Bloque 2/17 Consigna 8: Construir una historia entre niños (en primera persona, el narrador es un niño/a) en la que el narrador/a sufra una constante depreciación por parte de su familia. Observar, en la historia, cómo ese niño o niña reacciona con los otros niños. Considerar algún tipo de emoción o de sentimiento negativo. El sentimiento creado y cultivado por la familia va a generar una mirada particular sobre lo que considera verdad. Incluir expresiones de la emoción.
Material de referencia:
El farmer. Andrés Rivera (fragmento)
La novela de Perón. Tomás Eloy Martínez (fragmentos)
Edipo Rey. Sófocles (fragmento)
Antígona. Sófocles (fragmento)
Producción de los participantes:
EN EDICIÓN
Consigna del general Rosas a la población:
Queda desautorizado lo que no autoricé.
¿Dónde está Manuelita?
Llueve en Buenos Aires: yo, de uniforme y con la cabeza descubierta, marcho por sus calles.
Yo, a la cabeza de miles de argentinos. Y grito muera el loco salvaje traidor Urquiza. Y miles y miles y miles de argentinos, hombres, mujeres y viejos, que marchan a mis espaldas, gritan, como si impetraran al Cielo, Viva Rosas.
¿Qué querían de mí los argentinos?
¿Qué les daba yo para que gritaran Viva Rosas?
Y a mí, que marcho por esas calles bajo la lluvia, calles y ciudad, cielo y aire, que me pertenecerán siempre, la cara mojada por la lluvia, y el pelo, y el uniforme de gala, se me estrangula la voz en la garganta, y la lluvia es un fuego helado cuando la miro. Pero hay lágrimas en mi pecho.
Después, cuando el salvaje Urquiza lanza a los cosacos de su caballería entrerriana sobre mis ejércitos, y los acuchilla y despedaza en los campos de Caseros, ¿dónde estuvieron los que yo favorecí?
¿No dijo el muy apostólico cura Esteban Moreno, en la Sala de Representantes, que era mi perro fiel, y que expondría su pecho a las lanzas del salvaje, traidor, loco Urquiza, en defensa de mi salud?
¿Dónde estuvieron los diputados que, en la tribuna de la Sala de Representantes, sus voces recorridas por las exaltaciones de la histeria, se disputaron el honor de morir por Rosas, que no los vi en los campos de Caseros?
Querían paz. Y la paz, para mis amigos, era la próspera y tranquila prosecución de sus negocios prósperos y tranquilos. Y para los otros, para los infelices, para los que morían en mis ejércitos, o para los mutilados, para los que se retiraron de mis ejércitos sin una pierna o sin las dos, o mancos, o sin un ojo, o sordos por el estallido del cañón, o sin vísceras, paz era siesta y mate, y un vaso de caña, de vino, y una tira de carne asada a fuego lento, y alzar la pollera a una china, y meter la mano en las hendiduras calientes de la china, en una tarde, en una noche cualquiera de la pampa.
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Rendí mi ingreso en 1910. A comienzos del año siguiente me incorporé como cadete. Era costumbre que los recién llegados se sometieran a una prueba de bautismo llamada manteo. Consistía en palizas inhumanas que nos sacudían los últimos restos de soberbia civil y endurecían, de paso, nuestro espíritu. Un grupo de cadetes habría sufrido antes de mi entrada la humillación de correr en cuatro patas, desnudo, sobre el patio lleno de escarcha; a otros los habían levantado en medio de la noche, obligándolos a meterse en piletones de agua helada; hubo quien fue a parar a la enfermería, con una costilla rota por los palos.
Yo iba preparado para cualquier rigor. Obedecí sin chistar a los cadetes de segundo año cuando estaba en primero, y a los de tercero cuando estaba en segundo. Para adiestrarse en el mando, pensaba yo, hay que aprender primero la obediencia. Pero los manteos me parecían un encarnizamiento. En junio de 1911, a los tres meses de mi entrada, nos enteramos que los muchachos del segundo curso estaban preparándonos una zurra de padre y señor mío. Tenían la intención de hacernos fracasar en nuestro primer desfile, el día del juramento a la bandera: que marchásemos doloridos y maltrechos. El frío era terrible entonces. La temperatura bajaba de cero casi todas las noches. Reuní a mis compañeros, y les dije: Tenemos que impedir esta barbaridad. Busquemos el apoyo de los cadetes de tercero. Y así fue. Formamos una comisión y empezamos las tratativas. Vamos a terminar con los manteos para siempre, les propuse yo. Que nadie tenga jamás un mal recuerdo de su paso por este colegio. Todos aceptaron. Aquel fue mi primer triunfo político. Nos presentamos ante el teniente coronel Agustín P. Justo, que era el subdirector, y él coincidió con nuestras razones. Desde entonces acabaron aquellas prácticas salvajes.
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En mayo de 1911 cayó sobre Buenos Aires un frío sin misericordia. Los campos amanecían blancos de escarcha. En los dormitorios de los novicios hubo que poner braseros. A todos les salieron sabañones. Las orejas de Trafelatti se ampollaron. Y además estaban nerviosos, tensos. Debían desfilar el 9 de julio ante los inflexibles inspectores alemanes y aún se enredaban con el paso de ganso y con el cambio de posición de los máuseres durante la marcha.
En junio la temperatura bajó todavía más y el incesante viento les arruinó el trabajo en el polígono de tiro. Fue por entonces que los cadetes de segundo año urdieron un manteo tan hereje que sepultó la memoria de los sufrimientos antiguos y dejó sembrado para siempre el dogma de la obediencia.
Fue Pascal quien tuvo la idea. Mantear había sido hasta entonces u juego cuya rutina dominaban ya las víctimas. Carecía de sorpresas. En adelante debía ser un rito. Se podía refinar la violencia hasta donde se quisiera. Los oficiales, de todos modos, harían la vista gorda. Eran ellos quienes hablaban del manteo como de un proceso de selección darwiniana, gracias al cual el ejército quedaba limpio de perezosos y débiles. “Así se forja el espíritu de cuerpo”, había dicho en otros tiempos el ministro de la Guerra, dando a entender que así también se forjaba el cuerpo del espíritu.
Mientras arreciaba el frío los cadetes de segundo año dejaron que los novicios se relajaran y desaprendieran la saña de los manteos. A veces, antes de la retreta, les ordenaban transportar cajas de piedras por el patio, o los hacían desvestirse y vestirse en un minuto. Pero nada más. La vida se volvió monótona. Sin el sobresalto de los castigos, los ensayos para el desfile perdían la gracia. El 28 de junio la temperatura se mantuvo a cero grado durante todo el día y los baqueanos pronosticaban que bajaría más a la madrugada siguiente. Pascal decidió que había llegado el momento de aplicar el rito.
Los novicios comieron a las ocho, jugaron a las cartas y se acostaron a las diez. Juan Domingo y Trafelatti fueron en busca, como siempre, del suboficial que les enseñaba box. Extrañamente no estaba. Hacia las dos de la mañana, vestidos con uniforme de fajina y calzados con espuelas, los cadetes de segundo año irrumpieron en la cuadra de los novicios. Todo pasó a la vez: prendieron las luces, les arrancaron las mantas, les ordenaron formar, desnudos, junto a las literas.
-¡Al patio, cadetes, al patio! -gritó Pascal-. ¡Vamos a darles quince minutos de equitación!
Aturdido, Trafelatti buscó una manta para cubrirse antes de salir a la intemperie. Lo descubrieron. Uno de los cadetes mayores, rezagado, miró de arriba abajo su cuerpo frágil y pequeño. Y le tuvo piedad.
-Póngase la camiseta y calzoncillos. ¡Vamos, rápido!
Afuera, el frío quebraba el aire. En la penumbra de los corredores, los novicios eludían la helazón de las baldosas, como si pisaran brasas. Unos pocos habían conseguido echarse la manta en los hombros; otros vestían calzoncillos de frisa. Todos tiritaban, desarmados, con las narices moqueando. Un vocero pidió tregua. ¿Por qué no esperar hasta después del juramento a la bandera?
-Agarraremos una pulmonía, señor. Capaz que hasta sufrimos una desgracia. No discutimos la orden. Vamos a obedecerla. Pero quisiéramos que la postergue hasta otra oportunidad…
Pascal soltó la carcajada:
-¿Está con miedo el cadete? ¿Tiene frío, pobrecito?¡Salte, soldado, salte, y aprenda lo que es el coraje!
Un gordinflón con la ceja partida, que se desvivía en adulaciones a Pascal, anunció que los bípedos implumes se graduarían aquella noche de cuadrúpedos.
-Se me ponen en formación, como para el desfile. En cuatro patas. A cada uno de ustedes lo montará un superior. Paso, trote y galope. Nadie me afloja ni se me hace el vivo. El que se caiga espera en la galería, me descansa un minuto y vuelve a empezar de cero. ¿Comprendido?
Juan Domingo tenía entonces poco más de quince años. Pesaba menos de sesenta kilos. Había conseguido patear la manta con disimulo hasta el corredor, y aunque al fin logró ponérsela sobre los hombros sentía las bolas doloridas, heladas. Guarecido tras una columna, trataba de pasar inadvertido. Intuía que Pascal lo vigilaba. Lo vio ajustarse las espuelas, abotonar el cuello del capote, acomodarse el cinturón. Lo sintió acercarse, considerable, como un oso.
-Quitesé la manta, Perón. Lo quiero montar en pelo.
También Trafelatti oyó la orden de Pascal. Vio a Juan Domingo obedecer sin resistencia y con asombro, como estaban obedeciendo todos. Agradeció en silencio que la corpulencia de aquel hombre se hubiera detenido en Perón antes de alcanzarlo a él. “Le romperá el espinazo”, pensó, sabiendo que nunca olvidaría ese pensamiento.
Mandaron a los novicios que formasen filas separadas por espacios de tres metros. Detrás de cada fila se aprestaron los cadetes que iban a montarlos.
-¡Riendas! -gritó el gordinflón.
Pascal hizo morder a Juan Domingo un bocado de hierro, rematado por sogas trenzadas.
-¡Bípedos implumes, en cuatro patas, maar! -La costra de hielo que cubría el patio se astilló. -¡Cadetes, monten! ¡Adelante, al paso, maar!
Juan Domingo cerró los ojos. Sintió en la espalda e peso inverosímil de su verdugo. Sintió que el planeta entero lo doblegaba. Las palmas de las manos pasaron sobre una cuchilla de hielo. Lo penetró el aguijón de la sangre. Casi al instante, el frío lo anestesió. Las espuelas de Pascal se le clavaron en los riñones. Olió a pasto, a caballo. Avanzó.
Tengo que obedecer, se repetía, tengo que obedecer. Soy hombre, puedo más de lo que puedo.
Pascal lo urgió con el rebenque. ¡Potro, vamos al trote! Y Perón, afanándose en el gateo, siguió diciéndose: Soy hombre, ahí voy. Se le cortó el aliento. A su lado, en jauría, los otros bípedos jadeaban arremolinados. Eso le dio impulso. Yo no renuncio. No me harás desertar, hijo de puta. ¿Ordenás? Te obedezco. ¿Soy caballo? Sí, señor, soy caballo, lo que tu voluntad me imponga. Un lonjazo le estremeció las piernas, las espuelas insaciables se le clavaron en las nalgas. Yo aquí sigo, aquí voy.
Nunca supo cuándo el verdugo lo dejó en paz. Se oyeron las alarmas de unos pitos. Alguien lloraba. En los corredores retumbaron las botas de los guardias. Lo último que Juan Domingo vio fueron sábanas de hielo, ensangrentadas, en las que el cuerpo se le fue durmiendo.
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Cuanto más se fue convirtiendo Juan Domingo en el cero del cero, tanto más el ejército argentino se le volvía el universo, la realidad, la envoltura del yo. Era el porvenir, el único posible; era su cuerpo, ya tatuado por la obediencia, ya incomprensible sin el uniforme; y como necesitaba suprimir su pasado, el ejército ocupó todo el lugar del pasado.
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Nos sentamos. Por distracción mencioné a Vandor, el dirigente metalúrgico que fue su enemigo. Meses atrás, a Vandor lo habían reventado en la guarida de su propio sindicato: dos balazos en el pecho y tres en los riñones, mientras iba cayendo.
Ahí tienen ustedes un tema para pensar, nos dijo. El pobre tenía que terminar mal. Era un individuo inteligente, hábil, pero volaba muy bajo. Cuando quiso volar de veras se hizo trizas, como el mago Simón.
Otra parábola, comentó mi amigo. Simón el Mago: el que se creyó Dios. Está en las Actas de los Apóstoles y en los escritos gnósticos del siglo III.
De allí salió la metáfora: de los gnósticos, dijo el General. Pues bien. En 1968, Vandor quiso verme. Le di cita en Irún, al norte, cerca de Francia. Me confesó sus errores. Se había vendido al gobierno militar argentino y a la embajada norteamericana. Tenga cuidado, Vandor, le aconsejé. No saque los pies del plato. No es por mí. Yo perdono a todos. Pero usted se ha metido en un lío. Lo van a matar. Está entre la espada y la pared. Haga lo que haga, lo van a matar. Si mantiene sus conexiones con la embajada norteamericana, el movimiento peronista le ajustará las cuentas. Y si en cambio se arrepiente y quiere retroceder, la CIA lo terminará de liquidar. Vandor me miró a los ojos y lloró. ¿Qué hago ahora, General?, me dijo. ¡Sálveme usted! Le contesté que no fuera idiota. Que si se había metido en un lío tan grande, ni el mismo Dios lo podría salvar. Volvió a Buenos Aires, y ya ve, casi en seguida se la dieron. Yo no sé quiénes fueron las personas que le pegaron los tiros. No necesito saberlo, porque sé quién los mandó pegar. En todo caso, claro, había mucho dinero de por medio, muchos intereses sucios. No era cuestión de ser hábil. Era cuestión de ser decente. Y Vandor no lo fue.
Ah, Zamora. Me sentí levitar dentro de una historia cuyos signos se me escurrían de la inteligencia. Jamás había oído a nadie describir la muerte violenta de un prójimo con tanto impudor, tanta lejanía. Extremé mi torpeza. Le pregunté al General si le había dolido aquella muerte.
Un militar mira la muerte con naturalidad, me dijo. Tarde o temprano, a todos se nos va la vida de la misma manera.
Omitiré las conversaciones que siguieron: durante todo el viernes hasta que cayó la noche, y el sábado por la mañana. Tampoco vale la pena contar, Zamora, los percances del regreso: la lluvia de pájaros que vimos en Soria y el accidente que sufrimos al entrar en París. Me tranquilicé cuando leí en un libro de Américo Barrios que la cultura del General sobre Simón el Mago no provenía de los tratados gnósticos sino de una película de Jack Palance.
Sólo quiero que sepa cómo fue nuestro último encuentro, dos años después. Era verano. Anochecía. Caminamos por el jardín, hasta la puerta de la quinta. Hablamos sobre perros y árboles. De pronto, Perón se detuvo. Me miró con fijeza, como si al fin me hubiese descubierto y fuero yo el último sobreviviente del universo.
Tomás, me dijo. Usted se llama como mi abuelo. Yo también debí llamarme Tomás.
Me confundí. Dejé caer una frase trivial. Luego, sin razón alguna, le aclaré que yo no era peronista. Sonrió. Me preguntó qué significaba para mí el peronismo. Qué recordaba yo de todo ese pasado.
Lo único que recuerdo es lo que no he visto, respondí. Algo que jamás podré ver. Lo recuerdo a usted abriendo los brazos y saludando a las multitudes en la Plaza de Mayo. Veo los estandartes que flamean, los coros de obreros que no paran de cantar Perón, Perón, mientras usted sigue saludándolos, largo rato. Por fin, su mano contiene al vocerío. Nadie respira. Miles y miles de personas alzan los ojos en éxtasis hacia donde usted está, en los balcones de la Casa Rosada. En el hueco de aquel gigantesco silencio, se abre paso su voz: ¡Coompañeeros! Le oigo esa sola palabra y luego vítores otra vez, clamores. Mi recuerdo es algo que conocí en los cines, que oí por la radio. Nada que haya pertenecido a mi realidad.
Lo vi sonreír otra vez. Se me enredaron las imágenes y el General, en ese instante, volvió a tener cincuenta años.
Todo se puede recuperar, me dijo. Oiga el griterío en la plaza.
Lo sentí. Oí cómo se agitaba la multitud, encendiendo a la ciudad como un torrente de lava. Sobre mi memoria llovieron las cenizas incandescentes.
En el jardín se hizo de noche. El General abrió los brazos y exclamó:
¡Coompañeero! Su voz era ronca y joven, la de antaño.
Yo le estreché las manos. Y me fui de allí, como quien se desangra.
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… ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero cuando la calma volvió, mucho después, vimos a esta joven que se lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada que encuentra su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo, a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus manos recogió en seguida polvo seco, y luego, con una jarra de bronce bien cincelado, fue derramando sobre el difunto tres libaciones. Al ver esto, nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo que acababa de realizar, no negó nada. Ssta confesión fue para mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre del castigo es muy dulce, en efecto; pero es doloroso arrastrar a él a sus amigos. Pero, en fin, estos sentimientos cuentan para mí menos que mi propia salvación.
(Una pausa.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¡Oh! Tú, tú que bajas la frente hacia la tierra, confirmas o niegas haber hecho lo que éste dice?
ANTÍGONA:
Lo confirmo, y no niego absolutamente nada.
CREONTE (Al CENTINELA.):
Libre de la grave acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir ahora a donde quieras.
(El CENTINELA se va.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta claramente.
ANTÍGONA (Levanta la cabeza y mira a CREONTE.):
La conocía. ¿Podía ignorarla? Fue públicamente proclamada.
CREONTE:
¿Y has osado, a pesar de ello, desobedecer mis órdenes?
ANTÍGONA:
Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy bien, aun antes de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me causa ninguna pena. Sn cambio, hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre, después de su muerte, quedase sin sepultura. Lo demás me es indiferente. Si, a pesar de todo, te parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco quien me trata de loca.
CORIFEO:
En esta naturaleza inflexible se reconoce a la hija del indomable Sdipo: no ha aprendido a ceder ante la desgracia.
CREONTE (Dirigiéndose al CORO.):
Pero has de saber que esos espíritus demasiado inflexibles son entre todos los más fáciles de abatir, y que el hierro, que es tan duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el metal que con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina. El orgullo sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha sabido ser temeraria infringiendo la ley que he promulgado y añade una nueva ofensa a la primera, gloriándose de su desobediencia y exaltando su acto. Sn verdad, dejaría yo de ser hombre y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta, entre todos los que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana no escaparán a la suerte más funesta, pues yo acuso igualmente a su hermana de haber premeditado y hecho estos funerales. Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí. Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto reprobable, suelen por lo general traicionarse antes de la ejecución de sus actos. Pero aborrezco igualmente al que, sorprendido en el acto de cometer su falta, intenta dar a su delito nombres gloriosos.
ANTÍGONA:
Ya me has cogido. ¿Quieres algo más que matarme?
CREONTE:
Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero.
ANTÍGONA:
Pues, entonces, ¿a qué aguardas? Tus palabras me disgustan y ojalá me disgusten siempre, ya que a ti mis actos te son odiosos.
¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más gloriosa que de dar sepultura a mi hermano? (€on un gesto designando el CORO.) Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo quieren.
CREONTE:
Tú eres la única entre los cadmeos que ve las cosas así.
ANTÍGONA:
Ellos las ven como yo; pero ante ti, sellan sus labios.
CREONTE:
Y tú, ¿cómo no enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?
ANTÍGONA:
No hay motivos para enrojecer por honrar a los que salieron del mismo seno.
CREONTE:
¿No era también hermano tuyo el que murió combatiendo contra el otro?
ANTÍGONA:
Era mi hermano de padre y de madre.
CREONTE:
Entonces, ¿por qué hacer honores al uno que resultan impíos para con el otro?
ANTÍGONA:
No diría que lo son el cadáver del muerto.
CREONTE:
Sí; desde el momento en que tú rindes a este muerto más honores que al otro.
ANTÍGONA:
No murió como su esclavo, sino como su hermano.
CREONTE:
Sin embargo, el uno asolaba esta tierra y el otro luchaba por defenderla.
ANTÍGONA:
Hades, sin embargo, quiere igualdad de leyes para todos.
CREONTE:
Pero al hombre virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.
ANTÍGONA:
¿Quién sabe si esas máximas son santas allá abajo?
CREONTE:
No; nunca un enemigo mío será mi amigo después de muerto.
ANTÍGONA:
No he nacido para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE:
Ya que tienes que amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya están allí. En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me mandará
(Se ve llegar a ISMENA entre dos esclavos.)
CORIFEO:
Pero he aquí que en el umbral del palacio está Ismena, dejando correr lágrimas de amor por su hermana. Una nube de dolor que pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro enrojecido, y baña en llanto sus lindas mejillas.
(Entra ISMENA.)
CREONTE:
¡Oh tú que, como una víbora, arrastrándose cautelosamente en mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi sangre en la sombra! ¡No sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a derribar mi trono! Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado en los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?
ISMENA:
Sí, soy culpable, si mi hermana me lo permite; cómplice soy suya y comparto también su pena.
ANTÍGONA (Vivamente.):
Pero la Justicia no lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme y yo no te he asociado a mis actos.
ISMENA:
Pero en la desgracia en que te hallas no me avergüenza asociarme al peligro que corres.
ANTÍGONA:
Hades y los dioses infernales saben quiénes son los responsables. Quien me ama sólo de palabra, no es amiga mía.
ISMENA:
Hermana mía, no me juzgues indigna de morir contigo y de haber honrado al difunto.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede. TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor. TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable? EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo. TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más? EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto? TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser? TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo? EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande. TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa. TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio. (Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles?
El farmer. Andrés Rivera (fragmento)
La novela de Perón. Tomás Eloy Martínez (fragmentos)
Edipo Rey. Sófocles (fragmento)
Antígona. Sófocles (fragmento)
Producción de los participantes:
EN EDICIÓN
El farmer. Andrés Rivera (fragmento)
Consigna del general Rosas a la población:
Queda desautorizado lo que no autoricé.
¿Dónde está Manuelita?
Llueve en Buenos Aires: yo, de uniforme y con la cabeza descubierta, marcho por sus calles.
Yo, a la cabeza de miles de argentinos. Y grito muera el loco salvaje traidor Urquiza. Y miles y miles y miles de argentinos, hombres, mujeres y viejos, que marchan a mis espaldas, gritan, como si impetraran al Cielo, Viva Rosas.
¿Qué querían de mí los argentinos?
¿Qué les daba yo para que gritaran Viva Rosas?
Y a mí, que marcho por esas calles bajo la lluvia, calles y ciudad, cielo y aire, que me pertenecerán siempre, la cara mojada por la lluvia, y el pelo, y el uniforme de gala, se me estrangula la voz en la garganta, y la lluvia es un fuego helado cuando la miro. Pero hay lágrimas en mi pecho.
Después, cuando el salvaje Urquiza lanza a los cosacos de su caballería entrerriana sobre mis ejércitos, y los acuchilla y despedaza en los campos de Caseros, ¿dónde estuvieron los que yo favorecí?
¿No dijo el muy apostólico cura Esteban Moreno, en la Sala de Representantes, que era mi perro fiel, y que expondría su pecho a las lanzas del salvaje, traidor, loco Urquiza, en defensa de mi salud?
¿Dónde estuvieron los diputados que, en la tribuna de la Sala de Representantes, sus voces recorridas por las exaltaciones de la histeria, se disputaron el honor de morir por Rosas, que no los vi en los campos de Caseros?
Querían paz. Y la paz, para mis amigos, era la próspera y tranquila prosecución de sus negocios prósperos y tranquilos. Y para los otros, para los infelices, para los que morían en mis ejércitos, o para los mutilados, para los que se retiraron de mis ejércitos sin una pierna o sin las dos, o mancos, o sin un ojo, o sordos por el estallido del cañón, o sin vísceras, paz era siesta y mate, y un vaso de caña, de vino, y una tira de carne asada a fuego lento, y alzar la pollera a una china, y meter la mano en las hendiduras calientes de la china, en una tarde, en una noche cualquiera de la pampa.
La novela de Perón. Tomás Eloy Martínez (fragmentos)
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Rendí mi ingreso en 1910. A comienzos del año siguiente me incorporé como cadete. Era costumbre que los recién llegados se sometieran a una prueba de bautismo llamada manteo. Consistía en palizas inhumanas que nos sacudían los últimos restos de soberbia civil y endurecían, de paso, nuestro espíritu. Un grupo de cadetes habría sufrido antes de mi entrada la humillación de correr en cuatro patas, desnudo, sobre el patio lleno de escarcha; a otros los habían levantado en medio de la noche, obligándolos a meterse en piletones de agua helada; hubo quien fue a parar a la enfermería, con una costilla rota por los palos.
Yo iba preparado para cualquier rigor. Obedecí sin chistar a los cadetes de segundo año cuando estaba en primero, y a los de tercero cuando estaba en segundo. Para adiestrarse en el mando, pensaba yo, hay que aprender primero la obediencia. Pero los manteos me parecían un encarnizamiento. En junio de 1911, a los tres meses de mi entrada, nos enteramos que los muchachos del segundo curso estaban preparándonos una zurra de padre y señor mío. Tenían la intención de hacernos fracasar en nuestro primer desfile, el día del juramento a la bandera: que marchásemos doloridos y maltrechos. El frío era terrible entonces. La temperatura bajaba de cero casi todas las noches. Reuní a mis compañeros, y les dije: Tenemos que impedir esta barbaridad. Busquemos el apoyo de los cadetes de tercero. Y así fue. Formamos una comisión y empezamos las tratativas. Vamos a terminar con los manteos para siempre, les propuse yo. Que nadie tenga jamás un mal recuerdo de su paso por este colegio. Todos aceptaron. Aquel fue mi primer triunfo político. Nos presentamos ante el teniente coronel Agustín P. Justo, que era el subdirector, y él coincidió con nuestras razones. Desde entonces acabaron aquellas prácticas salvajes.
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En mayo de 1911 cayó sobre Buenos Aires un frío sin misericordia. Los campos amanecían blancos de escarcha. En los dormitorios de los novicios hubo que poner braseros. A todos les salieron sabañones. Las orejas de Trafelatti se ampollaron. Y además estaban nerviosos, tensos. Debían desfilar el 9 de julio ante los inflexibles inspectores alemanes y aún se enredaban con el paso de ganso y con el cambio de posición de los máuseres durante la marcha.
En junio la temperatura bajó todavía más y el incesante viento les arruinó el trabajo en el polígono de tiro. Fue por entonces que los cadetes de segundo año urdieron un manteo tan hereje que sepultó la memoria de los sufrimientos antiguos y dejó sembrado para siempre el dogma de la obediencia.
Fue Pascal quien tuvo la idea. Mantear había sido hasta entonces u juego cuya rutina dominaban ya las víctimas. Carecía de sorpresas. En adelante debía ser un rito. Se podía refinar la violencia hasta donde se quisiera. Los oficiales, de todos modos, harían la vista gorda. Eran ellos quienes hablaban del manteo como de un proceso de selección darwiniana, gracias al cual el ejército quedaba limpio de perezosos y débiles. “Así se forja el espíritu de cuerpo”, había dicho en otros tiempos el ministro de la Guerra, dando a entender que así también se forjaba el cuerpo del espíritu.
Mientras arreciaba el frío los cadetes de segundo año dejaron que los novicios se relajaran y desaprendieran la saña de los manteos. A veces, antes de la retreta, les ordenaban transportar cajas de piedras por el patio, o los hacían desvestirse y vestirse en un minuto. Pero nada más. La vida se volvió monótona. Sin el sobresalto de los castigos, los ensayos para el desfile perdían la gracia. El 28 de junio la temperatura se mantuvo a cero grado durante todo el día y los baqueanos pronosticaban que bajaría más a la madrugada siguiente. Pascal decidió que había llegado el momento de aplicar el rito.
Los novicios comieron a las ocho, jugaron a las cartas y se acostaron a las diez. Juan Domingo y Trafelatti fueron en busca, como siempre, del suboficial que les enseñaba box. Extrañamente no estaba. Hacia las dos de la mañana, vestidos con uniforme de fajina y calzados con espuelas, los cadetes de segundo año irrumpieron en la cuadra de los novicios. Todo pasó a la vez: prendieron las luces, les arrancaron las mantas, les ordenaron formar, desnudos, junto a las literas.
-¡Al patio, cadetes, al patio! -gritó Pascal-. ¡Vamos a darles quince minutos de equitación!
Aturdido, Trafelatti buscó una manta para cubrirse antes de salir a la intemperie. Lo descubrieron. Uno de los cadetes mayores, rezagado, miró de arriba abajo su cuerpo frágil y pequeño. Y le tuvo piedad.
-Póngase la camiseta y calzoncillos. ¡Vamos, rápido!
Afuera, el frío quebraba el aire. En la penumbra de los corredores, los novicios eludían la helazón de las baldosas, como si pisaran brasas. Unos pocos habían conseguido echarse la manta en los hombros; otros vestían calzoncillos de frisa. Todos tiritaban, desarmados, con las narices moqueando. Un vocero pidió tregua. ¿Por qué no esperar hasta después del juramento a la bandera?
-Agarraremos una pulmonía, señor. Capaz que hasta sufrimos una desgracia. No discutimos la orden. Vamos a obedecerla. Pero quisiéramos que la postergue hasta otra oportunidad…
Pascal soltó la carcajada:
-¿Está con miedo el cadete? ¿Tiene frío, pobrecito?¡Salte, soldado, salte, y aprenda lo que es el coraje!
Un gordinflón con la ceja partida, que se desvivía en adulaciones a Pascal, anunció que los bípedos implumes se graduarían aquella noche de cuadrúpedos.
-Se me ponen en formación, como para el desfile. En cuatro patas. A cada uno de ustedes lo montará un superior. Paso, trote y galope. Nadie me afloja ni se me hace el vivo. El que se caiga espera en la galería, me descansa un minuto y vuelve a empezar de cero. ¿Comprendido?
Juan Domingo tenía entonces poco más de quince años. Pesaba menos de sesenta kilos. Había conseguido patear la manta con disimulo hasta el corredor, y aunque al fin logró ponérsela sobre los hombros sentía las bolas doloridas, heladas. Guarecido tras una columna, trataba de pasar inadvertido. Intuía que Pascal lo vigilaba. Lo vio ajustarse las espuelas, abotonar el cuello del capote, acomodarse el cinturón. Lo sintió acercarse, considerable, como un oso.
-Quitesé la manta, Perón. Lo quiero montar en pelo.
También Trafelatti oyó la orden de Pascal. Vio a Juan Domingo obedecer sin resistencia y con asombro, como estaban obedeciendo todos. Agradeció en silencio que la corpulencia de aquel hombre se hubiera detenido en Perón antes de alcanzarlo a él. “Le romperá el espinazo”, pensó, sabiendo que nunca olvidaría ese pensamiento.
Mandaron a los novicios que formasen filas separadas por espacios de tres metros. Detrás de cada fila se aprestaron los cadetes que iban a montarlos.
-¡Riendas! -gritó el gordinflón.
Pascal hizo morder a Juan Domingo un bocado de hierro, rematado por sogas trenzadas.
-¡Bípedos implumes, en cuatro patas, maar! -La costra de hielo que cubría el patio se astilló. -¡Cadetes, monten! ¡Adelante, al paso, maar!
Juan Domingo cerró los ojos. Sintió en la espalda e peso inverosímil de su verdugo. Sintió que el planeta entero lo doblegaba. Las palmas de las manos pasaron sobre una cuchilla de hielo. Lo penetró el aguijón de la sangre. Casi al instante, el frío lo anestesió. Las espuelas de Pascal se le clavaron en los riñones. Olió a pasto, a caballo. Avanzó.
Tengo que obedecer, se repetía, tengo que obedecer. Soy hombre, puedo más de lo que puedo.
Pascal lo urgió con el rebenque. ¡Potro, vamos al trote! Y Perón, afanándose en el gateo, siguió diciéndose: Soy hombre, ahí voy. Se le cortó el aliento. A su lado, en jauría, los otros bípedos jadeaban arremolinados. Eso le dio impulso. Yo no renuncio. No me harás desertar, hijo de puta. ¿Ordenás? Te obedezco. ¿Soy caballo? Sí, señor, soy caballo, lo que tu voluntad me imponga. Un lonjazo le estremeció las piernas, las espuelas insaciables se le clavaron en las nalgas. Yo aquí sigo, aquí voy.
Nunca supo cuándo el verdugo lo dejó en paz. Se oyeron las alarmas de unos pitos. Alguien lloraba. En los corredores retumbaron las botas de los guardias. Lo último que Juan Domingo vio fueron sábanas de hielo, ensangrentadas, en las que el cuerpo se le fue durmiendo.
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Cuanto más se fue convirtiendo Juan Domingo en el cero del cero, tanto más el ejército argentino se le volvía el universo, la realidad, la envoltura del yo. Era el porvenir, el único posible; era su cuerpo, ya tatuado por la obediencia, ya incomprensible sin el uniforme; y como necesitaba suprimir su pasado, el ejército ocupó todo el lugar del pasado.
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Nos sentamos. Por distracción mencioné a Vandor, el dirigente metalúrgico que fue su enemigo. Meses atrás, a Vandor lo habían reventado en la guarida de su propio sindicato: dos balazos en el pecho y tres en los riñones, mientras iba cayendo.
Ahí tienen ustedes un tema para pensar, nos dijo. El pobre tenía que terminar mal. Era un individuo inteligente, hábil, pero volaba muy bajo. Cuando quiso volar de veras se hizo trizas, como el mago Simón.
Otra parábola, comentó mi amigo. Simón el Mago: el que se creyó Dios. Está en las Actas de los Apóstoles y en los escritos gnósticos del siglo III.
De allí salió la metáfora: de los gnósticos, dijo el General. Pues bien. En 1968, Vandor quiso verme. Le di cita en Irún, al norte, cerca de Francia. Me confesó sus errores. Se había vendido al gobierno militar argentino y a la embajada norteamericana. Tenga cuidado, Vandor, le aconsejé. No saque los pies del plato. No es por mí. Yo perdono a todos. Pero usted se ha metido en un lío. Lo van a matar. Está entre la espada y la pared. Haga lo que haga, lo van a matar. Si mantiene sus conexiones con la embajada norteamericana, el movimiento peronista le ajustará las cuentas. Y si en cambio se arrepiente y quiere retroceder, la CIA lo terminará de liquidar. Vandor me miró a los ojos y lloró. ¿Qué hago ahora, General?, me dijo. ¡Sálveme usted! Le contesté que no fuera idiota. Que si se había metido en un lío tan grande, ni el mismo Dios lo podría salvar. Volvió a Buenos Aires, y ya ve, casi en seguida se la dieron. Yo no sé quiénes fueron las personas que le pegaron los tiros. No necesito saberlo, porque sé quién los mandó pegar. En todo caso, claro, había mucho dinero de por medio, muchos intereses sucios. No era cuestión de ser hábil. Era cuestión de ser decente. Y Vandor no lo fue.
Ah, Zamora. Me sentí levitar dentro de una historia cuyos signos se me escurrían de la inteligencia. Jamás había oído a nadie describir la muerte violenta de un prójimo con tanto impudor, tanta lejanía. Extremé mi torpeza. Le pregunté al General si le había dolido aquella muerte.
Un militar mira la muerte con naturalidad, me dijo. Tarde o temprano, a todos se nos va la vida de la misma manera.
Omitiré las conversaciones que siguieron: durante todo el viernes hasta que cayó la noche, y el sábado por la mañana. Tampoco vale la pena contar, Zamora, los percances del regreso: la lluvia de pájaros que vimos en Soria y el accidente que sufrimos al entrar en París. Me tranquilicé cuando leí en un libro de Américo Barrios que la cultura del General sobre Simón el Mago no provenía de los tratados gnósticos sino de una película de Jack Palance.
Sólo quiero que sepa cómo fue nuestro último encuentro, dos años después. Era verano. Anochecía. Caminamos por el jardín, hasta la puerta de la quinta. Hablamos sobre perros y árboles. De pronto, Perón se detuvo. Me miró con fijeza, como si al fin me hubiese descubierto y fuero yo el último sobreviviente del universo.
Tomás, me dijo. Usted se llama como mi abuelo. Yo también debí llamarme Tomás.
Me confundí. Dejé caer una frase trivial. Luego, sin razón alguna, le aclaré que yo no era peronista. Sonrió. Me preguntó qué significaba para mí el peronismo. Qué recordaba yo de todo ese pasado.
Lo único que recuerdo es lo que no he visto, respondí. Algo que jamás podré ver. Lo recuerdo a usted abriendo los brazos y saludando a las multitudes en la Plaza de Mayo. Veo los estandartes que flamean, los coros de obreros que no paran de cantar Perón, Perón, mientras usted sigue saludándolos, largo rato. Por fin, su mano contiene al vocerío. Nadie respira. Miles y miles de personas alzan los ojos en éxtasis hacia donde usted está, en los balcones de la Casa Rosada. En el hueco de aquel gigantesco silencio, se abre paso su voz: ¡Coompañeeros! Le oigo esa sola palabra y luego vítores otra vez, clamores. Mi recuerdo es algo que conocí en los cines, que oí por la radio. Nada que haya pertenecido a mi realidad.
Lo vi sonreír otra vez. Se me enredaron las imágenes y el General, en ese instante, volvió a tener cincuenta años.
Todo se puede recuperar, me dijo. Oiga el griterío en la plaza.
Lo sentí. Oí cómo se agitaba la multitud, encendiendo a la ciudad como un torrente de lava. Sobre mi memoria llovieron las cenizas incandescentes.
En el jardín se hizo de noche. El General abrió los brazos y exclamó:
¡Coompañeero! Su voz era ronca y joven, la de antaño.
Yo le estreché las manos. Y me fui de allí, como quien se desangra.
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Antígona. Sófocles (fragmento)
… ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero cuando la calma volvió, mucho después, vimos a esta joven que se lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada que encuentra su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo, a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus manos recogió en seguida polvo seco, y luego, con una jarra de bronce bien cincelado, fue derramando sobre el difunto tres libaciones. Al ver esto, nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo que acababa de realizar, no negó nada. Ssta confesión fue para mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre del castigo es muy dulce, en efecto; pero es doloroso arrastrar a él a sus amigos. Pero, en fin, estos sentimientos cuentan para mí menos que mi propia salvación.
(Una pausa.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¡Oh! Tú, tú que bajas la frente hacia la tierra, confirmas o niegas haber hecho lo que éste dice?
ANTÍGONA:
Lo confirmo, y no niego absolutamente nada.
CREONTE (Al CENTINELA.):
Libre de la grave acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir ahora a donde quieras.
(El CENTINELA se va.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta claramente.
ANTÍGONA (Levanta la cabeza y mira a CREONTE.):
La conocía. ¿Podía ignorarla? Fue públicamente proclamada.
CREONTE:
¿Y has osado, a pesar de ello, desobedecer mis órdenes?
ANTÍGONA:
Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy bien, aun antes de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me causa ninguna pena. Sn cambio, hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre, después de su muerte, quedase sin sepultura. Lo demás me es indiferente. Si, a pesar de todo, te parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco quien me trata de loca.
CORIFEO:
En esta naturaleza inflexible se reconoce a la hija del indomable Sdipo: no ha aprendido a ceder ante la desgracia.
CREONTE (Dirigiéndose al CORO.):
Pero has de saber que esos espíritus demasiado inflexibles son entre todos los más fáciles de abatir, y que el hierro, que es tan duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el metal que con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina. El orgullo sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha sabido ser temeraria infringiendo la ley que he promulgado y añade una nueva ofensa a la primera, gloriándose de su desobediencia y exaltando su acto. Sn verdad, dejaría yo de ser hombre y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta, entre todos los que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana no escaparán a la suerte más funesta, pues yo acuso igualmente a su hermana de haber premeditado y hecho estos funerales. Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí. Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto reprobable, suelen por lo general traicionarse antes de la ejecución de sus actos. Pero aborrezco igualmente al que, sorprendido en el acto de cometer su falta, intenta dar a su delito nombres gloriosos.
ANTÍGONA:
Ya me has cogido. ¿Quieres algo más que matarme?
CREONTE:
Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero.
ANTÍGONA:
Pues, entonces, ¿a qué aguardas? Tus palabras me disgustan y ojalá me disgusten siempre, ya que a ti mis actos te son odiosos.
¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más gloriosa que de dar sepultura a mi hermano? (€on un gesto designando el CORO.) Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo quieren.
CREONTE:
Tú eres la única entre los cadmeos que ve las cosas así.
ANTÍGONA:
Ellos las ven como yo; pero ante ti, sellan sus labios.
CREONTE:
Y tú, ¿cómo no enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?
ANTÍGONA:
No hay motivos para enrojecer por honrar a los que salieron del mismo seno.
CREONTE:
¿No era también hermano tuyo el que murió combatiendo contra el otro?
ANTÍGONA:
Era mi hermano de padre y de madre.
CREONTE:
Entonces, ¿por qué hacer honores al uno que resultan impíos para con el otro?
ANTÍGONA:
No diría que lo son el cadáver del muerto.
CREONTE:
Sí; desde el momento en que tú rindes a este muerto más honores que al otro.
ANTÍGONA:
No murió como su esclavo, sino como su hermano.
CREONTE:
Sin embargo, el uno asolaba esta tierra y el otro luchaba por defenderla.
ANTÍGONA:
Hades, sin embargo, quiere igualdad de leyes para todos.
CREONTE:
Pero al hombre virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.
ANTÍGONA:
¿Quién sabe si esas máximas son santas allá abajo?
CREONTE:
No; nunca un enemigo mío será mi amigo después de muerto.
ANTÍGONA:
No he nacido para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE:
Ya que tienes que amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya están allí. En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me mandará
(Se ve llegar a ISMENA entre dos esclavos.)
CORIFEO:
Pero he aquí que en el umbral del palacio está Ismena, dejando correr lágrimas de amor por su hermana. Una nube de dolor que pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro enrojecido, y baña en llanto sus lindas mejillas.
(Entra ISMENA.)
CREONTE:
¡Oh tú que, como una víbora, arrastrándose cautelosamente en mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi sangre en la sombra! ¡No sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a derribar mi trono! Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado en los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?
ISMENA:
Sí, soy culpable, si mi hermana me lo permite; cómplice soy suya y comparto también su pena.
ANTÍGONA (Vivamente.):
Pero la Justicia no lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme y yo no te he asociado a mis actos.
ISMENA:
Pero en la desgracia en que te hallas no me avergüenza asociarme al peligro que corres.
ANTÍGONA:
Hades y los dioses infernales saben quiénes son los responsables. Quien me ama sólo de palabra, no es amiga mía.
ISMENA:
Hermana mía, no me juzgues indigna de morir contigo y de haber honrado al difunto.
Edipo Rey. Sófocles (fragmento)
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede. TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor. TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable? EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo. TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más? EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto? TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser? TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo? EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande. TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa. TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio. (Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles?
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