Bloque 2/18 Consigna 8: Incluir como marco de una narración una representación siempre por hacerse, que no se termina de entender, y en la que cada integrante de la representación desarrolla una idea que puede tener relación con un sueño colectivo. El final debe cerrarse como un telón de teatro. Sería interesante una narración polifónica.
Material de referencia:
Un sueño realizado - Juan Carlos Onetti
Producción de los participantes:
La espada del oso - Eduardo Carusi
El teatro y los sueños de Tito - Julia Zelarayan
Seis personajes - Marisa Pachioli
La broma la había inventando Blanes—venía a mi despacho—en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza—cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podia tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura.
De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada.
Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café.
Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad?
Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre.
Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso.
Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero.
Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted...
—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella mismatuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas.
Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto.
Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros.
Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.
-¡Vamoooooo! ¡Arriba! ¡Todo el mundo arriba! ¡Están desembarcando!
Ernesto no podía determinar de dónde venía el grito, quiso sentarse y descubrió que no había cama, estaba durmiendo sobre unas peludas y malolientes pieles, sentía varias contracturas.
-¡Tú! –Le dijo la voz, ahora acompañada por un tipo corpulento y cubierto de pieles-, ¡Qué estás esperando! Toma la espada! ¡¿No ves que nos están atacando, imbécil?!
Ernesto se puso de pie, estaba vestido con retazos de cuero de algún pobre animal, todo olía a descomposición. Su torso estaba a medio cubrir y sentía frío. Sobre el costado derecho de su improvisado aposento, descansaba la espada, la tomó por la empuñadura y cuando la quiso levantar soltó una frase que salió como un chillido "¡Madre de dios!, ¡Debe pesar como tres kilos!" Pese al ruidoso entorno previo al inminente combate, fue escuchado por sus demolidos compañeros.
-¿Rezando?–le gritó la autoridad, deteniendo su marcha-, ¡Los rezos son para los muertos! -Y levantando la espada en dirección a los que estaban desembarcando decretó otro “¡Vamooooo!”
Ernesto no se percató que lo rodeaba una multitud de hombres blandiendo espadas, parados en el barro o sobre rocas, todos comenzaron a correr y gritar hacia los enemigos y Ernesto también, pero apenas podía sostener la espada erguida. Las flechas caían del el cielo, pronto quedó frente a frente a otros hombres que vestían unas especies de derruidas armaduras.
-¡El enemigo! –gritó Ernesto, -¿El enemigo? Pensó, Ernesto.
Levantó a tiempo la espada y detuvo el golpe que de llegar a su cabeza podría habérsela partido en dos.
-¡¡¡Pará!!! –le gritó Ernesto- ¡Esto es un error!
-¡¡Sterben!! -Le gritaba el enorme contrincante sacando chispas espada contra espada - ¡¡Sterben!!
-¡Nooo! ¿!Queee!? ¡Paraaaa!
Y fue cayendo luego de una patinada en el barro, pegó contra unas rocas, rodó campo abajo, la palabra de su contrincante sonaba en su cabeza que traducía de su pobre alemán algo así como “¡Muérete!”
Y luego silencio…
¡Adelante chicos! ¡Tres, dos, uno!, Anunció la voz desde la oscuridad, Ernesto abrió los ojos y vio que se levantaba… un telón, y del otro lado un teatro ¡lleno! A su alrededor saltaban bailarinas y bailarines disfrazados de un animal diferente cada uno. Ernesto trata de mirar sus manos y nota que son una imitación de las garras de los osos, también se da cuenta que tiene puesto un disfraz como los que están bailando. Le cuesta mirar con claridad, no hay mucha luz y lo hace a través de un par de agujeritos. Hay poco aire y es húmedo y caluroso, un ciervo se para delante de él y le habla por lo bajo “Dale boludo, levantate y agarrá el tacho de miel”
-¿Eh? ¿Qué? –Se sorprende Ernesto- ¡Qué es esto! ¿Miel, dónde, para qué?
-¡Dale, Joaquín! –le ordenó una ardilla con voz de mujer-, dale, al menos movete!
Ernesto se toma la cabeza “¿Me dijo Joaquín?” Quiere levantarse, le cuesta, el disfraz es grande, medio rígido, patina, transpira y patina dentro del disfraz, tambalea, quiere quitarse esa especie de escafandra que no lo deja respirar.
-¡No soy Joaquín! –grita tomándose la cabeza, pero entre el sonido de los timbales y los aplausos su voz no es escuchada- ¡¡¡No… Soy… Joaquín!!!
Y logra quitarse la cabeza de oso al mismo tiempo que baja el telón y los aplausos ensordecen. Cae de rolillas llorando y sin fuerza dice,
-No soy Joaquín, soy Ernesto
De fondo, y desde la oscuridad escucha una voz, una suave y monótona voz “Cinco, lentamente vas saliendo de la oscuridad…Cuatro, la respiración es profunda y relajada, Tres…Vas sintiéndote más seguro y auténtico, Dos, ya no recordarás nada de tus vidas pasadas, Uno, Ernesto, abrí los ojos”
La reunión de los jóvenes que celebran sus 25 años de egresados de secundario, se desarrolla entre recuerdos de episodios vividos que provocan carcajadas entre los presentes. Tito siempre lo tuvo en sus sueños, realizar una obra de teatro, para el encuentro que sería el último (dado que muchos tenían que viajar, y les resultaba costoso seguir asistiendo a esas reuniones anuales); las heridas por 3 compañeros que ya estaban con Dios, el verse envejecer: los llevó a la decisión.
* Sintió Tito que era el momento de plantearlo, sabía que no se negarían, él fue quien siempre coordinó las reuniones.
Ante lo expuesto, surgen separaciones en grupos (tratando la alternativa).
Silvio (el rubiecito elegante que conquistó a cuanta chica quiso);
- Bueno, yo pinta de actor tengo; acá con estas cuatro del plantel: somos materia disponible.
-
Tito tiene un nudo en la garganta, jamás lo aguantó (en ese grupo estaba Milena(esa chica de sus sueños); pero expresa:
- Felicitaciones, veo que hay fuerza en esta promoción. Vamos quién se encarga del libro, alguien que ayude a guionarlo. Federico que es arquitecto seguramente se animará a seleccionar gente para su equipo.
Milena que es diseñadora de indumentaria, manifiesta su deseo de encargarse del vestuario. Silvio la mira fijo (aunque tiene su familia por fuera del grupo, cree que todas le pertenecen).
-Que, no me crees que soy capaz de ayudar en escenografía, y encaminar el vestuario.
Terminamos la reunión con la idea de redondear la obra, y asignación de cada cargo, usando el emaile.
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Esa noche, ya avanzada y yo el bendito Tito, dándole a la calesita en mi cama de solterón. Imposible dormir. Yo asistí un tiempo a clases de teatro y cosas a fines, pero como siempre quedé con mi sueño de ser un actor de renombre. Sólo algunas representaciones en algún sótano. Pero jamás un empresario, ni un contrato. Políticamente conseguí entrar en grupos, que terminaron cuando nos comunicaron que no había presupuesto. No se si soñé pero esa representación sobrepasaba mis expectativas. Y sobre la avenida Corrientes, qué bien me veía en el iluminado cartel, entregándole una rosa roja a Milena. Apoteótico. Final, la música, los aplausos: de locos. Repitamos el saludo. Grito excelente, Gracias a mi promoción 1980 (me siento feliz por el logro). Así despierto, y ese día comienzo con el libro.
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Semanalmente, nos contactábamos; si bien se hacían cambios por opiniones de cada integrante, todo parecía marchar a pedir del cielo.
Tito tomó a su cargo el libro, y presentó a sus excompañeros la siguiente narración:
*El Moro Othello, fruto de la vibra demoníaca de sus celos, mata a su amada con sus propias manos. Potenciada a la agresividad que se produce en esas zonas por el acercamiento de la luna a la tierra.
Justo este día ocurrieron horribles crímenes, lo confirma con gritos desgarrados de dolor Emilia. Cuando arrodillada junto al cuerpo vacío de su querida señora, le implora:
-Hablad dulce Desdémona, hablad.
Quién con voz casi inaudible, le contesta:
-Muero de muerte inocente. * ( voz en off: relatan, y se actúa el encuentro).
*Pensativa estaba la luna cuando se da cuenta de los líos que provoca, su eclipse con la tierra: tragedias, aunado a caída de meteoritos, otolito, y basura nuclear. Muy triste, reflexiona y dice:
-Será posible que estos terrícolas, no puedan soportar que me mueva un poco. Cuando toda mi existencia les resulté de utilidad para: siembras, enamorarse, crear obras literarias en todos los tiempos.
Será necesario pasarles factura a estos terrícolas, deben acostumbrarse que soy dueña de mi existencia. Estoy segura que aprenderán la lección.
La dulce luna empieza a rodar, hasta posarse sobre el océano Atlántico. Le resultaba divertido zambullirse en las aguas (que brillan orgullosas por la visita). Pronto se encuentra con una ballena franca, que le tira agua, y otras que desfilan brindándole un espectáculo con sus movimientos. Los delfines emiten sonidos, que acompañan a las sirenas, formando una armoniosa música jamás escuchada. (actuado por Milena, con mucho trabajo de utilería).
El gran movimiento de olas provoca alocadas situaciones, donde participan las personas nacidas de la literatura:
*Desdémona despierta convertida en la joven JULIETA, mientras Othello ahora es el apuesto ROMEO.
Julieta recita desde su balcón
“- Romeo dueño de mis pensamientos, alma de mi alma,
Anímate y sube que te espero, tengo ricos refrescos,
Vamos amado mío,
Acaso no sientes cómo te hierve la sangre igual que la mía.
Déjate ya de depender de tus viejos, puede que se nos pase la juventud,
Nuestros Capuleto y Montesco, sabrán festejar cuando sepan que tendremos un hijo.
Mi Romeo,
estoy con los brazos abiertos; no te veo.
Sube de una vez”
Mientras Julieta espera, su Romeo lucha tratando de trepar por la enredadera. Cae de cúbito dorsal, encima de los siete enanitos, que ayudaron a amortiguar el golpe.
Fastidiada Julieta, salta desde su balcón sobre un hermoso corcel que le arrimó Don Quijote de la Mancha.
El animal levanta las patas delanteras (como el blanco caballo de Noticieros Argentinos).
Sancho Panza toma a Romeo y lo coloca en el brioso corcel.
Así salen ambos al galope arrojando rojas manzanas, a los que quedan.
Nunca se supo a donde llegaron. Pero el perro Diógenes, que es de mucho olfatear, dijo:
-Se fueron derechito p al monte, que lo parió!!!
La alegría fue mayúscula cuando regresaron en un globo de Julio Verne. La fiesta duró varios días y noches, allí bailaron juntas las familias, habían pasado cien años de soledad.
La representación se haría hasta allí, porque ni imaginar lo extensa que resultó.
En los estudios de televisión de Canal 7 se preparan para filmar el programa El refugio de la cultura. Paro sorpresivo. Falta de pago. Los trabajadores del canal están en medio de un conflicto laboral con las autoridades. –Habrá que esperar un par de horas, Osvaldo. Ahora van a hacer una asamblea y después retomarán sus tareas habituales y podremos grabar. -Voy a descansar un rato en el camarín, avísenme cuando esté todo listo.
Quiroga tomó un libro al azar, se sirvió un coñac y se acomodó en un silloncito bastante mullido. De pronto se le aparecen, saliendo del baño, saliendo de los vestidores de las actrices y hasta de abajo y de atrás del sofá-cama un grupo de seis exaltados con ojos vidriosos, implorándole por ayuda. –Solo Ud. Nos puede dar una mano, Señor Quiroga, gritaron al unísono. Nos tiene que mostrar al mundo, se lo rogamos, por amor al teatro, Señor.
Prácticamente se abalanzaron sobre él, la madre tomó su mano derecha y de rodillas suplicaba. La hijastra tomó la otra mano y también suplicaba de rodillas.
Quiroga estaba anonadado, no entendía nada, ¿de dónde venían? ¿cómo llegaron al camarín? ¿por dónde ingresaron? Se preguntaba a sí mismo, sin podérselo responder y cada vez con mayor asombro.
-¿Qué quieren de mí?, los encaró visiblemente ofuscado.
El padre asumió el control y habló en nombre del grupo, mientras que la madre y la hijastra continuaban arrodilladas a los lados de Quiroga acariciándole las manos: - Somos los personajes que quedamos atrapados en un sótano del Teatro San Martín cuando se hicieron reformas. El director, el director de escena, los tramoyistas y los actores se fueron, pero nosotros, no. Nosotros nos quedamos como quedan los personajes en un libro, quietitos, casi acurrucados, hasta que algún lector los vuelve a la vida al leerlo.
-Queremos que Ud. nos muestre en su programa, que hable de nosotros, que los televidentes sepan lo que ocurre cuando cae el telón, se apagan las luces y el teatro queda en silencio, totalmente a oscuras… Queremos que nos visibilice, que todos vean nuestras almas. –Porque nosotros tenemos alma, dijeron a coro los seis.
-Sí, Sr. Quiroga, hemos sufrido encierro, hacinamiento y lo que es peor, el olvido, agregó el hijo. –Sí, el olvido, repitieron al unísono. –Desde ese sucucho maloliente donde quedamos atrapados pudimos escapar hace un rato, cuando se produjo una grieta en el muro y, sin pensarlo dos veces, decidimos venir a verlo.
El asistente del canal tocó a la puerta: -¡Osvaldo, se levantó el paro! ¡Comenzamos ya!
Quiroga dejó el libro y el coñac a medio tomar y abandonó el cómodo y mullido silloncito.
-Señores personajes: no creo poder ayudarlos por ahora. Me gustaría, pero, no sé… Tal vez los acompañe a buscar un autor. ¡Abajo el telón!
Un sueño realizado - Juan Carlos Onetti
Producción de los participantes:
La espada del oso - Eduardo Carusi
El teatro y los sueños de Tito - Julia Zelarayan
Seis personajes - Marisa Pachioli
Un sueño realizado - Juan Carlos Onetti
La broma la había inventando Blanes—venía a mi despacho—en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza—cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podia tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura.
De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada.
Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café.
Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad?
Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre.
Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso.
Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero.
Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted...
—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella mismatuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas.
Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto.
Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros.
Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.
La espada del oso - Eduardo Carusi
-¡Vamoooooo! ¡Arriba! ¡Todo el mundo arriba! ¡Están desembarcando!
Ernesto no podía determinar de dónde venía el grito, quiso sentarse y descubrió que no había cama, estaba durmiendo sobre unas peludas y malolientes pieles, sentía varias contracturas.
-¡Tú! –Le dijo la voz, ahora acompañada por un tipo corpulento y cubierto de pieles-, ¡Qué estás esperando! Toma la espada! ¡¿No ves que nos están atacando, imbécil?!
Ernesto se puso de pie, estaba vestido con retazos de cuero de algún pobre animal, todo olía a descomposición. Su torso estaba a medio cubrir y sentía frío. Sobre el costado derecho de su improvisado aposento, descansaba la espada, la tomó por la empuñadura y cuando la quiso levantar soltó una frase que salió como un chillido "¡Madre de dios!, ¡Debe pesar como tres kilos!" Pese al ruidoso entorno previo al inminente combate, fue escuchado por sus demolidos compañeros.
-¿Rezando?–le gritó la autoridad, deteniendo su marcha-, ¡Los rezos son para los muertos! -Y levantando la espada en dirección a los que estaban desembarcando decretó otro “¡Vamooooo!”
Ernesto no se percató que lo rodeaba una multitud de hombres blandiendo espadas, parados en el barro o sobre rocas, todos comenzaron a correr y gritar hacia los enemigos y Ernesto también, pero apenas podía sostener la espada erguida. Las flechas caían del el cielo, pronto quedó frente a frente a otros hombres que vestían unas especies de derruidas armaduras.
-¡El enemigo! –gritó Ernesto, -¿El enemigo? Pensó, Ernesto.
Levantó a tiempo la espada y detuvo el golpe que de llegar a su cabeza podría habérsela partido en dos.
-¡¡¡Pará!!! –le gritó Ernesto- ¡Esto es un error!
-¡¡Sterben!! -Le gritaba el enorme contrincante sacando chispas espada contra espada - ¡¡Sterben!!
-¡Nooo! ¿!Queee!? ¡Paraaaa!
Y fue cayendo luego de una patinada en el barro, pegó contra unas rocas, rodó campo abajo, la palabra de su contrincante sonaba en su cabeza que traducía de su pobre alemán algo así como “¡Muérete!”
Y luego silencio…
¡Adelante chicos! ¡Tres, dos, uno!, Anunció la voz desde la oscuridad, Ernesto abrió los ojos y vio que se levantaba… un telón, y del otro lado un teatro ¡lleno! A su alrededor saltaban bailarinas y bailarines disfrazados de un animal diferente cada uno. Ernesto trata de mirar sus manos y nota que son una imitación de las garras de los osos, también se da cuenta que tiene puesto un disfraz como los que están bailando. Le cuesta mirar con claridad, no hay mucha luz y lo hace a través de un par de agujeritos. Hay poco aire y es húmedo y caluroso, un ciervo se para delante de él y le habla por lo bajo “Dale boludo, levantate y agarrá el tacho de miel”
-¿Eh? ¿Qué? –Se sorprende Ernesto- ¡Qué es esto! ¿Miel, dónde, para qué?
-¡Dale, Joaquín! –le ordenó una ardilla con voz de mujer-, dale, al menos movete!
Ernesto se toma la cabeza “¿Me dijo Joaquín?” Quiere levantarse, le cuesta, el disfraz es grande, medio rígido, patina, transpira y patina dentro del disfraz, tambalea, quiere quitarse esa especie de escafandra que no lo deja respirar.
-¡No soy Joaquín! –grita tomándose la cabeza, pero entre el sonido de los timbales y los aplausos su voz no es escuchada- ¡¡¡No… Soy… Joaquín!!!
Y logra quitarse la cabeza de oso al mismo tiempo que baja el telón y los aplausos ensordecen. Cae de rolillas llorando y sin fuerza dice,
-No soy Joaquín, soy Ernesto
De fondo, y desde la oscuridad escucha una voz, una suave y monótona voz “Cinco, lentamente vas saliendo de la oscuridad…Cuatro, la respiración es profunda y relajada, Tres…Vas sintiéndote más seguro y auténtico, Dos, ya no recordarás nada de tus vidas pasadas, Uno, Ernesto, abrí los ojos”
El teatro y los sueños de Tito - Julia Zelarayan
”.. sueña el pobre en su pobreza...”La reunión de los jóvenes que celebran sus 25 años de egresados de secundario, se desarrolla entre recuerdos de episodios vividos que provocan carcajadas entre los presentes. Tito siempre lo tuvo en sus sueños, realizar una obra de teatro, para el encuentro que sería el último (dado que muchos tenían que viajar, y les resultaba costoso seguir asistiendo a esas reuniones anuales); las heridas por 3 compañeros que ya estaban con Dios, el verse envejecer: los llevó a la decisión.
* Sintió Tito que era el momento de plantearlo, sabía que no se negarían, él fue quien siempre coordinó las reuniones.
Ante lo expuesto, surgen separaciones en grupos (tratando la alternativa).
Silvio (el rubiecito elegante que conquistó a cuanta chica quiso);
- Bueno, yo pinta de actor tengo; acá con estas cuatro del plantel: somos materia disponible.
-
Tito tiene un nudo en la garganta, jamás lo aguantó (en ese grupo estaba Milena(esa chica de sus sueños); pero expresa:
- Felicitaciones, veo que hay fuerza en esta promoción. Vamos quién se encarga del libro, alguien que ayude a guionarlo. Federico que es arquitecto seguramente se animará a seleccionar gente para su equipo.
Milena que es diseñadora de indumentaria, manifiesta su deseo de encargarse del vestuario. Silvio la mira fijo (aunque tiene su familia por fuera del grupo, cree que todas le pertenecen).
-Que, no me crees que soy capaz de ayudar en escenografía, y encaminar el vestuario.
Terminamos la reunión con la idea de redondear la obra, y asignación de cada cargo, usando el emaile.
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Esa noche, ya avanzada y yo el bendito Tito, dándole a la calesita en mi cama de solterón. Imposible dormir. Yo asistí un tiempo a clases de teatro y cosas a fines, pero como siempre quedé con mi sueño de ser un actor de renombre. Sólo algunas representaciones en algún sótano. Pero jamás un empresario, ni un contrato. Políticamente conseguí entrar en grupos, que terminaron cuando nos comunicaron que no había presupuesto. No se si soñé pero esa representación sobrepasaba mis expectativas. Y sobre la avenida Corrientes, qué bien me veía en el iluminado cartel, entregándole una rosa roja a Milena. Apoteótico. Final, la música, los aplausos: de locos. Repitamos el saludo. Grito excelente, Gracias a mi promoción 1980 (me siento feliz por el logro). Así despierto, y ese día comienzo con el libro.
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Semanalmente, nos contactábamos; si bien se hacían cambios por opiniones de cada integrante, todo parecía marchar a pedir del cielo.
Tito tomó a su cargo el libro, y presentó a sus excompañeros la siguiente narración:
*El Moro Othello, fruto de la vibra demoníaca de sus celos, mata a su amada con sus propias manos. Potenciada a la agresividad que se produce en esas zonas por el acercamiento de la luna a la tierra.
Justo este día ocurrieron horribles crímenes, lo confirma con gritos desgarrados de dolor Emilia. Cuando arrodillada junto al cuerpo vacío de su querida señora, le implora:
-Hablad dulce Desdémona, hablad.
Quién con voz casi inaudible, le contesta:
-Muero de muerte inocente. * ( voz en off: relatan, y se actúa el encuentro).
*Pensativa estaba la luna cuando se da cuenta de los líos que provoca, su eclipse con la tierra: tragedias, aunado a caída de meteoritos, otolito, y basura nuclear. Muy triste, reflexiona y dice:
-Será posible que estos terrícolas, no puedan soportar que me mueva un poco. Cuando toda mi existencia les resulté de utilidad para: siembras, enamorarse, crear obras literarias en todos los tiempos.
Será necesario pasarles factura a estos terrícolas, deben acostumbrarse que soy dueña de mi existencia. Estoy segura que aprenderán la lección.
La dulce luna empieza a rodar, hasta posarse sobre el océano Atlántico. Le resultaba divertido zambullirse en las aguas (que brillan orgullosas por la visita). Pronto se encuentra con una ballena franca, que le tira agua, y otras que desfilan brindándole un espectáculo con sus movimientos. Los delfines emiten sonidos, que acompañan a las sirenas, formando una armoniosa música jamás escuchada. (actuado por Milena, con mucho trabajo de utilería).
El gran movimiento de olas provoca alocadas situaciones, donde participan las personas nacidas de la literatura:
*Desdémona despierta convertida en la joven JULIETA, mientras Othello ahora es el apuesto ROMEO.
Julieta recita desde su balcón
“- Romeo dueño de mis pensamientos, alma de mi alma,
Anímate y sube que te espero, tengo ricos refrescos,
Vamos amado mío,
Acaso no sientes cómo te hierve la sangre igual que la mía.
Déjate ya de depender de tus viejos, puede que se nos pase la juventud,
Nuestros Capuleto y Montesco, sabrán festejar cuando sepan que tendremos un hijo.
Mi Romeo,
estoy con los brazos abiertos; no te veo.
Sube de una vez”
Mientras Julieta espera, su Romeo lucha tratando de trepar por la enredadera. Cae de cúbito dorsal, encima de los siete enanitos, que ayudaron a amortiguar el golpe.
Fastidiada Julieta, salta desde su balcón sobre un hermoso corcel que le arrimó Don Quijote de la Mancha.
El animal levanta las patas delanteras (como el blanco caballo de Noticieros Argentinos).
Sancho Panza toma a Romeo y lo coloca en el brioso corcel.
Así salen ambos al galope arrojando rojas manzanas, a los que quedan.
Nunca se supo a donde llegaron. Pero el perro Diógenes, que es de mucho olfatear, dijo:
-Se fueron derechito p al monte, que lo parió!!!
La alegría fue mayúscula cuando regresaron en un globo de Julio Verne. La fiesta duró varios días y noches, allí bailaron juntas las familias, habían pasado cien años de soledad.
La representación se haría hasta allí, porque ni imaginar lo extensa que resultó.
Seis personajes - Marisa Pachioli
En los estudios de televisión de Canal 7 se preparan para filmar el programa El refugio de la cultura. Paro sorpresivo. Falta de pago. Los trabajadores del canal están en medio de un conflicto laboral con las autoridades. –Habrá que esperar un par de horas, Osvaldo. Ahora van a hacer una asamblea y después retomarán sus tareas habituales y podremos grabar. -Voy a descansar un rato en el camarín, avísenme cuando esté todo listo.
Quiroga tomó un libro al azar, se sirvió un coñac y se acomodó en un silloncito bastante mullido. De pronto se le aparecen, saliendo del baño, saliendo de los vestidores de las actrices y hasta de abajo y de atrás del sofá-cama un grupo de seis exaltados con ojos vidriosos, implorándole por ayuda. –Solo Ud. Nos puede dar una mano, Señor Quiroga, gritaron al unísono. Nos tiene que mostrar al mundo, se lo rogamos, por amor al teatro, Señor.
Prácticamente se abalanzaron sobre él, la madre tomó su mano derecha y de rodillas suplicaba. La hijastra tomó la otra mano y también suplicaba de rodillas.
Quiroga estaba anonadado, no entendía nada, ¿de dónde venían? ¿cómo llegaron al camarín? ¿por dónde ingresaron? Se preguntaba a sí mismo, sin podérselo responder y cada vez con mayor asombro.
-¿Qué quieren de mí?, los encaró visiblemente ofuscado.
El padre asumió el control y habló en nombre del grupo, mientras que la madre y la hijastra continuaban arrodilladas a los lados de Quiroga acariciándole las manos: - Somos los personajes que quedamos atrapados en un sótano del Teatro San Martín cuando se hicieron reformas. El director, el director de escena, los tramoyistas y los actores se fueron, pero nosotros, no. Nosotros nos quedamos como quedan los personajes en un libro, quietitos, casi acurrucados, hasta que algún lector los vuelve a la vida al leerlo.
-Queremos que Ud. nos muestre en su programa, que hable de nosotros, que los televidentes sepan lo que ocurre cuando cae el telón, se apagan las luces y el teatro queda en silencio, totalmente a oscuras… Queremos que nos visibilice, que todos vean nuestras almas. –Porque nosotros tenemos alma, dijeron a coro los seis.
-Sí, Sr. Quiroga, hemos sufrido encierro, hacinamiento y lo que es peor, el olvido, agregó el hijo. –Sí, el olvido, repitieron al unísono. –Desde ese sucucho maloliente donde quedamos atrapados pudimos escapar hace un rato, cuando se produjo una grieta en el muro y, sin pensarlo dos veces, decidimos venir a verlo.
El asistente del canal tocó a la puerta: -¡Osvaldo, se levantó el paro! ¡Comenzamos ya!
Quiroga dejó el libro y el coñac a medio tomar y abandonó el cómodo y mullido silloncito.
-Señores personajes: no creo poder ayudarlos por ahora. Me gustaría, pero, no sé… Tal vez los acompañe a buscar un autor. ¡Abajo el telón!
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