Consigna 8: Narrar en forma de diario adolescente el desarrollo de un deseo o una pasión que pueda parecer prohibida para ciertas convenciones o prejuicios. Incorporar un observador en primera persona que es el reflejo de todas las convenciones del lugar y del ambiente y otro observador que mira desde afuera, también en primera persona.
Material de referencia:
"El marica" de Abelardo Castillo
"El marica" de Abelardo Castillo
El marica
Escuchame, César: yo no sé por
dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay
cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero
una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las
dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y
entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos
pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo,
nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también,
claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro.
Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles,
ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los
matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico,
encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto
éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a
misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta:
“Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta,
puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me
lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí,
Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en
la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas,
delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a
lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo
ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo
eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre
entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba
riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche
cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el
día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como
quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del
colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías.
Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se
les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada
rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde
me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos;
mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a
ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban
ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía
él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa
fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la
brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me
pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos,
vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar
una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
– ¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo,
sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando
llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
– ¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote
como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco
pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios,
había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años.
Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de
aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía
una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían
chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban,
todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me
dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la
pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después
Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí,
esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando
salí, vos no estabas.
– ¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero
quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un ademán que
pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la
cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del
rancho.
–Vos también te asustaste,
pibe.
Tomando mate contra un árbol vi
al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al
otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma
mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico
también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero
Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro
que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en
el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima
luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara
de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto.
Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme
de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de
porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca,
igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé
a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario
que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la
vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara
en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a
alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la
pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los
otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
Comentarios
Publicar un comentario