Bloque 2/17 Consigna 1: Elegir una de las siguientes emociones primarias: odio, amor o miedo. Integrarla en una narración contada en primera persona del plural (nosotros) y llevarla a un marco social posible. La emoción debe unir y separar al grupo. Debe aparecer un narrador en tercera persona que distinga valores o disvalores ocultos en la acción. Es importante utilizar grupos de palabras polisémicas o posiblemente polisémicas (significante vacío). Deben reconocerse emociones no expresadas en el grupo.
Material de Referencia:
ÓMNIBUS - JULIO CORTÁZAR
WALKING AROUND - PABLO NERUDA
Producción de los participantes:
“Un paseo por la salamanca” - Julia Zela
UNA FIESTA EN PELIGRO - Mabel Jokmanovich Derka
DOS HERMANAS - HAYDÉE ORTONE
Pasión de fútbol - Agustina Cangiano
MASA - Marcela Ruz
Sucedió en octubre - Adriana Otheguy
SI LE VIENE bien, tráigame El Hogar cuando vuelva —pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batallla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: “Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero.” Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la segía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
“Par de estúpidos”, pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió agilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación.Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: “Usted y yo sacamos boleto de quince”, como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos.” Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”, pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
—¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.— Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportabes —protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
—Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
—Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
—Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
“…los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera…”
La amplia planicie campera, permitía ver el viejo rancho de adobe pintado de blanco. Resultaba raro que carezca de un típico árbol para sombra. Los duros calores los imponían. Quedaría a dos kilómetros de nuestro rancho, en el que vivíamos; los dos hermanos con nuestros padres.
Desde niños nos atraía ese rancho blanco, por la noche el viento nos traía suaves melodías. Eso nos intrigaba. Hablamos con los viejos, fueron muy claros y severos al prevenirnos que a ese lugar nunca debíamos llegar, que lo llamaban “salamanca” y eran cosas del diablo y de gente que le sirven, nuestra madre se persignó.
Juan siempre, me tenía bronca, aprovechaba cualquier tontera, para tomarnos a piñas. A latigazos el viejo nos separaba. Mi hermano tenía celos de mi (tal ves porque yo era el mayor, y tenía ciertas libertades). Creo que sólo nos unía el tema de la curiosidad por “la salamanca”.
Cierto día después del clásico correctivo, ambos llorábamos de dolor (ya éramos mocitos de 18 y 20 años). Me acerqué y le dije, tenemos que sacarnos el berretín y arrimarnos a la salamanca. No sea cosa que venga la “pelada” y nos quedemos con la intriga. Somos dos para darnos coraje.
Nos comprometimos a seguir observando nuestro objetivo, (en los tiempos de descanso de los trabajos). Todas las calurosas siestas y noches hasta que aguantábamos, nos sometíamos a mirar y escuchar la música. Que cuando más nos concentrábamos, mejor se escuchaba. Nos sentíamos atraídos, digamos que la endiablada música se empeñaba en atraparnos y sumergirnos en su idílico mundo.
La oportunidad del encuentro empezaba con la caída del sol, cuando las lechuzas inician con su horrible graznido y vuelos rasantes. Las tibias noches nos embriagábamos cuando nuestros oídos enloquecían con las distintas melodías. Entonces podíamos ver mejor la fantasmagórica imagen del rancho, de tan lejos se dibujaba su imagen, por la mortecina y rosada luz del candil. Nos parecía ver formas humanas que se desplazaban, y reflejos que surgían hasta nosotros.
Muchas noches de no dormir por la inquietud a la que nos sometíamos, o nos absorbía frenéticamente la salamanca. Nos llevó a tomar la decisión de enfilar siguiendo la línea del alambrado. Cada vez la música nos invadía la cabeza y el corazón, algo fuerte que no entendíamos, pero obedecíamos a la atracción.
Cuando más nos acercábamos, ya nos sentíamos volar. Juan se plantó y dijo:
-Che… creo que enloquecimos, no podemos dejar los viejos solos.
Me enfurecí. Tenemos que seguir, atrapamos la música, cuando la hacemos nuestra, volvemos.
No sé si la pasión embrujada, nos transportó como en un vuelo sobre el yuyal. Y ya estábamos allí en la oscuridad, frente a la salamanca. La música sonaba como nunca, batía nuestros corazones de alegría. Nos corría una sensación de respeto y miedo. Igual merodeamos perforando con nuestros ojos hasta ciertos detalles dentro del rancho. Alcanzamos a ver una guitarra brillante, con nácar y plata. acariciaba sus cuerdas un morocho grandote que inclinaba la cabeza como adueñándose del bello sonido, que jugando con el encordado, parecía arrancarle las mejores melodías. Comenté bajito con Juan, siento que estoy borracho de placer, - algo así estoy yo(contestó). Dimos varias vueltas tratando de mirar mejor adentro del rancho, la oscuridad nos protegía.
Juan cayó gimiendo sobre el pasto. Me quise arrimar, y me sentí caer sobre mi hermano como una bolsa. Una voz imponente y autoritaria, emitida por un tipito morrudo que no medía más de un metro, nos clavó la mirada diciendo:
-Qué se les ofrece a los mocitos ?.
A ninguno de los dos nos salió palabra alguna.
-Se han tragao la lengua, carajo. Si no quieren hablar, les digo que estoy acostumbrao a recibir giles que caen “como mosca en la leche”, esta música endiabla las almas, habiendo llegado hasta aquí, tendrán que hablar con el “Jefe”. Se alejó tirando escupidas, diciendo: si quieren arrimen el cogote por la ventana y admiren nomás.
Nuestros ojos se adentramos al rancho, visto así era grande y lujoso; colgaban boleadoras, látigos y monturas que parecían tener oro y plata hasta encandilarnos. Los puñales, repujados en oro y plata lucían en las cinturas de los tipos. Las guitarras eran tres, competían en brillo y, al sonar parecían darnos la bienvenida. Enloquecían las manos de los guitarreros, haciéndonos olvidar de nuestra existencia, acunarnos como en el aire con incomparable armonía.
Imposible hilvanar palabras para contar el éxtasis en que estábamos sumidos. Un pisotón del petiso, me bajó del “vuelo armónico”. Cabeceó para tras del rancho, entendí que debíamos seguirlo (tomé la sudorosa mano de Juan, para darme coraje). Me dije, con éste así estamos fritos los dos.
Según nos alejábamos del rancho, más oscura la noche nos recibía, pero las guitarras mas lindo sonaban. Los cascos del caballo se detuvieron, cuando nos sentimos tirados sobre un hormiguero. Que lo parió, justo ahora.
El jinete, vestido de negro, mas oscuro que la noche, ni se apeó, emitió una sonora risotada con una bocaza cuyos dientes de oro brillaban, sombrero negro de alas muy anchas, no permitieron ver sus ojos. Las guitarras sonaban a réquiem; entonces vociferó:
- Así que los mozos quieren mi música?. Eso cuenta mangos o bolas.
Juan casi desmayado, yo titubeando balbucee un “si señor”.
Ordenó: No quiero que vengan a la salamanca, esto lo tengo para divertirme. Ustedes son “nenes de pecho”, si hasta el olor a mierd… estoy sintiendo.
Los quiero tranquilos, tenemos que hablar como hombres. En la medianoche del domingo los espero justo en la puerta de la fosa común del cementerio del pueblo. Luego firmaremos un contrato, y después tendrán la música.
- Ah¡ olvidaba, cada uno me trae un gato negro bajo el brazo.
Se paró en el vació de la puerta. Se hizo un silencio sepulcral, emitió un agudo silbido y la música empezó a sonar como nunca, entrelazaba las notas de tal manera que me atrapó el alma. Quedé paralizado por el efecto, pensé: esto es lo que quiero para mi.
Escuché un ruido, y vi a Juan salir corriendo “como alma que corre del diablo”. No podía abandonarlo. Las patas nos sangraban, caímos como sedientos animales sobre el arroyo. El sol nos despertó, miré a Juan y comprendimos.
Enfilamos para los corrales, arriamos las cabras. Y empezamos el ordeñe.
Los viejos juntitos tomaban mate, con cara de piolas, ya la conocíamos: “los viejos saben por viejos, no por……”.
La foto había comenzado a circular por las redes sociales desde un mes antes, donde veintiséis juveniles rostros recién promovidos sonreían frescos y emocionados. ¡Cumplimos las Bodas de Oro!, decía el texto que acompañaba la foto, ¡y los invitamos a encontrarnos el 4 de noviembre en el Salón de Actos del Colegio para festejar!.
Efectivamente ese día, desde distintos lugares del país y el extranjero donde la diáspora de la vida nos había llevado, convergimos en el Colegio para celebrar nuestros años de formación y camaradería. Abrazos, sorpresa, alegría; todos disfrutábamos el reencuentro y parecía que nos queríamos sin fisuras, incluso más que antes.
La noche parecía transcurrir plácida, amigable y mágica, con la calma que presagia la tormenta... ¿Vieron qué lindo está el pueblo?, dijo Cacho Bernal con orgullo. ¡Cuántos barrios nuevos, y qué limpio y arbolado!; se ve que este intendente trabaja realmente para el Pueblo. ¿Quién, Gardella?, replicó Carlos Fabresi indignado. Ese es tan ladrón como su padre; se llena la boca hablando de Progreso, Desarrollo, Justicia... y se roba hasta el agua de los bebederos. Traiciona al Pueblo y, lo peor, traiciona a los Derechos Humanos tan caros a nuestros ideales.
¡Hay que ver las cosas que hacen ustedes en nombre de los Derechos Humanos! Puro relato... replicó uno.
Mejor callate, sos tan “gorila” como en los años del secundario, no cambiaste nada, sentenció el otro.
La festiva noche amenazaba terminar en trifulca, y no lo fue gracias a la oportuna intervención de Alicia Arrieta, tan componedora como en los lejanos años juveniles. ¡Paren acá amigos!, dijo con energía. Cada uno tiene derecho a tener su mirada sobre el acontecer de nuestro pueblo y todas son válidas. Respetémonos, volvamos a la calma y a la hermosa celebración que hoy nos convoca, ¡al brindis por favor!
Era una noche espesa, cálida, sólo rota por algún ladrido lastimero. Una orquesta de grillos se había sumado al coro de las ranas que desde el estanque ensayaban una sinfonía.
Un tufo caliente, húmedo, mezclado con el aroma de las damas de noche, brotaba de la tierra, horadaba las sombras y cual collar desgranado esparcía minúsculas perlas sobre los helechos. Las luciérnagas jugaban a las escondidas y sólo la casa por un raro sortilegio tal vez, conservaba en su interior el frescor de los jazmines y el aire límpido y perfumado de los azahares.
Ambas estábamos en el living mirando una película, ...bueno,... mirando es un decir porque lentamente la modorra y el sueño se fueron instalando entre nosotras.
De pronto unos gritos nos sobresaltaron: -"dónde está la plata, boludas"- Las dos creímos que se trataba de un giro de la película pero la suposición duró poco: frente a nuestros ojos sorprendidos apareció un rostro encapuchado, una respiración jadeante, lasciva, unos guantes de latex sosteniendo un arma.
El terror nos paralizó, la sangre se nos heló en las venas, en nuestros pechos los latidos eran más fuertes que una estampida en medio de la llanura.
En tanto "la cosa" comenzó a revisar los muebles, a revolver, a buscar, y mientras no dejaba de amenazarnos el miedo y el odio se apoderaron de nosotras.
Sin embargo unos segundos después, ambas cruzamos nuestras miradas y sin más, cada una supo lo que tenía que hacer. -"El dinero está en el dormitorio"- dijo mi hermana y resueltamente se encaminó hacia allí.
Sin perder tiempo yo abrí el cajón superior derecho del escritorio que había pertenecido a mi padre. Allí, en el fondo estaba la 9 mm.
Cuando despertamos, la película había finalizado y desde la pantalla el locutor alertaba a la población sobre los peligros de la ola de calor sobretodo en el caso de los adultos mayores y los niños pequeños. Nosotras estábamos sudorosas y angustiadas. Todo el lugar se encontraba revuelto, el contenido de los muebles esparcido por aquí y por allá y tirado sobre la alfombra del dormitorio se hallaba el protagonista.
Afuera los sonidos del silencio se fueron apagando lentamente, en tanto un reflejo sanguinolento comenzaba a teñir el horizonte.
El vecino entró por la ventana y dijo:-"era previsible"-.
No era que fuéramos fanáticos del fútbol: nunca nos gustó. Pero por esas cosas de la vida, decidimos ir al estadio. Era el mundial y jugaba su país contra el mío. Chile versus Argentina. Teníamos una excusa para distraernos de las peleas de siempre.
Nos sentamos en las gradas notando que los hinchas de un país y otro no estaban separados como creíamos que estarían. Aquello nos causó un poco de nerviosismo aunque por el momento todo parecía en orden. Decidimos relajarnos y comprar algo para tomar. El sol estaba en su cenit.
El partido comenzó tranquilo. Los jugadores caminaban por la cancha detrás de la pelota, sin apuro. Las personas hacían algunos comentarios entre ellas. Que los jugadores, que con quién le tocaría enfrentarse al que ganara, que cómo era la ciudad anfitriona.
El ritmo no tardó en cambiar. Los puntitos, abajo, en la cancha, ya se movían más rápido y el mismo ambiente arriba se tensaba. Incluso nos sorprendí a nosotros dos tensándonos.
Cada vez que la pelota se aproximaba a uno de los arcos, la multitud se quedaba sin aliento y se podía distinguir por cómo exhalaban quién se alegraba y quién se apenaba. El volumen aumentaba y de pronto, sin poder contenernos, hasta nosotros estábamos gritando.
Claro que, en ese momento, estaba tan concentrada en el partido que no entendí que nuestros gritos eran para distintas personas. Estaba acalorada, ambos lo estábamos, porque era como si corriéramos nosotros mismos de una punta a la otra. Nuestros ojos yendo de aquí para allá, atentos. Nuestro cuerpo levitando por encima de la silla, listo para festejar un gol.
Así fue hasta el final. E incluso después. Cuando el partido hubo acabado, nosotros todavía hervíamos de lo que acabábamos de presenciar. La injusticia del árbitro, el juego sucio y la violencia del equipo contrario. Tanto fue que la multitud se volvió una contra la otra. Insultándose, empujándose. Y nosotros estábamos…
Bueno, en realidad él estaba de un lado y yo del otro. Nosotros, los argentinos, les gritábamos a los chilenos y ellos a nosotros. Y no sé cuánto tiempo fue, quizá minutos u horas pero yo los odié. Yo lo odié. Y sé que él me odio a mí.
El público se agarró con todo. Se gritaban “traidores” mutuamente, “gringos” y “negros de mierda”. Hubo muchos heridos. Se espera que la FIFA tome medidas para penalizar estas conductas violentas y discriminatorias que tanto nublan el propósito del Mundial de unir a los pueblos.
Por otro lado, muchos psicólogos creen inevitable la violencia pues consideran que, para los latinoamericanos, el fútbol es un elemento de catarsis. Si algún día podremos detener estos enfrentamientos, el tiempo lo dirá.
Ya no aguantamos más. Presentamos miles de denuncias anónimas y no tanto, por teléfono, personalmente. Hicimos petitorios que firmamos todos. A algunos hubo que convencerlos, es cierto. Pero firmaron al final. Con nombre, apellido y D.N.I. Pudo más el odio que el miedo. Cuando cortamos la ruta, con carteles y todo, nos ligamos nosotros las puteadas. “Villeros, negros de mierda, vayan a trabajar”, fue lo más bonito que nos dijeron. No somos villeros, no señor. Ni ningunos negros de mierda, si hasta hay un par de rubios y está el colorado de la carnicería. Y la mayoría tiene trabajo. O podría tenerlo si se calentara un poco. El nuestro es un barrio humilde pero no es una villa, no señor. Los villeros son los del otro lado de la ruta, a esos son a los que tienen que putear. A esos que nos llenan de mugre, de chorros, de violadores, de animales y pibes muertos de hambre y de droga. Ah, pero ni bien cortamos nosotros vinieron. Primero la policía y después los gendarmes. A desalojarnos. No muestran respeto, tenemos derechos después de todo. Si nosotros hacemos lo que hacemos es porque ellos no hacen nada.
El viernes a la nochecita nos reunimos en la parroquia. Los hombres nomás, las mujeres se quedaron en las casas por seguridad, la de ellas y la de las casas, porque si las ven vacías… ¡Si pusieran el mismo empeño en trabajar! ¡Qué lo parió! ¡Qué se le va a hacer! Bueno, volviendo al tema, nos reunimos en la parroquia. Y ya lo decidimos. Mañana sábado temprano, que va a hacer buen tiempo -si llueve no hay forma de entrar- vamos a ir armados con lo que tengamos y a quemar la casa de los transas, en lo posible con ellos adentro. Como va a ser a la mañana temprano, seguro que los muy vagos están durmiendo a pata tendida. El cura nos quiso disuadir, que la violencia está mal, que no es la forma, que vamos a terminar presos. Si sabemos que lo tienen amenazado, si hasta le pintaron “tomatela gato” en el frente de la casa parroquial. Haría bien en acordarse de lo que contó que hizo Jesús con los mercaderes del templo. Suavecito no fue, ¿no? Por favor, señores mercaderes, si no lo toman a mal…No, los cagó bien a latigazos ¡Por favor! Si con unos mercaderes hizo eso, ¿qué habría hecho con esta manga de bestias malnacidas? Por suerte no vinieron las mujeres, por ahí convencía a más de una chupacirio –sí, hay más de una- y nos arruinaba el pastel.
¡Qué glorioso amanecer el del sábado! Estamos listos para la primera batalla de esta guerra. Sabemos que es a muerte, no hay vuelta atrás. Aunque no se lo pedimos, muchas mujeres vinieron también. Las han robado, a algunas las han violado. Les arruinaron a los hijos, y eso una mujer no lo perdona nunca. Que sirvan de ejemplo para los maricones que hoy no se aparecieron, con la excusa de que el odio no lleva a ninguna parte, que si van presos quién se va a ocupar de sus familias, que somos tan violentos como los otros, como esos degenerados. ¡Estúpidos! La próxima vez que les metan un tiro para sacarles el celular o las zapatillas para conseguirse una dosis, que no se quejen. ¿No entienden que el pueblo, unido, jamás será vencido? Cruzamos la avenida sin correr, en silencio. Somos una masa decidida a todo.
A Mary la despertaron los piedrazos en la ventana. Agarró al bebé y se metió abajo de la cama. Escuchó gritos, golpes, insultos. Entraba humo por todos lados, pero se quedó ahí, escondida, hasta que casi no pudo respirar. Entonces salió como pudo de la pieza. El primer golpe la dejó atontada, el segundo la tiró al piso. Desde ahí, mientras cubría con su cuerpo a su criaturita, pudo ver las llamas en la casa de al lado, la de los transas. Desde ahí escuchó los tiros. Y, como le dijo a la policía después, no vio ni escuchó nada más. No vio las cadenas, los cuchillos, los revólveres. No vio a nadie romper casillas ni robar lo que encontraba; no vio gente arrastrada de los pelos, no vio los golpes ni las patadas ni los palazos. No los vio irse y cruzar la ruta. Nada, no vio ni escuchó nada más.
“Yo no creo en las brujas. Pero que las hay, las hay”
Como era habitual por aquellas épocas en los que funcionaban muy bien los negocios de nuestro padre, los días viernes por la noche eran días de jolgorio y diversión. A fuerza de risas y sano deleite de exquisiteces, cerraban la semana como con broche de oro. Cine o teatro. A la salida el mejor restaurante a todo trapo. Nosotras, mi hermana y yo, y mi abuela Leonilda que nos cuidaba nos quedábamos en casa dentro de la mansión que había hecho construir mi abuelo para celebrar sus bodas de plata con su negocio de inmobiliaria. Después de todo no se celebran esos acontecimientos todos los días. Y bien valió la pena construir ese edificio que formaba parte de un conglomerado mayor de otros similares, que varias veces habían sido galardonados en concursos de arquitectura internacional. En todas las épocas se han cocinado habas. Por ende las noticias de inseguridad en las calles, martillaban la cabeza de todos los que querían informarse. Se hablaba de robos, tiros,homicidios, violaciones, fugas de penales, motines y otros. Y a pesar que nuestros padres nos limitaban en ver estos programas en la televisión, los mirábamos igual quedando muy influenciadas por tanta violencia imbancable. Las ruinas de una sociedad maltrecha ya comenzaban a soslayarse desde bastante tiempo atrás. Era necesario caminar con ojos en la espalda y muy sigilosos cuidándose hasta de su propia sombra.
Como todos los viernes a la noche, papá se despidió de nosotras con un beso en la frente a cada una. Mamá lo hacía con un fuerte saludo con su mano derecha. No abandonaban aquella enorme habitación sin dejar precisas instrucciones a Leonilda, de como debíamos de comportarnos en su ausencia. Pero nuestra nona era muy flexible. O débil de carácter. Porque ni bien nos quedábamos solas hacíamos todo lo contrario a lo que se nos pedía. Habíamos celebrado un pacto con ella. Nosotras le hacíamos la peluquería completa. Con ruleros y todo y ella a cambio nos tenía que rascar la espalda por media hora a cada una. Ambas cosas nos eran prohibidas por considerarlas tarea insalubre según nuestro padre tan exagerado. Luego de terminar cada parte con lo suyo sentimos gran cansancio y nos fuimos a dormir las tres, luego de ver el noticiero de las 12. El sueño nos estaba ganando, aunque no negamos que habíamos quedado muy impresionadas con las noticias del día. De pronto se oyóun fuerte ruido a semejanza de una explosión proveniente de la puerta que separaba la casa del jardín, el que era fácilmente accesible a través de las paredes medianeras de escasa altura. Apagamos las luces horrorizadas de temor, y convenimos en simular estar dormidas, mientras nos tomamos de las manos tratando de hacer algún plan. El miedo comenzó a apoderarse de nosotras, que habíamos tomado aquel incidente como castigo a nuestra desobediencia. Se escuchaban voces de ambos sexos riéndose y hablando entre ellas. Nosotras temblábamos de pánico. Ya no hablábamos entre nosotras. Solo rezábamos en silencio, tomadas fuertemente de las manos. Vimos luces que avanzaban por debajo de las puertas. Supuestamente ya habían llegado al cuarto continuo, la habitación de nuestros padres, donde guardaban en un cofre objetos de valor:Dinero y joyas. Estábamos comenzando a sentir pánico al momento que esas voces se mezclaban con risas burlonas acerca de lo que encontraban para repartir, encima que nos trataban de imbéciles. Mientras pensábamos interiormente que no se trataba de simples chorros, sino de ladrones profesionales dispuestos a todo. A pesar que aún no hacía mucho calor, estábamos empapadas en sudor frio, tiritando de pavor. Decidimos separar nuestras manos, porque las necesitábamos para secar las profusas lágrimas de nuestro rostro pues comenzamos a llorar despidiéndonos de la vida. De pronto escuchamos que nuestros padres habían retornado más temprano que lo habitual, porque se habían hecho oír los tres timbrazos que mi padre solía emplear para avisar su llegada a su hogar. Temimos que algo malo podía sucederles. Al momento que llegaban a su dormitorio se dejaron de oír las voces y la luz desapareció de inmediato, Al venir a vernos en nuestra habitación a comprobar si todo estaba normal, saltamos de contentas a abrazarnos colgadas de sus cuellos ¡Que lo tiró! Flor de susto, que aunque no supimos explicar con certeza que sucedió fue un episodio de terror.
Mucha gente me consulta acerca de fenómenos paranormales. Parapsicología pura. Yo a veces puedo ayudarlos, pero siempre con la participación de los protagonistas en el caso. A pesar de mi gran experiencia sobre estas cuestiones, muchas veces no logro desempacar el caso. Solo sé que la mente es un órgano muy poderoso y a la vez muy creativo que puede llevar al plano de la realidad aquello que pensamos como si realmente fuera vivido. Además es curioso que haya ocurrido en el mes de Halloween. Se potenciaron energías negativas, hasta generar un marco de terror, máxime cuando decidieron tomarse de las manos formando una cadena de gruesos eslabones, se vivió el hecho como real, hasta sentir un gran padecimiento. Luego de mucho sufrir decidieron usar sus mentes en forma constructiva para llevar la situación a un plano de quietud y ver cuál era la mejor salida. Y este hecho cambió la historia.
ÓMNIBUS - JULIO CORTÁZAR
WALKING AROUND - PABLO NERUDA
Producción de los participantes:
“Un paseo por la salamanca” - Julia Zela
UNA FIESTA EN PELIGRO - Mabel Jokmanovich Derka
DOS HERMANAS - HAYDÉE ORTONE
Pasión de fútbol - Agustina Cangiano
MASA - Marcela Ruz
Sucedió en octubre - Adriana Otheguy
ÓMNIBUS – JULIO CORTÁZAR
(Bestiario, 1951)SI LE VIENE bien, tráigame El Hogar cuando vuelva —pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batallla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: “Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero.” Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la segía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
“Par de estúpidos”, pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió agilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación.Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: “Usted y yo sacamos boleto de quince”, como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos.” Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”, pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
—¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.— Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportabes —protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
—Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
—Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
—Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
Walking around - Pablo Neruda - 1935
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
“Un paseo por la salamanca”. Julia Zela
“…los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera…”
La amplia planicie campera, permitía ver el viejo rancho de adobe pintado de blanco. Resultaba raro que carezca de un típico árbol para sombra. Los duros calores los imponían. Quedaría a dos kilómetros de nuestro rancho, en el que vivíamos; los dos hermanos con nuestros padres.
Desde niños nos atraía ese rancho blanco, por la noche el viento nos traía suaves melodías. Eso nos intrigaba. Hablamos con los viejos, fueron muy claros y severos al prevenirnos que a ese lugar nunca debíamos llegar, que lo llamaban “salamanca” y eran cosas del diablo y de gente que le sirven, nuestra madre se persignó.
Juan siempre, me tenía bronca, aprovechaba cualquier tontera, para tomarnos a piñas. A latigazos el viejo nos separaba. Mi hermano tenía celos de mi (tal ves porque yo era el mayor, y tenía ciertas libertades). Creo que sólo nos unía el tema de la curiosidad por “la salamanca”.
Cierto día después del clásico correctivo, ambos llorábamos de dolor (ya éramos mocitos de 18 y 20 años). Me acerqué y le dije, tenemos que sacarnos el berretín y arrimarnos a la salamanca. No sea cosa que venga la “pelada” y nos quedemos con la intriga. Somos dos para darnos coraje.
Nos comprometimos a seguir observando nuestro objetivo, (en los tiempos de descanso de los trabajos). Todas las calurosas siestas y noches hasta que aguantábamos, nos sometíamos a mirar y escuchar la música. Que cuando más nos concentrábamos, mejor se escuchaba. Nos sentíamos atraídos, digamos que la endiablada música se empeñaba en atraparnos y sumergirnos en su idílico mundo.
La oportunidad del encuentro empezaba con la caída del sol, cuando las lechuzas inician con su horrible graznido y vuelos rasantes. Las tibias noches nos embriagábamos cuando nuestros oídos enloquecían con las distintas melodías. Entonces podíamos ver mejor la fantasmagórica imagen del rancho, de tan lejos se dibujaba su imagen, por la mortecina y rosada luz del candil. Nos parecía ver formas humanas que se desplazaban, y reflejos que surgían hasta nosotros.
Muchas noches de no dormir por la inquietud a la que nos sometíamos, o nos absorbía frenéticamente la salamanca. Nos llevó a tomar la decisión de enfilar siguiendo la línea del alambrado. Cada vez la música nos invadía la cabeza y el corazón, algo fuerte que no entendíamos, pero obedecíamos a la atracción.
Cuando más nos acercábamos, ya nos sentíamos volar. Juan se plantó y dijo:
-Che… creo que enloquecimos, no podemos dejar los viejos solos.
Me enfurecí. Tenemos que seguir, atrapamos la música, cuando la hacemos nuestra, volvemos.
No sé si la pasión embrujada, nos transportó como en un vuelo sobre el yuyal. Y ya estábamos allí en la oscuridad, frente a la salamanca. La música sonaba como nunca, batía nuestros corazones de alegría. Nos corría una sensación de respeto y miedo. Igual merodeamos perforando con nuestros ojos hasta ciertos detalles dentro del rancho. Alcanzamos a ver una guitarra brillante, con nácar y plata. acariciaba sus cuerdas un morocho grandote que inclinaba la cabeza como adueñándose del bello sonido, que jugando con el encordado, parecía arrancarle las mejores melodías. Comenté bajito con Juan, siento que estoy borracho de placer, - algo así estoy yo(contestó). Dimos varias vueltas tratando de mirar mejor adentro del rancho, la oscuridad nos protegía.
Juan cayó gimiendo sobre el pasto. Me quise arrimar, y me sentí caer sobre mi hermano como una bolsa. Una voz imponente y autoritaria, emitida por un tipito morrudo que no medía más de un metro, nos clavó la mirada diciendo:
-Qué se les ofrece a los mocitos ?.
A ninguno de los dos nos salió palabra alguna.
-Se han tragao la lengua, carajo. Si no quieren hablar, les digo que estoy acostumbrao a recibir giles que caen “como mosca en la leche”, esta música endiabla las almas, habiendo llegado hasta aquí, tendrán que hablar con el “Jefe”. Se alejó tirando escupidas, diciendo: si quieren arrimen el cogote por la ventana y admiren nomás.
Nuestros ojos se adentramos al rancho, visto así era grande y lujoso; colgaban boleadoras, látigos y monturas que parecían tener oro y plata hasta encandilarnos. Los puñales, repujados en oro y plata lucían en las cinturas de los tipos. Las guitarras eran tres, competían en brillo y, al sonar parecían darnos la bienvenida. Enloquecían las manos de los guitarreros, haciéndonos olvidar de nuestra existencia, acunarnos como en el aire con incomparable armonía.
Imposible hilvanar palabras para contar el éxtasis en que estábamos sumidos. Un pisotón del petiso, me bajó del “vuelo armónico”. Cabeceó para tras del rancho, entendí que debíamos seguirlo (tomé la sudorosa mano de Juan, para darme coraje). Me dije, con éste así estamos fritos los dos.
Según nos alejábamos del rancho, más oscura la noche nos recibía, pero las guitarras mas lindo sonaban. Los cascos del caballo se detuvieron, cuando nos sentimos tirados sobre un hormiguero. Que lo parió, justo ahora.
El jinete, vestido de negro, mas oscuro que la noche, ni se apeó, emitió una sonora risotada con una bocaza cuyos dientes de oro brillaban, sombrero negro de alas muy anchas, no permitieron ver sus ojos. Las guitarras sonaban a réquiem; entonces vociferó:
- Así que los mozos quieren mi música?. Eso cuenta mangos o bolas.
Juan casi desmayado, yo titubeando balbucee un “si señor”.
Ordenó: No quiero que vengan a la salamanca, esto lo tengo para divertirme. Ustedes son “nenes de pecho”, si hasta el olor a mierd… estoy sintiendo.
Los quiero tranquilos, tenemos que hablar como hombres. En la medianoche del domingo los espero justo en la puerta de la fosa común del cementerio del pueblo. Luego firmaremos un contrato, y después tendrán la música.
- Ah¡ olvidaba, cada uno me trae un gato negro bajo el brazo.
Se paró en el vació de la puerta. Se hizo un silencio sepulcral, emitió un agudo silbido y la música empezó a sonar como nunca, entrelazaba las notas de tal manera que me atrapó el alma. Quedé paralizado por el efecto, pensé: esto es lo que quiero para mi.
Escuché un ruido, y vi a Juan salir corriendo “como alma que corre del diablo”. No podía abandonarlo. Las patas nos sangraban, caímos como sedientos animales sobre el arroyo. El sol nos despertó, miré a Juan y comprendimos.
Enfilamos para los corrales, arriamos las cabras. Y empezamos el ordeñe.
Los viejos juntitos tomaban mate, con cara de piolas, ya la conocíamos: “los viejos saben por viejos, no por……”.
UNA FIESTA EN PELIGRO - Mabel Jokmanovich Derka
La foto había comenzado a circular por las redes sociales desde un mes antes, donde veintiséis juveniles rostros recién promovidos sonreían frescos y emocionados. ¡Cumplimos las Bodas de Oro!, decía el texto que acompañaba la foto, ¡y los invitamos a encontrarnos el 4 de noviembre en el Salón de Actos del Colegio para festejar!.
Efectivamente ese día, desde distintos lugares del país y el extranjero donde la diáspora de la vida nos había llevado, convergimos en el Colegio para celebrar nuestros años de formación y camaradería. Abrazos, sorpresa, alegría; todos disfrutábamos el reencuentro y parecía que nos queríamos sin fisuras, incluso más que antes.
La noche parecía transcurrir plácida, amigable y mágica, con la calma que presagia la tormenta... ¿Vieron qué lindo está el pueblo?, dijo Cacho Bernal con orgullo. ¡Cuántos barrios nuevos, y qué limpio y arbolado!; se ve que este intendente trabaja realmente para el Pueblo. ¿Quién, Gardella?, replicó Carlos Fabresi indignado. Ese es tan ladrón como su padre; se llena la boca hablando de Progreso, Desarrollo, Justicia... y se roba hasta el agua de los bebederos. Traiciona al Pueblo y, lo peor, traiciona a los Derechos Humanos tan caros a nuestros ideales.
¡Hay que ver las cosas que hacen ustedes en nombre de los Derechos Humanos! Puro relato... replicó uno.
Mejor callate, sos tan “gorila” como en los años del secundario, no cambiaste nada, sentenció el otro.
La festiva noche amenazaba terminar en trifulca, y no lo fue gracias a la oportuna intervención de Alicia Arrieta, tan componedora como en los lejanos años juveniles. ¡Paren acá amigos!, dijo con energía. Cada uno tiene derecho a tener su mirada sobre el acontecer de nuestro pueblo y todas son válidas. Respetémonos, volvamos a la calma y a la hermosa celebración que hoy nos convoca, ¡al brindis por favor!
DOS HERMANAS - HAYDÉE ORTONE
Era una noche espesa, cálida, sólo rota por algún ladrido lastimero. Una orquesta de grillos se había sumado al coro de las ranas que desde el estanque ensayaban una sinfonía.
Un tufo caliente, húmedo, mezclado con el aroma de las damas de noche, brotaba de la tierra, horadaba las sombras y cual collar desgranado esparcía minúsculas perlas sobre los helechos. Las luciérnagas jugaban a las escondidas y sólo la casa por un raro sortilegio tal vez, conservaba en su interior el frescor de los jazmines y el aire límpido y perfumado de los azahares.
Ambas estábamos en el living mirando una película, ...bueno,... mirando es un decir porque lentamente la modorra y el sueño se fueron instalando entre nosotras.
De pronto unos gritos nos sobresaltaron: -"dónde está la plata, boludas"- Las dos creímos que se trataba de un giro de la película pero la suposición duró poco: frente a nuestros ojos sorprendidos apareció un rostro encapuchado, una respiración jadeante, lasciva, unos guantes de latex sosteniendo un arma.
El terror nos paralizó, la sangre se nos heló en las venas, en nuestros pechos los latidos eran más fuertes que una estampida en medio de la llanura.
En tanto "la cosa" comenzó a revisar los muebles, a revolver, a buscar, y mientras no dejaba de amenazarnos el miedo y el odio se apoderaron de nosotras.
Sin embargo unos segundos después, ambas cruzamos nuestras miradas y sin más, cada una supo lo que tenía que hacer. -"El dinero está en el dormitorio"- dijo mi hermana y resueltamente se encaminó hacia allí.
Sin perder tiempo yo abrí el cajón superior derecho del escritorio que había pertenecido a mi padre. Allí, en el fondo estaba la 9 mm.
Cuando despertamos, la película había finalizado y desde la pantalla el locutor alertaba a la población sobre los peligros de la ola de calor sobretodo en el caso de los adultos mayores y los niños pequeños. Nosotras estábamos sudorosas y angustiadas. Todo el lugar se encontraba revuelto, el contenido de los muebles esparcido por aquí y por allá y tirado sobre la alfombra del dormitorio se hallaba el protagonista.
Afuera los sonidos del silencio se fueron apagando lentamente, en tanto un reflejo sanguinolento comenzaba a teñir el horizonte.
El vecino entró por la ventana y dijo:-"era previsible"-.
Pasión de fútbol - Agustina Cangiano
No era que fuéramos fanáticos del fútbol: nunca nos gustó. Pero por esas cosas de la vida, decidimos ir al estadio. Era el mundial y jugaba su país contra el mío. Chile versus Argentina. Teníamos una excusa para distraernos de las peleas de siempre.
Nos sentamos en las gradas notando que los hinchas de un país y otro no estaban separados como creíamos que estarían. Aquello nos causó un poco de nerviosismo aunque por el momento todo parecía en orden. Decidimos relajarnos y comprar algo para tomar. El sol estaba en su cenit.
El partido comenzó tranquilo. Los jugadores caminaban por la cancha detrás de la pelota, sin apuro. Las personas hacían algunos comentarios entre ellas. Que los jugadores, que con quién le tocaría enfrentarse al que ganara, que cómo era la ciudad anfitriona.
El ritmo no tardó en cambiar. Los puntitos, abajo, en la cancha, ya se movían más rápido y el mismo ambiente arriba se tensaba. Incluso nos sorprendí a nosotros dos tensándonos.
Cada vez que la pelota se aproximaba a uno de los arcos, la multitud se quedaba sin aliento y se podía distinguir por cómo exhalaban quién se alegraba y quién se apenaba. El volumen aumentaba y de pronto, sin poder contenernos, hasta nosotros estábamos gritando.
Claro que, en ese momento, estaba tan concentrada en el partido que no entendí que nuestros gritos eran para distintas personas. Estaba acalorada, ambos lo estábamos, porque era como si corriéramos nosotros mismos de una punta a la otra. Nuestros ojos yendo de aquí para allá, atentos. Nuestro cuerpo levitando por encima de la silla, listo para festejar un gol.
Así fue hasta el final. E incluso después. Cuando el partido hubo acabado, nosotros todavía hervíamos de lo que acabábamos de presenciar. La injusticia del árbitro, el juego sucio y la violencia del equipo contrario. Tanto fue que la multitud se volvió una contra la otra. Insultándose, empujándose. Y nosotros estábamos…
Bueno, en realidad él estaba de un lado y yo del otro. Nosotros, los argentinos, les gritábamos a los chilenos y ellos a nosotros. Y no sé cuánto tiempo fue, quizá minutos u horas pero yo los odié. Yo lo odié. Y sé que él me odio a mí.
El público se agarró con todo. Se gritaban “traidores” mutuamente, “gringos” y “negros de mierda”. Hubo muchos heridos. Se espera que la FIFA tome medidas para penalizar estas conductas violentas y discriminatorias que tanto nublan el propósito del Mundial de unir a los pueblos.
Por otro lado, muchos psicólogos creen inevitable la violencia pues consideran que, para los latinoamericanos, el fútbol es un elemento de catarsis. Si algún día podremos detener estos enfrentamientos, el tiempo lo dirá.
MASA - Marcela Ruz
Ya no aguantamos más. Presentamos miles de denuncias anónimas y no tanto, por teléfono, personalmente. Hicimos petitorios que firmamos todos. A algunos hubo que convencerlos, es cierto. Pero firmaron al final. Con nombre, apellido y D.N.I. Pudo más el odio que el miedo. Cuando cortamos la ruta, con carteles y todo, nos ligamos nosotros las puteadas. “Villeros, negros de mierda, vayan a trabajar”, fue lo más bonito que nos dijeron. No somos villeros, no señor. Ni ningunos negros de mierda, si hasta hay un par de rubios y está el colorado de la carnicería. Y la mayoría tiene trabajo. O podría tenerlo si se calentara un poco. El nuestro es un barrio humilde pero no es una villa, no señor. Los villeros son los del otro lado de la ruta, a esos son a los que tienen que putear. A esos que nos llenan de mugre, de chorros, de violadores, de animales y pibes muertos de hambre y de droga. Ah, pero ni bien cortamos nosotros vinieron. Primero la policía y después los gendarmes. A desalojarnos. No muestran respeto, tenemos derechos después de todo. Si nosotros hacemos lo que hacemos es porque ellos no hacen nada.
El viernes a la nochecita nos reunimos en la parroquia. Los hombres nomás, las mujeres se quedaron en las casas por seguridad, la de ellas y la de las casas, porque si las ven vacías… ¡Si pusieran el mismo empeño en trabajar! ¡Qué lo parió! ¡Qué se le va a hacer! Bueno, volviendo al tema, nos reunimos en la parroquia. Y ya lo decidimos. Mañana sábado temprano, que va a hacer buen tiempo -si llueve no hay forma de entrar- vamos a ir armados con lo que tengamos y a quemar la casa de los transas, en lo posible con ellos adentro. Como va a ser a la mañana temprano, seguro que los muy vagos están durmiendo a pata tendida. El cura nos quiso disuadir, que la violencia está mal, que no es la forma, que vamos a terminar presos. Si sabemos que lo tienen amenazado, si hasta le pintaron “tomatela gato” en el frente de la casa parroquial. Haría bien en acordarse de lo que contó que hizo Jesús con los mercaderes del templo. Suavecito no fue, ¿no? Por favor, señores mercaderes, si no lo toman a mal…No, los cagó bien a latigazos ¡Por favor! Si con unos mercaderes hizo eso, ¿qué habría hecho con esta manga de bestias malnacidas? Por suerte no vinieron las mujeres, por ahí convencía a más de una chupacirio –sí, hay más de una- y nos arruinaba el pastel.
¡Qué glorioso amanecer el del sábado! Estamos listos para la primera batalla de esta guerra. Sabemos que es a muerte, no hay vuelta atrás. Aunque no se lo pedimos, muchas mujeres vinieron también. Las han robado, a algunas las han violado. Les arruinaron a los hijos, y eso una mujer no lo perdona nunca. Que sirvan de ejemplo para los maricones que hoy no se aparecieron, con la excusa de que el odio no lleva a ninguna parte, que si van presos quién se va a ocupar de sus familias, que somos tan violentos como los otros, como esos degenerados. ¡Estúpidos! La próxima vez que les metan un tiro para sacarles el celular o las zapatillas para conseguirse una dosis, que no se quejen. ¿No entienden que el pueblo, unido, jamás será vencido? Cruzamos la avenida sin correr, en silencio. Somos una masa decidida a todo.
A Mary la despertaron los piedrazos en la ventana. Agarró al bebé y se metió abajo de la cama. Escuchó gritos, golpes, insultos. Entraba humo por todos lados, pero se quedó ahí, escondida, hasta que casi no pudo respirar. Entonces salió como pudo de la pieza. El primer golpe la dejó atontada, el segundo la tiró al piso. Desde ahí, mientras cubría con su cuerpo a su criaturita, pudo ver las llamas en la casa de al lado, la de los transas. Desde ahí escuchó los tiros. Y, como le dijo a la policía después, no vio ni escuchó nada más. No vio las cadenas, los cuchillos, los revólveres. No vio a nadie romper casillas ni robar lo que encontraba; no vio gente arrastrada de los pelos, no vio los golpes ni las patadas ni los palazos. No los vio irse y cruzar la ruta. Nada, no vio ni escuchó nada más.
Sucedió en octubre - Adriana Otheguy
“Yo no creo en las brujas. Pero que las hay, las hay”
Como era habitual por aquellas épocas en los que funcionaban muy bien los negocios de nuestro padre, los días viernes por la noche eran días de jolgorio y diversión. A fuerza de risas y sano deleite de exquisiteces, cerraban la semana como con broche de oro. Cine o teatro. A la salida el mejor restaurante a todo trapo. Nosotras, mi hermana y yo, y mi abuela Leonilda que nos cuidaba nos quedábamos en casa dentro de la mansión que había hecho construir mi abuelo para celebrar sus bodas de plata con su negocio de inmobiliaria. Después de todo no se celebran esos acontecimientos todos los días. Y bien valió la pena construir ese edificio que formaba parte de un conglomerado mayor de otros similares, que varias veces habían sido galardonados en concursos de arquitectura internacional. En todas las épocas se han cocinado habas. Por ende las noticias de inseguridad en las calles, martillaban la cabeza de todos los que querían informarse. Se hablaba de robos, tiros,homicidios, violaciones, fugas de penales, motines y otros. Y a pesar que nuestros padres nos limitaban en ver estos programas en la televisión, los mirábamos igual quedando muy influenciadas por tanta violencia imbancable. Las ruinas de una sociedad maltrecha ya comenzaban a soslayarse desde bastante tiempo atrás. Era necesario caminar con ojos en la espalda y muy sigilosos cuidándose hasta de su propia sombra.
Como todos los viernes a la noche, papá se despidió de nosotras con un beso en la frente a cada una. Mamá lo hacía con un fuerte saludo con su mano derecha. No abandonaban aquella enorme habitación sin dejar precisas instrucciones a Leonilda, de como debíamos de comportarnos en su ausencia. Pero nuestra nona era muy flexible. O débil de carácter. Porque ni bien nos quedábamos solas hacíamos todo lo contrario a lo que se nos pedía. Habíamos celebrado un pacto con ella. Nosotras le hacíamos la peluquería completa. Con ruleros y todo y ella a cambio nos tenía que rascar la espalda por media hora a cada una. Ambas cosas nos eran prohibidas por considerarlas tarea insalubre según nuestro padre tan exagerado. Luego de terminar cada parte con lo suyo sentimos gran cansancio y nos fuimos a dormir las tres, luego de ver el noticiero de las 12. El sueño nos estaba ganando, aunque no negamos que habíamos quedado muy impresionadas con las noticias del día. De pronto se oyóun fuerte ruido a semejanza de una explosión proveniente de la puerta que separaba la casa del jardín, el que era fácilmente accesible a través de las paredes medianeras de escasa altura. Apagamos las luces horrorizadas de temor, y convenimos en simular estar dormidas, mientras nos tomamos de las manos tratando de hacer algún plan. El miedo comenzó a apoderarse de nosotras, que habíamos tomado aquel incidente como castigo a nuestra desobediencia. Se escuchaban voces de ambos sexos riéndose y hablando entre ellas. Nosotras temblábamos de pánico. Ya no hablábamos entre nosotras. Solo rezábamos en silencio, tomadas fuertemente de las manos. Vimos luces que avanzaban por debajo de las puertas. Supuestamente ya habían llegado al cuarto continuo, la habitación de nuestros padres, donde guardaban en un cofre objetos de valor:Dinero y joyas. Estábamos comenzando a sentir pánico al momento que esas voces se mezclaban con risas burlonas acerca de lo que encontraban para repartir, encima que nos trataban de imbéciles. Mientras pensábamos interiormente que no se trataba de simples chorros, sino de ladrones profesionales dispuestos a todo. A pesar que aún no hacía mucho calor, estábamos empapadas en sudor frio, tiritando de pavor. Decidimos separar nuestras manos, porque las necesitábamos para secar las profusas lágrimas de nuestro rostro pues comenzamos a llorar despidiéndonos de la vida. De pronto escuchamos que nuestros padres habían retornado más temprano que lo habitual, porque se habían hecho oír los tres timbrazos que mi padre solía emplear para avisar su llegada a su hogar. Temimos que algo malo podía sucederles. Al momento que llegaban a su dormitorio se dejaron de oír las voces y la luz desapareció de inmediato, Al venir a vernos en nuestra habitación a comprobar si todo estaba normal, saltamos de contentas a abrazarnos colgadas de sus cuellos ¡Que lo tiró! Flor de susto, que aunque no supimos explicar con certeza que sucedió fue un episodio de terror.
Mucha gente me consulta acerca de fenómenos paranormales. Parapsicología pura. Yo a veces puedo ayudarlos, pero siempre con la participación de los protagonistas en el caso. A pesar de mi gran experiencia sobre estas cuestiones, muchas veces no logro desempacar el caso. Solo sé que la mente es un órgano muy poderoso y a la vez muy creativo que puede llevar al plano de la realidad aquello que pensamos como si realmente fuera vivido. Además es curioso que haya ocurrido en el mes de Halloween. Se potenciaron energías negativas, hasta generar un marco de terror, máxime cuando decidieron tomarse de las manos formando una cadena de gruesos eslabones, se vivió el hecho como real, hasta sentir un gran padecimiento. Luego de mucho sufrir decidieron usar sus mentes en forma constructiva para llevar la situación a un plano de quietud y ver cuál era la mejor salida. Y este hecho cambió la historia.
Voto por "Dos Hermanas", de Haydeé.
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