Bloque 2/18 Consigna 7: Construir una narración en la que aparezcan desde la fantasía, desde la ensoñación, utopías posibles sobre un futuro personal o colectivo. Se puede incluir la muerte en ese futuro.
Material de referencia:
-Borges. La espera
-Borges. El Sur
Ver texto completo en la página de Borges
Producción de los participantes:
Casi casi lo logra - Mabel Jokmanovich Derka
Ingenuidad - Marcela Ruz
Cruce eterno - Nicolás Wolf
2 de noviembre -Agustina Cangiano
-Borges. La espera
-Borges. El Sur
Ver texto completo en la página de Borges
Producción de los participantes:
Casi casi lo logra - Mabel Jokmanovich Derka
Ingenuidad - Marcela Ruz
Cruce eterno - Nicolás Wolf
2 de noviembre -Agustina Cangiano
Casi casi lo logra - Mabel Jokmanovich Derka
Trepó lentamente la escalinata de la Terminal de Retiro, caminó a conciencia por sus monumentales pasillos, se mezcló con goce en la marea de gente y valijas, eligió al azar una ventanilla y le solicitó al empleado: “por favor, véndame un boleto para el primer micro que parta, no me importa adónde”.
El vendedor le extendió un ticket, del cual solo leyó: 10 de noviembre de 2018, 18,35 horas, asiento 12, pasillo, plataforma 66. Puntualmente, en el horario indicado, Inés subió al autobús y se despatarró en la butaca.
Durante muuucho tiempo había fantaseado dar ese paso. ¿Cómo sería ser “LIBRE”? ; seguir tus propios impulsos, tus íntimos deseos, tus más caprichosas avideces. Ser un humano sin condicionamientos, mandatos ni ataduras. Que a nadie le debas, que nadie te requiera.
Años y años y años había estado enmarcada, aprisionada por calendarios de estudios, trabajos, crianza de niños, lazos de pareja, incondicionalidad de hija única. Mucho Amor, sin duda, pero entretejido fuertemente de reglas, dependencias, límites y deberes.
¿Cómo sería ser “Egoísta”? Ella nunca lo había logrado. Apenas, cuando la soga apretaba mucho, y para descomprimir un poco, se prometía: algún día, ni bien pueda, cuando me anime, antes que sea tarde, me lo merezco, me lo debo…
Y finalmente hoy, esta tarde tibia de noviembre, tanto deseo acumulado y tantas ganas postergadas estaban a punto de concretarse. El ómnibus comenzó a moverse a la hora señalada y en dirección incierta, desconocida… Adonde la vida, “Su Vida”, la lleve…
Estaba transportada, en otro plano, en otra dimensión, en la más absoluta fascinación, cuando el timbre del celu, apoyado en la mesada de la cocina junto al repasador amarillo, la sobresaltó: ¿Es usted la señora Inés Fuentes? Mire, no se asuste, pero la llamamos del SAME. Una señora anciana que dice ser su madre tuvo un accidente en la vía pública y nos pidió que le avisemos. En este momento la estamos trasladando al Hospital Álvarez. Por favor, diríjase con suma urgencia al Pabellón de Traumatología donde la estaremos aguardando.
Ingenuidad - Marcela Ruz
-¿Dónde está la pecosa? Hace rato que no la veo.
-Debe estar abajo del tilo, soñando despierta como de costumbre.
Y ahí estaba nomás. Era su lugar predilecto del fondo donde solía pasar las horas de las eternas siestas de verano. Porque a ella no le gustaba dormir la siesta, no señor. Ella se sentaba en el suelo abajo del tilo, apoyaba la espaldita y miraba para arriba, entre las hojas. Qué perfume, qué colores, qué cielo…Mirá si iba a perder el tiempo durmiendo la siesta, cuando podía estar debajo de su árbol amigo, espiando su futuro o, mejor dicho, todos sus futuros posibles.
Algunas tardes se imaginaba viviendo en el claro de un bosque fresco en verano y helado en invierno, en una cabaña chiquita con olor a moras y chocolate. Tenía un perro y un gato y muchos libros y cuadernos y lápices de colores y pinceles y acuarelas. Había un río con una cascada y un estanque lleno de peces de colores. En primavera, todo se llenaba de flores, mariposas y pájaros. En invierno no se podía salir mucho, así que ella tejía bufandas, guantes y gorros para ella, para el gato y para el perro. Bueno, los guantes no se los ponía, pero las bufandas y los gorros sí. Todos tomaban todo el chocolate caliente que se les daba la gana, con tortas gigantes que ella creía cocinar. No importaba si era ella la que las hacía, después de todo estaba imaginando y para imaginar no hace falta razonar mucho, en especial si una tiene nueve años.
Otras veces se veía en una ciudad llena de palacios y lujos. Ella ya no tenía pecas, no le había quedado ni una. Su casa tenía muchas habitaciones atiborradas de muebles, espejos, alfombras y porcelanas, todos hermosos y muy, muy caros. También tenía cuadros, estatuas y una escalera doble de mármol ni bien se entraba después de cruzar las enormes puertas que la separaban de los jardines del frente. Además había un jardín con fuentes y más estatuas atrás y un establo con siete caballos, uno para cada día de la semana, así no se cansaban los pobrecitos con los galopes a los que los obligaba cada atardecer. Habría un mayordomo, un ama de llaves o un ejército de duendes, porque todo estaba siempre limpio, el pasto siempre cortado, las flores en los jarrones siempre frescas y los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas listos en los salones correspondientes. Había una habitación nada más para la ropa, y otra para los zapatos y carteras. Las joyas, deslumbrantes, se guardaban en una vitrina en su dormitorio y más de una vez se despertaba con el brillo de algún diamante lastimándole los ojos.
Cuando se imaginaba como una científica de prestigio mundial, que había encontrado la cura para todas las enfermedades del mundo, vivía en un laboratorio de vidrio en la cima de una colina, rodeada de tubos de ensayo, libros y computadoras. Los ratoncitos que usaba para sus investigaciones no se enfermaban ni se morían, ella era muy sabia. Si aparecía alguna enfermedad nueva o algún otro problema, en un ratito encontraba el remedio y llamaba a todos los presidentes para avisarles y decirles cómo fabricarlo, gratis. La gente tenía su foto enmarcada en un lugar privilegiado en cada uno de los hogares del mundo, y cada vez que pasaban por adelante le tiraban un beso.
Cruce eterno - Nicolás Wolf
Me piden que duerma, me recuerdan que estoy débil. Insisto con sobreponerme inmerso en una empresa en la que va uno y todos mis sueños y la de tanta gente que sufre el peor infortunio, el no sentirse libre. Que importancia tienen entonces estos 4000 metros de altitud y respirar los más helados vientos. Me urge tanto estar al mando de tremenda gesta militar. Una simple úlcera no impedirá que cumpla mi función. A cada paso debo recordar la estrategia a la artillería con fuerte voz de mando. Debo inculcarles mi experiencia en los Pirineos que si bien valiosa, fue realizada una sola vez y ya, muy distinto a este otro accionar bélico.
Completo el séptimo día y en el arrecio de la noche me cubro con ponchos de lana. Un sueño se fricciona en el cráneo y me acompaña hasta el toque de dianas. El batallón de negros anda animoso. Canturrean canciones con extraños ritmos que pronto serán olvido. El resto del campamento, ensimismado, se prepara para la dura jornada. Se van consumiendo los fogones. El silencio de las mulas auguran su cansancio.
Con las primeras luces del alba miro allí arriba a través de un manto neblinoso. Diviso con esfuerzo esa nieve chorreada que pronto será recreada tal vez en Salta o el Litoral con algodón. Alcanzo los macizos que me rodean; serán posiblemente de tierra y yerba adherida sobre un papel duro, luego sometidos al ojo estricto de una maestra. Tomo conciencia que este cruce de los Andes no será el único que realice. En que muñeco de caballo me harán repetir la hazaña una y otra vez. Con que voz aniñada resurgiré blandiendo mi sable al grito de: “Seamos libres, que lo demás no importa nada”. Comprendo que este será el único cruce que haré estando enfermo, el resto serán con el ahínco propio de la efeméride.
Me incorporo para continuar el primero de los cruces, las rodillas se doblegan y recuéstome nuevamente en improvizado catre. La fiebre aumenta descarada. Logro advertir que aunque me resista, la historia me llevará hacia el objetivo impuesto. Arranca la marcha del ejército. Los Godos serán derrotados una vez, pero mi encuentro para con ellos se multiplicará algunas veces más en fervorosas ceremonias. Miles de hombres serán libres mientras uno quedará encadenado en un ritual eterno.
En una camilla sanitaria me dejo conducir, por un mestizo y un negro, al bronce eterno que me aguarda del otro lado de la Cordillera.
Al principio debo decir que tenía tan poco conocimiento de esto como cualquiera. Entré en contacto con la compañía que monopolizaba el mercado gracias a mi doctor. Caí tan pronto en la desesperación al escuchar mi diagnóstico que en seguida sacó una tarjetita y me la entregó. No dudo que le habrán recompensado por haberles mandado uno de los pocos pacientes que podía pagar el exorbitante precio del servicio.
Y así fue como terminé aquí, en este cilindro de metal en el que puede que lleve semanas o siglos. ¿Quién pudiera estar seguro en este estado sin relojes? En la oscuridad no existe el propio cuerpo. Y entonces tampoco existe el tiempo.
Una vez sentí una especie de cosquilleo en alguna parte mi cuerpo que me puso en alerta. Nunca siento nada, entenderán. Entonces me di cuenta de que me estaban descongelando de a poco y, luego una luz entró a la recámara, más potente e irreal que la de mil soles.
Escuché ruidos y, apenas se adaptó mi visión a las circunstancias quedé asombrado a lo que tenía ante mí. Una criatura morada y gorda me observaba. Tenía unos ojos diminutos que apenas entraban en un rostro acaparado por la trompa deforme de un elefante marino con la que emitía sonidos. Pero tenía una peculiaridad: parecía estar diciendo “Bienvenido” cual perro entrenado exhaustivamente para articular “hola” entre sus ladridos.
Luego no recuerdo qué pasó y fui llevado a un lugar donde por fin encontré otros seres humanos. Jamás en mi vida contemplé rostros más perfectos ni voces más melodiosas que la de esos individuos. Tenían la piel tersa y el cuerpo de esculturas griegas. Me dieron un pequeño recorrido por el edificio en el que estábamos, de paredes vidriadas que mostraban el mundo de afuera. Colinas rojas y construcciones inmensas que no conocían en el cielo un límite. Seres extraños trabajando bajo un sol calcinante. Los habían traído de otras galaxias, me explicó la mujer. Habían descubierto más de diez en las últimas décadas y muchos las habían poblado pero, por supuesto, el centro de operaciones, de donde manaba todo lo importante y el lugar al que siempre se volvía era este en el que estábamos: Bradbury , antes llamado Marte.
Todo era muy ecológico, me explicó. La raza humana ya no tenía esos problemas, esas cosas se habían solucionado hacía mucho. ¿Hacía cuánto? No lo sé, entonces desperté y me encontré de vuelta en mi prisión de metal, solo y a oscuras.
Ahora ya hace mucho que no sueño. Al menos así se siente. Intento recordar cómo se sintió caminar lado a lado con la mujer del futuro, cómo sonaba mi voz. Ya lo olvidé todo, desafortunadamente. Si conservo un cuerpo todavía, no podría asegurarlo. La razón me dice que sí y, a veces, me parece oír el sonido de mi corazón.
Sí, lo escucho tan claro como ahora escucho la risa de una niña. Y algo así como un motor, empezando a funcionar. Cuando abren mi cápsula no me encuentro con nada estrafalario. Solo una madre de la mano de su hija. ¿Son…? Sí, son. Tienen mi misma nariz pequeña y pómulos marcados. Y esos ojos verdes… Ambas me sonríen.
-¿Ya se terminó? ¿Qué año es? –demando con ansiedad.
-¿Qué importa? Es dos de noviembre.
2 de noviembre -Agustina Cangiano
La mañana de invierno en que me sentaron para hablar de cómo sería el procedimiento y me explicaron que estaría cabeza abajo, instintivamente dudé. No parecía cómoda ni natural esa posición invertida. Pero ahora que estoy aquí, puedo decir que no es tan terrible. En realidad, suelo olvidarme de la particular forma en la que me colocaron. Será porque todo es tan oscuro y frío.Al principio debo decir que tenía tan poco conocimiento de esto como cualquiera. Entré en contacto con la compañía que monopolizaba el mercado gracias a mi doctor. Caí tan pronto en la desesperación al escuchar mi diagnóstico que en seguida sacó una tarjetita y me la entregó. No dudo que le habrán recompensado por haberles mandado uno de los pocos pacientes que podía pagar el exorbitante precio del servicio.
Y así fue como terminé aquí, en este cilindro de metal en el que puede que lleve semanas o siglos. ¿Quién pudiera estar seguro en este estado sin relojes? En la oscuridad no existe el propio cuerpo. Y entonces tampoco existe el tiempo.
Una vez sentí una especie de cosquilleo en alguna parte mi cuerpo que me puso en alerta. Nunca siento nada, entenderán. Entonces me di cuenta de que me estaban descongelando de a poco y, luego una luz entró a la recámara, más potente e irreal que la de mil soles.
Escuché ruidos y, apenas se adaptó mi visión a las circunstancias quedé asombrado a lo que tenía ante mí. Una criatura morada y gorda me observaba. Tenía unos ojos diminutos que apenas entraban en un rostro acaparado por la trompa deforme de un elefante marino con la que emitía sonidos. Pero tenía una peculiaridad: parecía estar diciendo “Bienvenido” cual perro entrenado exhaustivamente para articular “hola” entre sus ladridos.
Luego no recuerdo qué pasó y fui llevado a un lugar donde por fin encontré otros seres humanos. Jamás en mi vida contemplé rostros más perfectos ni voces más melodiosas que la de esos individuos. Tenían la piel tersa y el cuerpo de esculturas griegas. Me dieron un pequeño recorrido por el edificio en el que estábamos, de paredes vidriadas que mostraban el mundo de afuera. Colinas rojas y construcciones inmensas que no conocían en el cielo un límite. Seres extraños trabajando bajo un sol calcinante. Los habían traído de otras galaxias, me explicó la mujer. Habían descubierto más de diez en las últimas décadas y muchos las habían poblado pero, por supuesto, el centro de operaciones, de donde manaba todo lo importante y el lugar al que siempre se volvía era este en el que estábamos: Bradbury , antes llamado Marte.
Todo era muy ecológico, me explicó. La raza humana ya no tenía esos problemas, esas cosas se habían solucionado hacía mucho. ¿Hacía cuánto? No lo sé, entonces desperté y me encontré de vuelta en mi prisión de metal, solo y a oscuras.
Ahora ya hace mucho que no sueño. Al menos así se siente. Intento recordar cómo se sintió caminar lado a lado con la mujer del futuro, cómo sonaba mi voz. Ya lo olvidé todo, desafortunadamente. Si conservo un cuerpo todavía, no podría asegurarlo. La razón me dice que sí y, a veces, me parece oír el sonido de mi corazón.
Sí, lo escucho tan claro como ahora escucho la risa de una niña. Y algo así como un motor, empezando a funcionar. Cuando abren mi cápsula no me encuentro con nada estrafalario. Solo una madre de la mano de su hija. ¿Son…? Sí, son. Tienen mi misma nariz pequeña y pómulos marcados. Y esos ojos verdes… Ambas me sonríen.
-¿Ya se terminó? ¿Qué año es? –demando con ansiedad.
-¿Qué importa? Es dos de noviembre.
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