Bloque 1/18 Consigna 8: El narrador/a llega a una ciudad por primera vez. La ciudad es enorme, multitudinaria, de muy difícil interpretación. Se maneja entre vientos de violencia y de humanidad. El viajero necesita encontrar e interpretar los signos esenciales para no perderse y para cumplir con sus objetivos. Es importante desarrollar un contra-personaje que le dificulte la comprensión.
Material de referencia:
Zenitram - Juan Sasturain
LAS CIUDADES INVISIBLES (FRAGMENTO) - ITALO CALVINO
Producción de los participantes:
“Un Cuaderno Rojo” - Julia Zelarrayan
Después del largo viaje, Hipólito baja cansado del micro, viene desde el pueblo “La Tarasca”. En el convencimiento de que en esta ciudad podrá satisfacer sus jóvenes aspiraciones de un mejor porvenir.
Sabedor de que se enfrenta a un mundo distinto de su viejo pueblo, encaró la “Ciudad del Encuentro”. Pobre infeliz de él, cuando bajó del micro su cabeza pasaba por un torbellino. A tal punto que no localizó su vieja valijita de cartón. El tipo que las entregaba, le pregunta a los gritos: “-Che negro, le pusiste un papel con tu nombre?, (alcanzó a mover negativamente la cabeza), el valijero murmurando (- estos negritos de mierd…., no sé para qué vienen. Seguro que si le pregunto su nombre: ni siquiera se acuerda). Concluye diciéndole; mira pibe, pasa dentro de dos semanas, si llega algo, te la reservo… Pregunta por Pirulo.
El pobre Hipólito quedó atontado. Serían las 23 hs. cuando un cana, lo interpela, poniéndolo en conocimiento que: -Este lugar no es para dormir. Sobresaltado aprieta la mochila contra su pecho. Camina entre dormido y al borde del espanto.
Habla solo; se dice: pero y, el Rolo se olvidó que tenía que venir a buscarme. Se detiene bruscamente, abre grande los ojos al ver la gran cantidad de: autos, micros, camiones grandísimos, y que circulan a velocidad por las anchas calles. Está paralizado, agita sus brazos. Cuando quiere levantar su bolso ¡No está ¡Mira espantado para todos lados (-será el Rolo que me hizo una broma)! La realidad es que al bolso se lo hurtó un pibe, que ya está a una cuadra (tratando de desmantelarlo, en busca de algo de interés).
Busca Hipólito una cara conocida, alguien a quien preguntar; la gente camina como zombi, sin expresión en sus semblantes, mudas: indiferencia total.
Inicia una caminata laberíntica, pasa por una zona donde hay barcos generalmente viejos. Toda la gente se maneja a los gritos. Tambaleante traspone una puerta de alambre. Y mira: son pilas y pilas de grandes cajones de chapa. Imagina que es donde duerme la gente de la Ciudad. Encuentra un rincón entre dos altos cajones, se tira, y trata de ordenar su cabeza. Un par de horas, y empiezan a entrar unos tractores con grúas, gente con cascos, tienen uniformes raros (-serán extraterrestres). Se dan órdenes a los gritos. Pronto se encuentra rodeado de muchos de ello. Vienen unos tipos grandotes, lo toman cada cual de un brazo (y bajo efecto de un vuelo), lo tiran sobre algo que hace las veces de silla. Otro tipo de un escritorio lo interpela, le grita - ¿Sos mudo carajo?, (aterrorizado, con un movimiento de cabeza asiente, y pierde el conocimiento).
Lo trasladan al centro hospitalario, donde la cosa empieza a serenarlo. Pero aún allí le aterran los raudos desplazamientos de la gente, para todos lados.
Queda internado en un hospicio psiquiátrico, en forma transitoria. Allí recupera el habla; comienza a recordar quien es, y porqué está en esa maldita Ciudad. (Piensa una vieja enfermera Justo esta Ciudad eligió; difícil que pueda con ella. Acá, tienen leyes propias para ser respetadas por quienes quieren que las respeten. es tan gigante, que pasan muchas cosas raras, y las convierten las secretas. Es importante, pero existen esas Logias de distintos tipos).
Algunos le sugieren que regrese a su pueblo, que le consiguen el boleto.
Pero los sueños de Hipólito pinchan como agujas por surgir; quieren realizarse. Les jura que hará una vida ordenada en esa ciudad (aunque lo enloquece), que sólo pensará en cumplir con sus estudios. La enfermera mayor le regala un cuaderno rojo y un par de lapiceras. Esperaremos que cada dos semanas vengas a mostrarnos el plan que escribiste, y cómo lo vas cumpliendo. Otro le dice; necesitas conocer las costumbres de esta ciudad (que, aunque parece cruel, allá en el fondo tiene algo de bueno). Allí nomás anotó fecha, nombre del lugar y de las personas que lo acompañaban en su retirada.
Caminó unas cuadras (como para no ser observado por gente del hospicio: sentado en una plaza, escribió sobre semáforos, luces. Dibujaba y colocaba los nombres de las calles, y de cosas que le resultaban de su interés.
Se sentía fortalecido, pero al cruzar una avenida “con el hombrecito en blanco”, un ciclista CRUZÓ y lo tiró al cemento. La gente apurada corría, eran miles. Ninguno con tiempo para perder, y darle una mano: Solo consiguió arrastrarse al cordón de la vereda. Donde, ya salido del susto, observa que sólo tenía unos rasguños, algo de sangre por la cara y manos, se levantó y notaba que rengueaba por un dolor. Se juró que se curaría solo. (Pensó que tal vez la gente que lo aconsejó tenía razón. Aquí no hay respeto por sus propias reglas).
Casi rendido se cobija entre las raíces de un viejo ombú, el sol lo saluda brindándole la alegría de sentirse vivo, y recordándole que debía cumplir su objetivo. Pasa un joven y le entrega una bolsita: tenía café y media lunas. Esto le levantó el ánimo. Anotó en su cuaderno rojo todo lo que le había pasado.
Cerca de las 11am, logra entablar charla con un cuidador de perros (le pareció muchacho gentil, se inclina para anotar en su cuaderno). Pero un perro de gran porte le salta tirándolo a tierra. “-Cosa de mandinga, creo que ya eran media docena”. Hipólito era el festín de los canes. Por suerte con la ayuda de otro cuidador, logran alejarlos, dejándolo tirado. Cuando empieza a reponerse, busca su cuaderno rojo, y no lo encuentra.
Se entristece al punto de quedarse dormido, sobre el césped (la angustia por la falta de su cuaderno rojo, lo sume en un sueño profundo).
Cuando despierta, se limpia un poco, camina como empujado por una fuerza extraña. Es noche entrada, en un barrio de escaso movimiento y poca luz, de pronto se detiene ante una puerta fuerte de madera roja, la misma se abre (produciendo un chillido que le hiela la sangre). A su cabeza vuelve el recuerdo del cuaderno rojo. Una voz ronca, se hace escuchar, muy a pesar de los ladridos de un negro perro (que está a punto de atacarlo).
Liberado de su accidentada llegada a la cofradía del cuaderno rojo. Desde tras de unas cortinas de pana bordó. La voz ronca, comienza diciéndole: que ya tiene pleno conocimiento de su cuaderno rojo.
-En mi cargo de patriarca de la Organización Masónica del cuaderno rojo; hemos decidido despacharlo a su pueblo, esta ciudad ya está llena, de gente con sus debilidades y aspiraciones incumplibles. La experiencia nos dice, que sólo sirven para entorpecer la maquinaría, que es ésta nuestra bella ciudad.
Usted y otros como usted, perjudican la Ciudad, le quitan su cultura, la empobrecen, le dan un aspecto de miseria.
Y nuestra Logia, nos apoya con el máximo poder para limpiar de toda carroña, éste nuestro lugar. Por lo tanto: tome este sobre, con su pasaje para su regreso; lo llevará el auto que está en la puerta, y siga las instrucciones que se le irán impartiendo.
Al subir al micro, le entregan una mochila, previó haberle despachado dos grandes valijas, avisando el chofer que tienen como destino “Pescado Blanco”; (Hipólito es informado que allí lo esperarán, para que retome el viaje hasta su añorado pueblito “La Tarasca”.)
El viaje parece interminable, se le ocurre mirar la mochila recibida. Observa con alegría que contiene: un cuaderno rojo, y un sobre con una apreciable cantidad de dinero. También los sándwiches, bebidas y una caja de bombones; que se apura a comerlos.
Los gritos del chofer del micro lo despiertan. Baja medio tumbado, ve que dos tipos ya están subiendo las valijas a una combi. Una mujer le da una propina al valijero. Y conduce a Hipólito a subir al asiento trasero de un coche negro.
Cuando retoman la ruta, se vuelve a dormir. Entrada la noche, se despierta sobre un banco de la plaza de su pueblito.
No entiende que pasó, se apura a mirar su mochila (por suerte tiene el cuaderno y el sobre), lo cubre con su campera. Y después de caminar un km. Divisa a su madre que está ordeñando la vaquita.
Hipólito piensa; bueno me la jugué todo, pero algo logré. La emoción de los miedos y tristezas pasados, lo hacen corren hasta los brazos de su madre. Y llora, llora. Sin parar. Las caricias recibidas son un bálsamo para las heridas de su corazón.
-Viejita, te extrañé mucho, nunca me iré de tu lado. No hay nada como el pueblo donde nací.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta 12 de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya está entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
Otra vez el teléfono. Estiro el brazo en la penumbra húmeda pero me detengo. Puede ser Medrano. Lo dejo sonar tres, cinco, ocho veces y levanto el auricular. No es Medrano. Hay zumbidos, cierto lejano picoteo en la línea, como si una fila de pájaros se moviera inquieta sobre el cable imaginario que trae la voz de muy lejos. Desde Nueva York, precisamente.
-Te llamé tres veces -dice el jefe sin saludar.
-Cuatro.
-No enviaste el fax.
Conozco al jefe. Está ansioso pero no preocupado.
-Lo envié esta mañana -miento sin vacilar-. Las comunicaciones no son buenas aquí.
Se hace un silencio breve.
-Esta misma noche -le aseguro.
Se produce otro vacío, algunos segundos.
-De acuerdo -dice finalmente.
-Tranquilo, jefe. No hay problemas.
Y de apuro, sin ganas y sin que me lo pida, le doy algún detalle del contacto, le aseguro que probablemente esta madrugada el asunto esté acabado, listo.
Lo siento respirar, relajarse.
-¿Todo bien, entonces? -dice casi por compromiso.
-Claro, todo en orden.
Es lo que quiere oír. De pronto siento cómo cambia apenas el tono de voz para comentarme por lo bajo las virtudes del culo de Floppy, su secretaria, para quejarse retóricamente de sus pies fríos, de la impiadosa nieve que ve caer en ese momento sobre la Quinta Avenida mientras finge envidiar mi supuesto paraíso tropical.
Le sigo la corriente, le confirmo mulatas y palmeras, y él aprovecha para caer en los lugares comunes de recordarme mis deberes y, sobre todo, mi veteranía. Le gusta ese toqueteo verbal, esa esgrima barata que presume de ingenio.
-Y ya sabes… -concluye-: llámame una vez que termines con eso, a cualquier hora que sea. Y no te “manifiestes”.
Es su manera elíptica, el eufemismo que utiliza para sus recomendaciones de extrema precaución.
Le contesto con un gruñido que toma como signo de asentimiento. Me da ánimos y saludos de Floppy antes de cortar la comunicación desde el otro lado del mundo.
Cuando deposito el auricular en el antiguo aparato junto a la cama siento el sudor, la tensión de los dedos que se quedan aferrados un momento más.
No va a ser fácil.
Al levantar la persiana, junto con la claridad rojiza suben al cuarto los sordos ruidos, el rumor entreverado de la calle. Apago los penúltimos gritos de la Callas en el antiguo equipo de música y me llevo una cerveza al balcón.
Atardece muy despacio aquí. La llanura no ha puesto límites a la desordenada expansión de la ciudad; tampoco interrumpe o apura la caída de un sol rojo y clásico, peligroso hasta el final.
Buenos Aires es desmesurada. Un exceso, probablemente un error en semejante latitud, tan al sur. En un tiempo de capitales vacías, esta ciudad está torpemente viva. Una semana de andar con ella alrededor agota como la compañía de un niño pequeño. No ha de ser simple vivir aquí, moverse y volar bajo su pesado cielo.
Además este río absurdo al que no acabo de acostumbrarme. Color de león, ha dicho el ingenioso Medrano citando a un poeta del siglo pasado. Pero lo extraño no es eso sino el aire de impostura, la falta de equivalencias para comparar. Ni el Hudson ni el East River -ni ningún otro- sirven para explicar un mar inmóvil, una infinita extensión de agua baja y espesa, sin olor y sin orillas.
Según el veterano camarero que se obstina en hablarme de tango y de cuando vino el vetusto Sinatra en los setenta, hace mucho tiempo –“antes”, suele decir por toda referencia-, en las mañanas claras, solía verse la costa uruguaya. Ahora ni siquiera existe el horizonte. El agua brilla como una chapa de zinc y el cielo parece disolverse en un celeste viejo de sábana usada.
Sólo con la caída de la tarde la ciudad y el paisaje se toman un respiro, como si se distrajeran. Acodado al balcón, al fin puedo observar de cerca, echado y quieto, al inmenso animal salvaje que he visto moverse todo el día.
El calor no se va con la luz. Tarda en abandonar la piel húmeda y los objetos esponjosos. Aunque se consigue buena cerveza boliviana y genuino bourbon más barato que en Nueva York, es duro el verano aquí. El agua titubea en los grifos, el aire acondicionado suele carraspear hasta mediodía y la deserción de los ascensores me obliga a subir los veintidós pisos, fingir un cansancio solidario ante encolerizados turistas turcos y sudafricanos que se quejan de tanto deterioro.
Sin embargo, este ajado Sheraton que me alberga tiene sus ventajas. Construido hace más de medio siglo, cuando la disuelta cadena hotelera estaba en su apogeo, no está automatizado ni los circuitos cerrados de televisión te cosquillean la nuca como en los de las corporaciones japonesas. Aquí aún es posible traerse una botella o una mujer a la habitación o elegir tu música sin que a nadie le importe. En los negocitos de Retiro se consiguen CD usados por pocos dólares y hace días que no hago más que escuchar La Traviata, el póstumo de Peter Gabriel, Brothers in Arms y Sultans of Swing del viejo Knopfler con los Dire Straits, reliquias desaparecidas hace décadas y sin dejar rastros en las tiendas de Manhattan.
Además, no hay casi nadie. Según el camarero, sólo hay otro par de periodistas brasileños que han venido a cubrir las elecciones del domingo. El resto se ha concentrado en los grandes hoteles de la Avenida Libertador. Prefiero no cruzarme con ellos. Aquí nadie pregunta demasiado. Ni siquiera la primera noche, cuando me arrimé al mostrador y puse mis credenciales ante el conserje, un hombre oscuro, delgado y peinado artesanalmente como un croupier.
-¿Míster? -dijo elevando las cejas mientras dejaba a un costado un sobado comic book de The Son of Batman.
-Frank Ramírez, del Miami Mirror.
-¿Cubano, tal vez? -dijo el tipo confundiendo mi acento, soslayando mi palidez.
-Pon americano, mejor.
-Americano…
No levantó la mirada mientras escribía en el registro de pasajeros, tampoco cuando con movimiento veloz escamoteó los cien dólares que apenas sobresalían de la última página del documento.
-¿Okey? -dije buscándole un gesto.
-Okey… -y me devolvió el pasaporte como quien da cartas sobre el tapete: empujándolo con los dedos y mirándome ahora sí a los ojos-. La 2245 es tuya, Frank. ¿Has estado antes en Buenos Aires?
Dije que no y pareció sorprendido. Le expliqué sin detalle que venía a cubrir las elecciones y sonrió irónicamente.
-¿Quién cree que ganará el domingo? -pregunté con una sonrisa similar.
Repentinamente distante, como quien da indicaciones para ir al baño, señaló con el pulgar y sin volverse un enorme afiche del Presidente colgado a sus espaldas -Now, Argentine proclamaban las letras rojas bajo su sonrisa-; había otros afiches similares en el foyer del hotel y miles que saturaban las paredes de la ciudad.
-No se te ocurra apostar contra él, Frank -dijo.
-Ya he apostado por ti, amigo -dije, señalándole el bolsillo donde había guardado los cien.
Me guiñó un ojo, llamó con un gesto al único botones, le indicó mi destino y retomó la revista que había dejado a un costado.
-Te gustan los cómics de superhéroes… -insinué.
Tomó distancia de las páginas coloreadas, las apreció como si fuera la primera vez.
-Bah… -se encogió de hombros-. Son basura.
Y volvió a la lectura, entre satisfecho y resignado.
Asentí. Di media vuelta y seguí al muchacho de uniforme raído.
Cuando la penumbra invade el cuarto, vuelvo a la cama, al televisor y a una antigüedad en blanco y negro que supongo sólo aquí puede seguir viéndose en horario central: The Three Stooges, tres torpes que chocan constantemente entre sí, uno pega y los otros chillan. Los dejo en el momento en que bajan de un taxi al pie de las pirámides y suena el teléfono. Cinco, seis llamadas y contesto.
Es Medrano esta vez.
-La conferencia de prensa es esta noche a las nueve y media -me asegura.
Ha habido tantas postergaciones que no puedo dejar de preguntárselo:
-¿Y usted cree que Zenitram se presentará?
No me contesta, sólo se ríe.
-Anote la dirección. Es lejos -dice-: Montes de Oca y California, en Barracas, un barrio apartado de la zona Sur.
Se detiene en algunas precisiones para que no me pierda y finalmente atenúa mis expectativas:
-No será la primera vez que el hombre falle -concluye.
Le digo que estoy seguro de eso y él vuelve a reír antes de cortar.
Siempre se ríe, Medrano.
Me doy una ducha rápida y mientras me seco vigorosamente pienso que debo dejar todo preparado para partir esta misma noche si es necesario. Llamo a la mucama para reclamar las camisas planchadas y pongo la maleta sobre la cama.
He traído ropa de más, como siempre. Incluso el estrecho y descolorido traje verdinegro que no me he puesto en cinco años, que no me volveré a poner. El jefe se irritaría si me viera con esto encima: ¿me entraría todavía, no cederían las costuras?
Me sorprenden los golpes en la puerta. Cierro apresuradamente la maleta y hago entrar a la mucama. Deja la ropa, recibe su propina sin un gesto y ya va a salir cuando se vuelve:
-Señor…
Me busca, sorprendida. No me encuentra donde me había dejado.
-Sí… -digo a sus espaldas.
-Ah… -se da vuelta y frunce el entrecejo; me extiende un papel-. Me olvidaba: acaba de llegar este fax para usted.
-Gracias.
La mucama se retira mirándome de soslayo.
El fax es de Medrano. Un plano hecho a mano, sintético, del itinerario para llegar a la conferencia de prensa. Me llama “gusano solapado”, se burla cariñosamente de mi condición gringa. Siempre me sorprende, como el primer día.
Fue en el salón Bicentenario de la remodelada Casa Rosada. El Presidente había querido tener un encuentro con “los periodistas extranjeros acreditados para cubrir el acto eleccionario” según dijo el secretario de prensa y tradujo simultáneamente la intérprete de falda cortísima. Se suponía que yo era uno de ellos, así que ahí estaba, con mi vaso en la mano y ganas de irme antes de que empezara…
Al rato, mientras el ministro del Interior hablaba de transparencia y de continuidad institucional, varias docenas de enviados especiales cambiábamos el pie de apoyo, vencidos por la fatiga y el aburrimiento. De pronto sentí que alguien se inclinaba a mis espaldas por sobre mi hombro, leía mi credencial sujeta a la solapa y me susurraba al oído:
-Míster Ramírez: ese diario ya no existe.
-What do you say? -dije con mi mejor cara de asombro.
-Eso mismo digo: el Miami Mirror cerró el año pasado.
Me volví. El hombre alto y sonriente tas los anteojos y el mechón desprolijo asintió con la cabeza. Ni siquiera se tomó el trabajo de repetírmelo en inglés. Sólo levantó la cámara y me disparó un feroz primer plano con flash. Después me tendió la mano.
-Javier Medrano, fotógrafo de La Tarde. Trabajé para estos tipos -y señaló vagamente mi solapa-. Nunca me pagaron, gusanos de mierda.
-But… -balbucí e hice un gesto de disculpa que quiso ser de extrañeza, un modo de ganar tiempo: no sabía, no entendía castellano.
-Como quieras, Frank -dijo el fotógrafo sonriendo-. Sin embargo, me pareció haberte oído pedir otro whisky hace un momento. Y te hacías entender muy bien en la lengua de García Márquez…
No pude evitar una sonrisa:
-Okey -concedí.
Fue ahí que Medrano me tomó del brazo y me arrastró hacia un costado.
-Vamos, te invito otro. Prometo no preguntarte nada.
Y no preguntó.
Antes de dejarme hablar sostuvo, paradójicamente, que le bastaba la evidencia de mi impostura para confiar en mí:
-Es un lugar donde se miente por sistema pero jamás se lo admite, alguien que lleve la mentira como un rótulo merece toda mi confianza -dijo palmeándome.
No me atreví a contradecirlo. Sólo volví a sonreír y sentirme más torpe que intimidado.
Dos horas después, a la altura del quinto Four Roses en el tercer pub de la Recoleta, soslayado el pretexto de las elecciones y toda otra cosa que no fuera el valor de una amistad incipiente nacida al calor y amparo de la barra, le confesé mi real condición de periodista e investigador neoyorquino, bilingüe e independiente en busca de material para un libro que soñaba se convertiría en mi explosivo acceso al devaluado Premio Pulitzer:
-Too much Circus without a Bread: “demasiado circo sin pan” -le traduje, y bajé el tono para la explicación -: la periferia capitalista en la transición del milenio.
-No parece comercial -dijo claramente decepcionado.
-Tengo algunas ideas para que lo sea.
-¿Por ejemplo?
Me empiné el vaso, sentí el frío del hielo en los labios.
-Nada de datos o estadísticas. Sólo casos muy singulares, personajes -dije-. Tipos emblemáticos de este tiempo y estos lugares tan…curiosos…
-¿Curiosos? -repitió como si no entendiera-. Lo único curioso es que no hayamos desaparecido aún.
Cultivaba un humor feroz y piadoso a la vez, un ingenio que no saturaba porque era intermitente como sus estados de humor, sus arrebatos.
-Busco fenómenos inéditos, vidas ejemplares en el sentido de que sólo hayan sido posibles en ciertas circunstancias -insistí-. Supongo que por su trabajo periodístico ha tenido oportunidad y sabrá…
-Sé. Claro que sé.
De inmediato comprendí que Medrano había entendido perfectamente lo que yo buscaba, porque sin ninguna otra sugerencia comenzó a enumerar posibilidades:
-Hay un santón popular, San Jodete, que practicaba cierto mesianismo negativo, pero es un poco anterior; también hubo un político mulato que ganó una gobernación pero terminó en el manicomio, aunque supongo que es demasiado grotesco para tu paladar del Norte; y está Coco Benavídez, el sucesor de Maradona…
La lista era seductora, pero ante mis gestos de asentimiento, Medrano no se detenía sino que desechaba rápido, pisaba un nombre con otro, buscaba, iba cada vez más lejos en su exigencia.
-Acaso el general Soberano sea ejemplar. Es el que ocupó la Antártida en 2008 y que antes de entregarse a las fuerzas de la ONU se perdió en los hielos… -se entusiasmó de pronto.
-Me gusta -dije.
-Aunque si vienes de allá, Frank… -y ahora sí pareció haber encontrado lo que buscaba mientras señalaba arriba, quería indicar el Norte-, si vienes de allá, puede interesarte la historia de Rubén Martínez.
-¿Rubén Martínez? ¿The Pampero? -y no evité la pronunciación americana.
-Sí, The Pampero para ustedes; Zenitram para nosotros -me confirmó Medrano-. El primer superhéroe argentino. Incluso estuvo un tiempo bastante largo en Estados Unidos. ¿Te interesa, Frank?
Por supuesto que sí. Cautamente dejé entrever que conocía retazos de su historia y que quería saberla completa.
-Nunca será completa… -me aseguró el fotógrafo apurando el whisky-. -Aunque no lo creas, con más de cincuenta años, Zenitram o The Pampero, como quieras, ha vuelto.
Me interesó vivamente la historia. Tanto, que no dejé que comenzara el prolijo relato porque lo interrumpí. Eso debería grabarlo. Medrano asintió y yo supe que por fin estaba en camino.
Durante los días siguientes, mientras recorríamos bares y rincones privados de un Buenos Aires marginal -fuera de las enfáticas guías turísticas que ilustraban la Argentine como un arcoíris-, Medrano fue dejando caer la historia de Rubén Martínez con cierta ironía, como quien narra las andanzas más o menos vergonzosas de un pariente cercano e indeseable.
En el afilado retrato del fotógrafo de La Tarde, que había sido testigo desde el principio del fenómeno inédito, parecía demasiado lejana la esplendorosa irrupción de Zenitram en el cielo de Buenos Aires, el momento en que la rauda figura alada deslumbró a los incrédulos de la república.
Primero había sido el rescate de los inundados en Entre Ríos en el otoño de 2001 y después, a la semana, la captura de los depredadores ecológicos de Península Valdés. Medrano había sido uno de los pocos privilegiados que asistieron a la demostración de superpoderes del mágico volador y había vendido muy bien las fotos exclusivas que dieron la vuelta al mundo.
A todos les costaba creer que este tipo moreno y enjuto, ya no tan joven incluso, sin instrucción y apenas salido de un mediocre instituto de fisicoculturismo, fuera capaz de transformarse en un justiciero de traje ceñido y capa al viento, algo salido del mundo de la aventura, patrimonio exclusivo -según palabras de Medrano- del “universo anglosajón”.
Pero hubo que rendirse ante la evidencia. Emocionado a su pesar, Medrano me explicó cómo, una semana antes de su aparición explosiva, Martínez lo había elegido a él para dar la versión “oficial” -mito, superchería, lo que fuere- de su transmutación en superhéroe.
Le había explicado cómo, un domingo a la mañana en los urinarios de la estación Constitución, un viejo desconocido y astroso -un pordiosero, un mago también- que parecía estar allí esperándolo desde siempre le había revelado su condición excepcional con sólo mostrarle con dedo rugoso y firme su propio apellido escrito, invertido, en los depósitos de agua de los mingitorios.
-Pibe, hace mucho tiempo que te espero -le habría dicho el viejo con tono cavernoso y la seguridad de quien tiene una sola misión que cumplir-: como en ese cartelito que has leído mil veces al mear, vos sos Martínez pero en tu revés sos Zenitram. Otro más poderoso que vive en vos y sólo para el Bien.
Y a continuación, como en los más redondos cuentos de hadas, le había suministrado la fórmula mágica de recitado y transformación frente al espejo antes de desaparecer para siempre.
Escéptico, ladino, sin vocación de grandeza, Rubén Martínez había desconfiado de su singularidad, hasta que dos noches después, de regreso de una bailanta y más borracho de lo que reconocería, había ensayado la fórmula frente al dudoso cristal del antiguo ropero, en su cuarto de pensión.
Medrano supo describirme con fluidez las sensaciones que le había expresado torpemente Martínez: el sentimiento íntimo de darse vuelta “como un guante”, ser “el mismo pero al revés”, según sus palabras.
Lo que siguió fue mágico y grotesco a la vez. El incipiente superhéroe le contó los primeros cautelosos y vacilantes ensayos de vuelo nocturno y secreto por los cielos del barrio, aún sin traje apropiado -apenas un pantaloncito de fútbol y una camiseta de Atlanta- y las tímidas pruebas de fuerza que le sirvieron para resolver aquellos pequeños problemas domésticos como levantar la heladera para limpiar debajo o sustituir el tanque de agua de la casilla precaria de Aldo Bonzi donde vivían sus asombrados padres.
-Para ellos, como para la mayoría, incluido el empeñoso Rubén Martínez, no había llegado el siglo XXI ni el espejismo del Argentime -concluyó Medrano-: seguían viviendo tan precariamente como los padres de sus padres. La condición excepcional y los superpoderes de Rubén pertenecían a otro nivel de realidad, como lo que se ve por televisión.
La cuestión fue que, una vez pasado el primer momento de escepticismo, con las primeras “actuaciones” del superhéroe criollo se desató una euforia desaforada. Medrano recordaba, precisamente, la noche de diciembre en que, ante las cámaras de Canal 12, Zenitram apareció con su brillante indumentaria azul con capa amarilla y voló por los estudios, cruzó el aire, levantó en vilo máquinas, escritorios con sus consultores científicos incluidos, incluso algún intrépido espectador, y -según las crónicas- se mostró más confundido que entusiasta con el ejercicio y ostentación de sus flamantes poderes.
Hubo, en el tumulto, un golpe y una herida superficial en su pómulo que despertó la confusión y cierta alarma: el superhéroe nacional tenía entre sus atributos excepcionales el vuelo y una considerable fuerza, pero no era invulnerable.
-Ésa es precisamente la diferencia que establece William Irwin en Superheroes; life & fiction -acoté para no quedar como un simple oyente pasivo del relato de Medrano-. ¿Lo has leído? Es un poco obvio pero sistemático. Irwin dice que aunque la invulnerabilidad no sea el único rasgo distintivo, es el excluyente a la hora de separar las dos categorías básicas: los Ficticios y los Reales. Por ejemplo, ¿cuál es el grado de vulnerabilidad de the Pampero, o de Zenitram?
-Excesivo: Zenitram es demasiado vulnerable -dijo Medrano con una sonrisa que insinuaba un concepto lapidario-. Bien sabes que los superhéroes ya no son lo que eran antes, hace unas décadas, y mucho menos aquí. No sé cómo será en tu tierra, Frank. Ahí nacieron.
Admití, sin que me temblara la voz, que por lo poco que conocía del tema probablemente la humanización o secularización había llegado demasiado lejos. Era evidente que cierta burocracia había sustituido la libérrima expansión de la Edad de Oro. Coincidía con él en que la aparición de los superhéroes Reales había llevado a una reglamentación excesiva de su actividad: la sindicalización, el control estatal, la jubilación y otras lacras impensables en tiempos más fértiles para la aventura, cuando Spiderman y The Fantastics Four no conocían más límites que la imaginación de Stan Lee o el pincel de Kirby.
Medrano reconoció, sin embargo, que aquellas primeras módicas hazañas de Zenitram fueron más que suficientes para alimentar su gloria personal y el orgullo colectivo. El oscuro provinciano volador pronto tuvo conciencia de ser el primer superhéroe surgido fuera de las metrópolis de la aventura y no tardó en convertirse en símbolo del Poder Ser Nacional, una fórmula que el gobierno de turno acuñó para la oportunidad. Sin embargo, según Medrano, Zenitram había sabido mantenerse al margen de los intereses que quisieron utilizarlo, hasta que la crisis de 2005 también lo arrastró a él.
Acaso su primer error haya sido aceptar la Secretaría de Asuntos Excepcionales, de la que debió apartarse al poco tiempo, sumariado y bajo sospecha. Fue un momento difícil para él, pues coincidió con la aparición de Zonda, la esbelta heroína cuyo lanzamiento por televisión lo desplazó del fervor del público.
-Ya no era el único ni el más joven -sintetizó Medrano-. Y le costó aceptar la nueva situación. Sin embargo, pareció volver con más fuerza al incorporar un ayudante, Rayo, para el verano de 2006. Con esa novedad y el trabajo realizado en la autopista a Mar del Plata en el verano junto con la policía provincial, y en la frontera boliviana con Gendarmería, recuperó algo de efímera popularidad. Pero…
Noté que mi informante vacilaba. Era evidente que aunque Medrano podía describir los hechos con precisión, dudaba en el momento de atribuir un sentido único o determinado a los hechos.
Apareció un dejo de sorpresiva piedad en la forma como me describió la salvaje campaña de prensa que puso en tela de juicio la verdadera identidad o el juicio que por intento de violación le inició el padre del joven Rayo. Además, una investigación intencionada sobre su desempeño en la función pública terminó por desacreditarlo.
-He leído esas infamias -acoté-: hay una traducción norteamericana, bastante posterior, de Lo que Pampero se llevó…Creo que ése es el título.
-No sólo son infamias. Tampoco lo de Rayo fue simple chantaje -me rectificó Medrano meneando la cabeza-: Zenitram tuvo siempre costados oscuros, indefinibles…Sin embargo, había conseguido, después de todo eso, recomponer su imagen una vez más cuando tuvo el accidente durante las fiestas del Bicentenario de la República…
El fotógrafo hizo una breve pausa en que pareció buscar el tono correcto para lo que seguía:
-¿Qué pasó? -dije.
-Chocó contra el Obelisco durante una exhibición, frente al palco oficial repleto de presidentes de todo el mundo. El papelón lo sacó bruscamente de circulación.
Eso había sido cinco años atrás y, según Medrano, después del accidente, Zenitram “no había quedado bien de la cabeza”. Lo sorprendieron un par de veces con gramos de crack encima -era un adicto reconocido- y con su vida desordenada, entre mujeres golpeadsa y juicios por lesiones varias, se convirtió en un personaje indeseable.
Su último acto público fue un gesto soberbio y desesperado: reunió a la gente en Plaza de Mayo y anunció que se iba del país porque acá “no lo entendían” y además, la Argentina “le quedaba chica”. Dijo que tenía una oferta de Estados Unidos, de una empresa privada de seguridad de California donde “saben valorar a los superhéroes como yo”. Después se elevó, tomó rumbo noroeste y nunca más lo vieron.
A partir de allí, el relato de Medrano se había diluido en conjeturas, registro de rumores, noticias sueltas que confirmaban la decadencia. Un colega le había asegurado haberlo visto, dos años atrás, hecho una piltrafa, cuando ingresaba al Superheroes Special Hospital, en Houston, para recuperarse de alguna de sus adicciones. Nada quedaba por entonces del que había volado a triunfar en la patria de Superman.
-¿Tú no supiste nunca nada de él? -me preguntó Medrano al final.
Me encogí de hombros. Dije conocer lo sabido, la versión payasesca de The Pampero -así lo habían rebautizado para el mercado interno norteamericano, donde era el toque exótico- para las revistas amarillas del género. Claro que sí podía dar otros ejemplos de personajes que habían tenido un destino similar:
-En el libro de Irwin se define a estos superhéroes como “los boxeadores del siglo XXI” -cité ante la aprobación de Medrano-. No están preparados ni mental ni socialmente para el éxito, el dinero, la fama…Se queman, se autodestruyen.
-Sin embargo, Zenitram no es de ésos, Frank. Por eso creo, precisamente, que es un personaje ideal para lo que buscas, ejemplar de estos tiempos sin pudor que te interesa registrar. No creo que se entregue sin inventar algo hasta el final. Aunque sea patético -y el tono del fotógrafo se adecuó a lo que seguía-: acaba de anunciar su reaparición para apoyar la reelección del Presidente y hace tiempo que amenaza con una conferencia de prensa semiclandestina…Supongo que será algo sórdido. ¿Te interesa asistir?
Dije que claro que sí, que en realidad no había hecho otra cosa que esperar ese momento.
Medrano no me creyó. Ya me creería.
El taxi que me lleva hacia el sur avanza de a tirones por la autopista pegada al río que bordea la ciudad. La mitad de la calzada está inutilizada por el asfalto quebrado, las defensas vencidas. Luces blancas y frías iluminan el aire húmedo, saturado de insectos. Las bocinas suenan como sirenas de barcos en la niebla. El conductor putea en general al clima, la autopista rota y al Presidente que sin duda seguirá siendo Presidente.
El atasco inmoviliza definitivamente al taxi; pasan los minutos.
-¿No hay otro camino para ir más rápido? -sugiero.
Entonces el taxista se desliza de la fuera hacia una cierta irónica pasividad:
-Como no sea volando, no veo la manera, amigo…
-No estaría mal: un buen servicio aéreo como el de Nueva York -insinúo.
-Usted no es de aquí -se cree en el deber o el derecho de informarme.
-No.
Asiente, confirma. Es como si se atribuyera el monopolio de la protesta y yo no le pareciera autorizado.
-Volar, volar… -repite-. Si eso garantizara la felicidad…
Lamento haberle dado la oportunidad de filosofar.
-Es el caso de ese negro de mierda… -prosigue mientras me indica un costado de la autopista.
El cartel es inmenso, excesivamente iluminado para su factura elemental, un alevoso montaje: el Presidente sonríe junto a un Zenitram muy joven, que lo abraza mientras señala el cielo. Vamos para arriba es la consigna del superhéroe.
-¿De qué le ha servido volar a este hijo de puta? -concluye.
Busca mi aprobación por espejo retrovisor. Asiento y sigue monologando.
Me aburre, me fastidia en cierto modo. Después de un momento sigue en lo suyo: putear casi ritualmente a todo lo que se le cruza. Decido que cuando me vuelva a buscar con la mirada no estaré allí.
El aire del desolado loft que alguna vez fue una curtiembre saturada de olores a grasa y desperdicios del río cercano está cargado de humo y de rumores. No hay cámaras de televisión y poco más de una docena de periodistas convocados secretamente, curiosos pero escépticos, esperan a Zenitram preparados para la decepción.
Localizo a Medrano apoyado en la pared del fondo pero de acuerdo con lo convenido apenas lo saludo con un golpe de cabeza y me ubico a un costado. Mejor no hablar con nadie; no podría justificar mi presencia.
Ya son las diez, la espera se prolonga y algunos amenazan con retirarse.
De pronto, el hombre disfrazado llega desde la noche y aparece en el alféizar de la ventana abierta. Erguido, los brazos en jarra, la capa flotando alrededor. Ha especulado con la sorpresa y el contraluz para conseguir un silencio expectante. Pasan largos segundos hasta que saltan algunos aplausos, vítores más burlones que sinceros. De pronto estira un brazo y dice:
-Buenas noches, señores… -y no se ha movido del marco de la ventana-. Los he reunido para comunicarles que Zenitram ha vuelto a las calles y al aire de Buenos Aires.
Hay algo de enfático y resentido en el uso de la tercera persona, en la entonación de la voz que se desea firme pero suena vacilante.
Enseguida, con estudiada seguridad, salta, y después de un leve planeo se deja caer frente al auditorio con las piernas ligeramente abiertas.
Mientras estallan los flashes, aunque me mantengo en una discreta segunda línea, puedo verlo bien. El reaparecido Zenitram se ve un poco obeso dentro del nuevo traje tornasolado que sin duda no lo favorece. Envuelto parcialmente en una capa demasiado corta para que sus giros y revoleos resulten efectivos, lleva en medio de sus claudicantes pectorales un nuevo logotipo, similar al utilizado por el Presidente en la campaña electoral. Hay sonrisas irónicas en el auditorio.
Comienza el diálogo. Es evidente que Zenitram está solo, más solo que nunca, y piadosamente nadie pregunta por Rayo o cualquier otro ayudante eventual. Ante el primer requerimiento, Zenitram describe su experiencia en Estados Unidos como muy rica y formativa:
-Hice buenos amigos, trabajé mucho y bien -sintetiza como quien rinde cuentas de una beca-. Pero comprendí que mi lugar estaba aquí, con mi gente -concluye.
Hay aplausos formales.
Cada periodista se identifica antes de preguntar y rápidamente el tema deriva hacia las elecciones del domingo:
-Creo que el Presidente es lo mejor que podría haberle ocurrido a nuestro país -asegura.
Después desmiente con una sonrisa forzada la posibilidad de aceptar anuncios publicitarios en su indumentaria y que tenga ambiciones políticas:
-Estaré junto al Presidente si me necesita. Esto es todo.
Esquiva una pregunta sobre su edad, se enoja cuando le insinúan la existencia de “estímulos materiales” para colaborar en la campaña presidencial y entonces amenaza con retirarse.
Pero nadie le cree. Es, lejos, el más interesado en que la ceremonia se prolongue. Sin embargo, cuando la conferencia languidece, de pronto oigo la voz de Medrano repentinamente cercana a mis espaldas:
-Zenitram, por favor: aquí hay un periodista norteamericano, un amigo en realidad -y ahí pone su mano en mi hombro, me sonríe como si hubiera hecho una travesura-, que quiere hacerle una pregunta.
Me sorprende, siento cómo todos se vuelven hacia mí y casi mecánicamente me ajusto los anteojos negros clavándome el índice en el entrecejo mientras improviso:
-Frank Ramírez, del Miami Mirror –y siento la mirada inquisitiva del superhéroe que trata de localizarme entre el humo y los cuerpos que se interponen-. Cuando estaba en Estados Unidos, y allá era The Pampero: ¿no contempló la posibilidad del retiro?
Él da un paso al frente, como si quisiera verme mejor:
-En absoluto -dice tras unos segundos; sonríe de improviso-: lo de The Pampero me trae buenos recuerdos, Frank…Pero debo aclararle que quien nace superhéroe o descubre en algún momento que lo es, como yo, en cierto modo está condenado a serlo hasta el fin. No creo en los retiros. Sólo nos retira la vida…¿Satisfecho?
-Sí…Thanks -y me retraigo.
-Frank… -insiste Zenitram- ¿Podríamos hablar después de la conferencia? Me interesa mucho que no se lleve una mala impresión de mi actualidad.
-Okey.
A partir de ese momento el interrogatorio se hace trivial. Nadie se ensaña con él porque parecen no tomarlo demasiado en serio. Da un poco de vergüenza ajena, cierta pena con su pancita irreversible y el teñido de las canas. Hasta que un periodista joven le pregunta por su situación procesal y esta vez sí Zenitram se ofende en serio.
-Señores, buenas noches.
Y con un teatral revuelo de capa da por terminada la conferencia de prensa.
Pero no se va enseguida. Da un saltito, se eleva apenas y sobrevuela el grupo lentamente como si buscara algo o a alguien. Y yo sé a quién busca. Lo veo venir. Tose un poco en medio del humo suspendido contra el techo del local y cuando me divisa no duda: ante la sorpresa de todos, se inclina sin detenerse, me toma por debajo de las axilas y no sin esfuerzo me arrastra por el aire hasta embocar dificultosamente la ventana.
Siento el aire húmedo de la noche en la cara, el vacío creciente bajo los pies y mientras me lleva noche arriba alcanzo a ver, en la ventana, a Medrano que dispara una, dos, tres veces el flash mientras subimos.
Me imagino que ríe. Casi creo oírlo reír.
-¿Te gusta lo que ves? -Y Zenitram abre los brazos como si lo que me muestra fuera una prolongación natural de sus brazos-. Es una hermosa ciudad, ¿no crees?
-Sin duda -y asiento con la cabeza.
Encaramado en la cornisa más alta de un edificio que, me entero, se llama Cavanagh y es un clásico de la ciudad, con la brisa del río que me revuelve los cabellos trato de conservar la tranquilidad mientras él se mueve nerviosamente en el aire a mi alrededor, hace gestos de maestro de ceremonias.
-Esto es Buenos Aires…Ni se te ocurra compararlo con tu Nueva York -concluye revoleando el brazo.
Luego de un amplio viaje aterriza a mi lado y comienza a caminar por la terraza desierta mientras monologa:
-El viejo Harry Pacheco…No sabes la alegría que me da el volver a verte, Harry. ¿Y a ti?
Extiendo el pulgar, le ratifico que es mutuo el placer, que está todo bien entre nosotros.
-Te reconocí enseguida: tienes una voz inconfundible, aunque te hagas, no sé por qué, el gusano de Miami…Tu voz me quedó grabada desde que compartimos la sala de recuperación, allá en Houston…Éramos los únicos latinos, ¿recuerdas?
Busca mi asentimiento y no se lo niego. Continúa:
-¡Cómo le gritabas a aquella enfermera pelirroja! ¿Cómo se llamaba? ¿Evvie?
-Ethel. La pelirroja se llamaba Ethel.
-Eso es: “¡Consígueme un gramo, sólo un gramo, aunque sea el último, puta!” -dice, le recuerda al aire a la noche, a los gritos-: me parece oírte, Harry… ¡Cómo le gritabas a esa guacha!
Y celebra tarde, con una carcajada.
-Me curé, Rubén -digo pausadamente.
Entonces se vuelve contra mí, gira en el aire y me encara, arrima su rostro al mío:
-Ja… “Frank Ramírez, del Miami Mirror… ¿De qué te has disfrazado? ¿Qué haces aquí? ¿Acaso vienes a trabajar conmigo como en los viejos tiempos, Harry? Me gustaría ver otra vez en acción a The Thinner… Eres admirable, Harry, único en lo tuyo… Muéstrame que estás en estado aún.
-No debo, Pampero. Ya no.
-¿Qué dices?
-Que estoy retirado. Cumplí los cincuenta en octubre y ya sabes cómo son los reglamentos…
-¡Me cago en los reglamentos, Harry! -se enardece.
-Como quieras, amigo -le concedo-. Pero las reglas son claras y para todos. El año pasado se retiró Big Shadow, este año le tocó a Tiphoon. Y ya es hora de que tú…
No me deja terminar y me apunta con un dedo en medio de la frente.
-¿Qué te hicieron en Houston? -y está desesperado- ¿Te convertiste en alcahuete de esos burócratas de la U.S.A.?
Por toda respuesta echo mano al bolsillo interior de la chaqueta y saco el carnet de la Union Superheroes Association. Allí están mi rostro y un número.
-Soy inspector. Es mi trabajo desde que me retiré, Rubén. Tuve suerte. Pasé momentos muy malos cuando salí de Houston. Ahora estoy bien.
Mientras guardo parsimoniosamente mi credencial advierto que Zenitram me mira sin poder creer lo que oye.
-Y has venido a pedirme que me retire, que me jubile… -susurra mientras se deja caer a mi lado, se sienta prolija, irónicamente-. No puedo creerlo, Harry.
Siento, sé que ha llegado el momento y que no debo echarme atrás:
-Hay algo más, Rubén: no eres un buen ejemplo, ¿sabes? -y acallo su protesta fastidiada-. Conoces la primera regla, has jurado por ella: “Dentro de la Aventura, todo; fuera de la Aventura, nada”. Sabías que no debías involucrarte, meterte con la historia, con la política. Es territorio vedado para nosotros.
-No me jodas…-exclama mientras me empuja, siento su pesada mano en mi brazo-. ¡Ahí te salió el sucio yanqui que tienes adentro, chicano renegado!
-No sigas: sabías que no podías hacer política.
-¿Y Captain America en los años de la Segunda Guerra Mundial?
-No hagas trampa, no me hables de los Ficticios, Pampero. Era otra época, además… -y siento que la discusión me produce un extraño cansancio y que quiero acabar de una vez-Tienes que dejarlo, ya.
-¿Has venido sólo para sermonearme?
-He venido a llevarte conmigo. Tendrás que dar explicaciones en Nueva York.
Me mira como si no pudiera creer lo que oye. Yo tampoco puedo creer lo que pasa.
De pronto gira en redondo y echa a volar. Por un momento temo que se escape. Pero no. Da un violento giro y desciende rápidamente, se me planta en el aire con toda arrogancia:
-Sabes bien que todavía puedo estrangularte, Harry…Y después estrellarte contra el piso…
Repentinamente me toma de las solapas y da un salto. Quedamos los dos suspendidos en el vacío:
-No lo harás, Pampero -le digo.
Y trato de parecer imperturbable.
Echa al aire una carcajada nerviosa, giramos dos veces en una danza macabra y me deja en la terraza otra vez, tambaleante.
Se aleja dos pasos y me desafía con los brazos en jarra:
-¿Por qué estás tan seguro de que no te mataré?
No pierdo tiempo en contestarle. Sólo me llevo la mano otra vez al bolsillo de la chaqueta y murmuro:
-Porque yo lo haré antes.
Cuando ve la pistola en mi mano se lanza hacia adelante pero alcanzo a disparar dos veces.
Le doy en el cuello y en el hombro. Se va de costado y golpea contra el borde de la terraza. Intenta incorporarse y entonces le disparo otra vez, ahora en la pierna. Se retuerce, aletea como un pájaro herido. No puedo permitir que se me escape volando, así que me acerco y le piso la capa. Vuelve la cabeza:
-La regla quinta, Harry -dice en un último esfuerzo y con una expresión extraña-: la regla quinta nos prohíbe usar armas, Harry.
-Estoy retirado, Pampero. Adiós.
Y le disparo dos veces más, a la cabeza.
Todo ha terminado. Tengo el cuerpo empapado en sudor. Guardo el arma y respiro hondo. No quiero mirar a Zenitram, que ha quedado torcido, en una postura imposible. Miro entonces la ciudad, me asomo a ella y me parece más grande e indiferente que nunca. Consulto el reloj. Es temprano aún y volver al hotel desde aquí será cuestión de minutos. Pero tengo reserva para el vuelo a Nueva York de la una de la mañana. Mejor que me apure.
Le echo una mirada final a Zenitram y después tanteo la puerta que da a la escalera. Está cerrada. Me concentro un instante, llega ese leve cosquilleo previo al momento y después, naturalmente, siento que me adelgazo, ya soy una lámina apenas, atravieso la pared.
Zenitram - Juan Sasturain
LAS CIUDADES INVISIBLES (FRAGMENTO) - ITALO CALVINO
Producción de los participantes:
“Un Cuaderno Rojo” - Julia Zelarrayan
“Un Cuaderno Rojo” - Julia Zelarrayan
Después del largo viaje, Hipólito baja cansado del micro, viene desde el pueblo “La Tarasca”. En el convencimiento de que en esta ciudad podrá satisfacer sus jóvenes aspiraciones de un mejor porvenir.
Sabedor de que se enfrenta a un mundo distinto de su viejo pueblo, encaró la “Ciudad del Encuentro”. Pobre infeliz de él, cuando bajó del micro su cabeza pasaba por un torbellino. A tal punto que no localizó su vieja valijita de cartón. El tipo que las entregaba, le pregunta a los gritos: “-Che negro, le pusiste un papel con tu nombre?, (alcanzó a mover negativamente la cabeza), el valijero murmurando (- estos negritos de mierd…., no sé para qué vienen. Seguro que si le pregunto su nombre: ni siquiera se acuerda). Concluye diciéndole; mira pibe, pasa dentro de dos semanas, si llega algo, te la reservo… Pregunta por Pirulo.
El pobre Hipólito quedó atontado. Serían las 23 hs. cuando un cana, lo interpela, poniéndolo en conocimiento que: -Este lugar no es para dormir. Sobresaltado aprieta la mochila contra su pecho. Camina entre dormido y al borde del espanto.
Habla solo; se dice: pero y, el Rolo se olvidó que tenía que venir a buscarme. Se detiene bruscamente, abre grande los ojos al ver la gran cantidad de: autos, micros, camiones grandísimos, y que circulan a velocidad por las anchas calles. Está paralizado, agita sus brazos. Cuando quiere levantar su bolso ¡No está ¡Mira espantado para todos lados (-será el Rolo que me hizo una broma)! La realidad es que al bolso se lo hurtó un pibe, que ya está a una cuadra (tratando de desmantelarlo, en busca de algo de interés).
Busca Hipólito una cara conocida, alguien a quien preguntar; la gente camina como zombi, sin expresión en sus semblantes, mudas: indiferencia total.
Inicia una caminata laberíntica, pasa por una zona donde hay barcos generalmente viejos. Toda la gente se maneja a los gritos. Tambaleante traspone una puerta de alambre. Y mira: son pilas y pilas de grandes cajones de chapa. Imagina que es donde duerme la gente de la Ciudad. Encuentra un rincón entre dos altos cajones, se tira, y trata de ordenar su cabeza. Un par de horas, y empiezan a entrar unos tractores con grúas, gente con cascos, tienen uniformes raros (-serán extraterrestres). Se dan órdenes a los gritos. Pronto se encuentra rodeado de muchos de ello. Vienen unos tipos grandotes, lo toman cada cual de un brazo (y bajo efecto de un vuelo), lo tiran sobre algo que hace las veces de silla. Otro tipo de un escritorio lo interpela, le grita - ¿Sos mudo carajo?, (aterrorizado, con un movimiento de cabeza asiente, y pierde el conocimiento).
Lo trasladan al centro hospitalario, donde la cosa empieza a serenarlo. Pero aún allí le aterran los raudos desplazamientos de la gente, para todos lados.
Queda internado en un hospicio psiquiátrico, en forma transitoria. Allí recupera el habla; comienza a recordar quien es, y porqué está en esa maldita Ciudad. (Piensa una vieja enfermera Justo esta Ciudad eligió; difícil que pueda con ella. Acá, tienen leyes propias para ser respetadas por quienes quieren que las respeten. es tan gigante, que pasan muchas cosas raras, y las convierten las secretas. Es importante, pero existen esas Logias de distintos tipos).
Algunos le sugieren que regrese a su pueblo, que le consiguen el boleto.
Pero los sueños de Hipólito pinchan como agujas por surgir; quieren realizarse. Les jura que hará una vida ordenada en esa ciudad (aunque lo enloquece), que sólo pensará en cumplir con sus estudios. La enfermera mayor le regala un cuaderno rojo y un par de lapiceras. Esperaremos que cada dos semanas vengas a mostrarnos el plan que escribiste, y cómo lo vas cumpliendo. Otro le dice; necesitas conocer las costumbres de esta ciudad (que, aunque parece cruel, allá en el fondo tiene algo de bueno). Allí nomás anotó fecha, nombre del lugar y de las personas que lo acompañaban en su retirada.
Caminó unas cuadras (como para no ser observado por gente del hospicio: sentado en una plaza, escribió sobre semáforos, luces. Dibujaba y colocaba los nombres de las calles, y de cosas que le resultaban de su interés.
Se sentía fortalecido, pero al cruzar una avenida “con el hombrecito en blanco”, un ciclista CRUZÓ y lo tiró al cemento. La gente apurada corría, eran miles. Ninguno con tiempo para perder, y darle una mano: Solo consiguió arrastrarse al cordón de la vereda. Donde, ya salido del susto, observa que sólo tenía unos rasguños, algo de sangre por la cara y manos, se levantó y notaba que rengueaba por un dolor. Se juró que se curaría solo. (Pensó que tal vez la gente que lo aconsejó tenía razón. Aquí no hay respeto por sus propias reglas).
Casi rendido se cobija entre las raíces de un viejo ombú, el sol lo saluda brindándole la alegría de sentirse vivo, y recordándole que debía cumplir su objetivo. Pasa un joven y le entrega una bolsita: tenía café y media lunas. Esto le levantó el ánimo. Anotó en su cuaderno rojo todo lo que le había pasado.
Cerca de las 11am, logra entablar charla con un cuidador de perros (le pareció muchacho gentil, se inclina para anotar en su cuaderno). Pero un perro de gran porte le salta tirándolo a tierra. “-Cosa de mandinga, creo que ya eran media docena”. Hipólito era el festín de los canes. Por suerte con la ayuda de otro cuidador, logran alejarlos, dejándolo tirado. Cuando empieza a reponerse, busca su cuaderno rojo, y no lo encuentra.
Se entristece al punto de quedarse dormido, sobre el césped (la angustia por la falta de su cuaderno rojo, lo sume en un sueño profundo).
Cuando despierta, se limpia un poco, camina como empujado por una fuerza extraña. Es noche entrada, en un barrio de escaso movimiento y poca luz, de pronto se detiene ante una puerta fuerte de madera roja, la misma se abre (produciendo un chillido que le hiela la sangre). A su cabeza vuelve el recuerdo del cuaderno rojo. Una voz ronca, se hace escuchar, muy a pesar de los ladridos de un negro perro (que está a punto de atacarlo).
Liberado de su accidentada llegada a la cofradía del cuaderno rojo. Desde tras de unas cortinas de pana bordó. La voz ronca, comienza diciéndole: que ya tiene pleno conocimiento de su cuaderno rojo.
-En mi cargo de patriarca de la Organización Masónica del cuaderno rojo; hemos decidido despacharlo a su pueblo, esta ciudad ya está llena, de gente con sus debilidades y aspiraciones incumplibles. La experiencia nos dice, que sólo sirven para entorpecer la maquinaría, que es ésta nuestra bella ciudad.
Usted y otros como usted, perjudican la Ciudad, le quitan su cultura, la empobrecen, le dan un aspecto de miseria.
Y nuestra Logia, nos apoya con el máximo poder para limpiar de toda carroña, éste nuestro lugar. Por lo tanto: tome este sobre, con su pasaje para su regreso; lo llevará el auto que está en la puerta, y siga las instrucciones que se le irán impartiendo.
Al subir al micro, le entregan una mochila, previó haberle despachado dos grandes valijas, avisando el chofer que tienen como destino “Pescado Blanco”; (Hipólito es informado que allí lo esperarán, para que retome el viaje hasta su añorado pueblito “La Tarasca”.)
El viaje parece interminable, se le ocurre mirar la mochila recibida. Observa con alegría que contiene: un cuaderno rojo, y un sobre con una apreciable cantidad de dinero. También los sándwiches, bebidas y una caja de bombones; que se apura a comerlos.
Los gritos del chofer del micro lo despiertan. Baja medio tumbado, ve que dos tipos ya están subiendo las valijas a una combi. Una mujer le da una propina al valijero. Y conduce a Hipólito a subir al asiento trasero de un coche negro.
Cuando retoman la ruta, se vuelve a dormir. Entrada la noche, se despierta sobre un banco de la plaza de su pueblito.
No entiende que pasó, se apura a mirar su mochila (por suerte tiene el cuaderno y el sobre), lo cubre con su campera. Y después de caminar un km. Divisa a su madre que está ordeñando la vaquita.
Hipólito piensa; bueno me la jugué todo, pero algo logré. La emoción de los miedos y tristezas pasados, lo hacen corren hasta los brazos de su madre. Y llora, llora. Sin parar. Las caricias recibidas son un bálsamo para las heridas de su corazón.
-Viejita, te extrañé mucho, nunca me iré de tu lado. No hay nada como el pueblo donde nací.
LAS CIUDADES INVISIBLES (FRAGMENTO)
ITALO CALVINO
ITALO CALVINO
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta 12 de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya está entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
Zenitram - Juan Sasturain
Otra vez el teléfono. Estiro el brazo en la penumbra húmeda pero me detengo. Puede ser Medrano. Lo dejo sonar tres, cinco, ocho veces y levanto el auricular. No es Medrano. Hay zumbidos, cierto lejano picoteo en la línea, como si una fila de pájaros se moviera inquieta sobre el cable imaginario que trae la voz de muy lejos. Desde Nueva York, precisamente.
-Te llamé tres veces -dice el jefe sin saludar.
-Cuatro.
-No enviaste el fax.
Conozco al jefe. Está ansioso pero no preocupado.
-Lo envié esta mañana -miento sin vacilar-. Las comunicaciones no son buenas aquí.
Se hace un silencio breve.
-Esta misma noche -le aseguro.
Se produce otro vacío, algunos segundos.
-De acuerdo -dice finalmente.
-Tranquilo, jefe. No hay problemas.
Y de apuro, sin ganas y sin que me lo pida, le doy algún detalle del contacto, le aseguro que probablemente esta madrugada el asunto esté acabado, listo.
Lo siento respirar, relajarse.
-¿Todo bien, entonces? -dice casi por compromiso.
-Claro, todo en orden.
Es lo que quiere oír. De pronto siento cómo cambia apenas el tono de voz para comentarme por lo bajo las virtudes del culo de Floppy, su secretaria, para quejarse retóricamente de sus pies fríos, de la impiadosa nieve que ve caer en ese momento sobre la Quinta Avenida mientras finge envidiar mi supuesto paraíso tropical.
Le sigo la corriente, le confirmo mulatas y palmeras, y él aprovecha para caer en los lugares comunes de recordarme mis deberes y, sobre todo, mi veteranía. Le gusta ese toqueteo verbal, esa esgrima barata que presume de ingenio.
-Y ya sabes… -concluye-: llámame una vez que termines con eso, a cualquier hora que sea. Y no te “manifiestes”.
Es su manera elíptica, el eufemismo que utiliza para sus recomendaciones de extrema precaución.
Le contesto con un gruñido que toma como signo de asentimiento. Me da ánimos y saludos de Floppy antes de cortar la comunicación desde el otro lado del mundo.
Cuando deposito el auricular en el antiguo aparato junto a la cama siento el sudor, la tensión de los dedos que se quedan aferrados un momento más.
No va a ser fácil.
Al levantar la persiana, junto con la claridad rojiza suben al cuarto los sordos ruidos, el rumor entreverado de la calle. Apago los penúltimos gritos de la Callas en el antiguo equipo de música y me llevo una cerveza al balcón.
Atardece muy despacio aquí. La llanura no ha puesto límites a la desordenada expansión de la ciudad; tampoco interrumpe o apura la caída de un sol rojo y clásico, peligroso hasta el final.
Buenos Aires es desmesurada. Un exceso, probablemente un error en semejante latitud, tan al sur. En un tiempo de capitales vacías, esta ciudad está torpemente viva. Una semana de andar con ella alrededor agota como la compañía de un niño pequeño. No ha de ser simple vivir aquí, moverse y volar bajo su pesado cielo.
Además este río absurdo al que no acabo de acostumbrarme. Color de león, ha dicho el ingenioso Medrano citando a un poeta del siglo pasado. Pero lo extraño no es eso sino el aire de impostura, la falta de equivalencias para comparar. Ni el Hudson ni el East River -ni ningún otro- sirven para explicar un mar inmóvil, una infinita extensión de agua baja y espesa, sin olor y sin orillas.
Según el veterano camarero que se obstina en hablarme de tango y de cuando vino el vetusto Sinatra en los setenta, hace mucho tiempo –“antes”, suele decir por toda referencia-, en las mañanas claras, solía verse la costa uruguaya. Ahora ni siquiera existe el horizonte. El agua brilla como una chapa de zinc y el cielo parece disolverse en un celeste viejo de sábana usada.
Sólo con la caída de la tarde la ciudad y el paisaje se toman un respiro, como si se distrajeran. Acodado al balcón, al fin puedo observar de cerca, echado y quieto, al inmenso animal salvaje que he visto moverse todo el día.
El calor no se va con la luz. Tarda en abandonar la piel húmeda y los objetos esponjosos. Aunque se consigue buena cerveza boliviana y genuino bourbon más barato que en Nueva York, es duro el verano aquí. El agua titubea en los grifos, el aire acondicionado suele carraspear hasta mediodía y la deserción de los ascensores me obliga a subir los veintidós pisos, fingir un cansancio solidario ante encolerizados turistas turcos y sudafricanos que se quejan de tanto deterioro.
Sin embargo, este ajado Sheraton que me alberga tiene sus ventajas. Construido hace más de medio siglo, cuando la disuelta cadena hotelera estaba en su apogeo, no está automatizado ni los circuitos cerrados de televisión te cosquillean la nuca como en los de las corporaciones japonesas. Aquí aún es posible traerse una botella o una mujer a la habitación o elegir tu música sin que a nadie le importe. En los negocitos de Retiro se consiguen CD usados por pocos dólares y hace días que no hago más que escuchar La Traviata, el póstumo de Peter Gabriel, Brothers in Arms y Sultans of Swing del viejo Knopfler con los Dire Straits, reliquias desaparecidas hace décadas y sin dejar rastros en las tiendas de Manhattan.
Además, no hay casi nadie. Según el camarero, sólo hay otro par de periodistas brasileños que han venido a cubrir las elecciones del domingo. El resto se ha concentrado en los grandes hoteles de la Avenida Libertador. Prefiero no cruzarme con ellos. Aquí nadie pregunta demasiado. Ni siquiera la primera noche, cuando me arrimé al mostrador y puse mis credenciales ante el conserje, un hombre oscuro, delgado y peinado artesanalmente como un croupier.
-¿Míster? -dijo elevando las cejas mientras dejaba a un costado un sobado comic book de The Son of Batman.
-Frank Ramírez, del Miami Mirror.
-¿Cubano, tal vez? -dijo el tipo confundiendo mi acento, soslayando mi palidez.
-Pon americano, mejor.
-Americano…
No levantó la mirada mientras escribía en el registro de pasajeros, tampoco cuando con movimiento veloz escamoteó los cien dólares que apenas sobresalían de la última página del documento.
-¿Okey? -dije buscándole un gesto.
-Okey… -y me devolvió el pasaporte como quien da cartas sobre el tapete: empujándolo con los dedos y mirándome ahora sí a los ojos-. La 2245 es tuya, Frank. ¿Has estado antes en Buenos Aires?
Dije que no y pareció sorprendido. Le expliqué sin detalle que venía a cubrir las elecciones y sonrió irónicamente.
-¿Quién cree que ganará el domingo? -pregunté con una sonrisa similar.
Repentinamente distante, como quien da indicaciones para ir al baño, señaló con el pulgar y sin volverse un enorme afiche del Presidente colgado a sus espaldas -Now, Argentine proclamaban las letras rojas bajo su sonrisa-; había otros afiches similares en el foyer del hotel y miles que saturaban las paredes de la ciudad.
-No se te ocurra apostar contra él, Frank -dijo.
-Ya he apostado por ti, amigo -dije, señalándole el bolsillo donde había guardado los cien.
Me guiñó un ojo, llamó con un gesto al único botones, le indicó mi destino y retomó la revista que había dejado a un costado.
-Te gustan los cómics de superhéroes… -insinué.
Tomó distancia de las páginas coloreadas, las apreció como si fuera la primera vez.
-Bah… -se encogió de hombros-. Son basura.
Y volvió a la lectura, entre satisfecho y resignado.
Asentí. Di media vuelta y seguí al muchacho de uniforme raído.
Cuando la penumbra invade el cuarto, vuelvo a la cama, al televisor y a una antigüedad en blanco y negro que supongo sólo aquí puede seguir viéndose en horario central: The Three Stooges, tres torpes que chocan constantemente entre sí, uno pega y los otros chillan. Los dejo en el momento en que bajan de un taxi al pie de las pirámides y suena el teléfono. Cinco, seis llamadas y contesto.
Es Medrano esta vez.
-La conferencia de prensa es esta noche a las nueve y media -me asegura.
Ha habido tantas postergaciones que no puedo dejar de preguntárselo:
-¿Y usted cree que Zenitram se presentará?
No me contesta, sólo se ríe.
-Anote la dirección. Es lejos -dice-: Montes de Oca y California, en Barracas, un barrio apartado de la zona Sur.
Se detiene en algunas precisiones para que no me pierda y finalmente atenúa mis expectativas:
-No será la primera vez que el hombre falle -concluye.
Le digo que estoy seguro de eso y él vuelve a reír antes de cortar.
Siempre se ríe, Medrano.
Me doy una ducha rápida y mientras me seco vigorosamente pienso que debo dejar todo preparado para partir esta misma noche si es necesario. Llamo a la mucama para reclamar las camisas planchadas y pongo la maleta sobre la cama.
He traído ropa de más, como siempre. Incluso el estrecho y descolorido traje verdinegro que no me he puesto en cinco años, que no me volveré a poner. El jefe se irritaría si me viera con esto encima: ¿me entraría todavía, no cederían las costuras?
Me sorprenden los golpes en la puerta. Cierro apresuradamente la maleta y hago entrar a la mucama. Deja la ropa, recibe su propina sin un gesto y ya va a salir cuando se vuelve:
-Señor…
Me busca, sorprendida. No me encuentra donde me había dejado.
-Sí… -digo a sus espaldas.
-Ah… -se da vuelta y frunce el entrecejo; me extiende un papel-. Me olvidaba: acaba de llegar este fax para usted.
-Gracias.
La mucama se retira mirándome de soslayo.
El fax es de Medrano. Un plano hecho a mano, sintético, del itinerario para llegar a la conferencia de prensa. Me llama “gusano solapado”, se burla cariñosamente de mi condición gringa. Siempre me sorprende, como el primer día.
Fue en el salón Bicentenario de la remodelada Casa Rosada. El Presidente había querido tener un encuentro con “los periodistas extranjeros acreditados para cubrir el acto eleccionario” según dijo el secretario de prensa y tradujo simultáneamente la intérprete de falda cortísima. Se suponía que yo era uno de ellos, así que ahí estaba, con mi vaso en la mano y ganas de irme antes de que empezara…
Al rato, mientras el ministro del Interior hablaba de transparencia y de continuidad institucional, varias docenas de enviados especiales cambiábamos el pie de apoyo, vencidos por la fatiga y el aburrimiento. De pronto sentí que alguien se inclinaba a mis espaldas por sobre mi hombro, leía mi credencial sujeta a la solapa y me susurraba al oído:
-Míster Ramírez: ese diario ya no existe.
-What do you say? -dije con mi mejor cara de asombro.
-Eso mismo digo: el Miami Mirror cerró el año pasado.
Me volví. El hombre alto y sonriente tas los anteojos y el mechón desprolijo asintió con la cabeza. Ni siquiera se tomó el trabajo de repetírmelo en inglés. Sólo levantó la cámara y me disparó un feroz primer plano con flash. Después me tendió la mano.
-Javier Medrano, fotógrafo de La Tarde. Trabajé para estos tipos -y señaló vagamente mi solapa-. Nunca me pagaron, gusanos de mierda.
-But… -balbucí e hice un gesto de disculpa que quiso ser de extrañeza, un modo de ganar tiempo: no sabía, no entendía castellano.
-Como quieras, Frank -dijo el fotógrafo sonriendo-. Sin embargo, me pareció haberte oído pedir otro whisky hace un momento. Y te hacías entender muy bien en la lengua de García Márquez…
No pude evitar una sonrisa:
-Okey -concedí.
Fue ahí que Medrano me tomó del brazo y me arrastró hacia un costado.
-Vamos, te invito otro. Prometo no preguntarte nada.
Y no preguntó.
Antes de dejarme hablar sostuvo, paradójicamente, que le bastaba la evidencia de mi impostura para confiar en mí:
-Es un lugar donde se miente por sistema pero jamás se lo admite, alguien que lleve la mentira como un rótulo merece toda mi confianza -dijo palmeándome.
No me atreví a contradecirlo. Sólo volví a sonreír y sentirme más torpe que intimidado.
Dos horas después, a la altura del quinto Four Roses en el tercer pub de la Recoleta, soslayado el pretexto de las elecciones y toda otra cosa que no fuera el valor de una amistad incipiente nacida al calor y amparo de la barra, le confesé mi real condición de periodista e investigador neoyorquino, bilingüe e independiente en busca de material para un libro que soñaba se convertiría en mi explosivo acceso al devaluado Premio Pulitzer:
-Too much Circus without a Bread: “demasiado circo sin pan” -le traduje, y bajé el tono para la explicación -: la periferia capitalista en la transición del milenio.
-No parece comercial -dijo claramente decepcionado.
-Tengo algunas ideas para que lo sea.
-¿Por ejemplo?
Me empiné el vaso, sentí el frío del hielo en los labios.
-Nada de datos o estadísticas. Sólo casos muy singulares, personajes -dije-. Tipos emblemáticos de este tiempo y estos lugares tan…curiosos…
-¿Curiosos? -repitió como si no entendiera-. Lo único curioso es que no hayamos desaparecido aún.
Cultivaba un humor feroz y piadoso a la vez, un ingenio que no saturaba porque era intermitente como sus estados de humor, sus arrebatos.
-Busco fenómenos inéditos, vidas ejemplares en el sentido de que sólo hayan sido posibles en ciertas circunstancias -insistí-. Supongo que por su trabajo periodístico ha tenido oportunidad y sabrá…
-Sé. Claro que sé.
De inmediato comprendí que Medrano había entendido perfectamente lo que yo buscaba, porque sin ninguna otra sugerencia comenzó a enumerar posibilidades:
-Hay un santón popular, San Jodete, que practicaba cierto mesianismo negativo, pero es un poco anterior; también hubo un político mulato que ganó una gobernación pero terminó en el manicomio, aunque supongo que es demasiado grotesco para tu paladar del Norte; y está Coco Benavídez, el sucesor de Maradona…
La lista era seductora, pero ante mis gestos de asentimiento, Medrano no se detenía sino que desechaba rápido, pisaba un nombre con otro, buscaba, iba cada vez más lejos en su exigencia.
-Acaso el general Soberano sea ejemplar. Es el que ocupó la Antártida en 2008 y que antes de entregarse a las fuerzas de la ONU se perdió en los hielos… -se entusiasmó de pronto.
-Me gusta -dije.
-Aunque si vienes de allá, Frank… -y ahora sí pareció haber encontrado lo que buscaba mientras señalaba arriba, quería indicar el Norte-, si vienes de allá, puede interesarte la historia de Rubén Martínez.
-¿Rubén Martínez? ¿The Pampero? -y no evité la pronunciación americana.
-Sí, The Pampero para ustedes; Zenitram para nosotros -me confirmó Medrano-. El primer superhéroe argentino. Incluso estuvo un tiempo bastante largo en Estados Unidos. ¿Te interesa, Frank?
Por supuesto que sí. Cautamente dejé entrever que conocía retazos de su historia y que quería saberla completa.
-Nunca será completa… -me aseguró el fotógrafo apurando el whisky-. -Aunque no lo creas, con más de cincuenta años, Zenitram o The Pampero, como quieras, ha vuelto.
Me interesó vivamente la historia. Tanto, que no dejé que comenzara el prolijo relato porque lo interrumpí. Eso debería grabarlo. Medrano asintió y yo supe que por fin estaba en camino.
Durante los días siguientes, mientras recorríamos bares y rincones privados de un Buenos Aires marginal -fuera de las enfáticas guías turísticas que ilustraban la Argentine como un arcoíris-, Medrano fue dejando caer la historia de Rubén Martínez con cierta ironía, como quien narra las andanzas más o menos vergonzosas de un pariente cercano e indeseable.
En el afilado retrato del fotógrafo de La Tarde, que había sido testigo desde el principio del fenómeno inédito, parecía demasiado lejana la esplendorosa irrupción de Zenitram en el cielo de Buenos Aires, el momento en que la rauda figura alada deslumbró a los incrédulos de la república.
Primero había sido el rescate de los inundados en Entre Ríos en el otoño de 2001 y después, a la semana, la captura de los depredadores ecológicos de Península Valdés. Medrano había sido uno de los pocos privilegiados que asistieron a la demostración de superpoderes del mágico volador y había vendido muy bien las fotos exclusivas que dieron la vuelta al mundo.
A todos les costaba creer que este tipo moreno y enjuto, ya no tan joven incluso, sin instrucción y apenas salido de un mediocre instituto de fisicoculturismo, fuera capaz de transformarse en un justiciero de traje ceñido y capa al viento, algo salido del mundo de la aventura, patrimonio exclusivo -según palabras de Medrano- del “universo anglosajón”.
Pero hubo que rendirse ante la evidencia. Emocionado a su pesar, Medrano me explicó cómo, una semana antes de su aparición explosiva, Martínez lo había elegido a él para dar la versión “oficial” -mito, superchería, lo que fuere- de su transmutación en superhéroe.
Le había explicado cómo, un domingo a la mañana en los urinarios de la estación Constitución, un viejo desconocido y astroso -un pordiosero, un mago también- que parecía estar allí esperándolo desde siempre le había revelado su condición excepcional con sólo mostrarle con dedo rugoso y firme su propio apellido escrito, invertido, en los depósitos de agua de los mingitorios.
-Pibe, hace mucho tiempo que te espero -le habría dicho el viejo con tono cavernoso y la seguridad de quien tiene una sola misión que cumplir-: como en ese cartelito que has leído mil veces al mear, vos sos Martínez pero en tu revés sos Zenitram. Otro más poderoso que vive en vos y sólo para el Bien.
Y a continuación, como en los más redondos cuentos de hadas, le había suministrado la fórmula mágica de recitado y transformación frente al espejo antes de desaparecer para siempre.
Escéptico, ladino, sin vocación de grandeza, Rubén Martínez había desconfiado de su singularidad, hasta que dos noches después, de regreso de una bailanta y más borracho de lo que reconocería, había ensayado la fórmula frente al dudoso cristal del antiguo ropero, en su cuarto de pensión.
Medrano supo describirme con fluidez las sensaciones que le había expresado torpemente Martínez: el sentimiento íntimo de darse vuelta “como un guante”, ser “el mismo pero al revés”, según sus palabras.
Lo que siguió fue mágico y grotesco a la vez. El incipiente superhéroe le contó los primeros cautelosos y vacilantes ensayos de vuelo nocturno y secreto por los cielos del barrio, aún sin traje apropiado -apenas un pantaloncito de fútbol y una camiseta de Atlanta- y las tímidas pruebas de fuerza que le sirvieron para resolver aquellos pequeños problemas domésticos como levantar la heladera para limpiar debajo o sustituir el tanque de agua de la casilla precaria de Aldo Bonzi donde vivían sus asombrados padres.
-Para ellos, como para la mayoría, incluido el empeñoso Rubén Martínez, no había llegado el siglo XXI ni el espejismo del Argentime -concluyó Medrano-: seguían viviendo tan precariamente como los padres de sus padres. La condición excepcional y los superpoderes de Rubén pertenecían a otro nivel de realidad, como lo que se ve por televisión.
La cuestión fue que, una vez pasado el primer momento de escepticismo, con las primeras “actuaciones” del superhéroe criollo se desató una euforia desaforada. Medrano recordaba, precisamente, la noche de diciembre en que, ante las cámaras de Canal 12, Zenitram apareció con su brillante indumentaria azul con capa amarilla y voló por los estudios, cruzó el aire, levantó en vilo máquinas, escritorios con sus consultores científicos incluidos, incluso algún intrépido espectador, y -según las crónicas- se mostró más confundido que entusiasta con el ejercicio y ostentación de sus flamantes poderes.
Hubo, en el tumulto, un golpe y una herida superficial en su pómulo que despertó la confusión y cierta alarma: el superhéroe nacional tenía entre sus atributos excepcionales el vuelo y una considerable fuerza, pero no era invulnerable.
-Ésa es precisamente la diferencia que establece William Irwin en Superheroes; life & fiction -acoté para no quedar como un simple oyente pasivo del relato de Medrano-. ¿Lo has leído? Es un poco obvio pero sistemático. Irwin dice que aunque la invulnerabilidad no sea el único rasgo distintivo, es el excluyente a la hora de separar las dos categorías básicas: los Ficticios y los Reales. Por ejemplo, ¿cuál es el grado de vulnerabilidad de the Pampero, o de Zenitram?
-Excesivo: Zenitram es demasiado vulnerable -dijo Medrano con una sonrisa que insinuaba un concepto lapidario-. Bien sabes que los superhéroes ya no son lo que eran antes, hace unas décadas, y mucho menos aquí. No sé cómo será en tu tierra, Frank. Ahí nacieron.
Admití, sin que me temblara la voz, que por lo poco que conocía del tema probablemente la humanización o secularización había llegado demasiado lejos. Era evidente que cierta burocracia había sustituido la libérrima expansión de la Edad de Oro. Coincidía con él en que la aparición de los superhéroes Reales había llevado a una reglamentación excesiva de su actividad: la sindicalización, el control estatal, la jubilación y otras lacras impensables en tiempos más fértiles para la aventura, cuando Spiderman y The Fantastics Four no conocían más límites que la imaginación de Stan Lee o el pincel de Kirby.
Medrano reconoció, sin embargo, que aquellas primeras módicas hazañas de Zenitram fueron más que suficientes para alimentar su gloria personal y el orgullo colectivo. El oscuro provinciano volador pronto tuvo conciencia de ser el primer superhéroe surgido fuera de las metrópolis de la aventura y no tardó en convertirse en símbolo del Poder Ser Nacional, una fórmula que el gobierno de turno acuñó para la oportunidad. Sin embargo, según Medrano, Zenitram había sabido mantenerse al margen de los intereses que quisieron utilizarlo, hasta que la crisis de 2005 también lo arrastró a él.
Acaso su primer error haya sido aceptar la Secretaría de Asuntos Excepcionales, de la que debió apartarse al poco tiempo, sumariado y bajo sospecha. Fue un momento difícil para él, pues coincidió con la aparición de Zonda, la esbelta heroína cuyo lanzamiento por televisión lo desplazó del fervor del público.
-Ya no era el único ni el más joven -sintetizó Medrano-. Y le costó aceptar la nueva situación. Sin embargo, pareció volver con más fuerza al incorporar un ayudante, Rayo, para el verano de 2006. Con esa novedad y el trabajo realizado en la autopista a Mar del Plata en el verano junto con la policía provincial, y en la frontera boliviana con Gendarmería, recuperó algo de efímera popularidad. Pero…
Noté que mi informante vacilaba. Era evidente que aunque Medrano podía describir los hechos con precisión, dudaba en el momento de atribuir un sentido único o determinado a los hechos.
Apareció un dejo de sorpresiva piedad en la forma como me describió la salvaje campaña de prensa que puso en tela de juicio la verdadera identidad o el juicio que por intento de violación le inició el padre del joven Rayo. Además, una investigación intencionada sobre su desempeño en la función pública terminó por desacreditarlo.
-He leído esas infamias -acoté-: hay una traducción norteamericana, bastante posterior, de Lo que Pampero se llevó…Creo que ése es el título.
-No sólo son infamias. Tampoco lo de Rayo fue simple chantaje -me rectificó Medrano meneando la cabeza-: Zenitram tuvo siempre costados oscuros, indefinibles…Sin embargo, había conseguido, después de todo eso, recomponer su imagen una vez más cuando tuvo el accidente durante las fiestas del Bicentenario de la República…
El fotógrafo hizo una breve pausa en que pareció buscar el tono correcto para lo que seguía:
-¿Qué pasó? -dije.
-Chocó contra el Obelisco durante una exhibición, frente al palco oficial repleto de presidentes de todo el mundo. El papelón lo sacó bruscamente de circulación.
Eso había sido cinco años atrás y, según Medrano, después del accidente, Zenitram “no había quedado bien de la cabeza”. Lo sorprendieron un par de veces con gramos de crack encima -era un adicto reconocido- y con su vida desordenada, entre mujeres golpeadsa y juicios por lesiones varias, se convirtió en un personaje indeseable.
Su último acto público fue un gesto soberbio y desesperado: reunió a la gente en Plaza de Mayo y anunció que se iba del país porque acá “no lo entendían” y además, la Argentina “le quedaba chica”. Dijo que tenía una oferta de Estados Unidos, de una empresa privada de seguridad de California donde “saben valorar a los superhéroes como yo”. Después se elevó, tomó rumbo noroeste y nunca más lo vieron.
A partir de allí, el relato de Medrano se había diluido en conjeturas, registro de rumores, noticias sueltas que confirmaban la decadencia. Un colega le había asegurado haberlo visto, dos años atrás, hecho una piltrafa, cuando ingresaba al Superheroes Special Hospital, en Houston, para recuperarse de alguna de sus adicciones. Nada quedaba por entonces del que había volado a triunfar en la patria de Superman.
-¿Tú no supiste nunca nada de él? -me preguntó Medrano al final.
Me encogí de hombros. Dije conocer lo sabido, la versión payasesca de The Pampero -así lo habían rebautizado para el mercado interno norteamericano, donde era el toque exótico- para las revistas amarillas del género. Claro que sí podía dar otros ejemplos de personajes que habían tenido un destino similar:
-En el libro de Irwin se define a estos superhéroes como “los boxeadores del siglo XXI” -cité ante la aprobación de Medrano-. No están preparados ni mental ni socialmente para el éxito, el dinero, la fama…Se queman, se autodestruyen.
-Sin embargo, Zenitram no es de ésos, Frank. Por eso creo, precisamente, que es un personaje ideal para lo que buscas, ejemplar de estos tiempos sin pudor que te interesa registrar. No creo que se entregue sin inventar algo hasta el final. Aunque sea patético -y el tono del fotógrafo se adecuó a lo que seguía-: acaba de anunciar su reaparición para apoyar la reelección del Presidente y hace tiempo que amenaza con una conferencia de prensa semiclandestina…Supongo que será algo sórdido. ¿Te interesa asistir?
Dije que claro que sí, que en realidad no había hecho otra cosa que esperar ese momento.
Medrano no me creyó. Ya me creería.
El taxi que me lleva hacia el sur avanza de a tirones por la autopista pegada al río que bordea la ciudad. La mitad de la calzada está inutilizada por el asfalto quebrado, las defensas vencidas. Luces blancas y frías iluminan el aire húmedo, saturado de insectos. Las bocinas suenan como sirenas de barcos en la niebla. El conductor putea en general al clima, la autopista rota y al Presidente que sin duda seguirá siendo Presidente.
El atasco inmoviliza definitivamente al taxi; pasan los minutos.
-¿No hay otro camino para ir más rápido? -sugiero.
Entonces el taxista se desliza de la fuera hacia una cierta irónica pasividad:
-Como no sea volando, no veo la manera, amigo…
-No estaría mal: un buen servicio aéreo como el de Nueva York -insinúo.
-Usted no es de aquí -se cree en el deber o el derecho de informarme.
-No.
Asiente, confirma. Es como si se atribuyera el monopolio de la protesta y yo no le pareciera autorizado.
-Volar, volar… -repite-. Si eso garantizara la felicidad…
Lamento haberle dado la oportunidad de filosofar.
-Es el caso de ese negro de mierda… -prosigue mientras me indica un costado de la autopista.
El cartel es inmenso, excesivamente iluminado para su factura elemental, un alevoso montaje: el Presidente sonríe junto a un Zenitram muy joven, que lo abraza mientras señala el cielo. Vamos para arriba es la consigna del superhéroe.
-¿De qué le ha servido volar a este hijo de puta? -concluye.
Busca mi aprobación por espejo retrovisor. Asiento y sigue monologando.
Me aburre, me fastidia en cierto modo. Después de un momento sigue en lo suyo: putear casi ritualmente a todo lo que se le cruza. Decido que cuando me vuelva a buscar con la mirada no estaré allí.
El aire del desolado loft que alguna vez fue una curtiembre saturada de olores a grasa y desperdicios del río cercano está cargado de humo y de rumores. No hay cámaras de televisión y poco más de una docena de periodistas convocados secretamente, curiosos pero escépticos, esperan a Zenitram preparados para la decepción.
Localizo a Medrano apoyado en la pared del fondo pero de acuerdo con lo convenido apenas lo saludo con un golpe de cabeza y me ubico a un costado. Mejor no hablar con nadie; no podría justificar mi presencia.
Ya son las diez, la espera se prolonga y algunos amenazan con retirarse.
De pronto, el hombre disfrazado llega desde la noche y aparece en el alféizar de la ventana abierta. Erguido, los brazos en jarra, la capa flotando alrededor. Ha especulado con la sorpresa y el contraluz para conseguir un silencio expectante. Pasan largos segundos hasta que saltan algunos aplausos, vítores más burlones que sinceros. De pronto estira un brazo y dice:
-Buenas noches, señores… -y no se ha movido del marco de la ventana-. Los he reunido para comunicarles que Zenitram ha vuelto a las calles y al aire de Buenos Aires.
Hay algo de enfático y resentido en el uso de la tercera persona, en la entonación de la voz que se desea firme pero suena vacilante.
Enseguida, con estudiada seguridad, salta, y después de un leve planeo se deja caer frente al auditorio con las piernas ligeramente abiertas.
Mientras estallan los flashes, aunque me mantengo en una discreta segunda línea, puedo verlo bien. El reaparecido Zenitram se ve un poco obeso dentro del nuevo traje tornasolado que sin duda no lo favorece. Envuelto parcialmente en una capa demasiado corta para que sus giros y revoleos resulten efectivos, lleva en medio de sus claudicantes pectorales un nuevo logotipo, similar al utilizado por el Presidente en la campaña electoral. Hay sonrisas irónicas en el auditorio.
Comienza el diálogo. Es evidente que Zenitram está solo, más solo que nunca, y piadosamente nadie pregunta por Rayo o cualquier otro ayudante eventual. Ante el primer requerimiento, Zenitram describe su experiencia en Estados Unidos como muy rica y formativa:
-Hice buenos amigos, trabajé mucho y bien -sintetiza como quien rinde cuentas de una beca-. Pero comprendí que mi lugar estaba aquí, con mi gente -concluye.
Hay aplausos formales.
Cada periodista se identifica antes de preguntar y rápidamente el tema deriva hacia las elecciones del domingo:
-Creo que el Presidente es lo mejor que podría haberle ocurrido a nuestro país -asegura.
Después desmiente con una sonrisa forzada la posibilidad de aceptar anuncios publicitarios en su indumentaria y que tenga ambiciones políticas:
-Estaré junto al Presidente si me necesita. Esto es todo.
Esquiva una pregunta sobre su edad, se enoja cuando le insinúan la existencia de “estímulos materiales” para colaborar en la campaña presidencial y entonces amenaza con retirarse.
Pero nadie le cree. Es, lejos, el más interesado en que la ceremonia se prolongue. Sin embargo, cuando la conferencia languidece, de pronto oigo la voz de Medrano repentinamente cercana a mis espaldas:
-Zenitram, por favor: aquí hay un periodista norteamericano, un amigo en realidad -y ahí pone su mano en mi hombro, me sonríe como si hubiera hecho una travesura-, que quiere hacerle una pregunta.
Me sorprende, siento cómo todos se vuelven hacia mí y casi mecánicamente me ajusto los anteojos negros clavándome el índice en el entrecejo mientras improviso:
-Frank Ramírez, del Miami Mirror –y siento la mirada inquisitiva del superhéroe que trata de localizarme entre el humo y los cuerpos que se interponen-. Cuando estaba en Estados Unidos, y allá era The Pampero: ¿no contempló la posibilidad del retiro?
Él da un paso al frente, como si quisiera verme mejor:
-En absoluto -dice tras unos segundos; sonríe de improviso-: lo de The Pampero me trae buenos recuerdos, Frank…Pero debo aclararle que quien nace superhéroe o descubre en algún momento que lo es, como yo, en cierto modo está condenado a serlo hasta el fin. No creo en los retiros. Sólo nos retira la vida…¿Satisfecho?
-Sí…Thanks -y me retraigo.
-Frank… -insiste Zenitram- ¿Podríamos hablar después de la conferencia? Me interesa mucho que no se lleve una mala impresión de mi actualidad.
-Okey.
A partir de ese momento el interrogatorio se hace trivial. Nadie se ensaña con él porque parecen no tomarlo demasiado en serio. Da un poco de vergüenza ajena, cierta pena con su pancita irreversible y el teñido de las canas. Hasta que un periodista joven le pregunta por su situación procesal y esta vez sí Zenitram se ofende en serio.
-Señores, buenas noches.
Y con un teatral revuelo de capa da por terminada la conferencia de prensa.
Pero no se va enseguida. Da un saltito, se eleva apenas y sobrevuela el grupo lentamente como si buscara algo o a alguien. Y yo sé a quién busca. Lo veo venir. Tose un poco en medio del humo suspendido contra el techo del local y cuando me divisa no duda: ante la sorpresa de todos, se inclina sin detenerse, me toma por debajo de las axilas y no sin esfuerzo me arrastra por el aire hasta embocar dificultosamente la ventana.
Siento el aire húmedo de la noche en la cara, el vacío creciente bajo los pies y mientras me lleva noche arriba alcanzo a ver, en la ventana, a Medrano que dispara una, dos, tres veces el flash mientras subimos.
Me imagino que ríe. Casi creo oírlo reír.
-¿Te gusta lo que ves? -Y Zenitram abre los brazos como si lo que me muestra fuera una prolongación natural de sus brazos-. Es una hermosa ciudad, ¿no crees?
-Sin duda -y asiento con la cabeza.
Encaramado en la cornisa más alta de un edificio que, me entero, se llama Cavanagh y es un clásico de la ciudad, con la brisa del río que me revuelve los cabellos trato de conservar la tranquilidad mientras él se mueve nerviosamente en el aire a mi alrededor, hace gestos de maestro de ceremonias.
-Esto es Buenos Aires…Ni se te ocurra compararlo con tu Nueva York -concluye revoleando el brazo.
Luego de un amplio viaje aterriza a mi lado y comienza a caminar por la terraza desierta mientras monologa:
-El viejo Harry Pacheco…No sabes la alegría que me da el volver a verte, Harry. ¿Y a ti?
Extiendo el pulgar, le ratifico que es mutuo el placer, que está todo bien entre nosotros.
-Te reconocí enseguida: tienes una voz inconfundible, aunque te hagas, no sé por qué, el gusano de Miami…Tu voz me quedó grabada desde que compartimos la sala de recuperación, allá en Houston…Éramos los únicos latinos, ¿recuerdas?
Busca mi asentimiento y no se lo niego. Continúa:
-¡Cómo le gritabas a aquella enfermera pelirroja! ¿Cómo se llamaba? ¿Evvie?
-Ethel. La pelirroja se llamaba Ethel.
-Eso es: “¡Consígueme un gramo, sólo un gramo, aunque sea el último, puta!” -dice, le recuerda al aire a la noche, a los gritos-: me parece oírte, Harry… ¡Cómo le gritabas a esa guacha!
Y celebra tarde, con una carcajada.
-Me curé, Rubén -digo pausadamente.
Entonces se vuelve contra mí, gira en el aire y me encara, arrima su rostro al mío:
-Ja… “Frank Ramírez, del Miami Mirror… ¿De qué te has disfrazado? ¿Qué haces aquí? ¿Acaso vienes a trabajar conmigo como en los viejos tiempos, Harry? Me gustaría ver otra vez en acción a The Thinner… Eres admirable, Harry, único en lo tuyo… Muéstrame que estás en estado aún.
-No debo, Pampero. Ya no.
-¿Qué dices?
-Que estoy retirado. Cumplí los cincuenta en octubre y ya sabes cómo son los reglamentos…
-¡Me cago en los reglamentos, Harry! -se enardece.
-Como quieras, amigo -le concedo-. Pero las reglas son claras y para todos. El año pasado se retiró Big Shadow, este año le tocó a Tiphoon. Y ya es hora de que tú…
No me deja terminar y me apunta con un dedo en medio de la frente.
-¿Qué te hicieron en Houston? -y está desesperado- ¿Te convertiste en alcahuete de esos burócratas de la U.S.A.?
Por toda respuesta echo mano al bolsillo interior de la chaqueta y saco el carnet de la Union Superheroes Association. Allí están mi rostro y un número.
-Soy inspector. Es mi trabajo desde que me retiré, Rubén. Tuve suerte. Pasé momentos muy malos cuando salí de Houston. Ahora estoy bien.
Mientras guardo parsimoniosamente mi credencial advierto que Zenitram me mira sin poder creer lo que oye.
-Y has venido a pedirme que me retire, que me jubile… -susurra mientras se deja caer a mi lado, se sienta prolija, irónicamente-. No puedo creerlo, Harry.
Siento, sé que ha llegado el momento y que no debo echarme atrás:
-Hay algo más, Rubén: no eres un buen ejemplo, ¿sabes? -y acallo su protesta fastidiada-. Conoces la primera regla, has jurado por ella: “Dentro de la Aventura, todo; fuera de la Aventura, nada”. Sabías que no debías involucrarte, meterte con la historia, con la política. Es territorio vedado para nosotros.
-No me jodas…-exclama mientras me empuja, siento su pesada mano en mi brazo-. ¡Ahí te salió el sucio yanqui que tienes adentro, chicano renegado!
-No sigas: sabías que no podías hacer política.
-¿Y Captain America en los años de la Segunda Guerra Mundial?
-No hagas trampa, no me hables de los Ficticios, Pampero. Era otra época, además… -y siento que la discusión me produce un extraño cansancio y que quiero acabar de una vez-Tienes que dejarlo, ya.
-¿Has venido sólo para sermonearme?
-He venido a llevarte conmigo. Tendrás que dar explicaciones en Nueva York.
Me mira como si no pudiera creer lo que oye. Yo tampoco puedo creer lo que pasa.
De pronto gira en redondo y echa a volar. Por un momento temo que se escape. Pero no. Da un violento giro y desciende rápidamente, se me planta en el aire con toda arrogancia:
-Sabes bien que todavía puedo estrangularte, Harry…Y después estrellarte contra el piso…
Repentinamente me toma de las solapas y da un salto. Quedamos los dos suspendidos en el vacío:
-No lo harás, Pampero -le digo.
Y trato de parecer imperturbable.
Echa al aire una carcajada nerviosa, giramos dos veces en una danza macabra y me deja en la terraza otra vez, tambaleante.
Se aleja dos pasos y me desafía con los brazos en jarra:
-¿Por qué estás tan seguro de que no te mataré?
No pierdo tiempo en contestarle. Sólo me llevo la mano otra vez al bolsillo de la chaqueta y murmuro:
-Porque yo lo haré antes.
Cuando ve la pistola en mi mano se lanza hacia adelante pero alcanzo a disparar dos veces.
Le doy en el cuello y en el hombro. Se va de costado y golpea contra el borde de la terraza. Intenta incorporarse y entonces le disparo otra vez, ahora en la pierna. Se retuerce, aletea como un pájaro herido. No puedo permitir que se me escape volando, así que me acerco y le piso la capa. Vuelve la cabeza:
-La regla quinta, Harry -dice en un último esfuerzo y con una expresión extraña-: la regla quinta nos prohíbe usar armas, Harry.
-Estoy retirado, Pampero. Adiós.
Y le disparo dos veces más, a la cabeza.
Todo ha terminado. Tengo el cuerpo empapado en sudor. Guardo el arma y respiro hondo. No quiero mirar a Zenitram, que ha quedado torcido, en una postura imposible. Miro entonces la ciudad, me asomo a ella y me parece más grande e indiferente que nunca. Consulto el reloj. Es temprano aún y volver al hotel desde aquí será cuestión de minutos. Pero tengo reserva para el vuelo a Nueva York de la una de la mañana. Mejor que me apure.
Le echo una mirada final a Zenitram y después tanteo la puerta que da a la escalera. Está cerrada. Me concentro un instante, llega ese leve cosquilleo previo al momento y después, naturalmente, siento que me adelgazo, ya soy una lámina apenas, atravieso la pared.
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