Bloque 2/17 Consigna 6: Imaginar por lo menos una estructura doble, es decir una estructura mayor que contenga a otra. En una de ellas debe aparecer una historia de amor mirada por un hijo que no la entiende. La estructura debe mostrar un ámbito en el que algunas verdades parezcan de otra época.

Material de referencia:
Con tinta sangre. - Sasturain, Juan.

Producción de los participantes:
UN REMEDIO PARA CADA ENFERMEDAD - HAYDÉE ORTONE
FINALES - Marcela Ruz
PABELLON 4 - CELDA 50 – Eleonora Larroque


Con tinta sangre. - Sasturain, Juan.
“... la escribiré con sangre / con tinta sangre / del corazón.”
Julio Jaramillo, Nuestro juramento

En tu recuerdo es más fuerte o cercano el sonido del mar, el Caribe se mueve en la oscuridad, es algo vivo, un gran animal echado que murmura y se agita en sueños más allá del malecón o a los pies de la terraza del club donde ella dice:
–Piensa que es el mismo mar, chico. En New Orleans o aquí...
–No es lo mismo –porfías–. Eso pasa solamente en los mapas.
–No entiendo los mapas.
–Son una cosa grande y celeste con algunas excepciones...
En el recuerdo, ella ríe y brillan sus dientes en la penumbra. No hay tantas luces como ahora, Santa Bárbara está más oscura y vacía en la memoria, hay rachas de olores vio- lentos a pantano, las estrellas son bajas, el espacio abierto desparrama las voces y la música se deja llevar de un lado a otro de la isla.
En tu recuerdo los uniformes blanquean cada noche a lo largo de la ruta costanera todavía de pedregullo. Te escapabas de la base, se escapaban agitados, de a dos, de a tres cada noche, con un puñado de dólares para la complicidad de la guardia y un poco más. Y cuando recuerdas todo está más lejos. Este camino que se escurre fácil ahora bajo las ruedas y te deja pensar era más largo: casi cinco kilómetros andando bajo la luna entre risotadas y empujones por el malecón hasta el Guayaba Club, la penúltima luz de la costa antes del faro de Santa Bárbara, el resplandor rojo contra la noche tropical.
En el recuerdo también está más fresca la noche, las no-ches sucesivas que evocas como una sola. Por la ventanilla del automóvil sientes la misma antigua brisa que erizaba de excitación tu nuca húmeda y rapada de soldado mientras estacionas en el raleado cercado de palmeras y hay demasiado lugar para un viernes, aunque ha de ser temprano. Los horarios de Santa Bárbara han cambiado en tantos años. Los tuyos también, y no sólo eso.
Pisas la grava, la reconoces. Deberías escuchar una música que antes sentías brotar del edificio blanco pintado a la cal entre los árboles, como una respiración, el latido unánime de una esponja, pero no oyes nada aún. Te detienes un momento ante el resplandor opaco del neón que pone Gua- yaba en rojo, parpadea Club en amarillo. Un cartel ofrece atracciones desconocidas, apellidos en tres o cuatro idiomas, exagera como antes. Pero estas mentiras te interesan menos.
–Buenos días, mi sargento... –saludas ritualmente.
El colorido portero que aún no ha terminado de abrocharse la librea es joven y otro:
–Buenas noches, señor – te corrige formal, sin sonreír.
No tiene por qué saber que el saludo era la contraseña trivial para hacer la noche más joven, la fiesta interminable. Entras al club como a una iglesia. La mujer gorda, vieja y demasiado pintada que recoge tu impermeable en el guarda- rropas apenas si levanta los párpados. Te entrega una ficha nacarada que reconoces y por el número bajo y gastado sabes que eres de los primeros clientes de la noche. Adentro, nada que no sea olvidable ha cambiado pero la sala semivacía te resulta pequeña. Acaso porque aún no está todo preparado para recibir a los habitantes de la noche. Pero el olor es igual. Tal vez algunas de las sillas que esperan todavía invertidas sobre las mesas más lejanas tengan las patas flojas y acaso en el pequeño escenario donde alguien se prodiga con cables y micrófonos haya menos espacio, saturado como está por una batería de demasiados parches y parlantes grandes como armarios. Piensas que el sonido de todo eso debe ser muy fuerte ahora, diferente de aquella intimidad, aquel susurro:
Acercate más / y más y más... / Pero mucho más...
Primero era sólo la voz, y luego entraba ella. Almita. El spot la buscaba, vacilaba hasta quedarse allí, junto al cortinado. Ella apenas movía el extremo de la gruesa tela carmesí y se deslizaba como por un suave tobogán hecho con su propia voz hasta quedar en el centro de la luz, diciendo, prometiendo rencor, esperando ternura en letras de bolero. Almita Velázquez no cantaba: las palabras se caían apenas de su boca, se derramaban mentón y cuello abajo, la acariciaban chorreando el cuerpo nuevo y sabio que se hamacaba sólo lo necesario.
En tu recuerdo ella casi balbucea, y el ritmo que la sostiene vibra en un escobilleo lento sobre el parche más tenso, como si alguien acariciara un gato electrizado a contrapelo, gotea despacio y espaciado en las tumbadoras y fluye en esa maraca rumorosa que Almita acuna contra su pecho mientras hace susurrar las semillitas rojas y verdes que imaginas en su interior, la limadura de vidrio. Y recuerdas, y la piel se te afloja, sientes que te queda holgada, como si fuera papel húmedo que se va secando al sol de su voz:
Y bésame así/así, así... /como besas tú...
Y allí, como si caminaran sobre el teclado en puntas de dedos, entraban los acordes bajos, separados como suspiros, que ponía Johnny Spinoza para que ella respirase, todos respiraran...
–Caballero...
Te han sacado del recuerdo con voz profunda, inolvidable. Te das vuelta y es él. No ha cambiado demasiado. Los mulatos envejecen raro, y los gordos. El Milpalmeras ocupa más lugar que antes tras la barra. Esta ahí, el busto de un emperador romano menor en un pasillo del Louvre, y te mira como si tuvieras la cara un poco más adelante: sus ojos no te tocan, no llegan. Es la vieja mirada de barman, rasgo de oficio.
–No hay nadie –dices casi sin pensar.
–Es temprano –interpreta él y se ocupa clásicamente de limpiar cosas limpias, te da la espalda un momento.
–Es muy tarde –murmuras. Pero no te ha oído.
Te encaramas en el último taburete, lejos de él y de la caja, y lo miras deslizarse por el estrecho espacio entre la barra y la fila de botellas como en una trinchera, como en un estuche que le queda cada vez más justo. Es una gran bola de bowling, negra, blanda y sin agujeros, que se mueve lenta por la corredera. Se acerca, ya viene. Ha cambiado la vieja camisa estampada que le dio el apodo por un esmoquin morado que hace años no puede abotonar.
–Caballero... –recomienza.
–Whisky doble, Milpalmeras.
–Bien.
Ni un gesto, nada que indique que te ha reconocido. Mientras descorcha el Old Black te miras en el espejo entre botellas semillenas. El bigote espeso y oscuro, el cabello ralo y largo, los gruesos y apresurados anteojos te han convertido en otro hombre.
Te sirve una medida generosa; acierta y no pone hielo.
–¿Cómo anda todo? – dices casualmente, como si ayer no fuera hace veinte años.
–Bien... Y tú, cómo.
No sabe quién eres pero te tutea.
-Mal, pero acostumbrado.
–Eso está muy bien –dice.
No sonríe, y crees recordar que sonreía. Crees recordar.
Pero él no quiere.
–No me reconoces, Milpalmeras... –y te expones como la luz cenital como un pez de acuario.
Notas cierto brillo contenido en sus ojos pero él agita la cabeza, asegura que no y no.
–Piensa, en el sesenta, cuando levantaron la base ameri- cana... –dices.
Buscas bajo el vidrio de la barra entre las fotografías que registran la desordenada historia del Guayaba Club. Hay una mesa ruidosa de soldados, mujeres y botellas. Son demasiados.
–Soy uno de éstos, seguro...
–¿Tú estás aquí, chico?
–Ahá... –y te empinas el whisky con decisión imposta- da–. Solíamos venir con los compañeros todas las noches, cuando cantaba Almita Velázquez.
Y se la señalas como a un niño en el retrato coloreado donde muestra antiguas piernas junto a galanes cantores de bigotito recortado y combos con blusa floreada de mangas anchas.
–Almita, claro... –asiente Milpalmeras y desvía la mirada hacia el escenario, a tus espaldas:
–Esa chica también es buena, sabes... –dice. Ni siquiera te vuelves, la miras por el espejo.
Ante dos o tres mesas ocupadas, una rubia muy joven co- mienza a decir The Man I Love con los hombros desnudos y las manos perdidas en el piano. La escuchas hasta que llega al estribillo, frasea prolijo.
–No como Almita –dices y adelantas el vaso.
–Claro.
Te sirve y te deja la botella cerca, a mano. La barra está vacía.
–¿Cómo te llamas tú? – se atreve. Lo miras a los ojos:
–Carter... Bill Carter.
Asiente pero no te recuerda. Demuestras vocación de ser preciso:
–Yo era amigo de Bradley, de Bradley Ortiz...
–Bradley... –se ilumina apenas, por primera vez–. De él sí me acuerdo, chico... ¿Qué ha sido de él? ¿Lo ves tú?
–Lo veo, a veces.
–Erais varios de New Orleans, creo recordar...
–Sí.
Te empinas el whisky otra vez y no llegas al fondo; pero llegarás. Se hace un silencio breve luego del último acorde del piano y la rubia se dobla en una reverencia exclusiva para juntar del suelo los pocos aplausos que le han tirado. Des- vías la mirada en el espejo y te encuentras otra vez con las piernas de Almita.
–Bradley estaba enamorado de ella, Milpalmeras.
El mulato va de las piernas de Almita a tus palabras, a lo que recuerda o no de Bradley y menea la cabeza: no te cree. Por primera vez le ha cambiado la mirada y ya no mira delante de ti sino más atrás, dos centímetros detrás de tus cejas, exactamente:
–Bradley era un pendejo, chico... –sentencia–. Tuvo su momento pero Almita le quedaba grande. Grande de vida, de edad. Era demasiada mujer. Y no para él.
–Tampoco para Johnny Spinoza.
–Tampoco –confirma y se arrepiente de inmediato –. No era para nadie, entonces... Tal vez no era para nadie.
En la pausa que se produce sientes que cada uno vuelve secreta y vertiginosamente al pasado, y no a cualquier mo- mento sino a uno en particular que no es necesario nombrar.
–Esa noche... – dices, sin embargo.
–¿Estabas tú? –te interrumpe.
–Estaba con Bradley pero me fui enseguida porque había que madrugar; nos embarcábamos muy temprano para Maracaibo. Él había jurado que no se iría sin ella, Milpalmeras... –tratas de convencerlo con golpecitos de tu vaso otra vez vacío contra el vidrio–. Bradley estaba dispuesto a todo... Sentía que el viejo Johnny Spinoza no podía ser un obstáculo entre los dos... Ella le había prometido que...
Algo, leve y duro a la vez, cruza como un pájaro, la sombra de un pájaro ante los ojos del mulato:
–Johnny no era un obstáculo, chico... Ella era su mujer y él era mi amigo, casi mi padre. Un “obstáculo” dices... –y la palabra se dibuja en los labios del Milpalmeras como si la amasara para hacer un globo con ella–. Él me trajo aquí de lavacopas cuando yo era una mierdita, sabes... Y mírame ahora.
La gruesa mano del barman te cae sobre el hombro con el peso de una confesión. Está hablando de algo de lo que no suele hablar y le interesa que lo sepas.
–Mírame ahora –te invita otra vez.
Lo ves. Estás a punto de preguntarle cómo y por qué ha pasado de la camisa al esmoquin pero no te dejará:
–¿Sabes que murió en mis brazos el muy cabrón de Johnny?
Claro que lo sabes:
–Me lo ha contado Bradley, muchas veces...
Al decirlo sientes que estás por tocar fondo, que en realidad has venido por eso y para eso al Guayaba Club después de tanto tiempo. Insistes en los detalles:
–¿Cómo fue en realidad, Milpalmeras? ¿Dónde estaban sentados esa última noche? –y giras tu cuerpo y tu mira- da por todo el salón, como buscándolos en el lugar y en el tiempo.
Él mueve los ojos, apenas esboza una dirección con el mentón, pero te indica sin dudas el último reservado, casi al fondo, junto a los lavabos.
Te levantas del taburete. Pareciera que una curiosidad casi morbosa te lleva hasta allí. Todo ese sector del salón está vacío. El cuero del tapizado es viejo y la mesa tiene muescas que la mugre y el tiempo han equívocamente prestigiado. Cuando te das cuenta, el Milpalmeras ya está a tu lado, ha abandonado la barra para acompañarte y señala el suelo jun- to a tu pie, a un costado del asiento:
–Mira, Carter: ahí están todavía las manchas –y te muestra los borrones oscuros, sombras en la madera.
–Sangre...
–Tinta.
No te dará tiempo a la objeción.
–Tinta, chico... –reitera Milpalmeras–. Eso era lo que Johnny quería decir o al menos dijo aquella noche.
El mulato regresa caminando hacia la barra agitando la cabeza y no sabes si sonríe, llora o simplemente se balancea como un oso escéptico o memorioso.
Cuando te vuelves a acordar tienes otro doble servido y el Milpalmeras empina su propio vaso:
–Johnny tenía imaginación... Sabía qué inventar.
–No es muy imaginativo morirse.
–Tenía imaginación, chico, la tenía... –te explica casi paternal–. Para retener a una mujer como esa Johnny tuvo que pelear con ingenio; él sabía cómo y supo ganársela.
–Hasta que la perdió.
No te oye, está más atento a su cuidadoso recuerdo:
–Piensa que Johnny Spinoza tenia sesenta años cuando encontró a Almita, y ya había sido muy famoso, sabes. Ella no se levantaba así del suelo cuando él ya tocaba con Cugat
o grababa con Manzanero al principio de todo, te digo... Johnny era un artista, Carter. Este club se lo montó con el dinero que cobró de los gringos de la CBS; más de cien boleros compuso Johnny, oye,.. Lucho Gatica, Prieto, Los Panchos, Javier Solis, todos le grababan. Hoy ya no se es- cuchan casi, con la moda de la salsa y todo eso... Pero ganó mucho dinero, chico. Claro que nada alcanzaba para ella en aquella época...
Te parece descubrir algo nuevo en la voz del Milpalmeras; pero es apenas un quiebre, una astilla dura en el sólido cristal:
–Bradley creyó, esa noche, que ella quería o podía irse con él... –dices como si temieras apagar una vela al hablar.
–Ella... Almita estaba muy pasada de todo... –y el barman carga una ilusoria, generosa raya de cocaína en el dorso de la mano, esnifa y parpadea–. No le alcanzaba el dinero de él y necesitaba otras fuentes, otros hombres de recursos, chico... Todos estaban locos por ella y Johnny lo sabía.
Asientes, casi insensiblemente asientes. Es como el reconocimiento de una verdad que no sospechabas tan importante o tuya. Pero el mulato ahora ha cambiado de tono y vuelve a zonas más blandas:
–Johnny tenía imaginación, chico... Cada vez que ella lo chantajeaba con dejarlo, usaba la imaginación. Y yo lo he visto todo aquí. Una vez, cuando compuso el bolero Lágrimas de hielo, ella lo había abandonado o estaba por dejarlo por un galán de la televisión portorriqueña. Y verás lo quehizo Johnny, Carter...
El Milpalmeras monta la escena con dos gestos, diluye el tiempo para ti, lo hace presente.
–Una tarde Johnny trae la partitura con la letra del bole- ro nuevo y va al piano, la invita a sentarse con él, le ofrece un whisky doble como el suyo, le pone dos cubitos y empieza a jugar con los acordes, así... –y los dedos del mulato van y vienen por el borde de la barra–. Canta la primera parte con esa voz cascada y suya, y mientras ella está bebiendo le dice: “¿Sientes un sabor salado?... Son mis lágrimas, nena. Las he derramado y conservado para ti, ingrata”. Terminó el bolero y ella se quedó dos años más...
Milpalmeras se emociona y tu sientes el whisky curiosa- mente amargo o salado quién sabe por qué lágrimas.
–Y cuando se iba a ir con el petrolero le hizo otra canción –insiste el barman–. Se llamaba Deberías dejarte los guantes y para la noche del estreno le trajo, de una subasta en Hollywood, los guantes que usaba Rita Hayworth en la película aquella con el Glenn Ford... Bah, no sé si serían los verdaderos pero el petrolero se volvió solo a Dallas.
–Y Bradley se volvió solo a New Orleans... –le insinúas trayéndolo a la noche que te interesa.
Es como si estuvieras amaestrando a un lobo, a una serpiente distraída que no acostumbra hacer lo que esperan de ella.
–Tu amigo no aceptó las reglas, chico... –y lo del mula- to no es una opinión sino un diagnóstico–. Por una mujer como Almita había que pagar caro, estar dispuesto a perder algo, sabes... Y ella lo puso a prueba.
–Lo sé –dices; y en realidad lo sabes–. Una semana antes de esa noche le pidió la medalla que el chico llevaba al cuello para hacerse un pendiente de oro...
Te arrepientes de haber usado la palabra “chico” pero ante la mirada entrecerrada del Milpalmeras sigues adelante. Bradley estaba muy turbado, ella lo llevaba a terrenos desconocidos; era un muchacho y no concebía la idea del
amor como si fuera echarse un pulso...
Descubres en la expresión del Milpalmeras que no en- tiende.
–Un pulso, una pulseada... –repites y le arrebatas la mano, apoyas su codo y el tuyo sobre la barra y haces fuerza por doblegar ese trozo de hierro que se oculta bajo la manga del esmoquin.
–Un pulso –parece admitir el mulato.
–Para Bradley el amor no era un forcejeo, una cuestión de fuerzas. Para Almita sí. Pedirle esa medalla era una prue- ba de amor, decía. Y él dudó.
Lo explicas y es como si la duda de hace veinte años estu- viera allí, servida en la barra para beberla como una cicuta:
–Bradley le dijo que le pidiera cualquier cosa pero que esa era una medalla de su madre... Tú sabes. Los soldados tienen algo con la madre que nunca... Pero ella se burló. Y sabes qué hizo, Milpalmeras... –y haces la pausa para darle espacio a la atrocidad, la desmesura–. Le dijo que si él era incapaz de entregar una sucia medalla por ella había quién era capaz de arrancarse los dientes de oro por complacerla...
El barman te mira, entrecierra los ojos, toma distancia de ti, se apoya en un puño:
–¿A qué viene todo esto, Carter? ¿Qué quieres saber?
–Cuéntame esa noche, Milpalmeras... Siempre me he ido demasiado temprano a dormir y me pierdo las mejores histo- rias, suelo enterarme tarde y mal al día siguiente. Te observa sabiendo que estás atento a sus palabras, y hablará con la certeza de que lo miras hablar:31

–Fue muy raro lo que pasó esa noche, chico... –dice e insiste en fregar ensimismado esa barra vacía e impecable–. Johnny estaba improvisando en el piano cuando lo vio lle- gar, tan temprano y con el pendiente que brillaba como un desafío contra el pelo negro. Y pensó que esa vez la perdía...
–El pendiente...
–Así, pequeñito... –indica el Milpalmeras como si gra- duara la medida escasa de un valioso licor–. Johnny sabía lo que eso significaba y entonces se jugó todo, apostó una vez más a su imaginación... Y decidió buscar al hombre, bah...
–A Bradley,
–Eso: a Bradley... Johnny sabía quién era ese soldadito pero no le habló cuando lo vio en la barra junto a los de- más... –y el barman te incluye en su relato–. Tú estabas, Carter, según me dices...
Asientes:
–Y te recuerdo particularmente serio, Milpalmeras. Me quedé un rato; Bradley estaba aún aquí, algo borracho, cuando me fui a dormir.
El mulato extiende el brazo y traza un arco, un itinerario en el espacio y el tiempo:
–Fue después, cuando ella empezó a cantar, que Bradley siguió bebiendo en el reservado que ya sabes, donde siempre la esperaba... –el brazo se detiene como una flecha indicado- ra en la dirección correcta–. Ahí fue a buscarlo Johnny. O mejor dicho: primero habló conmigo y después fue a la mesa de Bradley dispuesto a impresionarlo, a hacerlo renunciar.
–¿Dices que lo amenazó?
El barman ya es algo más que el narrador. Es el dueño de la historia, el orgulloso y equívoco testigo:
–Johnny era incapaz de un acto violento, siquiera de una tibia amenaza, chico... Así que montó un número especial32

para el soldadito. Fingió no saber con quién se sentaba y bebió con él, contó y lloró como ante un confidente ocasional su mal de amores, le habló de los boleros, lo fue ablandan- do... Hasta que en un momento dado sacó un estilete y se hizo un tajo en la muñeca... Un buen tajo, chico.
Asientes, le indicas con el gesto que eso ya lo sabes. No necesita estímulos. El Milpalmeras es un narrador desbocado:
–Johnny comenzó el acto final de su número. Sacó una pluma que llevaba en el bolsillo de la guayabera y ahicito no más, sobre una servilleta de papel, mojando la pluma en su propia sangre, comenzó a escribir: “Este será mi mejor bolero...” decía. El chico estaba blanco del susto, sabes... Hasta que en medio de la escritura Johnny agarró el estilete, hizo un gesto desesperado y sin que Bradley pudiera hacer nada, se apoyó el arma en el vientre, la hundió y cayó de costado... Ahí mismo, Carter.
Te quedas mirando el dedo que señala el lugar y no el lugar. Te interesan más la mano y su dueño.
–¿Y se mató, Milpalmeras? Eso es demasiado bolero para mí...
El mulato enarca las cejas, hace la pausa final y llena otra vez los vasos sin una palabra. El piano ha vuelto a sonar a tus espaldas, va creciendo un contrabajo y las palabras del Milpalmeras serán para ti como la letra de una canción que no tiene tonada todavía:
–Fue demasiado para el chico también... Y para mí, Car- ter. Porque lo habíamos arreglado todo con Johnny, sabes: él lo asustaba al soldadito lastimándose un poco en el vientre, después aparecía yo y lo espantaba con la excusa de la policía y el escándalo mientras Johnny se quedaba tirado ahí, desangrándose, falsamente malherido, hasta que llegara 33


Almita a su lado y él pudiera montar la escena final...
–¿Qué escena final?
–Imagínate: “¡Esto es sangre!” diría ella cayendo junto a él, arrepentida y entre lagrimas... “No. Sólo es tinta, mi amor...” le diría él con un hilo de voz antes de fingir desmayarse y dejarle entre manos un bolero recién sangrado de su pulso... Era una buena idea, chico.
No puedes sonreír. El Milpalmeras no quiere. Es un narrador especial, dotado para el grotesco como tú, que no lo sabes todavía...
–Pero esta vez no funcionó, chico... O si –te dice ya sin pesadumbre–. Cuando llegué, corriendo, lo empuje a Brad- ley que se tambaleaba borracho y perplejo para que se alejara y me agaché junto a Johnny para preparar la comedia. Y ahí vi el estilete, Carter, que sobresalía tanto así de la camisa. Y demasiada sangre...
El barman puede contar el acceso al espanto, describir la gradual revelación de la muerte con la displicencia de un forense de guardia que recorre los pasillos de su propia memoria:
–Enseguida me di cuenta de que algo andaba mal, sabes... Algo había fallado, un error de cálculo tal vez, o una burla final de Johnny... Porque él parecía tranquilo, chico... Tanto que cuando apareció ella y lo abrazó, comenzó a recitar su libreto, a decirle lo de la tinta en un murmullo. Almita se asustó y yo también: él no fingía, Carter... se iba. Entonces me incliné sobre él, junto a ella, y en ese momento él abrió mucho los ojos, como si no lo creyera, hizo un ruido como de cañería y quedó muerto ahicito nomás, en un charco de sangre.
–¿Qué hicieron los demás?
–Cuando me di vuelta tu amigo había desaparecido...
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Y nunca más volvió por aquí. Almita se quedó largo rato tendida sobre él, sollozaba y apretaba el bolero recién escrito, borroneado con sangre y más sangre ilegible... Nunca lo pudo cantar.
Dejas que se haga una laguna de silencio, esperas que él siga adelante. Pero no parece dispuesto; entonces insistirás:
–¿Cómo te lo explicas, Milpalmeras?
Se va. Con cualquier pretexto te deja solo y se afana durante unos momentos en el otro extremo de la barra con clientes que no lo necesitan.
–Oye... Johnny estaba enamorado, sabes... –dice al volver, como si fuera una noticia fresca–. Él sí que lo estaba, y quiso demostrárselo a ella; y a mí también, que me engañó. Y supo decírselo por última vez sin esperar la respuesta, qui- so quedarse con la última palabra... Eso es lo que tienen los cabrones suicidas, chico. Hacen trampa: a ella, a mí, a tu amigo incluso...
Te quedas rígido. No puedes decir nada. Pero algo dices, sin embargo:
–Bradley...
–Él te habrá contado otra versión, seguramente –te interrumpe–. Mira, chico: con el tiempo, los recuerdos, las heridas y las marcas de la juventud cambian de sentido; algunas se borran, otras cicatrizan...
–Bradley soy yo.
–...y hay que pagar, por todo hay que pagar en la vida – prosigue el Milpalmeras sin oírte–. Ella siempre se cobra, así quedado es mejor elegir cómo pagar, porque...
–Te he dicho que soy Bradley –repites y te quitas los an- teojos como si te desnudaras.
–Lo sé.
Al decírtelo ha cambiado por tercera vez en la noche la
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profundidad de su mirada. Ahora te mira al centro de las pupilas, ni más acá ni más allá.
–Lo sé desde el momento en que llegaste... ¿Qué quieres? Todavía estás a tiempo de detenerte. Él ha hecho lo posible por evitarlo pero tú sientes que insistirás, que es inútil pero insistirás:
–¿Qué quiero? No sé muy bien qué... –y es cierto que no lo sabes, ni bien ni mal–. Pero creo que en estos años me he hecho otra versión de esa muerte, Milpalmeras. Tal vez no se suicidó, tal vez no fue un error de cálculo, tal vez alguien lo ayudó a último momento con el estilete, una vez terminada la comedia, cuando estaba en el suelo...
–¿Piensas en ella?
–No. En ella no.
No se le mueve un músculo del rostro cuando te dice:
–¿Por qué lo habría de hacer yo, Bradley?
–Tal vez por ella: todos estábamos locos por ella, Milpal- meras, tú lo dijiste.
Comienza a sonreír. Levemente. Aquella noche había dejado de hacerlo. Y ahora volvía.
–Eso es cierto... –dice–. Deberíamos estar muy locos para hacer esas cosas. Demasiados boleros, ¿no crees?
La sonrisa se convierte paulatinamente en risa franca, histérica, que le descubre por primera vez la boca.
–Demasiados boleros –repite. Pero no oyes lo que dice. Te has quedado mirando, hipnotizado, esa boca que recor- dabas brillante en la sonrisa de oro y que ahora es un oscuro hueco devastado por violencias de amor y de extraña locura: faltan dos, tres dientes de oro allí.
–¿Cómo pudiste, Milpalmeras?... –balbuceas.
No piensa contestarte eso. No piensa hablar más. No deberías tampoco preguntarle por ella.
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Te señalará el guardarropas, te aconsejará que des por perdido el impermeable pero que no vuelvas a mirar esos despojos de mujer que no quisiste reconocer al llegar.
Han apagado repentinamente casi todas las luces y en el Guayaba Club, como hace veinte años, el spot busca a alguien en la oscuridad.

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UN REMEDIO PARA CADA ENFERMEDAD - HAYDÉE ORTONE

Marisa se sorprendió: hacía mucho tiempo que el living de la casa no albergaba tanta gente, estaba el tio Pedro el hermano de su padre, el almacenero de la esquina, dos o tres amigos de la familia y unos cuantos hombres a los que veia por primera vez.
En el dormitorio, a ambos lados del cajón, se encontraban Teresa y Camila que habían viajado desde Junín al enterarse de la noticia consolando a la viuda, su madre, quién bañada en un mar de lágrimas, sostenía entre las suyas las manos exagües, heladas de su marido; y en la cocina, acompañada por algunas amigas, la tía Celia preparaba café.
La luz amarillenta de los cirios dibujaba extrañas siluetas sobre las paredes blancas de la sala velatoria. Todos hablaban en voz baja. Marisa, irreverente, se preguntó: - A santo de qué tanto misterio, si el muerto ya no puede oírlos.-
Sólo la voz de don Manolo, el almacenero se destacó por sobre las demás. -¡Qué mala suerte, hombre! acabo de perder uno de mis mejores clientes.-
Más tarde, mucho más tarde, llegó la hora. En la calle, alrededor del coche fúnebre, se fue reuniendo la gente, los deudos, los amigos (que no eran muchos), los vecinos curiosos (que eran bastantes) y los chicos del barrio que justo ese día no tenían clase debido, una vez más, a un paro docente. El cortejo se puso en marcha y los presentes estallaron en aplausos como se estila ahora. No me queda claro si aplauden porque el tipo por fin se murió o simplemente porque vivimos en el mundo del revés. He visto a muchos llorar a moco tendido cuando se enteran de que han sido padres.
Como todo pasa y más rápido de lo que uno se imagina, al regresar del cementerio, la tía Celia les ayudó a acomodar la cama matrimonial en el dormitorio, ya que la habían sacado para instalar en su lugar la capilla ardiente. Vaciaron los ceniceros, barrieron algunos pétalos que se habían desprendido de las coronas y después de lavar las tacitas de café, se despidió: -Bueno, me voy, ya casi todo está en orden. Por fin esta casa quedó limpia de tanta basura. Si me necesitan me llaman.- y cerró la puerta tras de sí.
Como si la tía Celia le hubiera dado pie, Marisa aprovechó para preguntar: -¿Por qué seguís llorando?, ya se fueron todos, ¿ a qué seguir fingiendo...o acaso lo amabas de verdad?.
El estupor se pintó en el rostro de su madre: -¿Cómo podés dudarlo?. Era tu padre, mi primer novio, mi único amor;... pero,...¿ para qué me gasto en explicaciones?, ustedes, los jóvenes no entienden nada... todo es efímero... no hay sentimientos...-
-Mamá, no me vengas con esas... Reconozco que cuando papá estaba sobrio era una excelente persona pero..-
-Marisa: el alcoholismo es una enfermedad y el pobre hacía mucho que la padecía-
-Por favor, mamá. Cuando uno está enfermo pide ayuda.-
-Te lo dije, no entendés nada, es inútil, no vale la pena hablar con vos. Reconozco que tu padre en los últimos tiempos, pobre, estaba cada vez peor, pero... claro... después de treinta años, perder el trabajo desestabiliza al más pintado-
-¿Y por eso tenía que pegarte?. ¿Acaso vos tenías la culpa de que lo hubieran echado?. Ay mamá...mamá ...-
-Marisa entendé, por favor. Últimamente él no estaba en su sano juicio. El alcohol le había quemado la cabeza. ¿Vos creés acaso que si hubiese estado sobrio, se habría equivocado? . Hay alguna diferencia entre el veneno para las ratas y el remedio para la acidez, ¿no te parece? ...Oh, no, Marisa...¿cómo pudiste...


FINALES - Marcela Ruz

Recorro el grueso álbum de cuero blanco, me miro en esas fotos blanco y negro, de borde dentado, pegadas prolijamente. Parece que no lo pasé bien en mi bautismo, estoy llorando con ganas en brazos de gente que conozco y de gente que no tengo la menor idea de quién es, de quién fue. En todas las fotos estoy con la boca abierta, retorciéndome, queriendo liberarme de los brazos que me sujetan. Así no se luce el vestidito, esta chica no sabe comportarse como se debe, qué barbaridad, debe haber dicho mamá. Reconozco los manteles de lino inmaculados, las jarras, las copas, los platos y las bandejas, algunas de esas cosas sobrevivieron hasta hoy.

Despego un par de fotos y dejo el armatoste en la pila de cosas para tirar. Le pregunto a mi hermana si quiere pegarle una mirada, niega con la cabeza mientras hojea otros álbumes, compendios de una historia familiar lejana, diluida, que apareció atrás de las sábanas viejas, en la parte de arriba, atrás de todo, en el placard de la habitación de servicio.

-¿Estas fotos de qué son? -me pregunta.
-De la fiesta de compromiso.
-¡Qué caras! Casi no hay una sonrisa.

No, casi no había sonrisas. Ni en las fotos ni en la vida. Sí había risotadas a veces, pero sonrisas, sonrisas no.

-La verdad, no entiendo por qué siguieron juntos tantos años -me dice.
-Eran otras épocas, el divorcio no estaba bien visto. Además, creo que, a su manera, se querían.
-¿Te parece? Si vivían discutiendo, insultándose, lastimándose.
-Y eso que vos los agarraste más cansados, antes que nacieras vos era peor.
-Sí, ya me contaste. Pero no lo entiendo, realmente no lo entiendo ni lo voy a entender nunca.
-No hay demasiado que entender. Él era mujeriego, ella no lo iba a dejar ir de ninguna manera. Prefiero creer que era por amor, podía ser por orgullo. Pero él tampoco se fue ni amagó a hacerlo nunca que yo sepa.
-No se fue pero casi nunca estaba en casa.
-Menos mal, si con el poco tiempo que estaban juntos se armaban las que se armaban…

Ya casi estamos terminando, están los canastos y los muebles parala mudanza, las bolsas llenas de lo que irá a la basura, las cajas que pasarán a buscar del Ejército de Salvación.

-La tía Alicia ni se apareció -protesta.
-No, se le puede romper una uña, imagínate…
-Seguro que va a protestar porque quería llevarse algo.
-Siempre quiso llevarse algo, ¿sabés? Pero no pudo.


PABELLON 4 - CELDA 50 – Eleonora Larroque

Las paredes externas eran grises y por dentro aún más, en la penitenciaria de San Andrés, Colombia, las almas también adquirían el mismo color gris verdoso de las paredes externas. Rejas oxidadas, hacinamiento, olores nauseabundos, patios embarrados por las históricas condiciones de vida de sus moradores, donde jugaban algún picadito con la pelota media emparchada. Así vivían los reclusos, para mantener un mínimo de tonicidad muscular.
Había una biblioteca de sucios libros, un cura que repartía estampitas y exigía confesión de esos pobres seres descreídos de todo. Muy esporádicas eran las duchas de agua también barrosa. Nada permitía un dia de paz y limpieza de cuerpos transpirados y maltratados por los carceleros.....
En la celda 50 pagaba su condena un hombre de unos 50 años que en un rapto de ceguera mata a su esposa, con 5 puñaladas asestadas con toda pericia. Le dieron 30 años de condena de cumplimiento efectivo.
Su hijo lo visitaba cuando la tía paterna le insistía mucho, y lo mandaba con un paquete de cigarrillos y algunos chocolates.
La crianza de este niño quedo a cargo de esa tía que insistentemente justificaba el homicidio, claro, era su hermano y la relación de los tres era perniciosa, pero el no lo verbalizaba, de todos modos no perdonaba a su padre.
Con el transcurso del tiempo, un compañero del colegio le devela el misterio y le relata porque despertó la ira de su padre, le cuenta que su madre mantenía relaciones carnales simultáneas con el hermano menor de su padre, en el mismo lecho conyugal hogareño.
El joven decide escribirle una carta, expresándole que no tenía ningún derecho de haberlo privado de los brazos de su madre, en ese entonces era pequeño y necesito imperiosamente su presencia, además le señala que bastaba, alejarse del grupo familiar y tan solo pedirle al juez que le autorizara un régimen de visitas para que el padre pudiera estar junto a su hijo aunque sea para jugar a la pelota y otros juegos que por unica vez realizan en un escaso periodo de vida, padres e hijos.
Esta emoción violenta de su padre no se la perdonaría jamás hasta el fin de su existencia.

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