedo uñudo apuntando hacia afuera. El castigo más temido: el palo pelado, alto, y el culpable ahorquetado en la punta, achicharrándose al sol. Todo el tiempo de la penitencia debe chirriar allí como una chicharra. Si el ruido sale bien, más corta la pena: Bájese, alumno. Vuelva a su lugar. Sudores y temblores, esto de sostener el chirrido entre los dientes. Los brazos y las piernas se mueren contra el palo, antes que la voluntad. Con todo el sol y las moscas juntas, el cielo y la tierra dan vueltas alrededor del asta. Una bandera. ¿De qué patria seria? Uno cierra la boca para aguantar las arcadas del mareo. Ya está abajo la manchita brillosa, resonando fuerte en medio del solazo: Qué le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer las hormigas. Señor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa mañana. Y él: Nunca lo mucho costó poco. Meta a cantar pues. Y déjese de pito-pito-colorito. Me entró un poco de rabia hasta la boca del estómago. Todo por esa porquería de lagartija que recogí en el camino y se me escapó de la bolsa cuando andábamos por la Provincia Gigante de las Indias, para partirse en dos pedazos contra los dientes del coatí. Me saltó la espuma y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, señor. Que me coman no más las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no mueve la cola. Y yo, con el último aliento: No puedo cantar más. La saliva no me alcanza. Cómo no, dice la manchita desde más abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues. Cuando esté muerto del todo se callará solo. El tono justo vuelve a subir; hay que empezar otra vez. El carapacho vacío acababa cayendo sobre las tunas. Venían las hormigas y se llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.
A ratos, más distraído que ninguno el maestro. Se largaba a mirar la punta de sus botines de caña alta y elásticos a los costados. Más viejos que él, de puro remendados. Sin una gota de polvo vil. Todas las mañanas lustrados con flores de cinesia o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrón. Los palotes, los números, los dibujos (siempre cosas redondas: una naranja, el pimpollo del irupé, un nido de alonsito, el globo terráqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la verija) se borraban poco a poco bajo su aliento de asmático, soltando una lloviznita de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan caída la mirada. El hombre se iba cayendo. Se aplomaba, se achicaba. Desaparecía. Una mota de polvo en el brillo de las suelas. Los zapatos solos ahí, sobre el piso. El dueño volando lejos. Y nosotros sin poder saltar ni brincar; nada más que sudar del antojo. Los pies vacíos rayando el suelo. Los ojos hacia el trozo de sol que se retorcía en el hueco de la ventana, cargado de viento, de tierra, de nubes, más allá de los árboles. Cuando tardaba mucho, nuestra mirada se ponía verde de tanto restregarse contra el campo.
La víspera del hecho que hizo bajo el puente, tardó más que otras veces. Pensamos que ya no iba a volver. Me voy a pescar todos los dorados que hay en el río, suscitó Epifanio Ortigoza. La mano espinuda volvía a animarse sobre el pizarrón El maestro se levantaba otra vez sobre los zapatos. Esa tarde se largó a hablar tupido, mezclando todo. Nosotros entendíamos sin entender. Las cosas que decía no eran de ese momento; habían pasado hacía mucho tiempo. O estaban por suceder. Él vivía en espera. Dijo: Un día va a llegar aquí un desconocido. Y no lo van a ver si no están preparados. Le faltaron las palabras, el resuello. Los rastrojitos de pelo a los costados de la boca, quietos por un rato. “De la casualidad no se saca nada”, dijo al salir a flote su respiración de ahogado, tras una tos. El mismo se había puesto un plazo, vamos a decir; no hacia adelante, sino al revés. ¿Seria esa su fuerza? El lento poder crecido de esperar contra toda esperanza. La paciencia. La fuerza de su desamparo. Todos los días, desde el principio. Mañana no era un día para él. Qué tiempo iba a tener para pensar en viajes ni en zonceras.
Una sola vez bajó a la capital, dicen que a gestionar su jubilación. Tampoco ese hecho está claro. Algunos calcularon que había ido a buscar el título del terrenito del fisco, donde vivía. De allá no trajo más que los bolsillos llenos de unos granos como de pólvora o pimienta. Los echó en la laguna que forma el río un poco más allá del puente del ferrocarril. Al verano siguiente (o muchos veranos después), el agua barrosa se cubrió de unas plantas como cedazos, de más de una vara de ancho. Del centro salían unas espigas redondas envueltas en un mechón de seda negra; unas flores lustrosas y tiernas del color de la garza real. En la atardecida, el maestro bogaba lentamente en su canoa entre las cunitas flotantes de las victorias-regias; a cuidar que los pimpollos y las cabecitas de niño de los frutos se metieran a dormir bajo el agua. Antes de que comenzaran los ladridos.
Para lo único que sirvió el viaje. Un don no nacido de la casualidad: esas flores del Río-de-las-Coronas, aclimatadas en esa mierdita de laguna. Un milagro. Un hecho simple no más. Positivo. El aroma salía del estero al amanecer cuando los pimpollos despertaban sobre el agua. La alegría. A esa hora la laguna, hecha una sola ola de perfume, se metía enterita en la nariz llevándose el olor que los perros dejaban por la noche.
Ya para entonces (desde que me acuerdo) la gente se mandaba mudar. Uno después de otro, como si los agarrara una enfermedad de la que solamente se podían curar yéndose. Sin decir nada a nadie; sin despedirse siquiera. En tren, o a pie por el camino, muchas leguas, hasta el cruce de la ruta por la que pasan los camiones hacia el sur. Con lo puesto; como para pegar la vuelta en seguida. No vuelven más. Y hasta los que se han ido la víspera parece que faltaran hace mucho tiempo. Si vuelven alguna vez, vienen cambiados. Son otros. Llegan como extraños que sintieran vergüenza por alguna antigua mala acción. Todo falso en ellos: el parecido con las caras que llevaron al salir; la ropa, la tonada nueva que traen. Sólo su olor a lejos es cierto. Cuando el maestro se encuentra con estos lejeños de paso, ni el saludo. Los mira con desprecio. Y si alguna vez fueron sus alumnos, menos que mirarlos. Como ya no puede mandarlos de chicharra al palo, no existen para él. Los más chicos los miramos con envidia. Esa lejanía que traen escondida en la mirada como una culpa; las golosinas que se sacan de los bolsillos y reparten por ahí, para hacerse perdonar.
Andamos detrás de ellos, riéndonos con una risa de plata, los dientes forrados con los papelitos de los chocolatines. “Les sacamos el molde”, dice Juanchí, mi primo, inflando en la boca el poronguito transparente de la goma de mascar, que nos gusta más que todo. Vienen y se van otra vez en seguida, como escapados. Pero no vemos llegar por ningún lado al desconocido que nos anunció el maestro. Llegaron las tropas. De la noche a la mañana el pueblo se llenó de soldados que bajaron del tren militar. Al norte, hacia Villarrica del Espíritu Santo, cuando no había viento, se oía el tronar del cañón y el matraqueo de las ametralladoras. En Itacuruví los soldados no pelearon. Corridas y patrullajes; nada más que simulacros de combate. Parecían cuidar al pueblo de algún peligro, que por momentos se acercaba y por momentos se alejaba. Como una amenaza de tormenta que únicamente ellos veían. La estación del ferrocarril era su campamento. Por allí embarcaron en vagones de carga la hacienda y los hombres que consiguieron arrear. Lo más que pudieron. Su buen mes les llevó el trabajo. A taitá no lo mandaron porque él carneaba para las fuerzas. Por la noche, amontonados a la luz de la luna, tocaban guitarras y cantaban.
Desde la sombra de las casas escuchábamos sus voces y sus gritos. De repente se largaban a brincar y a zapatear. El retumbo nos hacía tiritar la piel bajo el relente. Pero no era como el batifondo del gentío en las procesiones. Capaz porque las cosas que pasan bajo el sol son diferentes de las que pasan bajo la luna. Mamaíta rezaba por ellos también.
Aparte de taitá, entre los de más edad, el único que se quedó en el pueblo fue el maestro. No parecía enterado de nada. Ni que le importara tampoco. Durante el día, en la escuela como siempre. Por la tardecita, desamarraba su cama y se metía en la laguna, ya para entonces forrada del todo por los cedazos de los irupés Tanto que el maestro daba la impresión de estar sentado en una de esas coronas que se apagaban poco a poco en la penumbra del poniente.
Una mañana el comandante visitó la escuela. Lindo hombre el capitán. Alto, de hombros anchos, la cintura muy delgada. Las botas le llegaban hasta la verija; pistola al cinto y esa especie de cañoncito negro que se encajaba en los ojos para manguear el monte y el camino cuando se subía al techo de la estación. Ojos verdes, cara blanca tostada por el sol. Suave, manso. Demasiado. Nos quedamos sin saber como sería en él la voz de mando, su furia en el combate. Se mostró muy amable. Hacia bromas con ojos de risa, la boca moviéndose en el humo perfumado del cigarrillo, que no era como el humo de alhucema del maestro que él prendía cuando había peste. El casi no tuvo necesidad de decir nada. Más callado que nunca. Estancado en su inmovilidad.
Se pasó mirando las puntas de las botas del militar, que al mudar el paso soltaban un chillido a cuero nuevo. El capitán movía las manos y las manchitas de oro del reloj que llevaba en la muñeca corría por las paredes y el techo. No la podíamos alcanzar con los ojos, y volvíamos a la figura verdeoliva que nos miraba desde una ciudad desconocida. Muy grande. Cómo podía el caber ahí con todo eso. Nos dijo cosas que nunca habíamos oído. Pasamos pronto del susto a la diversión, y lo empezamos a querer en seguida. Dijo que nosotros éramos la esperanza de la patria y que el maestro era el héroe ignorado en la batalla contra la ignorancia. Así como ellos estaban ahora en lucha contra el bandidaje. Entró de un salto el coatí plumereando las botas del militar con la cola anillada. Trepó al hombro del maestro y se puso a mirar con ojitos asustados al visitante. Guiñando un ojo hacia nosotros, el capitán preguntó: ¿Este es alumno también? El maestro movió la cabeza: No, dijo. Me acompaña no más. Y el militar: Ah, es como su perro. Al maestro se le movió un poco un lado de la cara (a veces le venía ese temblor que tienen en sueños los animales): Si, dijo. Es como mi perro. Un pequeño quejido salió del coatí tal vez de las botas. El capitán dijo: así un día él también va a saber leer y escribir. Serio, sin levantar la vista, el maestro dijo pasando la mano por el lomo sedoso del animal: Lee y escribe, sí señor, cómo no. El militar lanzó una carcajada. Después se puso serio, sin fanfarronería.
Prometió preocuparse de la escuela, apenas regresara de la capital: Aquí hay que levantar una escuela nueva, dijo midiendo con los ojos un espacio como para diez. Después dijo: Esto es poco para un pueblo como Itacuruví. El maestro murmuró a las cansadas: Lo poco basta. Lo mucho se gasta. (Su voz ahora era más chica que su tamaño). El militar no le oyó. Estaba ocupado con el futuro, haciéndose sonar los huesitos de los dedos: A cuentas viejas, barajas nuevas, dijo. Ya al irse se volvió al maestro y le palmeó el hombro que le llegaba a la altura del talabarte: Y a usted, mi amigo, le vamos a conseguir esa bendita jubilación. El maestro ladeó la cabeza hacia el coatí, como para escucharle el ronroneo: Lo que yo quiero, dijo, es un reemplazante. Y el capitán, retirando la mano: También se lo vamos a mandar.
Mucho después que se fueron las tropas, los que habían ganado los montes regresaron de a pucho. Flacos, el cuero enllagado por los huesos de las uras, aqueresados por los moscones. Nada más se venían pierneando su esqueleto. Taitá los miraba con lastima, y cuando podía carneaba para ellos. Algunos se fueron rellenando, y apenas podían se largaban hacia las frontera. Muchos se quedaron no más detrás de la parecita blanca.
Ahora hay mucha tranquilidad. Pero la gente sigue Yéndose. Más que antes. Por eso en Itacuruví se ven cada vez menos conocidos. Lo que sobra son los perros sin dueño. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los chicos también nos destetan con eso.
Al caer la noche, Itacuruví se puebla de aullidos que se responden desde todas direcciones, brotados de la tierra. Desde las casas a la estación; desde el río al camino; desde los aserraderos vacíos a los cañaverales y algodonales abandonados. Y más lejos todavía. Mayormente no se escuchan al principio y acaban llenando toda la noche. Cuando hay luna nueva, el olor se vuelve azucarado. Los perros se echan unos encima de otros. Se atacan a dentelladas. Se aparean en montón, salvajemente. Un desbordamiento.
La zafaduría de los perros enoja al maestro. Es lo único que lo enoja de veras. A guascazos, a patadas, se lanza contra la trenza de animales cebados. No para hasta apagar los colmillos y ojos que chispean en ese animalón de tantas cabezas y un cuerpo solo. Una noche, del montón que se deshacía lo han visto salir completamente desnudo. Embarrado con la baba de los perros se ha metido en su casa. De nuevo tranquilo y seguro. Algunos han dicho que lo han visto entrar en cuatro patas, como los mismos perros. Nunca se ponen de acuerdo en las cosas del maestro.
Resulta que en un pueblo chico, uno está muy cerca de otro, todo el santo día. Pero de repente entre uno y otro hay millones de años. Taitá y el maestro, por ejemplo. Las gentes no son según la cara que ponen, sino según su laya. Grande forzudo, comilón, la ropa y el tirador siempre llenos de sangre, de sebo, era taitá. Medio sin más pena lento. Toda la vida en el matadero municipal, faenando él solo tres o cuatro reses. Después se iba a capar toros y caballos en las estancias de Maciel y Caazapá. Llegaba los sábados al mediodía con un medio costillar atado al tiento. Seguido por una tolvanera de moscas, que se oían hasta el cerro. El mismo hacía el asado. Partía la carne con el cuchillo manchado por la queresa de las castraciones. Mientras comía con mucho ruido se iba llenando de sueño. Antes de acostarse a dormir la siesta, enterraba el cuchillo hasta el mango en el tronco de un guayabo. Llamaba a mamá y se encerraban en el cuarto. Al despertarse a media tarde, mamá le cebaba mate. Él arrancaba el cuchillo y olía la hoja cubierta de orín. Iba raspando con la uña la costra fermentada. Y las hilachitas caían en la espuma del mate mientras chupaba la bombilla. De esas raspaduras fuimos naciendo yo y mis hermanos. Una hilera.
Me había puesto una tarde a mirar el cuchillo. En la hoja herrumbrada, los ojos espantados de los caballos se apagaban en el cardenillo. Entre los relinchos lejanos, hinchados de dolor, la voz de taitá: A éste lo voy a curar. Siempre dormido. A usted lo que le hace falta no es escuela sino candela. Hasta cuándo va a andar así, hasta que se ponga a mear la gallina, o qué. Me mandó que me bajara el calzoncillo, delante de todos. Una gran risa. Me puso el cuchillo entre las piernas, por seguir la broma seguro. “Para que seas un buen padrillo, mi hijo”, me aturdió su voz en el oído. Me agarré al cuchillo con las dos manos. Ni un arañazo, pero un frío de muerte me peló la sangre por dentro. Desde entonces me dura el susto. Una especie de vacío en esa parte del cuerpo. Me escapé al monte; crucé al otro lado del río. Estoy tendido en la arena, boca arriba, para que el sol me coma los ojos. El aliento del coatí en la cara, la mano del maestro lavándome los ojos enllagados, hasta el seso me araña la quemadura del agua de llantén. La voz de taitá en la oscuridad, muy achicado, servil como un perro: No sé por qué ha hecho eso. Al niño lo tratamos muy bien. La voz del maestro yéndose: Claro, cómo no, don Chiquito. A cada uno le güele bien su pedo.
Días y días para que me retoñaran los ojos. Una telaraña enrollada en la cabeza al principio. Después se me destapó adentro otra mirada, y en los ojos entraban más cosas que antes. De una manera diferente. Ver era desear y desear era recordar. Volví a la escuela. El maestro también distinto: él mismo, pero una persona diferente. Lo estaba empezando a conocer. Más fuerza que taitá tenía, en todo y por todo; a pesar de lo quebradizo de su condición. Entonces supe también por qué no podía comer él si la luz no caía sobre su comida: el gusto de cualquier cosa en lo oscuro recuerda a la muerte. Pero ahora todo era muy claro; el día y la noche. Por la tarde me quedaba a barrer el aula. Me sentía liviano. Dispuesto a volar como un pájaro. Con el gajo de cepacaballo esa tarde barrí hasta el último pedacito de escuela. Sobre la mesa estaba la libreta. Más sobada que la baraja de la fonda. Parpadeaba al vientito caliente. Me fui corriendo al borde de la laguna. A contraluz del poniente, el maestro caminaba muy derecho sobre las victorias-regias, y se perdía a saltos en la oscuridad. Cuando todos dormían y los ladridos aumentaban la noche, me senté despacito en el larguero del catre. Traté de no pensar en nada; en nada más que en ese desconocido que un día iba a llegar al pueblo. Entonces oí la voz de los que se habían ido y de los que se habían muerto. Los ladridos se apagaron. Un gusto a herrumbre me llenó de saliva la boca. Se me curaron las llagas, pensé, pero se me están enfermando las cicatrices. Así y todo, la felicidad. Me mordí la lengua hasta sentir el gustito tibio a sangre. Los ladridos no volvieron y el pueblo amaneció lleno de gente.
Mamá, taitá y todos mis hermanos están detrás de la parecita blanca, en medio del campo. También la tía Emerenciana, que me llevó a vivir con ella cuando me quedé solo.
Al maestro le prohibieron tocar en las procesiones. Capaz que él mismo se cansó de redoblar para ese pueblo cada vez más vacío. El último año ya ni un triste puñadito de brazos se pudo juntar para sacar las andas. Y de los jinetes, el polvo del galope era barro. El malón anda creciendo por otros lugares. El maestro más callado que nunca; alunado todo el tiempo. Envejeció de un día para otro. Los cabellos se le llenaron de canas. Unas motas de lana manchadas por el excremento de los loros. Se le arrugó el cuero; la ropa. Todo él se iba achicando, achicando. Apretado, atorado en un agujero, pujando por salir. Pujaba y se atoraba. Solo, en el profundo agujero. Nadie lo podía ayudar. A trueque de su encogimiento, la abertura se angostaba, lo estrujaba. Lo que saliera de allí (si algo salía), no iba a ser más que una despellejadura. Algo de nada. No bogaba más en la laguna. No se lo veía por ninguna parte. Fui a espiar la casa. Un agrio humo de alucema salía por la ventana. Adentro, el rumor del maestro leyendo en voz alta, o hablando solo. Un poco después, la voz carrasposa se quebró en la voz de un chico que hablaba a una mujer; como un chico malcriado puede hablar a su madre: resentido, porfiado, apenas con respeto. Me recosté contra la tapia, junto al cuadrado de sombra de la ventana; me metí entre la enredadera, los ojos lagrimeando por el humo. Las voces del chico y la mujer seguían discutiendo. Podían ser los loritos del maestro. Vino el coatí. Medio desconfiado, lento empezó a lamerme los pies. Gruñía un poco; capaz quería avisarme algo. Todos los animales se fueron alborotando. Después vi que no estaban: la selva había venido a buscarlos. Bejucos y ramas habían roto las jaulas, los corrales hacía mucho; se enredaban por todas partes, seguían avanzando sobre la casa. Pronto irían a caer y cerrarse sobre ella para siempre. El coatí dio un respingo. En eso salió el maestro con el tambor. Pasó junto a mí, sin verme; muy derecho, como enojado, golpeando el cuero, hasta que desapareció en la cueva del barranco. El redoble hacía tiritar la piel, metía bajo los huesos una especie de dentera. Entré en la casa. Nadie. No había nadie. Nada más que las sombras recostadas contra la pared. Un tiempo largo todo eso; demasiado, porque se terminaba de repente. Atravesando el yuyal que cubría los plantíos, regresé al pueblo. “Voy a volver mañana”, oigo que me digo sin sentirme la voz; nada más que este gusto a cardenillo en la boca. Y encuentro que una montonera de años ha pasado desde entonces. Tengo la misma edad del maestro cuando se desgració bajo el puente, esa mañana en que todos los alumnos fuimos en fila a ver su cara bajo el agua barrosa. De golpe había volado hacia atrás, hacia el principio.
Lo que vimos desde el puente, entre el olor de las victorias-regias (que también ahora tenían el olor de los perros), era la cara arrugada de un chico. Menos que eso: la de un recién nacido. El agua turbia seguro engañaba un poco. Alguien venía tambaleándose por el camino, entre los reflejos. En el primer momento se nos antojó que era el inspector. Nos entró un poco de susto. Sin saber qué hacer, alguien se puso a cantar el himno. Al rato todos lo seguíamos. Un coro fuerte, desentonado, como si hubiéramos estado cantando al pie mismo del palo. Los ojos vueltos hacia el que se venía acercando.
La oí nombrar hace un rato a Chepé Bolívar. ¿Lo conocía usted? -pregunté a la mujer en el mixto.
-¿Al telegrafista de Manorá? ¡Ea!, cómo no, si hasta su ropa yo le hacía!
Miente la vieja palabrera, dije entre mí acordándome que el telegrafista anduvo casi siempre en cueros por lo menos durante los últimos años de su vida, que fue cuando lo conocimos nosotros.
-Alto, moreno lento, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla de mujer. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no lo iba a conocer! -garganteó la revendedora. No; si ya apenas salía de su rancho, la contradije con el pensamiento. Desnudo, las ronchas untadas de sudor con lo flaco que era, se quedaba encerrado trabajando la madera de su caja, a la luz de una vela. Desde lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco de árbol. Ya está telegrafiando otra vez, Chepé, se acuerda que decíamos en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
Nuestra tía Emerenciana, que era reconocida por su ciencia de lo natural, me decía:
- Vaya a llevarle el remedio. Y dígale que venga un momentito a arreglarme esto, que las vacas corsarias del vecino me están entrando en la huerta desde por la mañana.
-Le hace decir mi madrina que vaya un rato a arreglarle el cercado.
-No puedo. ¿No ve la luna? -Es de día.
-Cuando ha salido de su cáscara, siempre lo esta mirando a uno. De día y de noche, aunque no se la vea.
-Dice que no puede venir, madrina. Que usted sabe bien que el cuerpo se le llena de úlceras si sale cuando la luna esta brava. Que la semana que viene va a venir, si Dios quiere y la Virgen, y le va a dejar el cercado como nuevo y que le va a arreglar también el nicho del Señor de la Paciencia.
La respiración de la mujer me enfría la oreja. Entre el roncar del mixto, el cuchicheo recomienza:
-Chepé murió cuando llegaron las tropas el año de la creciente grande. Murió en el tiroteo.
-No murió de bala -digo.
-Hubo quien dijo que del susto por la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida. Pero eso no fue verdad; tiene razón usted. El telegrafista murió porque ya tenía que morir nomás. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Él debía haber muerto en la sublevación del año 12. Pero de eso usted no debe acordarse. Ni habría nacido todavía.
Ni usted ni yo, como quien dice, habíamos salido aun del huevo. A Chepé lo conocimos ya viejo. Igual que al maestro Cristaldo. Usted se fue del pueblo mucho antes que yo, pero se acordará todavía lo parecidos que eran, a pesar de sus diferencias, el maestro y Chepé. Lo veíamos al uno reflejado en el otro, como formando una sola persona. Uña y carne. Flaquito, inacabado, muy blanco, el uno. Alto el otro, desgalichado, muy oscuro. Cuando Chepé ya no se pudo mover, el maestro iba a su casa a darle una mano en el trabajo. Hacía mucho tiempo que la caja estaba terminada, pero entre los dos siempre encontraban algún detalle que retocar o afinar. Parecida a una canoa, la caja; a la canoa del maestro Cristaldo. Tal vez mejor; de más calidad, más resistente, mejor perfilada. De primera para remontar el río hasta sus nacientes, como quería el maestro, que únicamente podía bogar en la laguna; su viejo cachiveo hacía agua por todas partes.
Las letras que había en los extremos de la caja de Chepé, las grabó el maestro, una por una, a punta de cuchillo. Trabajo de preso. Calcúlele otra hilera de años... No hay más que el principio y lo que está antes del principio... ¿Qué quería decir eso? ¿Un mensaje? ¿Una dedicatoria? Zalamerías de dos viejos caducos.
La voz de la mujer va y viene en la oscuridad; no me deja agarrar al pensamiento del sueño:
-Se decía que en la revolución del 12, los regulares que ocuparon el pueblo obligaron a Chepé a que transmitiera una noticia falsa. Un señuelo para demorar a los sublevados que se habían apoderado de un tren militar en Villa Encarnación, y atraerlos a una emboscada en Manorá.
La única noticia falsa que Chepé transmitió mucho después, no ya como telegrafista, como mero correveidile, un rondín de la estación, fue la venida del reemplazante del maestro. Se acordará que todos los alumnos, el maestro a la cabeza de la fila, fuimos a recibirlo con banderines tricolores y el canto del himno bien ensayado. Pero no llegó ese día ni ningún otro.
-Dicen que el telegrafista se negó. En Manorá no había ningún otro que supiera manipular el fierrito del telégrafo. Probaron a aceitarle la mano con dinero. Chepé se negó. Le prometieron su ascenso a jefe de estación. Se negó. Hicieron el simulacro de enfrentarlo a un pelotón de fusilamiento. Nada, ni un chiquito se le melló el coraje. Dicen que Chepé seguía moviendo la cabeza. ¿Se acuerda usted que el telegrafista tartamudeaba un poco? Los escueleros le hacíamos bromas. Un tartamudeo por falta de memoria, no por otro impedimento. Se le iba la memoria y se le iba la voz. De eso la revendedora no se acordaba. Estaba contando una historia que se la habían contado.
-De nada valió su actitud. Lo que él se negó a hacer para evitar una mortandad terrible, lo hizo otro. Nunca falta un roto por un descosido. Los regulares pudieron tramar el engaño. Largaron a toda máquina una locomotora cargada de bombas contra el tren de los insurrectos, y lo hicieron volar a medio camino. ¡Para luego es que le voy a contar, la moriencia que hubo!
La vieja palabrera lo mezclaba todo ahora, con el apuro de que se le fueran a enfriar los recuerdos; con el antojo de querer parar tal vez la vida que también a ella se le iba por la boca en contar la larga muerte de Chepé Bolívar. Debió morir aquella noche..., estertoró el cuchicheo.
-¿Y quién le dice a usted que no murió aquella noche?
-No pudo dormir más. No durmió un solo día desde entonces. La víspera de su muerte le duró veinte años.
-No fueron veinte años. En todo caso, no se puede decir que fueron veinte años.
-¿Qué?
¿No piensa usted, señora -estuve a punto de increparla-, que para contar eso con verdad su frase debió durar exactamente la misma cantidad de tiempo, y que aun así faltaría o sobraría algo? Para que iba a discutir; al fin y al cabo, lo que sucedió no se arregla con palabras.
-Quién puede saber lo que duran esas cosas -dije.
-La boca de cada uno es su medida -dijo-. Cuando Chepé murió...
Cuando Chepé murió fue como si el maestro hubiera perdido su sombra.
El sol empezó a golpearlo sin compasión por todos lados; cómo podría decírselo, se lo empezó a ver a plena luz, desamparado.
Fue como si, a partir de ese momento, él solo hubiera quedado en el pueblo con todo el trabajo de destejer la hebra negra del no ser, que entre los dos habían tejido con santa paciencia, descansadamente, durante más de medio siglo. Eso lo pienso ahora.
Puede que no sea así; que a mí también me esté traicionando la memoria.
-Cuando Chepé murió -repitió la vieja que me vigilaba las ausencias-, los atacantes no habían hecho volar todavía la estación. -La estación no voló en Manorá sino en Sapucai, veinte años atrás.
-No importa, pero hacía más de tres días que en Manorá las tropas estaban combatiendo por el puente.
El pleito pudo durar otro tanto y el cuerpo del media sangre empezó a oler al ratito nomás de morirse.
Los veinte años que llevó de no dormir se le corrompieron de golpe al tomar el primer sueño del que ya no iba a despertar. El primer trago de eternidad. La falta de costumbre, digo yo... -la voz, de la vieja salió por el hueco en una escupida. Cuando volvió.
-Chepé Bolívar fue el único cristiano en el pueblo que tuvo en vida su caja -dijo mencionando lo que ya también creí que iba a omitir.
Las veces que fui a llevarle remedios de yuyos contra las empolladuras del "fuego-frio" de la luna, metía la mano bajo la caja, donde guardaba el ataúd, que le sirvió primero de fiambrera. Sacaba una rapadura, trajinada de hormigas:
- Tenga. Para estimarle el servicio.
-¿Por que guarda eso ahí?
-De puro desconfiado. Seguro murió de viejo. Desconfiado todavía vive.
-¿Y entonces cómo fue que encontró tanto coraje para hacer lo que hizo aquella vez?
-¿Cuándo, muchacho?
-La vez que lo iban a matar.
-No era coraje, era susto.
-Usted se negó.
-No, yo no podía hablar. No dije nada. Yo tenía una piedra en la garganta.
-Les dijo no a ellos.
-A ellos, no. A mi susto, a mi miedo. No quería morir...
En esa caja lo enterramos, dijo la revendedora. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba al pueblo. Tuvimos que enterrarlo en un potrero. A pesar de las balas que silbaban por arriba, ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.
Acostado en su caja, a la luz de las velas, duerme a pierna suelta, muy tranquilo. Un poco menos oscuro que de costumbre; lleno de esa ciega confianza que se tienen los muertos recién muertos cuando sienten que ya no forman parte más que de sí mismos, y tanto les da seis como media docena, el poncho de Macabeo o las espuelas del gran visir. Una cara sin pasado vuelta al pasado, la última cara del viejo. A través de los párpados arrugados, una rajita turbia color vientre de pescado. Mira como si no mirara, y cualquiera sabe lo que está viendo. Entre aves y salves nos agachamos sobre esa luz seca que sale de sus ojos; todo él sigue estando allí, pero no es él sino su recuerdo; su cara va siendo rápidamente la cara desconocida de un extraño, dormido en esa canoa toda labrada, demasiado paqueta para una navegación tan pobre. Porque mire que emperrarse en morir en una noche como ésta. Pero él ha sido siempre así; era de los que viven esperando que pase lo que no puede pasar, y del Evangelista seguro tomó eso de que no hay muerte porque aquello que fue antes ya ha pasado. Sin revés ni derecho, el hombre ese que nos ha dejado el cuerpo como quien regala algo que ya no le sirve.
Con el pueblo rodeado por las tropas a la espera del combate del amanecer, poca gente es la que se ha animado a venir. Unos cuantos viejos y viejas, chicos y perros friolentos y asustados por los disparos que de a ratos cosen la noche. La gente del circo acaba de llegar; se acomodan por los rincones como si todos ellos caminaran ahora a pasitos sobre un alambre. Pálidos, desteñidos, dos veces extraños. Sin su barba postiza, la mujer del propietario es ahora cuando tiene una cara angulosa y hombruna. Buscamos tener espacio, pero el rancho es pequeño y la noche es fría. Con ellos ahí nos ha entrado una especie de modorra. La pareja de enanos, tomados de los dedos como los novios de una postal, contempla al muerto; sus barbillas ronzan husmeadoras al borde de la caja. Junto a la puerta, María Dominga Otazú, la dueña de la casa pública, se ha puesto a hablar con el domador cuya cabeza toca el techo; tiene los cabellos rubios y lacios casi tan largos como las crenchas de María Dominga, azules de tan negras, que le llegan a la cintura. Mi primo, el Juan de Dios, me dice al oído algo que yo no quiero oír porque estoy en otra cosa. En un rincón, la volatinera explora el misterio de las sombrillas viejas y remendadas que el ex telegrafista usaba de día por el sol y de noche, cuando había luna, por miedo a las ronchas que le sacaban en la piel; y eso a pesar de andar siempre bien emponchado, en invierno y verano, hasta dentro de su casa. La volatinera va desplegando una a una las rotosas sombrillas de mujer. De cada chasquido herrumbroso, los guiñapos se abren entre los reflejos de las velas como grandes girasoles o las victorias-regias que el maestro Cristaldo ha sembrado en el riacho.
¿Lo mataron las balas?, pregunta el dueño del circo. No, dice doña Dolores, sufría de fuego ensorbido. Eso no mata a nadie, dice el piromaníaco acariciándose los bigotes, que ahora de cerca parecen postizos. Qué sabe usted, dice la curandera.
En varios sitios a la vez surge a pedazos la historia del viejo que nos está mirando con su burlona mirada de muerto. De modo que una vez más, la voluntad de la palabra cumple el milagro de dar siete vueltas a la vida de un hombre; de matarlo y resucitarlo muchas veces, sin que a él se le importe ni una, disfrutando sin apuro de su muerte, botado en la canoa sin proa, sin popa, sin remos, lista para navegar ahora bajo tierra hasta dónde, hasta cuándo, hasta el Día del Juicio Final, por lo menos; no vayamos a quedarnos cortos.
En otro tiempo, El Chepé Bolívar era otro hombre sin dejar de ser ése que está ahí, dormido por primera vez como un bendito después de veinte años de no dormir ni de noche ni de día por el pasmo de sangre. Me acuerdo de cuando se largó a llover los cuarenta días del Diluvio. No había más aviso que un vaho de agua quemada friéndose al principio en los terregales del otro lado del cerro. Días antes, las escamas de los cardos se entupieron como puños; después soltaron a volar sus semillas como hormigas voladoras. Luego los signos se hicieron más claros. Las golondrinas raspan el suelo al volar, había dicho con su mirada de muerto Chepé; andan buscando a la Madre del Agua. Las perdices se revolcaban en el polvo como las gallinas. Notamos que los murciélagos ya no salían a revolotear a la caída del sol. Pero nadie pensaba que esas pequeñas cosas iban a traer tanta agua. Desde las heladas de junio duraba la sequía, y de repente la lluvia se apuraba a matar el polvo de tantos meses. Durante unos cuantos días el cielo se rompió en pedazos de agua; no se veía más que esa masa líquida que se desplomaba por todas partes y que parecía volver a subir para caer con más fuerza que la torrentera del Salto del Guairá. El río salió de madre, arrasó la laguna cubierta de las victorias-regias del maestro Cristaldo, y llegó hasta los aleros de los ranchos del bajo. Pero hasta por las calles del pueblo pudimos trajinar en canoas salvando gallinas y colchones, cacerolas y chucherías, que costaron por lo menos la vida de un hombre arrastrado por las aguas; vaya usted y eche las cuentas, pero a la hora del desastre todo parece que toma otro valor y a uno le duelen en las encías las muelas que perdió hace tiempo. Usted dice que no, pero sí.
En su caja labrada el Chepé Bolívar y en su cachiveo el maestro Cristaldo andaban bogando detrás de los cedazos del maíz-del-agua que se metían en los patios o encallaban contra las tapias con sus espigas y pimpollos muertos adentro. Yo quise acercarme, pero el maestro me mandó que me fuera a ayudar a los de casa. Nuestro padre andaba con el pleito de salvar a sus gallos de riña. Me dejé ir en la correntada buscando abogados, todos esos a los que yo no quería en el pueblo, y que ahora me iban a dar el gusto de salvarlos después de muertos: el cura Ascensiu, el alcalde, Juanchí mi primo, la vieja Jobiana de la Cofradía y la Orden Terciaria, que siempre me pescaba cuando subía al campanario para el repique. Uno a uno los iba a sacar con un palo diciéndoles las cosas que les tenía guardadas. Después salvé a la perra de María Dominga, que se había refugiado con sus siete cachorros entre la paja del chiquero de su casa. María Dominga me regaló uno de sus cachorritos, el que después fue el Chimbo, y me dio un beso porque me había portado, dijo, como un hombre hecho y derecho. Ponderó mis ojos que, según ella, eran muy grandes y miraban muy lindo. Me dijo también que cuando estuviera más crecido iba a gustar a alas mujeres porque yo tenía eso que ellas buscan en los hombres. Que sea pronto, dije entre mí. María Dominga sabía ser zalamera, a ella no le costaba, cuando quería. Aparte, yo le había salvado su perra y los perritos. También después su teru-teru y un colchón, que mejor así se dio una lavada de todas sus manchas. Claro que nada de esto es lo que cuenta un lo que voy diciendo. La broma es que para hablar de algo, uno siempre habla de otra cosa. Lo que está en el medio tal vez es lo que importa, pero quién sabe cómo decirlo; ya sabemos, la mejor palabra es la no dicha, y si me apuran le diría que hasta la luz es negra del revés; pero quién se anima a eso, quién se anima a estar mudo sin estar muerto y dejar al mono la palabra, si ya sabemos que no es para él esa banana. Todo es y no es; lo cierto fue que el chaparrón de cuarenta días se desobligó; lo vimos adelgazar poco a poco, se hizo lluvia mansa, los goterones se volvieron cada vez más chicos, y tras una garúa casi tan fina como el caer del relente, el Arco-de-Noé se pintó en un cielo lavado y nuevo. A lo lejos, entre los árboles enanos por la creciente, el puente parecía un puente de juguete; ese puente que es un poco el hueso negro de nuestra desgracia. Antes daba sobre el camino real, apuntaba hacia otros pueblos, retumbaba con el paso de los carros, de la gente, de los animales. Después fue como virando hacia la nada; se apartó del camino; quedó sobre el riacho de agua estancada después sobre un banco de arena cubierto de yuyos, nada más que para recordarnos otro tiempo en que esperábamos un tiempo mejor que éste, que ya no vendrá, que ya vino, que tiene que venir cuando el gallo tenga dientes. Pero dejemos también esto. Dicho. No lo voy a aburrir. A lo nuestro.
Al año de la aguazón, cuando el camino real volvía a pitar otra vez su humito colorado, llegaron unos carretones grandísimos, adornados con muchos perifollos y gallardetes, en medio de una fanfarria muy alegre. Abarrotados con su cargamento de palos, cajones y jaulas de todos los tamaños, avanzaban bamboleándose recostados contra el cielo del atardecer. Hombres y mujeres teñidos de punzó venían haciendo piruetas sobre los carros y tocando como locos instrumentos de banda. Y de tanto en tanto el ruido de las fieras, que de lejos parecían levantar los carros en el aire. Yo me sentí como si de golpe me hubiera perdido peso; miré a Chepé, que no había movido la cabeza y seguía labrando su caja como si tal cosa. Después dijo: Hace veinte años que no venía. Vaya a su casa y procure desde ahora convencer a su padre para que le dé los patacones de la entrada, porque lo que usted ve llegar ahí es un circo. Cada palabra entre los golpecitos del escoplo, como ahora cuando uno lo siente entre los silencios de las conversaciones sonando todavía en alguna parte. Pero como la dicha no brilla sino en la cabeza de los santos, a los pocos días cayó también la otra plaga de la revolución. Ya empezó otra vez la minga de balas, dijo nuestro padre al ver bajar del tren a los soldados con impedimenta de guerra. Tropa de Villa Encarnación, dijo, y traen cara de sublevados. Vienen a ocupar el puente como siempre y a jodernos la pava. A ojo nuestro padre se adelantaba a las cosas; antes de que cayeran las primeras hojas ya sabía qué viento iba a cortarlas. Se levantó sin apuro, arrancó del guayabo su cuchillo de matarife, y se puso a afilarlo en el molejón. En las revoluciones él carneaba para las tropas.
Los leales cayeron al día siguiente, y el combate reventó desde por la madrugada con un sol jabonoso que ponía resbaladiza la luz. Las chorreras de uniformes arrastraban de un lado a otro sus remolinos de hojas secas; un tira y afloja de fuerzas parejas los dos vientos contrarios. Algo lindo de ver desde lejos; el reguero de la balazón tejiendo hilos de fósforo entre las islerías, de monte a monte, de barranca a barranca, de un día a otro; aunque claro, más divertidas eran las funciones del circo, pero agua pasada no quita sed, y el desmadre de las tropas no iba a acabar en un día o dos. Hacia la oración, el tiroteo amainaba; los dos bandos recogían y enterraban a sus muertos, en la nochecita. Durante esos silencios prestados por las balas, volvían a oírse los lamentos de las fieras al olor de la sangre fresca.
Estando a lo peor, alguien trajo la noticia de que Chepé Bolívar había muerto. ¡A buena hora!, dijo nuestro padre. Y ahí está el ex telegrafista en su caja, labrada a escoplo y paciencia durante veinte años. Indiferente a todo. Pero la verdad es verde y quién puede adivinar las corazonadas de un muerto.
Verá usted, dice nuestro padre al dueño del circo, ese hombre hubo de morir hace una punta de años. Y figúrese qué momento ha elegido. ¿Elegido?, dice la mujer barbuda con su otra cara flaca y lampiña. Vida no es segura hasta la sepultura, refranea doña Dolores, la curandera. El hombre cuando durmiere, no resucitará, ha murmurado hace un rato Jobiana, casi invisible de tan vieja. Silveria Zarza sirviendo mistela en los vasos: El telegrafista ha muerto porque tenía que morir no más. Ha estado esperando su muerte demasiado tiempo, dice.
Y así, toda la noche, esas pavadas y zonceras que se dicen en los velorios para calentar un poco al muerto que estrena su muerte y que de entrada parece quedarle un poco chica. No a Chepé Bolívar, que se la había probado costura por costura durante veinte años. Pero, un momento, dice Coriolano el payaso: Ya no entiendo nada. ¿Cuándo murió el telegrafista? ¿Ahora o hace veinte años? Aquella noche, dice nuestro padre, después de la payasada del fusilamiento con el que trataron de asustarlo, casi lo mataron a palos. ¿Pero por qué?, dice el dueño del circo. Y alguien por lo bajo: Porque Dios premia a los malos cuando son más que los buenos. Ya le digo, dice molesto nuestro padre, porque seguía negándose a transmitir esa noticia que era una trampa de muerte para los revolucionarios. También para salvar al pueblo de la destrucción, agrega doña Dolores Bichofeo. ¡Entonces ese hombre es un héroe!, dice Coriolano enjugándose el sudor con un inmenso pañuelo. Puede ser, dice nuestro padre, nunca se supo. Puede que también Chepé Bolívar únicamente moviera la cabeza por el susto. Tenía ese impedimento: cuando algo lo asustaba mucho, se le iba la memoria y se le iba la voz. Después no se acordaba de nada, así que no pudo contar lo que realmente había pasado. Y otra vez el payaso: Pero un momento, me caigo y me levanto. Tener miedo es una cosa, pero tener miedo al miedo ya va siendo otra vez valor. No pudo hacer otra cosa, dice nuestro padre. Y después, bebiéndose de nuevo todo el vaso vacío: Si a usted le dan un huevo, ¿cree que todavía puede elegir? Sí, dijo al tiro Coriolano, puedo elegir entre comerlo y no comerlo. Bueno, dice nuestro padre, él se sentó a empollarlo durante veinte años. El huevo de su muerte. Me comprende. Y ahí lo tiene.
Hay un silencio punteado por tiros cercanos. Les responde un rugido que solloza por una selva lejana. ¿Y quién les dice que no murió aquella noche?, dijo de pronto como suspirando sus pensamientos el maestro Cristaldo, a quien hasta ese momento nadie había tomado en cuenta. ¿Cómo?, dice la mujer sin barba. Y el maestro: Todos, en alguna época de nuestra vida, morimos sin ser enterrados. Sí, dice con rencor nuestro padre, y cuando nos acorralan adentro cagamos de ventana y el culo a la calle. ¡Herejes, animales!, clamó Jobiana, y no podía saberse si lo decía contra las fieras, contra los que se estaban matando a tiros hasta en sueños, o contra los que adentro velábamos a Chepé Bolívar, muertos de risa por la ocurrencia de nuestro padre, que seguía no queriéndolo hasta después de muerto. Solo el maestro Cristaldo no reía; la sombra de un hombre puesta de canto, de puro flaco y transparente. Ni caja ni hoyo, nada más que un canuto iba a necesitar cuando se muriera. ¡Se parece a usted!, exclamó de repente la enana Amalberga apuntando la nariz de Chepé y volviendo hacia el maestro su cara toda amontonadita alrededor de los ojos, extrañamente brillantes. Y otra vez la risa nos rompió la boca. Jobiana empezó a rezar fuerte.
Entre vuelta y vuelta de mistela y rosario, la insignificante dama Amalberga se ha dado maña para empezar a tejer una guirnalda, que ya la supera en altura. Las manos regordetas, los dedos de una sola falange trabajan con una ligereza increíble. No se ve más que el chispear de la esmeralda de vidrio en las sortijas de latón que lleva en los pulgares. Mientras ella teje, su solícito caballero Malcolmo sale y vuelve cargando brazadas de paja brava, de ruda, de vincapervinca. Para escapar del sueño, del aburrimiento, los hombres se han puesto a contar casos y sucedidos; entre las telarañas que salen por las bocas parecen de otro mundo. Nuestro padre ya ha hecho conocer a los visitantes su historia preferida: la de nuestro abuelo Pancho, que en la hora de su muerte se burló cruelmente de las autoridades del pueblo. Vinieron el jefe y el juez, ha dicho como siempre, y se sentaron uno a cada lado del moribundo. Este no despegaba los labios, y como se hacía tarde, el juez le dirigió la palabra diciéndole que ahí estaban los dos a la espera de sus órdenes. Les gradezco, dijo el moribundo. Les he hecho molestar porque quiero tener el gusto de morir como murió Nuestro Señor: entre dos ladrones. Y no les dio tiempo ni siquiera a protestar.
Cuando ya no le alcanzaron los brazos ni las patitas, la enana se ha subido a la silla; ha volteado la corona y metiéndose adentro se ha sentado en el piso, nuevamente como una dama, a continuar el rigodón de las manos. El caballero Malcolmo entra y sale, corre, vuela como un murciélago, se mete por todos los rincones acarreando los desperdicios que encuentra: flecos de ponchos, traperíos, plumas, yuyos secos, huesos de pescado, montones de tapitas de cerveza, como si quisiera probarse a sí mismo que voluntad es vida y muerte es enojo. Creo que vamos a acabar todos de cabeza en la corona, dice nuestro padre. En un rincón, María Dominga relata al domador sus peregrinaciones de promesera por los lugares santos. Detrás de sus sillas, por entre las cabezas con pelo de mujer, negra una, rubia la otra, veo afanarse a Amalberga y andar por el airea Malcolmo, los dos muy hermosos, de una hermosura increada, pequeñísimos en una inmensidad disminuida por la lejanía de los ojos entrecerrados.
Únicamente después de eso me pongo a trabajar, dice María Dominga con una sonrisa, juntando su cabeza negra a la melena amarilla que huele a león. Y en ese momento es cuando Malcolmo, en una de sus evoluciones, tropieza y tumba un candil sobre la corona, que empieza a chisporrotear. Un círculo de llamas se levanta alrededor de Almaberga, y una humazón con olor a chamusquina de cosas viejas y animales muertos llena el rancho y hace toser y llorar de risa a todo el mundo. También el muerto dentro de la caja tose y se retuerce de risa. Nadie se salva. Malcolmo tiende la mano a su dama que con un vuelo muy gracioso, como en el circo, salta a través de la corona de fuego y cae sobre las piernas de nuestro padre; ¡zape bicho!, dice éste y se la sacude del tirador como a una garrapata prendida a un desnivel de humanidad. El tragador de fuego apaga la corona con un aletazo de su impermeable lleno de remiendo. Tan vivo ha sido el fulgor, que no nos hemos dado cuenta de que está empezando a amanecer. Después hemos salido cargando el cajón que parece de hierro, que se nos quiere ir al fondo a cada paso.
No pueden pasar, dijo el sargento de un retén, el cementerio está en la zona de combate. Pónganlo provisorio al muerto por ahí, hasta que terminemos este negocio. Durante un buen rato anduvimos dando vueltas con la caja por los campos lechosos de helada; después, de regreso por las calles del pueblo que parecían de vidrio. No éramos muchos; en hombres, apenas lo justo para cargar ese cajón interminable como un recuerdo. Los saltimbanquis se habían ido a dormir. En el vapor de la amanecida, ácido por el gusto a pólvora y el humo al muerterío de tres días, avanzamos hacia cualquier parte. Sobre la caja, la corona carbonizada brillaba en la neblina con el lustre de una fruta nueva. Alguien indicó el potrero municipal, detrás de la iglesia. Mientras resonaron las palas contra el barro endurecido, estuvimos ahí mezclando la lana de nuestros alientos, balando fuerte las oraciones para tener algo con qué taparnos.
En eso estábamos, cuando de repente un relámpago amarillo y azul se encendió en la falda del cerro. Luego otro y otro. Los truenos reventaron pesadamente sobre el valle. Creíamos que volvía a caer el diluvio. Pero luego era el repiqueteo de las ametralladoras y la fusilería que se desparramaba por todas partes. Fue la mañana en que las baterías del gobierno bombardearon el puente y lo partieron por la mitad. Ese mismo día los leales ocuparon el pueblo. El circo dio dos o tres funciones para los soldados, y se mandó a mudar a otra parte con su gente y sus animales. Todo como al principio, y nosotros con las ganas de que volviera a empezar.
Moriencia - Augusto Roa Bastos
CUERPO PRESENTE - Augusto Roa Bastos
Bajo el puente - Roa Bastos
La querencia/2 - Eduardo Galeano
Producción de los participantes:
EL DOCUMENTAL - Marcela Ruz
Don Manolo - HAYDÉE ORTONE.
Guillermina Hagen, la “monja rebelde” del Impenetrable chaqueño - Mabel Jokmanovich Derka
La abuela Enriqueta - Ana Lía Olego
Añorando mi pago - Escribió Julia Zelarrayan
EL DOCUMENTAL - Marcela Ruz
Ahí estaban las dos, sentadas en el hall de la Municipalidad. El edificio hacía juego con ellas, ajado, roto, seco. Hoy seguirían con la filmación del documental, hoy seguirían contando historias reales, historias inventadas. Nadie podía corroborar lo que dijeran, a nadie le interesaba hacerlo.
- ¿Quiere que le cuente cuando anduvieron por acá los forajidos gringos? -dijo Anunciación con una sonrisa amplia, que dejó a la vista sus encías vacías. Ella estaba segura de que eso le iba a interesar a la rubiecita que dirigía la película, Érica se llamaba y hablaba raro.
- ¿De qué forajidos hablás? Si acá los únicos bandidos que hubo fueron gauchos nomás -escupió Graciana.
- Es que vos sos más chica, por eso no te acordás. Pero estuvieron refugiados un tiempo por acá, en el rancho del Venancio.
Anunciación se acomodó en su silla, y empezó con la historia. Cada frase era seguida por un resoplido de Graciana, que se enojaba cada vez más; ella sabía que era todo mentira, también sabía que la gringuita que filmaba les había prometido tantas cosas a cambio de sus recuerdos. Yerba, azúcar, algunos pesos, que las verían en los cines de todos los pueblos de alrededor. Cuando terminó el relato, la vieja puso sus manos sobre la falda y cerró los ojos, satisfecha.
Y arrancó Graciana. Después de aclarar que ella no se acordaba de los gringos y que si hubiera pasado como decía la otra bien que se acordaría, clavó los ojos en la documentalista y le espetó, como si tal cosa, que ella le podía contar cómo el cura los había salvado construyendo un Arca cuando el pueblo se había inundado, que terminó arriba del monte frente al lago. Si con eso no tenía atención, yerba y azúcar ¿con qué?
Ya era demasiado incluso para Érica, que había dejado pasar una serie de historias estrambóticas pero mínimamente creíbles. Total, a ella el subsidio se lo daban igual, ya fuera que filmara la vida de los navajos y sus casinos o a estas dos viejas perdidas en un pueblo tan perdido como ellas en el medio de la nada. Así que hizo un corte para ir a almorzar y sugirió que buscaran otra historia para la tarde.
Lo que Érica no sabía ¿cómo sospecharlo siquiera? es que esa historia era cierta.
-¿Por qué vas a contar eso, si le juramos al padre Juan que nunca íbamos a decir nada?
-Mirá Anunciación, el padre ya se murió y fue la única cosa buena que hizo por nosotros, así que ¿por qué no contarlo?
-¿Cómo que fue lo único bueno?
Esta Graciana es una hereje. El padre era un santo pero claro, como nunca le dio bolilla, va a faltar a la palabra que dio. De patas al infierno se va a ir. Una cosa es mentirle a la gringuita, otra romper un juramento.
¿Quién fue el que trajo la primera radio? ¿Y la primera televisión? No fue el médico, ni fue el maestro, ni el comisario. Fue el padre Juan. Y tenía la biblioteca para los chicos, y había hecho juegos en la plaza y les enseñaba el catecismo.
-Sí, fue lo único bueno. Hasta que no trajo todas las porquerías que trajo, la gente vivía feliz y contenta con lo que tenía y se quedaba en el pueblo. Ahora ¿dónde están todos? En la ciudad, viviendo como chanchos pero con televisión. Y las ideas que les metió a muchos con los libros que traía. ¡Por favor, lo único bueno que hizo fue el Arca, que si no por ahí nos ahogábamos! Pero claro, como no vino el fin del mundo como él dijo, hubo que callarse la boca para que no pasara papelones.
-Parece que te olvidaste de cuando le hizo frente al patrón de La Blanquita y defendió a los peones. Fue el único que se animó.
-¿Y de qué sirvió? Si al final terminaron todos sin conchabo o presos. Mirá, ahí vuelve la rubia con la camarita. ¿Vos creés que si le mostramos lo que queda del Arca lo va a filmar?
-El Arca, el Arca, lo único que te importa es matarme el punto a mí. Hacé lo que quieras, igual acordate que prometimos repartirnos lo que nos dé la gringuita. Y más te vale que esa promesa la cumplas.
Don Manolo - HAYDÉE ORTONE
Almasen y despacho de bevidas
En el barrio estaban inaugurando una nueva cerveceria y ahí nos encontramos el sábado por la noche todos los muchachos de la barra.
-Miren cómo vino a terminar el negocio del gallego. Quén lo diría. Hace muchos años en este mismo lugar funcionaba un almacén. Si habré venido a comprar con mi vieja. Acá estaba el mostrador y detrás las cajoneras con tapas de vidrio llenas de porotos... de garbanzos... de fideos... y más arriba las latas de galletitas, las Imperiales eran las que más me gustaban, también los bizcochos Canale, ¿se acuerdan?. y a la derecha había una caramelera, una especie de estantería metálica que soportaba unos grandes frascos.- comentó Juan melancólico.
-¿Me vas a decir que te acordás con tanta precisión de cosas que pasaron hace tanto tiempo?- le pregunté. Me gusta hacerlo engranar.
- Sí boludo, si vos no tenés memoria es problema tuyo. A mí, gracias a Dios, el Alzheimer todavía no me agarró-
- No te calientes, ¿ no lo conocés?- intervino Pablo. - Dale, seguí con la historia-
- Afuera había un cartel que decía. almacén y despacho de bebidas. El fileteador dibujaba muy lindo, lástima las faltas de ortografía; con decirles que había escrito almacén con ese y bebida la segunda con v corta. El gallego, porque el dueño era gallego, vino a la Argentina con la idea de hacer unos pesos y luego volver a España-
- Ah... quería hacerse la América... Siempre lo mismo, Vienen a sacarse el hambre y cuando lo logran no les alcanza el tiempo para volverse.-
- No hablés demás si no sabés, el tipo quería ir a buscar a la novia, por eso trabajaba de sol a sol. Se levantaba muy temprano, con decirles que cuando ibamos para la escuela ya andaba él haciendo el reparto a domicilio con una tremenda canasta de mimbre repleta de mercaderia y al ratito nomás ya estaba detrás del mostrador atendiendo a la clientela. Don Manolo tenía una computadora por cabeza, ¿se acuerdan de las libretas, esas con tapas de hule? no necesitaba verlas para saber cuánto debía cada uno. En una oportunidad había un tipo que se las daba de piola y le falsificó los números al gallego; cuando éste quiso cobrarle se armó la discusión y palabra va palabra viene, el individuo, para zafar, le dijo: yo tengo la conciencia limpia, a lo que Don Manolo, ni lerdo ni perezoso le contestó. hombre, lo que tu tienes es mala memoria.-
- ¿Vivía solo? - le preguntó Pablo, y agregó- ¿ no tenía parientes? -
- Que yo sepa no. Era un tipo muy solitario; sólo tenia un puñado de amigos, parece que eran del mismo pueblo. De tanto en tanto recibía alguna carta de su novia pero pasaba mucho tiempo entre una y otra, hay que tener en cuenta que en esa ëpoca la correspondencia venía en los barcos y éstos tardaban como un mes en llegar; no era como ahora que, con el teléfono y las redes sociales no hay distancias.
Aunque no viéramos al cartero, en el barrio todos sabían cuándo él recibía noticias de la Maruja, (que así se llamaba la mujer), porque en esos días estaba más alegre que de costumbre y se la pasaba entonando pasodobles. El resto del tiempo, por lo que yo recuerdo era un tipo más bien callado, taciturno. Ahora que lo pienso, la morriña se le notaba en los ojos. Era terco como buen gallego pero no era pendenciero. -
- No debe ser fácil dejar todo atrás y cuando digo todo me estoy refiriendo a la familia, los afectos, la tierra, los sueños. Ahora es difícil y eso que hoy en día con los adelantos en las comunicaciones no hay distancias. Yo no hubiera podido hacerlo - acotó Darío.
- En el barrio era muy querido y respetado. Como diría don Genaro, el tano de la verdulería de la vuelta, Manolo es gallego pero buena persona.
A pesar de que lo llamaban el rey del codo porque era bastante tacaño, siempre tenía una golosina a mano para convidar a los chicos. -Don Manolo, no me lo malcríe al nene-, decía mi madre. -Déjelo mujer, es sólo un chiquillo; cuando yo tenía su edad éramos tan pobres que muchas veces no teníamos para comer; lo que hubiera dado por un caramelo. -
Qué vida dura la de esa gente, y uno se queja por cualquier cosa, pensé. -Juan ¿qué pasó cuando llegó la novia, estaba buena? -
- Es que la novia no llegó nunca.-
¿Cómo que no llegó?, no entiendo nada. ¿ En qué quedamos, si había dicho que la iba a traer. Otra que Alzheimer.
- De tarde en tarde, Manolo sacaba las cartas de la Maruja del fondo de un baúl y después de releerlas, abría un cajón donde guardaba la plata, la contaba y se decía : ya falta poco. A veces cuando andaba más triste que de costumbre los muchachos le pedían que les mostrara una foto pero al parecer, no tenía ninguna. En todo caso él les replicaba:- de qué me sirve la foto si la novia está en España-.
Un domingo por la tarde, aprovechando que el almacén permanecía cerrado se fue hasta el puerto. Había tenido noticias de la llegada de un barco con inmigrantes, entre los cuales venía un vecino del terruño. Después de los abrazos el recién llegado sacó una cajita y una carta de la Maruja donde le hablaba de su amor. La caja contenía un cinturón de soga que ella había trenzado con sus propias manos. Demás está decir que Manolo se lo puso y no se lo sacó más hasta que...-
- ¿Hasta que engordó?.-
- No jodás:- Me dijo fulminándome con la mirada. (Juan es un buen tipo pero qué poco sentido del humor que tiene).
- Como les decía -continuó- pasaron varios años , el gallego seguía acumulando peso sobre peso hasta que un día otro amigo llegó de España. Cuando se encontraron lo primero que hizo Manolo fue preguntar por la Maruja: - "¿cómo, no lo sabes?, la Maruja se casó con tu primo"-. El gallego no lo podía creer; pensó que se trataba de una broma de mal gusto pero el amigo tenía una foto de la boda. Manolo, destrozado volvió al almacén y lo primero que hizo fue arrancarse el cinturón.-
Estuve a punto de decirle: ... y entonces se le cayeron los pantalones.... pero me contuve.
- Yo creo que si el gallego la hubiera tenido frente a frente le habría dado una flor de paliza con el cinto; tanto fue el rencor que sintió por la mina.-
- A ese tipo lo mató la ambición, - lo interrumpí - La mujer no lo dejó por el primo, ël la dejó cuando la postergó por la guita.- Haciendo caso omiso a mi comentario, prosiguió:
- Al gallego los años le cayeron encima. Aunque sin ganas siguió trabajando, no sabía hacer otra cosa, pero un día, en el momento en que Manolo cerraba el almacén unos chorros que lo tenían fichado lo amenazaron con una pistola y le sacaron toda la guita.
De más está decir que Manolo no se repuso jamás, fueron dos golpes muy duros en un lapso tan corto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, mantuvo abierto el almacén....
Aquí Juan hizo una larga pausa; se tomó una cerveza y luego, con la voz quebrada concluyó:
- Manolo había vivido siempre motorizado por sus sueños pero la realidad que suele ser muy dura lo golpeó con fuerza porque para colmo de males en esos días, en el barrio inauguraron un supermercado chino.
Una mañana el gallego no abrió el negocio. Los vecinos, preocupados se acercaron para ver qué le pasaba. ¿Ven esa viga que atraviesa el techo?. Allí estaba colocado el cinturón.-
Guillermina Hagen, la “monja rebelde” del Impenetrable chaqueño - Mabel Jokmanovich Derka
Hacía apenas una semana que el National Geographic, (publicación con la que colaboro habitualmente), me había encomendado una nota que rescatara la figura y acción de la hermana Guillermina Hagen en el Impenetrable chaqueño, más precisamente en la Misión Nueva Pompeya. Estaba tan entusiasmada con la tarea, y con ese personaje tan controvertido y legendario de los años `70, que en pocos días organicé el viaje y aquí estaba, en mi camioneta, con todo lo necesario a bordo para iniciar mi trabajo: notebook, cámara fotográfica, grabador, cuaderno de apuntes…
Antes de partir leí algo de bibliografía a fin de contextualizar a mi heroína en su escenario geográfico, etnográfico e histórico. Así me enteré que la Misión está situada en el noroeste de la provincia del Chaco, cerca de los límites con Salta y Formosa, muy próxima al río Bermejito. También que la zona se caracteriza por una falta casi absoluta de agua, lo que hace muy difícil la vida humana y la actividad agrícola; que en verano el monte es “una brasa” llegando el termómetro a marcar 50º a la sombra; que su suelo desértico muestra apenas partes insignificantes de tierra vegetal, tachonada de quebrachos colorado y blanco, bosquecitos escuetos de mistol y chañar, matorrales de tala, vinal, uña de gato y caraguatá.
En cuanto a su matriz social, los documentos consultados me indicaron que está conformada por la población originaria wichí, a la que se sumaron criollos o mestizos llegados de Salta, dedicados a la pequeña ganadería. Esta matriz se completó más tarde, a principios de los años ’30, con inmigrantes europeos, especialmente colonos ruso-alemanes atraídos por la campaña nacional para desarrollar el cultivo de algodón en el Chaco. De esta manera comenzaron a coexistir en el lugar los gringos y criollos ganaderos con grupos de aborígenes que vivían aún en el monte, de donde salían a vender cántaros, cestos, pieles, pájaros, tejidos artesanales, o alquilar su fuerza de trabajo en la cosecha del algodón o la caña de azúcar. Pero esta proximidad entre la vida indígena y la cultura de los blancos, tanto criolla como europea, lejos de producir una rica interacción cultural, introdujo en la población originaria una variable de tensión. Es que en casi todas las ocasiones en que los blancos se vincularon con las culturas nativas -y seguramente por la dificultad de valorarlas dentro de un horizonte que no sea el de su propia cosmovisión- las relegaron a una situación de marginalidad, denominándolas “bárbaras” y “salvajes”, asignándose para sí la necesidad de “amansarlas”, “civilizarlas” o “pacificarlas”.
Asimismo me resultó de gran interés saber que la Misión fue fundada a principios del siglo XX por los padres franciscanos, con la finalidad de evangelizar, tutelar y sustraer a los aborígenes de la explotación de que eran objeto en ingenios y obrajes de la zona. Tuvo su desarrollo y después del abandono del proyecto, en 1949, comenzó un período de creciente decadencia en la región y los indígenas quedaron “a la buena de Dios”.
Y aquí estaba yo ahora, después de tanta información bibliográfica, en la casa de una familia que haría las veces de “hotel” durante mi estadía en el pueblo. Inmediatamente comencé a preguntar por gente del lugar que quisiera compartir conmigo sus memorias sobre los años en que la hermana Guillermina lideró la movida indigenista en la región. Me llevaron, sin dudar, a la casa de Clemente Medrano, antiguo dirigente aborigen de la Asociación Comunitaria Misión Nueva Pompeya, donde también se hizo presente el doctor Alberto Fader, amigo personal y abogado de la monja en los años ’70; y un tal señor Kramer, descendiente de antiguos colonos agrícolas y dueño del único comercio de la zona.
_ ¿Recuerda en qué estado quedó el pueblo después que se retiraron los franciscanos, Don Clemente? Le pregunté al dirigente indígena pensando para mí: ¿será que este viejo me dejará sacarle fotos para publicar? Parece medio arisco…
_ ¡Claro! Cómo no me voy a acordar. Las tierras pasaron a dominio del fisco y tuvimos que abandonar nuestros cultivos para comenzar a vivir del trueque. Mi familia le ofrecía al bolichero lo que lograba cazar para conseguir artículos escasos y a precios desproporcionados. Por una piel de iguana, por ejemplo, nos daba un paquete de yerba… También muchas familias iban a trabajar en la cosecha del algodón en chacras vecinas; caminaban durante semanas comiendo lo que cazaban y durmiendo a la intemperie, por lo que muchos enfermaban de gripe, diarrea, desnutrición, mal de Chagas y tuberculosis. Además había mucho cuatrerismo en la zona y acusaban a los indios de robar ganado a los criollos. Éramos castigados duramente por eso, dijo Clemente mientras posaba serio para la foto.
_ No había sido tan arisco… pensé mientras disparaba la cámara… Y usted, doctor Fader, cuénteme por favor lo que recuerda, le pedí mientras rumeaba internamente: ¿cómo un doctor tan “fino” se habrá enredado con los indios y la monja?
_ Sí, parece que fue ayer, dijo Fader, pero pasaron casi 50 años desde que, en el marco de un plan de desarrollo de la Dirección del Aborigen, a fines de 1969, llegó “la Guille”, como le decíamos cariñosamente. La verdad es que la situación de la población en la región era insostenible. Aquí la ley nacional apenas llegaba, la protección del Estado era débil, los abusos muchos y la justicia incierta. Sin fuentes de trabajo, sin médicos ni escuelas y mal alimentados, los más débiles sucumbían. Y a la marginalidad que sufrían, los indios debían sumar los prejuicios del blanco, que los estigmatizaba como “ignorantes, haraganes y ladrones”, considerando que la cultura originaria es inferior a la suya y debe ser sustituida por ella.
_ Y qué sabe de la vida personal y el camino recorrido por “la Guille” antes de llegar a Misión Nueva Pompeya? le pregunté al doctor, mientras que para mi adentro pensaba: tengo que aprovechar a este “setentista”; seguramente conoce bastante…
_ A principios de 1960 Guillermina, quien siempre se interesó por servir al prójimo, conoció a un cura jesuita que le habló de “un Cristo venido para cambiar las cosas, de un auténtico revolucionario”, y ella se identificó totalmente con esa figura. Así nació su vocación mística, que la llevó a tomar los hábitos a pesar del desacuerdo de su padre, que como alemán luterano tenía una visión muy crítica de la Iglesia católica. Decidió correr el riesgo convirtiéndose en una religiosa singular y carismática, que no temía enfrentar al poder. Con estudios en Europa en áreas de economía, psicología social, desarrollo comunitario, cooperativismo, catequesis para adultos, era hábil manejando camiones y piloteando aviones; además de ser la primera monja recibida de ingeniero agrónomo en el país. Después de trabajar un tiempo en Villa Ana, pueblo de La Forestal santafesina, le ofrecieron instalarse junto a un pequeño equipo en Nueva Pompeya, para desarrollar tareas en la comunidad wichí.
_ Por lo que sé, pregunté al doctor, los indígenas desconfiaban profundamente del blanco… ¿Cómo este nuevo equipo logró revertir esa situación y qué cambios concretos introdujo en esa difícil realidad?
_Desde el primer momento el grupo de los recién llegados trató de que los nativos los vieran como algo distinto, convencerlos de que no buscaban imponerles su cultura, sino dignificarlos a partir de la suya propia. Tomando en cuenta iniciativas impulsadas por los padres franciscanos fundadores, fueron recuperando emprendimientos en base a testimonios orales de los ancianos aborígenes y algunas documentaciones conservadas.
Entre muchas obras realizadas puedo enumerarle algunas: la construcción de una sala de primeros auxilios, una escuela, un centro de alfabetización para adultos, un hospital. También repararon puentes, caminos, la pista de aterrizaje y rehabilitaron la capilla. Pero el paso más ambicioso fue la creación de la “Cooperativa de Trabajo Agrícola de Producción e Industrialización Nueva Pompeya Ltda.”, con el fin de lograr la autosuficiencia de la comunidad. En ese marco comenzaron a comercializar el tejido de las mujeres, abrieron un almacén con precios razonables, y más tarde pusieron en marcha un conjunto de huerta, carpintería y una panadería. En los primeros tiempos vendían madera del lugar, pero después pusieron un aserradero donde fabricaban durmientes y varillas que llegaron a comercializar hasta en la Pampa Húmeda. Este emprendimiento convirtió a la Misión en un polo de atracción para trabajadores de otros parajes del norte chaqueño.
_ Bueno… aquí la pintan a la monja como “la octava maravilla”; ¡pura idealización!, intervino por primera vez el señor Kramer. Lo cierto es que se fue generando un gran malestar entre los agricultores de la zona, ¡y con razón!, porque ya no podían contar con la mano de obra de los indios como era lo habitual. Mucha bronca había…
_Comenzaste a mostrar la hilacha, Kramer, me dije, y él continuó…
_¬Esa mujer les dio mucho “vuelo” y ellos no estaban preparados. Se le empezaron a subir los humos a los indígenas y, además, comenzaron a meterse en política. Hasta la Iglesia y el obispo, que los habían apoyado al principio, le fueron retirando la mano.
_ La leyenda de la “monja rebelde”, apuntó el dirigente Clemente, comenzó a extenderse a otras comunidades indígenas y por todo el Chaco, y no todos estaban contentos. En la región había gente poderosa que miraba con desconfianza esa inédita experiencia que amenazaba sus intereses. Era previsible, pues cada vez había menos espacio para comerciantes, contrabandistas de ganado, chacareros inescrupulosos, capitales vinculados a la explotación maderera, policías, políticos y jueces corruptos; ya no era posible cambiarle a los aborígenes una piel de iguana por un poco de yerba…
_Es cierto, dijo el doctor Fader. Desde el gobierno chaqueño, y por diferencias con la estrategia indigenista, comenzaron a presionarlos financieramente hasta asfixiarlos. El proyecto quedó atrapado en el contexto político de la época y Guillermina fue detenida en octubre de 1973. Un poco más adelante, incluso, fue obligada a abandonar la provincia. Esto desarticuló el conflicto que la hermana había tenido con los obrajeros y con los colonos algodoneros cercanos, pero significó la decadencia del lugar, el desmonte indiscriminado, y el retorno de los aborígenes a la condición de trabajadores estacionales en la cosecha de algodón. La cooperativa fue intervenida a comienzos de 1975 por el Instituto Nacional de Cooperativas, dependiente del Ministerio de Bienestar Social a cargo de José López Rega.
Después de dar por finalizado mi trabajo, volví a casa atravesada por una ambigua sensación… Por un lado estaba apenada por el fracaso de aquel interesante proyecto. Por el otro, pensaba qué hermoso personaje resultó “la Guille”, esta monja que con rebeldía y coraje, pudo hacer florecer, aunque por un breve tiempo, una original “primavera” en el Impenetrable chaqueño.
La abuela Enriqueta - Ana Lía Olego
Le encantaba ir de paseo a lo de la abuela Enriqueta, la mamá de su papá. Siempre era precedido por un ritual que comenzaba a la mañana temprano, cuando se levantaban, porque ya desde entonces la madre empezaba a darles indicaciones de cómo vestirse, que apúrense que se hace tarde, de cuidado con mancharse la ropa que es la de salir y es la que hay que ponerse para el cumpleaños de, de no me acuerdo quién. Y después de mucho tiempo, cuando ellas ya estaban aburridas y la mamá cansada, salían para el barrio de Las Ranas, a la casa de su abuela.
Iban caminando. Aunque el barrio de Las Ranas estaba a siete cuadras, era lejos. A los pocos minutos terminaba el asfalto y comenzaba la tierra. Para cruzar la calle había que pasar por alcantarillas que atravesaban cunetas siempre caudalosas porque había llovido, o porque vaya uno a saber de dónde venía esa agua así que había que mirar bien adonde pisaban.
Cuando llegaban seguro que la abuela hacía un buen rato que las estaba esperando y que recién había sacado de la olla unas rosquitas fritas bañadas en almíbar que tanto le gustaban a su hermana y a ella.
Y era sólo después de un rato, cuando la conversación de los grandes estaba encaminada, que se levantaban de la mesa y se iban hacia ese territorio encantado que las convocaba en cada visita. Cualquier desprevenido podía pensar que era el lugar de los cachivaches viejos porque era una habitación que estaba en el fondo de la casa, casi escondida después de la columna grande, con una ventana desvencijada que nunca se había visto abierta, siempre oscura, fría y con ruidos y olores que muchas veces las hacía salir corriendo, palpitantes, obligándolas a mirar para atrás para asegurarse que no las perseguía algún alma ofuscada.
Y ellos sabían que volverían a la trastera porque nunca serían suficientes las advertencias de la madre de que no se metan ahí que como siempre terminan llenas de tierra y telarañas, así que cuando corriendo y gritando llegaban a la cocina, ya las estaban esperando de pie y con los brazos abiertos, muertos de risa.
Siempre volvían a la trastera. Volvían porque Antonia estaba convencida que ahí, en esa caja grande que estaba debajo de todas las otras cajas, en el último estante de la pared del fondo, y que se rompió sin querer, de tanto forzar la tapa para meter la mano, entre muchas cartas y documentos viejos, iba a encontrar algún rastro de lo que tanto se hablaba en la familia en los últimos tiempos.
- Y parece que la mandaron a Argentina para casarse con un orensano amigo de su padre que quedó viudo al llegar a América. Había escuchado que la mamá le contaba a la tía Amparo. Y agregó, imaginate, cuarenta años él y quince doña Enriqueta. Una barbaridad de aquellos tiempos. Pero bueno, ella y don Baldomero estaban enamorados, así que armaron un plan para escaparse juntos. Todo por carta, comentó moviendo la cabeza aparentemente conmovida.
Estaba clarísimo que su abuela querida, la otrora pesada de la abuela, esa señora bajita siempre de batón y con un rodete desmadejado, esa que aún saboreaba su terruño en cada palabra y en cada palabra regalaba una sonrisa, debía haber atesorado los recuerdos de esa historia de amor, una historia con la que todas las chicas como ella sueñan con vivir alguna vez.
Añorando mi pago - Escribió Julia Zelarrayan
Desde mi bohardilla, veo una parte de la famosa Torre de Eiffel, cielo gris, techos y techos, el dibujo serpenteante de los casi senderos construidos con cuadritos de piedra (de puro mazoca pienso cuantos laburantes para construir esas húmedas calles ya estarán bajo tierra).
Y yo aquí buscando a la musa inspiradora, que me permitirá construir el cuadro que me salve de la hambruna. Y volver a mi Buenos Aires que esconde los dulces recuerdos de mi niñez y juventud.
Y empieza el “taladro”: La voz llorosa de mi vieja, retoza vívida en mi cabeza, repitiendo para qué irte tan lejos. Si el mundo es redondo y en todos lados pasa casi lo mismo. Te das cuenta; estás dejando tu barrio, tus amigos, tu tierra querida. Todo por un berrinche de probar suerte en tierras extrañas. Si hasta te veo lagrimear cuando te hablo, no estás seguro de lo que harás. Vamos levanta la vista, así mirándome a los ojos, y escucha las razones del compositor:
¡Adiós pampa mía ¡…
Al dejarte, pampa mía,
Ojos y alma se me llenan con el verde de tus pastos
Y el temblor de las estrellas.
Con el canto de tus vientos
Y el sollozar de vihuelas
Que me alegraron a veces y otras me hicieron llorar.
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Por suerte el lunes tengo un encuentro con Filipe Cocó, él sí que le tomó la mano a este París. Si hasta se cambió el nombre y tiene una socia (con la que se acomodó a todo servicio, esa viejita ricachona que le triplica en edad).
Me flagelo: mira “cocoliche”, aprende, pero no me entra en la cabeza.
La tarjeta dice algo así -en franchute-argentino- :
"Es-tu invitée à l'exposition d'artista francés-argentino “ Filipe Cocó",
un su nuevo atelier, cuenta avec des ordres globaux de genial Pintor.
Rue de la Jean B. Pigalle - Paris.
Avec la confiance de l'honorable pianiste Marié à la Cocó.
Merci beaucoup”.
Que iluminación selecta, todos con copas y copones. Burbujeantes y tintos pesados.
Los mozos corren con bandejas, con pequeños bocados multicolores (a los que el guisito de la vieja les gana por una cabeza).
Falsas risitas, cuchicheos, mohines por doquier, toqueteos hasta el artazgo .
Los veo tan distantes de mí, siento que mi sangre gaucha galopa, como en el hipódromo de Palermo (o mejor en La Pampa abierta de mi Argentina).
Esto me supera: tomo la iniciativa de apartar al Filipe, y encararlo.
-Ché, necesito algo concreto, y “biyuya” contante y sonante (tengo cuatro meses de atraso de pagos del sucucho donde tiro mi osamenta, y ni el panadero me quiere fiar media baguete).
-Ah, NO,…. Que mañana, que pasado---- Tango: problemático y febril.
Lo tomo de la solapa, y lo sacudo con fuerza machaza, gritándole al cafiolo este.
- Viejo, ya no te acordas que te entregué la guita, que mi viejita me dio de reserva para volverme a Buenos Aires (si la cosa me fallaba).
- Que ni eso me podes conseguir?. Mañana temprano me presento a la pianista esa y le paso la factura: que me ponga los billetes uno sobre otro, y con el interés.
Ha transcurrido una semana. Toco el timbre del palacete; un sirviente enguantado de blanco, me informa que los señores han viajado hace dos días a la mansión de La Provenza. Que de inmediato pone a disposición al chofer para que me acompañe hasta dejarme con ellos. Para compartir algo de ménage a la troi, y que sería bienvenido. Imposible soportar esto.
¡Ay! mi Buenos Aires; … las letras de los tangos se me vienen encima:
“Farolito de la calle en que nací,
fue centinela de mis promesas de amor,
bajo su quieta lucecita yo la vi
a mi pebeta luminosa como un sol…”
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Noche de humedad otoñal, imposible dormir. Bajo de la covacha, camino sin rumbo. Doy con el Sena, reflejando en sus ondulantes aguas mi derrotada figura. Vienen a mi mente los recuerdos del Río de la Plata color de león. Aguas que van y van. Creo que a lo largo pueden llegar a unirse.
Y no aguanto mas, quiero regresar al barrio que me acunó:
* Y cae el telón de mi vida (única forma de “Volver…con la frente marchita…”).
Estoy en mi Buenos Aires: la casa está vacía: ni mi viejita, ni el canario, ni el perro flaco. La modernidad impide a la gente; saludarse por las calles. Todos tienen cables o hablan solos. Nadie me conoce, son todos extraños, veo muchos edificios, todo están cambiado “Al mundo le falta un tornillo”. Busquen un mecánico que lo pueda arreglar.
La querencia/2 - Eduardo Galeano
Cuando llega la sequía, y se lleva las aguas del río Uruguay, la gente de Pueblo Federación regresa a su perdida querencia.
Las aguas, al irse, desnudan un paisaje de la luna; y ellos vuelven.
Ellos viven ahora en un pueblo que también se llama Pueblo Federación, como se llamaba su vicio pueblo antes de que lo inundara la represa de Salto Grande y quedara hundido bajo las aguas. Del viejo pueblo ya no asoma ni la cruz en lo alto de la torre de la iglesia; y el pueblo nuevo es mucho más cómodo y mucho más lindo. Pero ellos vuelven al pueblo viejo que la sequía les devuelve mientras dura.
Ellos vuelven y ocupan las casas que fueron sus casas y que ahora son ruinas de guerra. Allí, donde la abuela murió y donde ocurrieron el primer gol y el primer beso, ellos hacen fuego para el mate y para el asado, mientras los perros escarban la tierra en busca de los huesos que habían escondido.
Bajo el puente - Roa Bastos
POR QUÉ no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.
Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene.
Siempre igual. En un lugar así la vejez es larga para cualquiera. No para el maestro. Con menos que poco se conformaba. Dentro de él encontraría todo lo que le hacía falta. Quién sabe. Por fuera, siempre ocupado; un hombre activo como ninguno, de provecho, cumplidor. La escuela. Su chacra llena de plantíos de muchas clases. El cuidado de los pájaros y animales silvestres en su casa, a media legua del pueblo, en la orilla del monte.
Al rayar el día ya estamos todos los alumnos en el patio, tiroteándonos con las semillas de los nísperos; los más grandes pelando al descuido las polleritas rotosas, para mirar debajo. “Guá, el maestro”. Una vela negra entre el vaho del roció. Detrás viene saltando el coatí. Lejísimo todavía, si hasta parece que no se mueven, que van reculando. De un parpadeo a otro, se ha puesto a repicar el trozo de riel. El ruido de los bancos se apaga antes que el fierro. Desde la puerta nos está barajando hace rato; nos mira y no nos mira. Nosotros, duros; cada uno con su estaca bien tragada. Sin saber dónde poner las manos y el traste. Los ojos de santitos. Un ramalazo de escarcha quema de refilón una mano, una pierna. Lo único que se mueve es la cola de humo del coatí, bajo la mesa del maestro. El vergajo atado al puño, tiembla un poco todavía. Él mira. No se oye más que su resuello; un anhelar más aire del que hace falta para uno solo. ¿En qué momento ha sacado la libreta de tapas negras donde nos tiene guardados? No precisa abrirla para saber quién está cazando pájaros en el monte. 0 quiénes están temblando con el chucho y vaciándose en la diarrea, hasta que les hace tomar a la fuerza sus remedios de yuyos. Ni la sombra de un pelo se le escapa. Sabido. Le miramos la cara para ver si hace buen tiempo. Entonces salimos a sacar la paja podrida del techo, a trenzar tientos y bozales; a tejer sombreros y guayacas, para el mercado. La escuela no le cuesta al gobierno más que la venida del inspector, que a saber a qué viene. Nada más que a emborracharse en la fonda del pueblo, a poner su firma en el registro, como de que todo está en orden. Nos hace cantar el himno al pie del asta pelada (ni bandera tenemos), y se va.
El nublado le dura varios días al maestro. Por cualquier cosa: Suba al palo, alumno. La voz gruesa en un cuerpo tan ajustado (a veces la voz más grande que su tamaño). El dedo uñudo apuntando hacia afuera. El castigo más temido: el palo pelado, alto, y el culpable ahorquetado en la punta, achicharrándose al sol. Todo el tiempo de la penitencia debe chirriar allí como una chicharra. Si el ruido sale bien, más corta la pena: Bájese, alumno. Vuelva a su lugar. Sudores y temblores, esto de sostener el chirrido entre los dientes. Los brazos y las piernas se mueren contra el palo, antes que la voluntad. Con todo el sol y las moscas juntas, el cielo y la tierra dan vueltas alrededor del asta. Una bandera. ¿De qué patria seria? Uno cierra la boca para aguantar las arcadas del mareo. Ya está abajo la manchita brillosa, resonando fuerte en medio del solazo: Qué le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer las hormigas. Señor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa mañana. Y él: Nunca lo mucho costó poco. Meta a cantar pues. Y déjese de pito-pito-colorito. Me entró un poco de rabia hasta la boca del estómago. Todo por esa porquería de lagartija que recogí en el camino y se me escapó de la bolsa cuando andábamos por la Provincia Gigante de las Indias, para partirse en dos pedazos contra los dientes del coatí. Me saltó la espuma y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, señor. Que me coman no más las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no mueve la cola. Y yo, con el último aliento: No puedo cantar más. La saliva no me alcanza. Cómo no, dice la manchita desde más abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues. Cuando esté muerto del todo se callará solo. El tono justo vuelve a subir; hay que empezar otra vez. El carapacho vacío acababa cayendo sobre las tunas. Venían las hormigas y se llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.
A ratos, más distraído que ninguno el maestro. Se largaba a mirar la punta de sus botines de caña alta y elásticos a los costados. Más viejos que él, de puro remendados. Sin una gota de polvo vil. Todas las mañanas lustrados con flores de cinesia o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrón. Los palotes, los números, los dibujos (siempre cosas redondas: una naranja, el pimpollo del irupé, un nido de alonsito, el globo terráqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la verija) se borraban poco a poco bajo su aliento de asmático, soltando una lloviznita de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan caída la mirada. El hombre se iba cayendo. Se aplomaba, se achicaba. Desaparecía. Una mota de polvo en el brillo de las suelas. Los zapatos solos ahí, sobre el piso. El dueño volando lejos. Y nosotros sin poder saltar ni brincar; nada más que sudar del antojo. Los pies vacíos rayando el suelo. Los ojos hacia el trozo de sol que se retorcía en el hueco de la ventana, cargado de viento, de tierra, de nubes, más allá de los árboles. Cuando tardaba mucho, nuestra mirada se ponía verde de tanto restregarse contra el campo.
La víspera del hecho que hizo bajo el puente, tardó más que otras veces. Pensamos que ya no iba a volver. Me voy a pescar todos los dorados que hay en el río, suscitó Epifanio Ortigoza. La mano espinuda volvía a animarse sobre el pizarrón El maestro se levantaba otra vez sobre los zapatos. Esa tarde se largó a hablar tupido, mezclando todo. Nosotros entendíamos sin entender. Las cosas que decía no eran de ese momento; habían pasado hacía mucho tiempo. O estaban por suceder. Él vivía en espera. Dijo: Un día va a llegar aquí un desconocido. Y no lo van a ver si no están preparados. Le faltaron las palabras, el resuello. Los rastrojitos de pelo a los costados de la boca, quietos por un rato. “De la casualidad no se saca nada”, dijo al salir a flote su respiración de ahogado, tras una tos. El mismo se había puesto un plazo, vamos a decir; no hacia adelante, sino al revés. ¿Seria esa su fuerza? El lento poder crecido de esperar contra toda esperanza. La paciencia. La fuerza de su desamparo. Todos los días, desde el principio. Mañana no era un día para él. Qué tiempo iba a tener para pensar en viajes ni en zonceras.
Una sola vez bajó a la capital, dicen que a gestionar su jubilación. Tampoco ese hecho está claro. Algunos calcularon que había ido a buscar el título del terrenito del fisco, donde vivía. De allá no trajo más que los bolsillos llenos de unos granos como de pólvora o pimienta. Los echó en la laguna que forma el río un poco más allá del puente del ferrocarril. Al verano siguiente (o muchos veranos después), el agua barrosa se cubrió de unas plantas como cedazos, de más de una vara de ancho. Del centro salían unas espigas redondas envueltas en un mechón de seda negra; unas flores lustrosas y tiernas del color de la garza real. En la atardecida, el maestro bogaba lentamente en su canoa entre las cunitas flotantes de las victorias-regias; a cuidar que los pimpollos y las cabecitas de niño de los frutos se metieran a dormir bajo el agua. Antes de que comenzaran los ladridos.
Para lo único que sirvió el viaje. Un don no nacido de la casualidad: esas flores del Río-de-las-Coronas, aclimatadas en esa mierdita de laguna. Un milagro. Un hecho simple no más. Positivo. El aroma salía del estero al amanecer cuando los pimpollos despertaban sobre el agua. La alegría. A esa hora la laguna, hecha una sola ola de perfume, se metía enterita en la nariz llevándose el olor que los perros dejaban por la noche.
Ya para entonces (desde que me acuerdo) la gente se mandaba mudar. Uno después de otro, como si los agarrara una enfermedad de la que solamente se podían curar yéndose. Sin decir nada a nadie; sin despedirse siquiera. En tren, o a pie por el camino, muchas leguas, hasta el cruce de la ruta por la que pasan los camiones hacia el sur. Con lo puesto; como para pegar la vuelta en seguida. No vuelven más. Y hasta los que se han ido la víspera parece que faltaran hace mucho tiempo. Si vuelven alguna vez, vienen cambiados. Son otros. Llegan como extraños que sintieran vergüenza por alguna antigua mala acción. Todo falso en ellos: el parecido con las caras que llevaron al salir; la ropa, la tonada nueva que traen. Sólo su olor a lejos es cierto. Cuando el maestro se encuentra con estos lejeños de paso, ni el saludo. Los mira con desprecio. Y si alguna vez fueron sus alumnos, menos que mirarlos. Como ya no puede mandarlos de chicharra al palo, no existen para él. Los más chicos los miramos con envidia. Esa lejanía que traen escondida en la mirada como una culpa; las golosinas que se sacan de los bolsillos y reparten por ahí, para hacerse perdonar.
Andamos detrás de ellos, riéndonos con una risa de plata, los dientes forrados con los papelitos de los chocolatines. “Les sacamos el molde”, dice Juanchí, mi primo, inflando en la boca el poronguito transparente de la goma de mascar, que nos gusta más que todo. Vienen y se van otra vez en seguida, como escapados. Pero no vemos llegar por ningún lado al desconocido que nos anunció el maestro. Llegaron las tropas. De la noche a la mañana el pueblo se llenó de soldados que bajaron del tren militar. Al norte, hacia Villarrica del Espíritu Santo, cuando no había viento, se oía el tronar del cañón y el matraqueo de las ametralladoras. En Itacuruví los soldados no pelearon. Corridas y patrullajes; nada más que simulacros de combate. Parecían cuidar al pueblo de algún peligro, que por momentos se acercaba y por momentos se alejaba. Como una amenaza de tormenta que únicamente ellos veían. La estación del ferrocarril era su campamento. Por allí embarcaron en vagones de carga la hacienda y los hombres que consiguieron arrear. Lo más que pudieron. Su buen mes les llevó el trabajo. A taitá no lo mandaron porque él carneaba para las fuerzas. Por la noche, amontonados a la luz de la luna, tocaban guitarras y cantaban.
Desde la sombra de las casas escuchábamos sus voces y sus gritos. De repente se largaban a brincar y a zapatear. El retumbo nos hacía tiritar la piel bajo el relente. Pero no era como el batifondo del gentío en las procesiones. Capaz porque las cosas que pasan bajo el sol son diferentes de las que pasan bajo la luna. Mamaíta rezaba por ellos también.
Aparte de taitá, entre los de más edad, el único que se quedó en el pueblo fue el maestro. No parecía enterado de nada. Ni que le importara tampoco. Durante el día, en la escuela como siempre. Por la tardecita, desamarraba su cama y se metía en la laguna, ya para entonces forrada del todo por los cedazos de los irupés Tanto que el maestro daba la impresión de estar sentado en una de esas coronas que se apagaban poco a poco en la penumbra del poniente.
Una mañana el comandante visitó la escuela. Lindo hombre el capitán. Alto, de hombros anchos, la cintura muy delgada. Las botas le llegaban hasta la verija; pistola al cinto y esa especie de cañoncito negro que se encajaba en los ojos para manguear el monte y el camino cuando se subía al techo de la estación. Ojos verdes, cara blanca tostada por el sol. Suave, manso. Demasiado. Nos quedamos sin saber como sería en él la voz de mando, su furia en el combate. Se mostró muy amable. Hacia bromas con ojos de risa, la boca moviéndose en el humo perfumado del cigarrillo, que no era como el humo de alhucema del maestro que él prendía cuando había peste. El casi no tuvo necesidad de decir nada. Más callado que nunca. Estancado en su inmovilidad.
Se pasó mirando las puntas de las botas del militar, que al mudar el paso soltaban un chillido a cuero nuevo. El capitán movía las manos y las manchitas de oro del reloj que llevaba en la muñeca corría por las paredes y el techo. No la podíamos alcanzar con los ojos, y volvíamos a la figura verdeoliva que nos miraba desde una ciudad desconocida. Muy grande. Cómo podía el caber ahí con todo eso. Nos dijo cosas que nunca habíamos oído. Pasamos pronto del susto a la diversión, y lo empezamos a querer en seguida. Dijo que nosotros éramos la esperanza de la patria y que el maestro era el héroe ignorado en la batalla contra la ignorancia. Así como ellos estaban ahora en lucha contra el bandidaje. Entró de un salto el coatí plumereando las botas del militar con la cola anillada. Trepó al hombro del maestro y se puso a mirar con ojitos asustados al visitante. Guiñando un ojo hacia nosotros, el capitán preguntó: ¿Este es alumno también? El maestro movió la cabeza: No, dijo. Me acompaña no más. Y el militar: Ah, es como su perro. Al maestro se le movió un poco un lado de la cara (a veces le venía ese temblor que tienen en sueños los animales): Si, dijo. Es como mi perro. Un pequeño quejido salió del coatí tal vez de las botas. El capitán dijo: así un día él también va a saber leer y escribir. Serio, sin levantar la vista, el maestro dijo pasando la mano por el lomo sedoso del animal: Lee y escribe, sí señor, cómo no. El militar lanzó una carcajada. Después se puso serio, sin fanfarronería.
Prometió preocuparse de la escuela, apenas regresara de la capital: Aquí hay que levantar una escuela nueva, dijo midiendo con los ojos un espacio como para diez. Después dijo: Esto es poco para un pueblo como Itacuruví. El maestro murmuró a las cansadas: Lo poco basta. Lo mucho se gasta. (Su voz ahora era más chica que su tamaño). El militar no le oyó. Estaba ocupado con el futuro, haciéndose sonar los huesitos de los dedos: A cuentas viejas, barajas nuevas, dijo. Ya al irse se volvió al maestro y le palmeó el hombro que le llegaba a la altura del talabarte: Y a usted, mi amigo, le vamos a conseguir esa bendita jubilación. El maestro ladeó la cabeza hacia el coatí, como para escucharle el ronroneo: Lo que yo quiero, dijo, es un reemplazante. Y el capitán, retirando la mano: También se lo vamos a mandar.
Mucho después que se fueron las tropas, los que habían ganado los montes regresaron de a pucho. Flacos, el cuero enllagado por los huesos de las uras, aqueresados por los moscones. Nada más se venían pierneando su esqueleto. Taitá los miraba con lastima, y cuando podía carneaba para ellos. Algunos se fueron rellenando, y apenas podían se largaban hacia las frontera. Muchos se quedaron no más detrás de la parecita blanca.
Ahora hay mucha tranquilidad. Pero la gente sigue Yéndose. Más que antes. Por eso en Itacuruví se ven cada vez menos conocidos. Lo que sobra son los perros sin dueño. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los chicos también nos destetan con eso.
Al caer la noche, Itacuruví se puebla de aullidos que se responden desde todas direcciones, brotados de la tierra. Desde las casas a la estación; desde el río al camino; desde los aserraderos vacíos a los cañaverales y algodonales abandonados. Y más lejos todavía. Mayormente no se escuchan al principio y acaban llenando toda la noche. Cuando hay luna nueva, el olor se vuelve azucarado. Los perros se echan unos encima de otros. Se atacan a dentelladas. Se aparean en montón, salvajemente. Un desbordamiento.
La zafaduría de los perros enoja al maestro. Es lo único que lo enoja de veras. A guascazos, a patadas, se lanza contra la trenza de animales cebados. No para hasta apagar los colmillos y ojos que chispean en ese animalón de tantas cabezas y un cuerpo solo. Una noche, del montón que se deshacía lo han visto salir completamente desnudo. Embarrado con la baba de los perros se ha metido en su casa. De nuevo tranquilo y seguro. Algunos han dicho que lo han visto entrar en cuatro patas, como los mismos perros. Nunca se ponen de acuerdo en las cosas del maestro.
Resulta que en un pueblo chico, uno está muy cerca de otro, todo el santo día. Pero de repente entre uno y otro hay millones de años. Taitá y el maestro, por ejemplo. Las gentes no son según la cara que ponen, sino según su laya. Grande forzudo, comilón, la ropa y el tirador siempre llenos de sangre, de sebo, era taitá. Medio sin más pena lento. Toda la vida en el matadero municipal, faenando él solo tres o cuatro reses. Después se iba a capar toros y caballos en las estancias de Maciel y Caazapá. Llegaba los sábados al mediodía con un medio costillar atado al tiento. Seguido por una tolvanera de moscas, que se oían hasta el cerro. El mismo hacía el asado. Partía la carne con el cuchillo manchado por la queresa de las castraciones. Mientras comía con mucho ruido se iba llenando de sueño. Antes de acostarse a dormir la siesta, enterraba el cuchillo hasta el mango en el tronco de un guayabo. Llamaba a mamá y se encerraban en el cuarto. Al despertarse a media tarde, mamá le cebaba mate. Él arrancaba el cuchillo y olía la hoja cubierta de orín. Iba raspando con la uña la costra fermentada. Y las hilachitas caían en la espuma del mate mientras chupaba la bombilla. De esas raspaduras fuimos naciendo yo y mis hermanos. Una hilera.
Me había puesto una tarde a mirar el cuchillo. En la hoja herrumbrada, los ojos espantados de los caballos se apagaban en el cardenillo. Entre los relinchos lejanos, hinchados de dolor, la voz de taitá: A éste lo voy a curar. Siempre dormido. A usted lo que le hace falta no es escuela sino candela. Hasta cuándo va a andar así, hasta que se ponga a mear la gallina, o qué. Me mandó que me bajara el calzoncillo, delante de todos. Una gran risa. Me puso el cuchillo entre las piernas, por seguir la broma seguro. “Para que seas un buen padrillo, mi hijo”, me aturdió su voz en el oído. Me agarré al cuchillo con las dos manos. Ni un arañazo, pero un frío de muerte me peló la sangre por dentro. Desde entonces me dura el susto. Una especie de vacío en esa parte del cuerpo. Me escapé al monte; crucé al otro lado del río. Estoy tendido en la arena, boca arriba, para que el sol me coma los ojos. El aliento del coatí en la cara, la mano del maestro lavándome los ojos enllagados, hasta el seso me araña la quemadura del agua de llantén. La voz de taitá en la oscuridad, muy achicado, servil como un perro: No sé por qué ha hecho eso. Al niño lo tratamos muy bien. La voz del maestro yéndose: Claro, cómo no, don Chiquito. A cada uno le güele bien su pedo.
Días y días para que me retoñaran los ojos. Una telaraña enrollada en la cabeza al principio. Después se me destapó adentro otra mirada, y en los ojos entraban más cosas que antes. De una manera diferente. Ver era desear y desear era recordar. Volví a la escuela. El maestro también distinto: él mismo, pero una persona diferente. Lo estaba empezando a conocer. Más fuerza que taitá tenía, en todo y por todo; a pesar de lo quebradizo de su condición. Entonces supe también por qué no podía comer él si la luz no caía sobre su comida: el gusto de cualquier cosa en lo oscuro recuerda a la muerte. Pero ahora todo era muy claro; el día y la noche. Por la tarde me quedaba a barrer el aula. Me sentía liviano. Dispuesto a volar como un pájaro. Con el gajo de cepacaballo esa tarde barrí hasta el último pedacito de escuela. Sobre la mesa estaba la libreta. Más sobada que la baraja de la fonda. Parpadeaba al vientito caliente. Me fui corriendo al borde de la laguna. A contraluz del poniente, el maestro caminaba muy derecho sobre las victorias-regias, y se perdía a saltos en la oscuridad. Cuando todos dormían y los ladridos aumentaban la noche, me senté despacito en el larguero del catre. Traté de no pensar en nada; en nada más que en ese desconocido que un día iba a llegar al pueblo. Entonces oí la voz de los que se habían ido y de los que se habían muerto. Los ladridos se apagaron. Un gusto a herrumbre me llenó de saliva la boca. Se me curaron las llagas, pensé, pero se me están enfermando las cicatrices. Así y todo, la felicidad. Me mordí la lengua hasta sentir el gustito tibio a sangre. Los ladridos no volvieron y el pueblo amaneció lleno de gente.
Mamá, taitá y todos mis hermanos están detrás de la parecita blanca, en medio del campo. También la tía Emerenciana, que me llevó a vivir con ella cuando me quedé solo.
Al maestro le prohibieron tocar en las procesiones. Capaz que él mismo se cansó de redoblar para ese pueblo cada vez más vacío. El último año ya ni un triste puñadito de brazos se pudo juntar para sacar las andas. Y de los jinetes, el polvo del galope era barro. El malón anda creciendo por otros lugares. El maestro más callado que nunca; alunado todo el tiempo. Envejeció de un día para otro. Los cabellos se le llenaron de canas. Unas motas de lana manchadas por el excremento de los loros. Se le arrugó el cuero; la ropa. Todo él se iba achicando, achicando. Apretado, atorado en un agujero, pujando por salir. Pujaba y se atoraba. Solo, en el profundo agujero. Nadie lo podía ayudar. A trueque de su encogimiento, la abertura se angostaba, lo estrujaba. Lo que saliera de allí (si algo salía), no iba a ser más que una despellejadura. Algo de nada. No bogaba más en la laguna. No se lo veía por ninguna parte. Fui a espiar la casa. Un agrio humo de alucema salía por la ventana. Adentro, el rumor del maestro leyendo en voz alta, o hablando solo. Un poco después, la voz carrasposa se quebró en la voz de un chico que hablaba a una mujer; como un chico malcriado puede hablar a su madre: resentido, porfiado, apenas con respeto. Me recosté contra la tapia, junto al cuadrado de sombra de la ventana; me metí entre la enredadera, los ojos lagrimeando por el humo. Las voces del chico y la mujer seguían discutiendo. Podían ser los loritos del maestro. Vino el coatí. Medio desconfiado, lento empezó a lamerme los pies. Gruñía un poco; capaz quería avisarme algo. Todos los animales se fueron alborotando. Después vi que no estaban: la selva había venido a buscarlos. Bejucos y ramas habían roto las jaulas, los corrales hacía mucho; se enredaban por todas partes, seguían avanzando sobre la casa. Pronto irían a caer y cerrarse sobre ella para siempre. El coatí dio un respingo. En eso salió el maestro con el tambor. Pasó junto a mí, sin verme; muy derecho, como enojado, golpeando el cuero, hasta que desapareció en la cueva del barranco. El redoble hacía tiritar la piel, metía bajo los huesos una especie de dentera. Entré en la casa. Nadie. No había nadie. Nada más que las sombras recostadas contra la pared. Un tiempo largo todo eso; demasiado, porque se terminaba de repente. Atravesando el yuyal que cubría los plantíos, regresé al pueblo. “Voy a volver mañana”, oigo que me digo sin sentirme la voz; nada más que este gusto a cardenillo en la boca. Y encuentro que una montonera de años ha pasado desde entonces. Tengo la misma edad del maestro cuando se desgració bajo el puente, esa mañana en que todos los alumnos fuimos en fila a ver su cara bajo el agua barrosa. De golpe había volado hacia atrás, hacia el principio.
Lo que vimos desde el puente, entre el olor de las victorias-regias (que también ahora tenían el olor de los perros), era la cara arrugada de un chico. Menos que eso: la de un recién nacido. El agua turbia seguro engañaba un poco. Alguien venía tambaleándose por el camino, entre los reflejos. En el primer momento se nos antojó que era el inspector. Nos entró un poco de susto. Sin saber qué hacer, alguien se puso a cantar el himno. Al rato todos lo seguíamos. Un coro fuerte, desentonado, como si hubiéramos estado cantando al pie mismo del palo. Los ojos vueltos hacia el que se venía acercando.
MORIENCIA (CUENTO) - Augusto Roa Bastos
La oí nombrar hace un rato a Chepé Bolívar. ¿Lo conocía usted? -pregunté a la mujer en el mixto.
-¿Al telegrafista de Manorá? ¡Ea!, cómo no, si hasta su ropa yo le hacía!
Miente la vieja palabrera, dije entre mí acordándome que el telegrafista anduvo casi siempre en cueros por lo menos durante los últimos años de su vida, que fue cuando lo conocimos nosotros.
-Alto, moreno lento, patas de pájaro. Siempre emponchado, en invierno y verano. De noche, cuando había luna, se encasquetaba un sombrerón y encima, para más seguridad, se cubría con una sombrilla de mujer. Salía a caminar por ahí, asustando a la gente. ¡Cómo no lo iba a conocer! -garganteó la revendedora. No; si ya apenas salía de su rancho, la contradije con el pensamiento. Desnudo, las ronchas untadas de sudor con lo flaco que era, se quedaba encerrado trabajando la madera de su caja, a la luz de una vela. Desde lejos se oían en la noche los golpes de la azuelita y del formón sobre el tronco de árbol. Ya está telegrafiando otra vez, Chepé, se acuerda que decíamos en el pueblo cuando escuchábamos ese picoteo enterrado de pájaro carpintero.
Nuestra tía Emerenciana, que era reconocida por su ciencia de lo natural, me decía:
- Vaya a llevarle el remedio. Y dígale que venga un momentito a arreglarme esto, que las vacas corsarias del vecino me están entrando en la huerta desde por la mañana.
-Le hace decir mi madrina que vaya un rato a arreglarle el cercado.
-No puedo. ¿No ve la luna? -Es de día.
-Cuando ha salido de su cáscara, siempre lo esta mirando a uno. De día y de noche, aunque no se la vea.
-Dice que no puede venir, madrina. Que usted sabe bien que el cuerpo se le llena de úlceras si sale cuando la luna esta brava. Que la semana que viene va a venir, si Dios quiere y la Virgen, y le va a dejar el cercado como nuevo y que le va a arreglar también el nicho del Señor de la Paciencia.
La respiración de la mujer me enfría la oreja. Entre el roncar del mixto, el cuchicheo recomienza:
-Chepé murió cuando llegaron las tropas el año de la creciente grande. Murió en el tiroteo.
-No murió de bala -digo.
-Hubo quien dijo que del susto por la balacera y hubo quien dijo que de una bala perdida. Pero eso no fue verdad; tiene razón usted. El telegrafista murió porque ya tenía que morir nomás. Había estado esperando su muerte demasiado tiempo. Él debía haber muerto en la sublevación del año 12. Pero de eso usted no debe acordarse. Ni habría nacido todavía.
Ni usted ni yo, como quien dice, habíamos salido aun del huevo. A Chepé lo conocimos ya viejo. Igual que al maestro Cristaldo. Usted se fue del pueblo mucho antes que yo, pero se acordará todavía lo parecidos que eran, a pesar de sus diferencias, el maestro y Chepé. Lo veíamos al uno reflejado en el otro, como formando una sola persona. Uña y carne. Flaquito, inacabado, muy blanco, el uno. Alto el otro, desgalichado, muy oscuro. Cuando Chepé ya no se pudo mover, el maestro iba a su casa a darle una mano en el trabajo. Hacía mucho tiempo que la caja estaba terminada, pero entre los dos siempre encontraban algún detalle que retocar o afinar. Parecida a una canoa, la caja; a la canoa del maestro Cristaldo. Tal vez mejor; de más calidad, más resistente, mejor perfilada. De primera para remontar el río hasta sus nacientes, como quería el maestro, que únicamente podía bogar en la laguna; su viejo cachiveo hacía agua por todas partes.
Las letras que había en los extremos de la caja de Chepé, las grabó el maestro, una por una, a punta de cuchillo. Trabajo de preso. Calcúlele otra hilera de años... No hay más que el principio y lo que está antes del principio... ¿Qué quería decir eso? ¿Un mensaje? ¿Una dedicatoria? Zalamerías de dos viejos caducos.
La voz de la mujer va y viene en la oscuridad; no me deja agarrar al pensamiento del sueño:
-Se decía que en la revolución del 12, los regulares que ocuparon el pueblo obligaron a Chepé a que transmitiera una noticia falsa. Un señuelo para demorar a los sublevados que se habían apoderado de un tren militar en Villa Encarnación, y atraerlos a una emboscada en Manorá.
La única noticia falsa que Chepé transmitió mucho después, no ya como telegrafista, como mero correveidile, un rondín de la estación, fue la venida del reemplazante del maestro. Se acordará que todos los alumnos, el maestro a la cabeza de la fila, fuimos a recibirlo con banderines tricolores y el canto del himno bien ensayado. Pero no llegó ese día ni ningún otro.
-Dicen que el telegrafista se negó. En Manorá no había ningún otro que supiera manipular el fierrito del telégrafo. Probaron a aceitarle la mano con dinero. Chepé se negó. Le prometieron su ascenso a jefe de estación. Se negó. Hicieron el simulacro de enfrentarlo a un pelotón de fusilamiento. Nada, ni un chiquito se le melló el coraje. Dicen que Chepé seguía moviendo la cabeza. ¿Se acuerda usted que el telegrafista tartamudeaba un poco? Los escueleros le hacíamos bromas. Un tartamudeo por falta de memoria, no por otro impedimento. Se le iba la memoria y se le iba la voz. De eso la revendedora no se acordaba. Estaba contando una historia que se la habían contado.
-De nada valió su actitud. Lo que él se negó a hacer para evitar una mortandad terrible, lo hizo otro. Nunca falta un roto por un descosido. Los regulares pudieron tramar el engaño. Largaron a toda máquina una locomotora cargada de bombas contra el tren de los insurrectos, y lo hicieron volar a medio camino. ¡Para luego es que le voy a contar, la moriencia que hubo!
La vieja palabrera lo mezclaba todo ahora, con el apuro de que se le fueran a enfriar los recuerdos; con el antojo de querer parar tal vez la vida que también a ella se le iba por la boca en contar la larga muerte de Chepé Bolívar. Debió morir aquella noche..., estertoró el cuchicheo.
-¿Y quién le dice a usted que no murió aquella noche?
-No pudo dormir más. No durmió un solo día desde entonces. La víspera de su muerte le duró veinte años.
-No fueron veinte años. En todo caso, no se puede decir que fueron veinte años.
-¿Qué?
¿No piensa usted, señora -estuve a punto de increparla-, que para contar eso con verdad su frase debió durar exactamente la misma cantidad de tiempo, y que aun así faltaría o sobraría algo? Para que iba a discutir; al fin y al cabo, lo que sucedió no se arregla con palabras.
-Quién puede saber lo que duran esas cosas -dije.
-La boca de cada uno es su medida -dijo-. Cuando Chepé murió...
Cuando Chepé murió fue como si el maestro hubiera perdido su sombra.
El sol empezó a golpearlo sin compasión por todos lados; cómo podría decírselo, se lo empezó a ver a plena luz, desamparado.
Fue como si, a partir de ese momento, él solo hubiera quedado en el pueblo con todo el trabajo de destejer la hebra negra del no ser, que entre los dos habían tejido con santa paciencia, descansadamente, durante más de medio siglo. Eso lo pienso ahora.
Puede que no sea así; que a mí también me esté traicionando la memoria.
-Cuando Chepé murió -repitió la vieja que me vigilaba las ausencias-, los atacantes no habían hecho volar todavía la estación. -La estación no voló en Manorá sino en Sapucai, veinte años atrás.
-No importa, pero hacía más de tres días que en Manorá las tropas estaban combatiendo por el puente.
El pleito pudo durar otro tanto y el cuerpo del media sangre empezó a oler al ratito nomás de morirse.
Los veinte años que llevó de no dormir se le corrompieron de golpe al tomar el primer sueño del que ya no iba a despertar. El primer trago de eternidad. La falta de costumbre, digo yo... -la voz, de la vieja salió por el hueco en una escupida. Cuando volvió.
-Chepé Bolívar fue el único cristiano en el pueblo que tuvo en vida su caja -dijo mencionando lo que ya también creí que iba a omitir.
Las veces que fui a llevarle remedios de yuyos contra las empolladuras del "fuego-frio" de la luna, metía la mano bajo la caja, donde guardaba el ataúd, que le sirvió primero de fiambrera. Sacaba una rapadura, trajinada de hormigas:
- Tenga. Para estimarle el servicio.
-¿Por que guarda eso ahí?
-De puro desconfiado. Seguro murió de viejo. Desconfiado todavía vive.
-¿Y entonces cómo fue que encontró tanto coraje para hacer lo que hizo aquella vez?
-¿Cuándo, muchacho?
-La vez que lo iban a matar.
-No era coraje, era susto.
-Usted se negó.
-No, yo no podía hablar. No dije nada. Yo tenía una piedra en la garganta.
-Les dijo no a ellos.
-A ellos, no. A mi susto, a mi miedo. No quería morir...
En esa caja lo enterramos, dijo la revendedora. Pero no en el cementerio. El acompañamiento no pudo atravesar la fusilería que cercaba al pueblo. Tuvimos que enterrarlo en un potrero. A pesar de las balas que silbaban por arriba, ninguno faltó al acompañamiento de ese muerto al que muchos, entre los más viejos, le debíamos la vida.
CUERPO PRESENTE - Augusto Roa Bastos
Acostado en su caja, a la luz de las velas, duerme a pierna suelta, muy tranquilo. Un poco menos oscuro que de costumbre; lleno de esa ciega confianza que se tienen los muertos recién muertos cuando sienten que ya no forman parte más que de sí mismos, y tanto les da seis como media docena, el poncho de Macabeo o las espuelas del gran visir. Una cara sin pasado vuelta al pasado, la última cara del viejo. A través de los párpados arrugados, una rajita turbia color vientre de pescado. Mira como si no mirara, y cualquiera sabe lo que está viendo. Entre aves y salves nos agachamos sobre esa luz seca que sale de sus ojos; todo él sigue estando allí, pero no es él sino su recuerdo; su cara va siendo rápidamente la cara desconocida de un extraño, dormido en esa canoa toda labrada, demasiado paqueta para una navegación tan pobre. Porque mire que emperrarse en morir en una noche como ésta. Pero él ha sido siempre así; era de los que viven esperando que pase lo que no puede pasar, y del Evangelista seguro tomó eso de que no hay muerte porque aquello que fue antes ya ha pasado. Sin revés ni derecho, el hombre ese que nos ha dejado el cuerpo como quien regala algo que ya no le sirve.
Con el pueblo rodeado por las tropas a la espera del combate del amanecer, poca gente es la que se ha animado a venir. Unos cuantos viejos y viejas, chicos y perros friolentos y asustados por los disparos que de a ratos cosen la noche. La gente del circo acaba de llegar; se acomodan por los rincones como si todos ellos caminaran ahora a pasitos sobre un alambre. Pálidos, desteñidos, dos veces extraños. Sin su barba postiza, la mujer del propietario es ahora cuando tiene una cara angulosa y hombruna. Buscamos tener espacio, pero el rancho es pequeño y la noche es fría. Con ellos ahí nos ha entrado una especie de modorra. La pareja de enanos, tomados de los dedos como los novios de una postal, contempla al muerto; sus barbillas ronzan husmeadoras al borde de la caja. Junto a la puerta, María Dominga Otazú, la dueña de la casa pública, se ha puesto a hablar con el domador cuya cabeza toca el techo; tiene los cabellos rubios y lacios casi tan largos como las crenchas de María Dominga, azules de tan negras, que le llegan a la cintura. Mi primo, el Juan de Dios, me dice al oído algo que yo no quiero oír porque estoy en otra cosa. En un rincón, la volatinera explora el misterio de las sombrillas viejas y remendadas que el ex telegrafista usaba de día por el sol y de noche, cuando había luna, por miedo a las ronchas que le sacaban en la piel; y eso a pesar de andar siempre bien emponchado, en invierno y verano, hasta dentro de su casa. La volatinera va desplegando una a una las rotosas sombrillas de mujer. De cada chasquido herrumbroso, los guiñapos se abren entre los reflejos de las velas como grandes girasoles o las victorias-regias que el maestro Cristaldo ha sembrado en el riacho.
¿Lo mataron las balas?, pregunta el dueño del circo. No, dice doña Dolores, sufría de fuego ensorbido. Eso no mata a nadie, dice el piromaníaco acariciándose los bigotes, que ahora de cerca parecen postizos. Qué sabe usted, dice la curandera.
En varios sitios a la vez surge a pedazos la historia del viejo que nos está mirando con su burlona mirada de muerto. De modo que una vez más, la voluntad de la palabra cumple el milagro de dar siete vueltas a la vida de un hombre; de matarlo y resucitarlo muchas veces, sin que a él se le importe ni una, disfrutando sin apuro de su muerte, botado en la canoa sin proa, sin popa, sin remos, lista para navegar ahora bajo tierra hasta dónde, hasta cuándo, hasta el Día del Juicio Final, por lo menos; no vayamos a quedarnos cortos.
En otro tiempo, El Chepé Bolívar era otro hombre sin dejar de ser ése que está ahí, dormido por primera vez como un bendito después de veinte años de no dormir ni de noche ni de día por el pasmo de sangre. Me acuerdo de cuando se largó a llover los cuarenta días del Diluvio. No había más aviso que un vaho de agua quemada friéndose al principio en los terregales del otro lado del cerro. Días antes, las escamas de los cardos se entupieron como puños; después soltaron a volar sus semillas como hormigas voladoras. Luego los signos se hicieron más claros. Las golondrinas raspan el suelo al volar, había dicho con su mirada de muerto Chepé; andan buscando a la Madre del Agua. Las perdices se revolcaban en el polvo como las gallinas. Notamos que los murciélagos ya no salían a revolotear a la caída del sol. Pero nadie pensaba que esas pequeñas cosas iban a traer tanta agua. Desde las heladas de junio duraba la sequía, y de repente la lluvia se apuraba a matar el polvo de tantos meses. Durante unos cuantos días el cielo se rompió en pedazos de agua; no se veía más que esa masa líquida que se desplomaba por todas partes y que parecía volver a subir para caer con más fuerza que la torrentera del Salto del Guairá. El río salió de madre, arrasó la laguna cubierta de las victorias-regias del maestro Cristaldo, y llegó hasta los aleros de los ranchos del bajo. Pero hasta por las calles del pueblo pudimos trajinar en canoas salvando gallinas y colchones, cacerolas y chucherías, que costaron por lo menos la vida de un hombre arrastrado por las aguas; vaya usted y eche las cuentas, pero a la hora del desastre todo parece que toma otro valor y a uno le duelen en las encías las muelas que perdió hace tiempo. Usted dice que no, pero sí.
En su caja labrada el Chepé Bolívar y en su cachiveo el maestro Cristaldo andaban bogando detrás de los cedazos del maíz-del-agua que se metían en los patios o encallaban contra las tapias con sus espigas y pimpollos muertos adentro. Yo quise acercarme, pero el maestro me mandó que me fuera a ayudar a los de casa. Nuestro padre andaba con el pleito de salvar a sus gallos de riña. Me dejé ir en la correntada buscando abogados, todos esos a los que yo no quería en el pueblo, y que ahora me iban a dar el gusto de salvarlos después de muertos: el cura Ascensiu, el alcalde, Juanchí mi primo, la vieja Jobiana de la Cofradía y la Orden Terciaria, que siempre me pescaba cuando subía al campanario para el repique. Uno a uno los iba a sacar con un palo diciéndoles las cosas que les tenía guardadas. Después salvé a la perra de María Dominga, que se había refugiado con sus siete cachorros entre la paja del chiquero de su casa. María Dominga me regaló uno de sus cachorritos, el que después fue el Chimbo, y me dio un beso porque me había portado, dijo, como un hombre hecho y derecho. Ponderó mis ojos que, según ella, eran muy grandes y miraban muy lindo. Me dijo también que cuando estuviera más crecido iba a gustar a alas mujeres porque yo tenía eso que ellas buscan en los hombres. Que sea pronto, dije entre mí. María Dominga sabía ser zalamera, a ella no le costaba, cuando quería. Aparte, yo le había salvado su perra y los perritos. También después su teru-teru y un colchón, que mejor así se dio una lavada de todas sus manchas. Claro que nada de esto es lo que cuenta un lo que voy diciendo. La broma es que para hablar de algo, uno siempre habla de otra cosa. Lo que está en el medio tal vez es lo que importa, pero quién sabe cómo decirlo; ya sabemos, la mejor palabra es la no dicha, y si me apuran le diría que hasta la luz es negra del revés; pero quién se anima a eso, quién se anima a estar mudo sin estar muerto y dejar al mono la palabra, si ya sabemos que no es para él esa banana. Todo es y no es; lo cierto fue que el chaparrón de cuarenta días se desobligó; lo vimos adelgazar poco a poco, se hizo lluvia mansa, los goterones se volvieron cada vez más chicos, y tras una garúa casi tan fina como el caer del relente, el Arco-de-Noé se pintó en un cielo lavado y nuevo. A lo lejos, entre los árboles enanos por la creciente, el puente parecía un puente de juguete; ese puente que es un poco el hueso negro de nuestra desgracia. Antes daba sobre el camino real, apuntaba hacia otros pueblos, retumbaba con el paso de los carros, de la gente, de los animales. Después fue como virando hacia la nada; se apartó del camino; quedó sobre el riacho de agua estancada después sobre un banco de arena cubierto de yuyos, nada más que para recordarnos otro tiempo en que esperábamos un tiempo mejor que éste, que ya no vendrá, que ya vino, que tiene que venir cuando el gallo tenga dientes. Pero dejemos también esto. Dicho. No lo voy a aburrir. A lo nuestro.
Al año de la aguazón, cuando el camino real volvía a pitar otra vez su humito colorado, llegaron unos carretones grandísimos, adornados con muchos perifollos y gallardetes, en medio de una fanfarria muy alegre. Abarrotados con su cargamento de palos, cajones y jaulas de todos los tamaños, avanzaban bamboleándose recostados contra el cielo del atardecer. Hombres y mujeres teñidos de punzó venían haciendo piruetas sobre los carros y tocando como locos instrumentos de banda. Y de tanto en tanto el ruido de las fieras, que de lejos parecían levantar los carros en el aire. Yo me sentí como si de golpe me hubiera perdido peso; miré a Chepé, que no había movido la cabeza y seguía labrando su caja como si tal cosa. Después dijo: Hace veinte años que no venía. Vaya a su casa y procure desde ahora convencer a su padre para que le dé los patacones de la entrada, porque lo que usted ve llegar ahí es un circo. Cada palabra entre los golpecitos del escoplo, como ahora cuando uno lo siente entre los silencios de las conversaciones sonando todavía en alguna parte. Pero como la dicha no brilla sino en la cabeza de los santos, a los pocos días cayó también la otra plaga de la revolución. Ya empezó otra vez la minga de balas, dijo nuestro padre al ver bajar del tren a los soldados con impedimenta de guerra. Tropa de Villa Encarnación, dijo, y traen cara de sublevados. Vienen a ocupar el puente como siempre y a jodernos la pava. A ojo nuestro padre se adelantaba a las cosas; antes de que cayeran las primeras hojas ya sabía qué viento iba a cortarlas. Se levantó sin apuro, arrancó del guayabo su cuchillo de matarife, y se puso a afilarlo en el molejón. En las revoluciones él carneaba para las tropas.
Los leales cayeron al día siguiente, y el combate reventó desde por la madrugada con un sol jabonoso que ponía resbaladiza la luz. Las chorreras de uniformes arrastraban de un lado a otro sus remolinos de hojas secas; un tira y afloja de fuerzas parejas los dos vientos contrarios. Algo lindo de ver desde lejos; el reguero de la balazón tejiendo hilos de fósforo entre las islerías, de monte a monte, de barranca a barranca, de un día a otro; aunque claro, más divertidas eran las funciones del circo, pero agua pasada no quita sed, y el desmadre de las tropas no iba a acabar en un día o dos. Hacia la oración, el tiroteo amainaba; los dos bandos recogían y enterraban a sus muertos, en la nochecita. Durante esos silencios prestados por las balas, volvían a oírse los lamentos de las fieras al olor de la sangre fresca.
Estando a lo peor, alguien trajo la noticia de que Chepé Bolívar había muerto. ¡A buena hora!, dijo nuestro padre. Y ahí está el ex telegrafista en su caja, labrada a escoplo y paciencia durante veinte años. Indiferente a todo. Pero la verdad es verde y quién puede adivinar las corazonadas de un muerto.
Verá usted, dice nuestro padre al dueño del circo, ese hombre hubo de morir hace una punta de años. Y figúrese qué momento ha elegido. ¿Elegido?, dice la mujer barbuda con su otra cara flaca y lampiña. Vida no es segura hasta la sepultura, refranea doña Dolores, la curandera. El hombre cuando durmiere, no resucitará, ha murmurado hace un rato Jobiana, casi invisible de tan vieja. Silveria Zarza sirviendo mistela en los vasos: El telegrafista ha muerto porque tenía que morir no más. Ha estado esperando su muerte demasiado tiempo, dice.
Y así, toda la noche, esas pavadas y zonceras que se dicen en los velorios para calentar un poco al muerto que estrena su muerte y que de entrada parece quedarle un poco chica. No a Chepé Bolívar, que se la había probado costura por costura durante veinte años. Pero, un momento, dice Coriolano el payaso: Ya no entiendo nada. ¿Cuándo murió el telegrafista? ¿Ahora o hace veinte años? Aquella noche, dice nuestro padre, después de la payasada del fusilamiento con el que trataron de asustarlo, casi lo mataron a palos. ¿Pero por qué?, dice el dueño del circo. Y alguien por lo bajo: Porque Dios premia a los malos cuando son más que los buenos. Ya le digo, dice molesto nuestro padre, porque seguía negándose a transmitir esa noticia que era una trampa de muerte para los revolucionarios. También para salvar al pueblo de la destrucción, agrega doña Dolores Bichofeo. ¡Entonces ese hombre es un héroe!, dice Coriolano enjugándose el sudor con un inmenso pañuelo. Puede ser, dice nuestro padre, nunca se supo. Puede que también Chepé Bolívar únicamente moviera la cabeza por el susto. Tenía ese impedimento: cuando algo lo asustaba mucho, se le iba la memoria y se le iba la voz. Después no se acordaba de nada, así que no pudo contar lo que realmente había pasado. Y otra vez el payaso: Pero un momento, me caigo y me levanto. Tener miedo es una cosa, pero tener miedo al miedo ya va siendo otra vez valor. No pudo hacer otra cosa, dice nuestro padre. Y después, bebiéndose de nuevo todo el vaso vacío: Si a usted le dan un huevo, ¿cree que todavía puede elegir? Sí, dijo al tiro Coriolano, puedo elegir entre comerlo y no comerlo. Bueno, dice nuestro padre, él se sentó a empollarlo durante veinte años. El huevo de su muerte. Me comprende. Y ahí lo tiene.
Hay un silencio punteado por tiros cercanos. Les responde un rugido que solloza por una selva lejana. ¿Y quién les dice que no murió aquella noche?, dijo de pronto como suspirando sus pensamientos el maestro Cristaldo, a quien hasta ese momento nadie había tomado en cuenta. ¿Cómo?, dice la mujer sin barba. Y el maestro: Todos, en alguna época de nuestra vida, morimos sin ser enterrados. Sí, dice con rencor nuestro padre, y cuando nos acorralan adentro cagamos de ventana y el culo a la calle. ¡Herejes, animales!, clamó Jobiana, y no podía saberse si lo decía contra las fieras, contra los que se estaban matando a tiros hasta en sueños, o contra los que adentro velábamos a Chepé Bolívar, muertos de risa por la ocurrencia de nuestro padre, que seguía no queriéndolo hasta después de muerto. Solo el maestro Cristaldo no reía; la sombra de un hombre puesta de canto, de puro flaco y transparente. Ni caja ni hoyo, nada más que un canuto iba a necesitar cuando se muriera. ¡Se parece a usted!, exclamó de repente la enana Amalberga apuntando la nariz de Chepé y volviendo hacia el maestro su cara toda amontonadita alrededor de los ojos, extrañamente brillantes. Y otra vez la risa nos rompió la boca. Jobiana empezó a rezar fuerte.
Entre vuelta y vuelta de mistela y rosario, la insignificante dama Amalberga se ha dado maña para empezar a tejer una guirnalda, que ya la supera en altura. Las manos regordetas, los dedos de una sola falange trabajan con una ligereza increíble. No se ve más que el chispear de la esmeralda de vidrio en las sortijas de latón que lleva en los pulgares. Mientras ella teje, su solícito caballero Malcolmo sale y vuelve cargando brazadas de paja brava, de ruda, de vincapervinca. Para escapar del sueño, del aburrimiento, los hombres se han puesto a contar casos y sucedidos; entre las telarañas que salen por las bocas parecen de otro mundo. Nuestro padre ya ha hecho conocer a los visitantes su historia preferida: la de nuestro abuelo Pancho, que en la hora de su muerte se burló cruelmente de las autoridades del pueblo. Vinieron el jefe y el juez, ha dicho como siempre, y se sentaron uno a cada lado del moribundo. Este no despegaba los labios, y como se hacía tarde, el juez le dirigió la palabra diciéndole que ahí estaban los dos a la espera de sus órdenes. Les gradezco, dijo el moribundo. Les he hecho molestar porque quiero tener el gusto de morir como murió Nuestro Señor: entre dos ladrones. Y no les dio tiempo ni siquiera a protestar.
Cuando ya no le alcanzaron los brazos ni las patitas, la enana se ha subido a la silla; ha volteado la corona y metiéndose adentro se ha sentado en el piso, nuevamente como una dama, a continuar el rigodón de las manos. El caballero Malcolmo entra y sale, corre, vuela como un murciélago, se mete por todos los rincones acarreando los desperdicios que encuentra: flecos de ponchos, traperíos, plumas, yuyos secos, huesos de pescado, montones de tapitas de cerveza, como si quisiera probarse a sí mismo que voluntad es vida y muerte es enojo. Creo que vamos a acabar todos de cabeza en la corona, dice nuestro padre. En un rincón, María Dominga relata al domador sus peregrinaciones de promesera por los lugares santos. Detrás de sus sillas, por entre las cabezas con pelo de mujer, negra una, rubia la otra, veo afanarse a Amalberga y andar por el airea Malcolmo, los dos muy hermosos, de una hermosura increada, pequeñísimos en una inmensidad disminuida por la lejanía de los ojos entrecerrados.
Únicamente después de eso me pongo a trabajar, dice María Dominga con una sonrisa, juntando su cabeza negra a la melena amarilla que huele a león. Y en ese momento es cuando Malcolmo, en una de sus evoluciones, tropieza y tumba un candil sobre la corona, que empieza a chisporrotear. Un círculo de llamas se levanta alrededor de Almaberga, y una humazón con olor a chamusquina de cosas viejas y animales muertos llena el rancho y hace toser y llorar de risa a todo el mundo. También el muerto dentro de la caja tose y se retuerce de risa. Nadie se salva. Malcolmo tiende la mano a su dama que con un vuelo muy gracioso, como en el circo, salta a través de la corona de fuego y cae sobre las piernas de nuestro padre; ¡zape bicho!, dice éste y se la sacude del tirador como a una garrapata prendida a un desnivel de humanidad. El tragador de fuego apaga la corona con un aletazo de su impermeable lleno de remiendo. Tan vivo ha sido el fulgor, que no nos hemos dado cuenta de que está empezando a amanecer. Después hemos salido cargando el cajón que parece de hierro, que se nos quiere ir al fondo a cada paso.
No pueden pasar, dijo el sargento de un retén, el cementerio está en la zona de combate. Pónganlo provisorio al muerto por ahí, hasta que terminemos este negocio. Durante un buen rato anduvimos dando vueltas con la caja por los campos lechosos de helada; después, de regreso por las calles del pueblo que parecían de vidrio. No éramos muchos; en hombres, apenas lo justo para cargar ese cajón interminable como un recuerdo. Los saltimbanquis se habían ido a dormir. En el vapor de la amanecida, ácido por el gusto a pólvora y el humo al muerterío de tres días, avanzamos hacia cualquier parte. Sobre la caja, la corona carbonizada brillaba en la neblina con el lustre de una fruta nueva. Alguien indicó el potrero municipal, detrás de la iglesia. Mientras resonaron las palas contra el barro endurecido, estuvimos ahí mezclando la lana de nuestros alientos, balando fuerte las oraciones para tener algo con qué taparnos.
En eso estábamos, cuando de repente un relámpago amarillo y azul se encendió en la falda del cerro. Luego otro y otro. Los truenos reventaron pesadamente sobre el valle. Creíamos que volvía a caer el diluvio. Pero luego era el repiqueteo de las ametralladoras y la fusilería que se desparramaba por todas partes. Fue la mañana en que las baterías del gobierno bombardearon el puente y lo partieron por la mitad. Ese mismo día los leales ocuparon el pueblo. El circo dio dos o tres funciones para los soldados, y se mandó a mudar a otra parte con su gente y sus animales. Todo como al principio, y nosotros con las ganas de que volviera a empezar.
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