Bloque 2/17 Consigna 9: Narrar en primera persona y en dos voces el encuentro de dos pasiones límites. Es importante una tercera persona que de alguna manera se haga cargo de lo que resta, también en primera persona. Una de las pasiones puede ser una pasión política.

Material de referencia:
Emma Zunz - Borges
Macbeth (fragmento) - Shakespeare.
Otelo (fragmento)- Shakespeare.

Producción de los participantes:
EN EDICIÓN


EMMA ZUNZ - Jorge Luis Borges
(El Aleph (1949)
EL CATORCE DE enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.


Otelo (fragmento) - Shakespeare

RODRIGO Me decías que le odiabas.
YAGO Despréciame si es falso. Tres magnates de Venecia se descubren ante él y le piden que me nombre su teniente; y te juro que menos no merezco, que yo sé lo que valgo. Más él, enamorado de su propia majestad y de su verbo, los evade con rodeos ampulosos hinchados de términos marciales y acaba denegándoles la súplica. Les dice:
«Ya he nombrado a mi oficial». ¿Y quién es el elegido? Pardiez, todo un matemático un tal Miguel Casio, un florentino (casi condenado a mujercita), que jamás puso una escuadra sobre el campo ni sabe disponer un batallón mejor que una hilandera ... si no es con teoría libresca, de la cual también saben hablar los cónsules togados. Mera plática sin práctica es toda su milicia. Más le ha dado el puesto, y a mí, a quien ha visto dar pruebas en Rodas, en Chipre y en tierras cristianas y paganas, me deja a la sombra y a la zaga del debe y el haber. Y este sacacuentas es, en buena hora, su teniente, y yo, vaya por Dios, el alférez de Su Morería
RODRIGO ¡El colmo! Yo antes sería su verdugo.
YAGO Pues ya lo ves. Son los gajes del soldado: los ascensos se rigen por el libro y el afecto, no según antigüedad, por la cual el segundo siempre sucede al primero. Conque juzga si tengo algún motivo para estar a bien con el moro.
RODRIGO Yo no le serviría.
YAGO Pierde cuidado. Le sirvo para servirme de él. Ni todos podemos ser amos, ni a todos los amos podemos fielmente servir. Ahí tienes al criado humilde y reverente, prendado de su propio servilismo, que, como el burro de la casa, sólo vive para el pienso; y de viejo, lo licencian. ¡Que lo cuelguen por honrado! Otros, revestidos de aparente sumisión, por dentro sólo cuidan de sí mismos y, dando muestras de servicio a sus señores, medran a su costa; hecha su jugada, se sirven a sí mismos. En éstos sí que hay alma y yo me cuento entre ellos. Pues, tan verdad como que tú eres Rodrigo, si yo fuera el moro, no habría ningún Yago.
Sirviéndole a él, me sirvo a mí mismo. Dios sabe que no actúo por afecto ni obediencia sino que aparento por mi propio interés. Pues el día en que mis actos manifiesten la índole y verdad de mi ánimo en exterior correspondencia, ya verás qué pronto llevo el corazón en la mano para que piquen los bobos. Yo no soy el que soy
RODRIGO Si todo le sale bien, ¡vaya suerte la del Morros!
YAGO Llama al padre. Al moro despiértalo, acósalo, envenena su placer, denúncialo en las calles, ponlo a mal con los parientes de ella, y, si vive en un mundo delicioso, inféstalo de moscas; si grande es su dicha, inventa ocasiones de amargársela y dejarla deslucida.
RODRIGO Aquí vive el padre. Voy a dar voces.
YAGO Tú grita en un tono de miedo y horror, como cuando, en el descuido de la noche, estalla un incendio en ciudad populosa.
RODRIGO ¡Eh, Brabancio! ¡Signor Brabancio, eh!
YAGO ¡Despertad! ¡Eh, Brabancio! ¡Ladrones, ladrones! ¡Cuidad de vuestra casa, vuestra hija y vuestras bolsas! ¡Ladrones, ladrones!
BRABANCIO [se asoma] a una ventana
BRABANCIO ¿A qué se deben esos gritos de espanto? ¿Qué os trae aquí? RODRIGO Señor, ¿vuestra familia está en casa?
YAGO ¿Y las puertas bien cerradas? BRABANCIO ¿Por qué lo preguntáis?
YAGO ¡Demonios, señor, que os roban! ¡Vamos, vestíos! ¡El corazón se os ha roto, se os ha partido el almal Ahora, ahora, ahora mismo un viejo carnero negro está montando a vuestra blanca ovejita. ¡Arriba! Despertad con las campanas a los que duermen y roncan, si no queréis que el diablo os haga abuelo. ¡Vamos, arriba!
DUX Sea lo que ambos decidáis: puede irse o quedarse. Mas la situación es apremiante y exige urgencia. SENADOR 1.0 [a OTELO] Saldréis esta noche. DESDÉMONA ¿Esta noche? DUX
Esta noche. OTELO Con toda el alma. DUX A las nueve volvemos a reunirnos.
Otelo, dejad aquí un encargado: él os llevará nuestras órdenes y todo lo esencial y pertinente que os competa.
OTELO Mi alférez, si complace a Vuestra Alteza: es hombre de bien y de plena confianza. La conducción de mi esposa le encomiendo y cuanto Vuestra Alteza estime necesario remitirme.
DUX Así sea. Buenas noches a todos. [A BRABANCIO] Mi noble señor, si clara es la virtud, vuestro yerno no puede ser más blanco, siendo negro.
SENADOR 1.0 Adiós, valiente Otelo; portaos bien con ella.
BRABANCIO Con ella, moro, siempre vigilante: si a su padre engañó, puede engañarte.
Salen [el Dux, BRABANCIO, CASIO SENADORES y acompañamiento].
OTELO ¡Mi vida por su fidelidad! -Honrado Yago, he de confiarte a mi Desdémona. Te ruego que tu esposa la acompañe; luego llévalas en la mejor ocasión. Vamos, Desdémona, sólo nos queda una hora para amores, asuntos e instrucciones. El tiempo manda.
Salen OTELO y DESDÉMONA.
RODRIGO ¡Yago! YAGO ¿Qué quieres tú, noble alma? RODRIGO ¿Qué crees que voy a hacer? YAGO Acostarte y dormir. RODRIGO Pues ahora mismo voy a ahogarme. YAGO Como hagas eso, ya no te querré. ¿Por qué, mi bobo caballero?
RODRIGO De bobos es vivir si la vida es un suplicio, y morir significa prescripción si la muerte es nuestro médico.
YAGO ¡Ah, desdichado! Hace cuatro veces siete años que veo este mundo, y desde que supe distinguir entre daño y beneficio, aún no he conocido a quien sepa amarse a sí mismo. Antes de pensar en ahogarme por el amor de una zorra, preferiría convertirme en mico.
RODRIGO ¿Y qué puedo hacer? Me avergüenza enamorarme como un tonto, mas no tengo la virtud de remediarlo.
YAGO ¿Virtud? ¡Una higa! Ser de tal o cual manera depende de nosotros. Nuestro cuerpo es un jardín y nuestra voluntad, la jardinera. Ya sea plantando ortigas o sembrando lechugas, plantando hisopo y arrancando tomillo, llenándolo de una especie de hierba o de muchas distintas, dejándolo yermo por desidia o cultivándolo con celo, el poder y autoridad para cambiarlo está en la voluntad. Si en la balanza de la vida la razón no equilibrase nuestra sensualidad, el ardor y la bajeza de nuestros instintos nos llevarían a extremos aberrantes. Mas la razón enfría impulsos violentos, apetitos carnales, pasiones sin freno. Por eso, lo que tú llamas amor, a mí no me parece más que un brote o un vástago. RODRIGO No es posible.
YAGO Simplemente ardor de la sangre y concesión de la voluntad. Vamos, sé hombre.
¿Ahogarte? Ahoga gatos y cachorros ciegos. Te he asegurado mi amistad y me declaro ligado a tus méritos con cuerdas de perenne firmeza. Nunca como ahora podría serte útil. Tú mete dinero en tu bolsa, vente a la guerra, cámbiate esa cara con una barba postiza. Repito: mete dinero en tu bolsa. Verás cómo Desdémona no sigue queriendo al moro mucho tiempo -mete dinero en tu bolsa-, ni él a ella. Tuvo un principio violento y tendrá pareja conclusión -mete dinero en tu bolsa. Estos moros son muy veleidosos - mete dinero en tu bolsa. La comida que ahora le sabe más deleitosa que la fruta pronto le sabrá más amarga que el acíbar. Ella querrá otro más joven: cuando se haya saciado con su cuerpo, se dará cuenta de su error. Conque mete dinero en tu bolsa. Y si a la fuerza quieres condenarte, no te ahogues: busca una manera más suave. Junta todo el dinero que puedas. Si mi ingenio y toda la caterva del diablo no pueden más que la santidad de un frágil juramento entre un bárbaro errabundo y una veneciana archiexquisita, tú la gozarás; conque junta dinero. Y nada de ahogarte; está fuera de lugar. Antes ahorcado por lograr tu gusto que ahogado sin gozarla.
RODRIGO ¿Apoyarás mis deseos si confío en el resultado?
YAGO Cuenta conmigo. Tú junta dinero. Te lo he dicho y te lo diré una y mil veces: odio al moro. Lo llevo muy dentro, y a ti razones no te faltan. Unámonos en la venganza. Si le pones los cuernos, tú te das el gusto y a mí me das la fiesta. El vientre del tiempo guarda muchos sucesos que pronto verán la luz. ¡En marcha! Anda, búscate dinero. Mañana seguimos hablando. Adiós.
RODRIGO ¿Dónde nos vemos mañana? YAGO En mi casa. RODRIGO Iré temprano. YAGO
Bueno, adiós. Oye, Rodrigo. RODRIGO ¿Qué quieres? YAGO Nada de ahogarte,
¿eh? RODRIGO Me has convencido. YAGO Bueno, adiós. Mete mucho dinero en tu bolsa. RODRIGO Venderé todas mis tierras.
Sale.
YAGO Así es como el pagano me sirve de bolsa, pues deshonraría todo mi saber pasando el tiempo con memo semejante sin placer ni provecho. Odio al moro, y dicen que en la cama me ha robado el sitio. No sé si es verdad, más para mí una sospecha de este orden vale por un hecho. El me aprecia: mejor resultará el plan que le preparo.
Casio es gallardo. A ver... Quitarle el puesto y coronar mi voluntad con doble trampa. A ver cómo... A ver... Después de un tiempo, susurrando a Otelo que Casio se toma confianzas con su esposa: presencia no le falta, ni modales; se presta a la sospecha, invita al adulterio. El moro es de carácter noble y franco; cree que es honrado todo aquel que lo parece y buenamente dejará que le lleven del hocico como a un burro. Ya está, lo concebí. La noche y el infierno asistirán al parto de mi engendro.
Sale.
II.iEntran MONTANO y dos CABALLEROS.
MONTANO ¿Qué se divisa en la mar desde el cabo? CABALLERO 1.0 Nada, con tan fiero oleaje.
Entre el cielo y el océano no distingo ningún barco.

MONTANO En tierra el viento ha soplado muy recio; galerna tan ruda jamás sacudió las almenas. Si así se ha embravecido mar adentro, ¿qué cuadernas de roble podrán seguir juntas cuando las baten las aguas? ¿Qué puede ocurrir?
CABALLERO 2.0 Que la escuadra otomana se disperse. Mirad desde la orilla espumeante: las olas se rompen y azotan las nubes; la mar encrespada, de gigantes melenas, parece lanzarse contra la Osa brillante y apagar las guardas de la Estrella Polar. Jamás vi tumulto semejante en una borrasca.
MONTANO Si la escuadra turca no se halla protegida y resguardada, se hundirá. No pueden resistir.
Entra un tercer CABALLERO.
atención vuestra cordura al que suele idear tan burdamente, ni le turben observaciones adventicias y dudosas. Por vuestra paz y vuestro bien, por mi hombría, prudencia y honradez,
no conviene que os diga lo que pienso. OTELO ¿Qué insinúas?
YAGO Señor, la honra en el hombre o la mujer es la joya más preciada de su alma. Quien me roba la bolsa, me roba metal; es algo y no es nada; fue mío y es suyo, y ha sido esclavo de miles. Mas, quien me quita la honra, me roba lo que no le hace rico y a mí me empobrece.
OTELO ¡Vive Dios, dime lo que piensas!
YAGO No podría, ni con mi alma en vuestra mano, ni querré, mientras yo la gobierne. OTELO ¿Qué?
YAGO Señor, cuidado con los celos. Son un monstruo de ojos verdes que se burla del pan que le alimenta. Feliz el cornudo que, sabiéndose engañado, no quiere a su ofensora mas, ¡qué horas de angustia le aguardan al que duda y adora, idolatra y recela!
OTELO ¡Qué tortura!
YAGO El pobre contento es rico y bien rico; quien nada en riquezas y teme perderlas es más pobre que el invierno. ¡Dios bendito, a todos los míos guarda de los celos!
OTELO ¿Por qué, por qué dices eso? ¿Tú crees que viviría una vida de celos, cediendo cada vez a la sospecha con las fases de la luna?. No. Estar en la duda es tomar la decisión. Que me vuelva macho cabrío si mi espíritu se entrega a conjeturas tan extrañas y abultadas como tus alegaciones. Para darme celos no basta con decir que mi esposa es bella, sociable, sabe comer y conversar, canta, tañe y baila: estas prendas le añaden virtud. Y mi propia indignidad no me causa la menor duda o recelo de su fidelidad, pues tenía ojos y me eligió. No, Yago; quiero ver antes de dudar. Si dudo, pruebas; y con pruebas no hay más que una solución: ¡Adiós al amor o a los celos!
YAGO Me alegro, pues ahora ya puedo mostraros mi afecto y lealtad con más franqueza. Así que, como es mi deber, os diré algo. Pruebas aún no tengo. Vigilad a vuestra esposa; observadia con Casio. Los ojos así: ni celosos, ni crédulos. Que no engañen a vuestro noble y generoso corazón en su propia bondad; conque, atento.
Conozco muy bien el carácter de mi tierra las mujeres de Venecia enseñan a Dios los vicios que ocultarían a sus maridos. Su conciencia no las lleva a reprimirse, sino a encubrirlos.
OTELO ¿Lo dices en serio?
YAGO Engañó a su padre al casarse con vos; y, cuando parecía temblar y temer vuestro semblante, es cuando más os quería.
OTELO Es verdad.
YAGO Pues, eso. Si tan joven ya sabía sacar esa apariencia, dejando a su padre tan ciego que creía que era magia... He hecho muy mal. Os pido humildemente perdón por apreciaros tanto.
OTELO Siempre te estaré agradecido. YAGO Veo que esto os ha desconcertado. OTELO Nada de eso, nada de eso.
YAGO Pues yo temo que sí. Espero que entendáis que lo dicho lo ha dictado mi amistad. Mas os veo alterado. Permitidme suplicaros que no arrastréis mis palabras a un terreno más crudo o extenso que el de la sospecha.
OTELO
Descuida. YAGO
Si lo hicierais, señor, mis palabras tendrían consecuencias que jamás soñó mi pensamiento.
Casio es mi gran amigo. Señor, os veo alterado. OTELO


Macbeth (fragmento) - Shakespeare

BANQUO El huésped del verano, el vencejo que ronda las iglesias, nos demuestra con su amada construcción que el hálito del cielo aquí seduce de fragancia: no hay saliente, friso, contrafuerte o esquina favorable en que este pájaro no haya hecho su colgante lecho y cuna. He observado que donde más anida y cría el aire es delicado.
Entra LADY MACBETH,
REY ¡Mirad! ¡Nuestra noble anfitriona! El afecto que recibo es a veces mi molestia, mas siendo amor lo agradezco. Acabo de enseñaros a rogar que Dios me premie por ser una carga y a que me agradezcáis vuestra molestia.
LADY MACBETH Nuestro entero servicio, prestado en todo dos veces y después aún doblado, sería un rival pobre y endeble frente a los altísimos honores de que Vuestra Majestad colma a nuestra casa. Por los anteriores y las nuevas dignidades añadidas rogaremos por vos como eremitas.
REY ¿Dónde está el Barón de Cawdor? Galopé tras él con la intención de preparar su llegada, pero es buen jinete y su gran afecto, penetrante cual su espuela, le ha ayudado a adelantarse. Bella y noble dama, esta noche soy vuestro huésped.
LADY MACBETH Vuestros siervos administran a sus siervos y a sí mismos con sus bienes para rendir cuentas cuando así lo dispongáis y devolveros lo que es vuestro.
REY Dadme la mano. Llevadme a mi anfitrión; le quiero bien y he de seguir favoreciéndole. Con permiso, señora.
Salen.
I.vii Oboes. Antorchas. Entran, cruzando el escenario, un maestresala y varios criados con platos y servicio de mesa. Después entra MACBETH.
MACBETH Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto; si el crimen pudiera echar la red a los efectos y atrapar mi suerte con su muerte; si el golpe todo fuese y todo terminase, aquí y sólo aquí, en este escollo y bajío del tiempo, arriesgaríamos la otra vida. Pero en tales casos nos condenan aquí, pues damos lecciones de sangre que regresan atormentando al instructor: la ecuánime justicia ofrece a nuestros labios el veneno de nuestro propio cáliz. Él goza aquí de doble amparo: primero porque yo soy pariente y súbdito suyo, dos fuertes razones contra el acto; después, como anfitrión debo cerrar la puerta al asesino y no empuñar la daga. Además, Duncan ejerce sus poderes con tanta mansedumbre y es tan puro en su alta dignidad que sus virtudes proclamarán el horror infernal de este crimen como ángeles con lengua de clarín, y la piedad, cual un recién nacido que, desnudo, cabalga el vendaval, o como el querubín del cielo montado en los corceles invisibles de los aires, soplará esta horrible acción en cada ojo hasta que el viento se ahogue en lágrimas. No tengo espuela que aguije los costados de mi plan, sino sólo la ambición del salto que, al lanzarse, sube demasiado y cae del otro...
Entra LADY MACBETH.
¿Qué hay? ¿Traes noticias? LADY MACBETH Ya casi ha cenado. ¿Por qué saliste de la sala? MACBETH ¿Ha preguntado por mí? LADY MACBETH ¿No sabes que sí? MACBETH No vamos a seguir con este asunto. El acaba de honrarme y yo he logrado el respeto inestimable de las gentes, que debe ser llevado nuevo, en su esplendor, y no desecharse tan pronto.
LADY MACBETH ¿Estaba ebria la esperanza de que te revestiste? ¿O se durmió? ¿Y ahora se despierta mareada después de sus excesos? Desde ahora ya sé que tu amor es igual. ¿Te asusta ser el mismo en acción y valentía que el que eres en deseo? ¿Quieres lograr lo que estimas ornamento de la vida y en tu propia estimación vivir como un cobarde, poniendo el «no me atrevo» al servicio del «quiero» .
MACBETH ¡Ya basta! Me atrevo a todo lo que sea digno de un hombre.
Quien a más se atreva, no lo es.
LADY MACBETH Entonces, ¿qué bestia te hizo revelarme este propósito? Cuando te atrevías eras un hombre; y ser más de lo que eras te hacía ser mucho más hombre.
Entonces no ajustaban el tiempo y el lugar, mas tú querías concertarlos; ahora se presentan y la ocasión te acobarda. Yo he dado el pecho y sé lo dulce que es amar al niño que amamantas; cuando estaba sonriéndome, habría podido arrancarle mi pezón de sus encías y estrellarle los sesos si lo hubiese jurado como tú has jurado esto.
MACBETH ¿Y si fallamos?
LADY MACBETH ¿Fallar nosotros? Tú tensa tu valor hasta su límite y no fallaremos. Cuando duerma Duncan (y al sueño ha de invitarle el duro viaje de este día) someteré a sus guardianes con vino y regocijo, de tal suerte que la memoria, vigilante del cerebro, sea un vapor, y el sitial de la razón, no mas que un alambique. Cuando duerman su puerca borrachera como muertos, ¿qué no podemos hacer tú y yo con el desprotegido Duncan? ¿Qué no incriminar a esos guardas beodos, que cargarán con la culpa de este inmenso crimen?
MACBETH ¡No engendres más que hijos varones, pues tu indómito temple sólo puede crear hombres! Cuando hayamos manchado de sangre a los durmientes de su cámara con sus propios puñales, ¿no se creerá que han sido ellos?
LADY MACBETH ¿Quién osará creer lo contrario tras oír nuestros lamentos y clamores por su muerte?
MACBETH Estoy resuelto y para el acto terrible he tensado todas las potencias de mi ser. ¡Vamos! Engañemos con afire risueño. Falso rostro esconda a nuestro falso pecho. Salen.
II.i Entran BANQUO y FLEANCE con una antorcha. BANQUO ¿Qué hora es, muchacho? FLEANCE
No he oído el reloj. La luna ha bajado. BANQUO Baja a media noche. FLEANCE Entonces es más tarde, señor.
BANQUO Espera, ten mi espada. El cielo economiza: apagó sus luces. Toma esto también. La llamada al sueño me pesa como el plomo, mas no quiero dormir. Poderes benignos, refrenad en mí los malos pensamientos que invaden un alma en reposo.
Entran MACBETH y un criado con una antorcha.
Dame la espada. - ¿Quién va? MACBETH Un amigo.
BANQUO ¿Cómo, señor? ¿Aún en pie? El rey duerme. Mostraba una alegría inusitada y con la servidumbre fue muy dadivoso. A tu esposa la saluda con este diamante por ser tan buena anfitriona. Se retiró con un gozo infinito.
MACBETH No esperando su visita, la torpeza sirvió a nuestro deseo, que, si no, nos habríamos prodigado.
BANQUO Todo fue bien. Anoche soñé con las tres Hermanas Fatídicas. Contigo han demostrado ser veraces.
MACBETH No pienso en ellas. Aunque, si tú me concedes el tiempo, cuando encuentre la hora oportuna quisiera hablar contigo de este asunto.
BANQUO Cuando gustes.
MACBETH Si estás de mi parte cuando ocurra, podrás ganar honor.
BANQUO Con tal que no lo pierda tratando de acrecerlo, sin exponer mi rectitud ni deslucir mi lealtad, te escucharé de buen grado.
MACBETH Entre tanto, buen reposo. BANQUO Gracias, señor. Igualmente. Sale [con FLEANCE].
MACBETH

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