Bloque 2/17 Consigna 5: En primera persona, construir una historia mítica que tenga que ver con los mitos americanos (puede inventarse uno o emplear uno existente), que sea narrada en una serie de encuentros grupales y que se refiera a alguna forma idílica de amor. Esta historia debe introducirse en una segunda parte, narrada en tercera persona, entre las situaciones reales de alguno de los asistentes a los encuentros grupales.

Material de Referencia:
El miedo - Eduardo Galeano - Memoria del fuego
SILVIA - Julio Cortázar

Producción de los participantes:
VIERNES TRECE - HAYDÉE ORTONE
LA GATA - Marcela Ruz
Cosechando, cosecheros – Julia Zela

El miedo - Eduardo Galeano - Memoria del fuego

Esos cuerpos nunca vistos los llamaban, pero los hombres nivakle no se atrevían a entrar. Habían visto comer a las mujeres: ellas tragaban la carne de los peces con la boca de arriba, pero antes la mascaban con la boca de abajo. Entre las piernas, tenían dientes.
Entonces los hombres encendieron hogueras, llamaron a la música y cantaron y danzaron para las mujeres.
Ellas se sentaron alrededor, con las piernas cruzadas.
Los hombres bailaron durante toda la noche. Ondularon, jugaron y volaron como el humo y los pájaros.
Cuando llego el amanecer, cayeron desvanecidos. Las mujeres los alzaron suavemente y les dieron agua de beber.
Donde ellas habían estado sentadas, quedó la tierra toda regada de dientes.

SILVIA - Julio Cortázar


Vaya a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, que se dio en mitad y cesó sin contorno preciso, esfumándose al borde de otra niebla, en todo caso hay que empezar diciendo que muchos argentinos pasan parte del verano en los valles del Luberon, los veteranos de la zona escuchamos con frecuencia sus voces sonoras que parecen acarrear un espacio más abierto, y junto con los padres vienen los chicos y eso es también Silvia, los canteros pisoteados, almuerzos con bifes en tenedores y mejillas, llantos terribles seguidos de reconciliaciones de marcado corte italiano, lo que llaman vacaciones en familia. A mí me hostigan poco porque me protege una justa fama de mal educado; el filtro se abre apenas para dejar paso a Raúl y a Nora Mayer, y desde luego a sus amigos Javier y Magda, lo que incluye a los chicos y a Silvia, el asado en casa de Raúl hace unos quince días, algo que ni siquiera tuvo principio y sin embargo es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce golem de palabras. De todas maneras hay que incluir también a Jean Borel que enseña la literatura de nuestras tierras en una universidad occitana, a su mujer Liliane y al minúsculo Renaud en quien dos años de vida se amontonan tumultuosos. Cuánta gente para un asadito en el jardín de la casa de Raúl y Nora, bajo un vasto tilo que no parecía servir de sedante a la hora de las pugnas infantiles y las discusiones literarias. Llegué con botellas de vino y un sol que se acostaba en las colinas, Raúl y Nora me habían invitado porque Jean Borel andaba queriendo conocerme y no se animaba solo; en esos días Javier y Magda se alojaban también en la casa, el jardín era un campo de batalla mitad sioux mitad galorromano, guerreros emplumados se batían sin cuartel con voces de soprano y bolas de barro, Graciela y Lolita aliadas contra Álvaro, y en medio del fragor el pobre Renaud tambaleándose con sus bombachas llenas de algodón maternal y una tendencia a pasarse todo el tiempo de un bando a otro, traidor inocente y execrado del que sólo habría de ocuparse Silvia. Sé que amontonó nombres, pero el orden y las genealogías también tardaron en llegar a mí, me acuerdo que bajé del auto con las botellas bajo el brazo y a los pocos metros vi asomar entre los arbustos la vincha de Bisonte Invencible, su mueca desconfiada frente al nuevo Cara Pálida; la batalla por el fuerte y los rehenes se libraba en torno a una pequeña tienda de campaña verde que parecía el cuartel general de Bisonte Invencible. Descuidando culpablemente una ofensiva acaso capital, Graciela dejó caer sus municiones pegajosas y terminó de limpiarse las manos en mi pescuezo; después se sentó imborrablemente en mis piernas y me explicó que Raúl y Nora estaban arriba con los otros grandes y que ya vendrían, detalles sin importancia al lado de la ruda batalla del jardín.
Graciela se ha sentido siempre en la obligación de explicarme cualquier cosa, partiendo del principio de que me considera tonto. Por ejemplo esa tarde el chiquito de los Borel no contaba para nada, no te das cuenta de que Renaud tiene dos años, todavía se hace caca en la bombacha, hace un rato le pasó y yo le iba a avisar a la mamá porque Renaud estaba llorando, pero Silvia se lo llevó al lado de la pileta, le lavó el culito y le cambió la ropa, Liliane no se enteró de nada porque sabés, se enoja mucho y por ahí le da un chirlo, entonces Renaud se pone a llorar de nuevo, nos fastidia todo el tiempo y no nos deja jugar.
-¿Y los otros dos, los más grandes?
-Son los chicos de Javier y de Magda, no te das cuenta, sonso. Álvaro es Bisonte Invencible, tiene siete años, dos meses más que yo y es el más grande. Lolita tiene seis pero ya juega, ella es la prisionera de Bisonte Invencible. Yo soy la Reina del Bosque y Lolita es mi amiga, de manera que la tengo que salvar, pero seguimos mañana porque ahora ya nos llamaron para bañarnos. Álvaro se hizo un tajo en el pie, Silvia le puso una venda. Soltame que me tengo que ir.
Nadie la sujetaba, pero Graciela tiende siempre a afirmar su libertad. Me levanté para saludar a los Borel que bajaban de la casa con Raúl y Nora. Alguien, creo que Javier, servía el primer pastis; la conversación empezó con la caída de la noche, la batalla cambió de naturaleza y edad, se volvió un estudio sonriente de hombres que acaban de conocerse; los chicos se bañaban, no había galos ni sioux en el jardín, Borel quería saber por qué yo no volvía a mi país, Raúl y Javier sonreían con sonrisas compatriotas. Las tres mujeres se ocupaban de la mesa; curiosamente se parecían, Nora y Magda unidas por el acento porteño mientras el español de Liliane caía del otro lado de los Pirineos. Las llamamos para que bebieran el pastis, descubrí que Liliane era más morena que Nora y Magda pero el parecido subsistía, una especie de ritmo común. Ahora se hablaba de poesía concreta, del grupo de la revista Invenção; entre Borel y yo surgía un terreno común, Eric Dolphy, la segunda copa iluminaba las sonrisas entre Javier y Magda, las otras dos parejas vivían ya ese tiempo en que la charla en grupo libera antagonismos, ventila diferencias que la intimidad acalla. Era casi de noche cuando los chicos empezaron a aparecer, limpios y aburridos, primero los de Javier discutiendo sobre unas monedas, Álvaro obstinado y Lolita petulante, después Graciela llevando de la mano a Renaud que ya tenía otra vez la cara sucia. Se juntaron cerca de la pequeña tienda de campaña verde; nosotros discutíamos a Jean-Pierre Faye y a Philippe Sollers, la noche inventó el fuego del asado hasta entonces poco visible entre los árboles, se embadurnó con reflejos dorados y cambiantes que teñían el tronco de los árboles y alejaban los límites del jardín; creo que en ese momento vi por primera vez a Silvia, yo estaba sentado entre Borel y Raúl, y en torno a la mesa redonda bajo el tilo se sucedían Javier, Magda y Liliane; Nora iba y venía con cubiertos y platos. Que no me hubieran presentado a Silvia parecía extraño, pero era tan joven y quizá deseosa de mantenerse al margen, comprendí el silencio de Raúl o de Nora, evidentemente Silvia estaba en la edad difícil, se negaba a entrar en el juego de los grandes, prefería imponer autoridad o prestigio entre los chicos agrupados junto a la tienda verde. De Silvia había alcanzado a ver poco, el fuego iluminaba violentamente uno de los lados de la tienda y ella estaba agachada allí junto a Renaud, limpiándole la cara con un pañuelo o un trapo; vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge del que estaba hablándome Borel, las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda descubría los muslos hasta lo más alto, y Francis Ponge había sido culpablemente ignorado por los jóvenes poetas franceses hasta que ahora, con las experiencias del grupo de Tel Quel, se reconocía a un maestro; imposible preguntar quién era Silvia, por qué no estaba entre nosotros, y además el fuego engaña, quizá su cuerpo se adelantaba a su edad y los sioux eran todavía su territorio natural. A Raúl le interesaba la poesía de Jean Tardieu, y tuvimos que explicarle a Javier quién era y qué escribía; cuando Nora me trajo el tercer pastis no pude preguntarle por Silvia, la discusión era demasiado viva y Borel bebía mis palabras como si valieran tanto. Vi llevar una mesita baja cerca de la tienda, los preparativos para que los chicos cenaran aparte; Silvia ya no estaba allí, pero la sombra borroneaba la tienda y quizá se había sentado más lejos o se paseaba entre los árboles. Obligado a ventilar opiniones sobre el alcance de las experiencias de Jacques Roubaud, apenas si alcanzaba a sorprenderme de mi interés por Silvia, de que la brusca desaparición de Silvia me desasosegara ambiguamente; cuando terminaba de decirle a Raúl lo que pensaba de Roubaud, el fuego fue otra vez fugazmente Silvia, la vi pasar junto a la tienda llevando de la mano a Lolita y a Álvaro; detrás venían Graciela y Renaud saltando y bailando en un último avatar sioux; por supuesto Renaud se cayó de boca y su primer chillido sobresaltó a Liliane y a Borel. Desde el grupo se alzó la voz de Graciela: "¡No es nada, ya pasó!", y los padres volvieron al diálogo con esa soltura que da la monotonía cotidiana de los porrazos de los sioux; ahora se trataba de encontrarle un sentido a las experiencias aleatorias de Xenakis por las que Javier mostraba un interés que a Borel le parecía desmesurado. Entre los hombros de Magda y de Nora yo veía a lo lejos la silueta de Silvia, una vez más agachada junto a Renaud, mostrándole algún juguete para consolarlo; el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica (¿pero no acababa Borel de preguntarme algo sobre una estatuilla de las Cícladas de la que me hacía responsable, y la referencia de Javier a Xenakis no había desviado el tema hacia algo más valioso?). Sentí que si alguna cosa deseaba saber en ese momento era Silvia, saberla de cerca y sin los prestigios del fuego, devolverla a una probable mediocridad de muchachita tímida o confirmar esa silueta demasiado hermosa y viva como para quedarse en mero espectáculo; hubiera querido decírselo a Nora con quien tenía una vieja confianza, pero Nora organizaba la mesa y ponía servilletas de papel, no sin exigir de Raúl la compra inmediata de algún disco de Xenakis. Del territorio de Silvia, otra vez invisible, vino Graciela la gacelita, la sabelotodo; le tendí la vieja percha de la sonrisa, las manos que la ayudaron a instalarse en mis rodillas; me valí de sus apasionantes noticias sobre un escarabajo peludo para desligarme de la conversación sin que Borel me creyera descortés, apenas pude le pregunté en voz baja si Renaud se había hecho daño.
-Pero no, tonto, no es nada. Siempre se cae, tiene solamente dos años, vos te das cuenta. Silvia le puso agua en el chichón.
-¿Quién es Silvia, Graciela?
Me miró como sorprendida.
-Una amiga nuestra.
-¿Pero es hija de alguno de estos señores?
-Estás loco -dijo razonablemente Graciela-. Silvia es nuestra amiga. ¿Verdad, mamá, que Silvia es nuestra amiga?
Nora suspiró, colocando la última servilleta junto a mi plato.
-¿Por qué no te volvés con los chicos y dejás en paz a Fernando? Si se pone a hablarte de Silvia vas a tener para rato.
-¿Por qué, Nora?
-Porque desde que la inventaron nos tienen aturdidos con su Silvia -dijo Javier.
-Nosotros no la inventamos -dijo Graciela, agarrándome la cara con las dos manos para arrancarme a los grandes-. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver.
-¿Pero quién es Silvia? -repetí.
Nora ya estaba lejos para escuchar, y Borel discutía otra vez con Javier y Raúl. Los ojos de Graciela estaban fijos en los míos, su boca sacaba como una trompita entre burlona y sabihonda.
-Ya te dije, bobo, es nuestra amiga. Ella juega con nosotros cuando quiere, pero no a los indios porque no le gusta. Ella es muy grande, comprendés, por eso lo cuida tanto a Renaud que solamente tiene dos años y se hace caca en la bombacha.
-¿Vino con el señor Borel? -pregunté en voz baja-. ¿O con Javier y Magda?
-No vino con nadie -dijo Graciela-. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver. A Renaud no le preguntés porque es un chiquito y no comprende. Dejame que me tengo que ir.
Raúl, que siempre parece asistido por un radar, se arrancó a una reflexión sobre el letrismo para hacerme un gesto compasivo.
-Nora te previno, si les seguís el tren te van a volver loco con su Silvia.
-Fue Álvaro -dijo Magda-. Mi hijo es un mitómano y contagia a todo el mundo.
Raúl y Magda me seguían mirando, hubo una fracción de segundo en que yo pude haber dicho: "No entiendo", para forzar las explicaciones, o directamente: "Pero Silvia está ahí, acabo de verla". No creo, ahora que tengo demasiado tiempo para pensarlo, que la intervención distraída de Borel me impidiera decirlo. Borel acababa de preguntarme algo sobre La casa verde; empecé a hablar sin saber lo que decía, pero en todo caso no me dirigía ya a Raúl y a Magda. Vi a Liliane que se acercaba a la mesa de los chicos y los hacía sentarse en taburetes y cajones viejos; el fuego los iluminaba como en los grabados de las novelas de Héctor Malot o de Dickens, las ramas del tilo se cruzaban por momentos entre una cara o un brazo alzado, se oían risas y protestas. Yo hablaba de Fushía con Borel, me dejaba llevar corriente abajo en esa balsa de la memoria donde Fushía estaba tan terriblemente vivo. Cuando Nora me trajo un plato de carne le murmuré al oído: "No entendí demasiado eso de los chicos".
-Ya está, vos también caíste -dijo Nora, echando una mirada compasiva a los demás-. Menos mal que después se irán a dormir porque sos una víctima nata, Fernando.
-No les hagas caso -se cruzó Raúl-. Se ve que no tenés práctica, tomás demasiado en serio a los pibes. Hay que oírlos como quien oye llover, viejo, o es la locura.
Tal vez en ese momento perdí el posible acceso al mundo de Silvia, jamás sabré por qué acepté la fácil hipótesis de una broma, de que los amigos me estaban tomando el pelo (Borel no, Borel seguía por su camino que ya llegaba a Macondo); veía otra vez a Silvia que acababa de asomar de la sombra y se inclinaba entre Graciela y Álvaro como para ayudarlos a cortar la carne o quizá comer un bocado; la sombra de Liliane que venía a sentarse con nosotros se interpuso, alguien me ofreció vino; cuando miré de nuevo, el perfil de Silvia estaba como encendido por las brasas, el pelo le caía sobre un hombro, se deslizaba fundiéndose con la sombra de la cintura. Era tan hermosa que me ofendió la broma, el mal gusto, me puse a comer de cara al plato, escuchando de reojo a Borel que me invitaba a unos coloquios universitarios; si le dije que no iría fue por culpa de Silvia, por su involuntaria complicidad en la diversión socarrona de mis amigos. Esa noche no vi más a Silvia; cuando Nora se acercó a la mesa de los chicos con queso y frutas, entre ella y Lolita se ocuparon de hacer comer a Renaud que se iba quedando dormido. Nos pusimos a hablar de Onetti y de Felisberto, bebimos tanto vino en su honor que un segundo viento belicoso de sioux y de charrúas envolvió el tilo; trajeron a los chicos para que dijeran buenas noches, Renaud en los brazos de Liliane.
-Me tocó una manzana con gusano -me dijo Graciela con una enorme satisfacción-. Buenas noches, Fernando, sos muy malo.
-¿Por qué, mi amor?
-Porque no viniste ni una sola vez a nuestra mesa.
-Es cierto, perdoname. Pero ustedes tenían a Silvia, ¿verdad?
-Claro, pero lo mismo.
-Éste se la sigue -dijo Raúl mirándome con algo que debía ser piedad-. Te va a costar caro, esperá a que te agarren bien despiertos con su famosa Silvia, te vas a arrepentir, hermano.
Graciela me humedeció el mentón con un beso que olía fuertemente a yogurt y a manzana. Mucho más tarde, al final de una charla en la que el sueño empezaba a sustituir las opiniones, los invité a cenar en mi casa. Vinieron el sábado pasado hacia las siete, en dos autos, Álvaro y Lolita traían un barrilete de género y so pretexto de remontarlo acabaron inmediatamente con mis crisantemos. Yo dejé a las mujeres que se ocuparan de las bebidas, comprendí que nadie le impediría a Raúl tomar el timón del asado; les hice visitar la casa a los Borel y a Magda, los instalé en el living frente a mi óleo de Julio Silva y bebí un rato con ellos, fingiendo estar allí y escuchar lo que decían; por el ventanal se veía el barrilete en el viento, se escuchaban los gritos de Lolita y Álvaro. Cuando Graciela apareció con un ramo de pensamientos fabricado presumiblemente a costa de mi mejor cantero, salí al jardín anochecido y ayudé a remontar más alto el barrilete. La sombra bañaba las colinas en el fondo del valle y se adelantaba entre los cerezos y los álamos pero sin Silvia, Álvaro no había necesitado de Silvia para remontar el barrilete.
-Colea lindo -le dije, probándolo, haciéndolo ir y venir.
-Sí pero tené cuidado, a veces pica de cabeza y esos álamos son muy altos -me previno Álvaro.
-A mí no se me cae nunca -dijo Lolita, quizá celosa de mi presencia-. Vos le tirás demasiado del hilo, no sabés.
-Sabe más que vos -dijo Álvaro en rápida alianza masculina-. ¿Por qué no te vas a jugar con Graciela, no ves que molestás?
Nos quedamos solos, dándole hilo al barrilete. Esperé el momento en que Álvaro me aceptara, supiera que era tan capaz como él de dirigir el vuelo verde y rojo que se desdibujaba cada vez más en la penumbra.
-¿Por qué no trajeron a Silvia? -pregunté, tirando un poco del hilo.
- Me miró de reojo entre sorprendido y socarrón, y me sacó el hilo de las manos, degradándome sutilmente.
-Silvia viene cuando quiere -dijo recogiendo el hilo.
-Bueno, hoy no vino, entonces.
-¿Qué sabés vos? Ella viene cuando quiere, te digo.
-Ah. ¿Y por qué tu mamá dice que vos la inventaste a Silvia?
-Mirá como colea -dijo Álvaro-. Che, es un barrilete fino, el mejor de todos.
-¿Por qué no me contestás, Álvaro?
-Mamá se cree que yo la inventé -dijo Álvaro-. ¿Y vos por qué no lo creés, eh?
Bruscamente vi a Graciela y a Lolita a mi lado. Habían escuchado las últimas frases, estaban ahí mirándome fijamente; Graciela removía lentamente un pensamiento violeta entre los dedos.
-Porque yo no soy como ellos -dije-. Yo la vi, saben.
Lolita y Álvaro cruzaron una larga mirada, y Graciela se me acercó y me puso el pensamiento en la mano. El hilo del barrilete se tendió de golpe. Álvaro le dio juego, lo vimos perderse en la sombra.
-Ellos no creen porque son tontos -dijo Graciela-. Mostrame dónde tenés el baño y acompañame a hacer pis.
La llevé hasta la escalera exterior, le mostré el baño y le pregunté si no se perdería para bajar. En la puerta del baño, con una expresión en la que había como un reconocimiento, Graciela me sonrió.
-No, andate nomás, Silvia me va a acompañar.
-Ah, bueno -dije luchando contra vaya a saber qué, el absurdo o la pesadilla o el retardo mental-. Entonces vino, al final.
-Pero claro, sonso -dijo Graciela-. ¿No la ves ahí?
La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las piernas desnudas de Silvia se dibujaban sobre la colcha roja de la cama. Graciela entró en el baño y oí que corría el pestillo. Me acerqué al dormitorio, vi a Silvia durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeños senos imperiosos y rubios. "Silvia", pensé, incapaz de toda palabra, "Silvia, Silvia, pero entonces...". La voz de Graciela restalló a través de dos puertas como si me gritara al oído: "¡Silvia, vení a buscarme". Silvia abrió los ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche, una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta. Cuando salí, Graciela bajaba corriendo la escalera y Liliane, llevando a Renaud en los brazos, se cruzaba con ella camino del baño y del mercurocromo para el porrazo de las siete y media. Ayudé a consolar y a curar, Borel subía inquieto por los berridos de su hijo, me hizo un sonriente reproche por mi ausencia, bajamos al living para beber otra copa, todo el mundo andaba por la pintura de Graham Sutherland, fantasmas de ese tipo, teorías y entusiasmos que se perdían en el aire con el humo del tabaco. Magda y Nora concentraban a los chicos para que comieran estratégicamente aparte; Borel me dio su dirección, insistiendo en que le enviara la colaboración prometida a una revista de Poitiers, me dijo que partían a la mañana siguiente y que se llevaban a Javier y a Magda para hacerles visitar la región. "Silvia se irá con ellos", pensé oscuramente, y busqué una caja de fruta abrillantada, el pretexto para acercarme a la mesa de los chicos, quedarme allí un momento. No era fácil preguntarles, comían como lobos y me arrebataron los dulces en la mejor tradición de los sioux y los tehuelches. No sé por qué le hice la pregunta a Lolita, limpiándole de paso la boca con la servilleta.
-¿Qué sé yo? -dijo Lolita-. Preguntale a Álvaro.
-Y yo qué sé -dijo Álvaro, vacilando entre una pera y un higo-. Ella hace lo que quiere, a lo mejor se va por ahí.
-¿Pero con quién de ustedes vino?
-Con ninguno -dijo Graciela, pegándome una de sus mejores patadas por debajo de la mesa-. Ella estuvo aquí y ahora quién sabe, Álvaro y Lolita se vuelven a la Argentina y con Renaud te imaginás que no se va a quedar porque es muy chico, esta tarde se tragó una avispa muerta, qué asco.
-Ella hace lo que quiere, igual que nosotros -dijo Lolita.
Volví a mi mesa, vi terminarse la velada en una niebla de coñac y de humo. Javier y Magda se volvían a Buenos Aires (Álvaro y Lolita se volvían a Buenos Aires) y los Borel irían el año próximo a Italia (Renaud iría el año próximo a Italia).
-Aquí nos quedamos los más viejos -dijo Raúl. (Entonces Graciela se quedaba pero Silvia era los cuatro, Silvia era cuando estaban los cuatro y yo sabía que jamás volverían a encontrarse).
Raúl y Nora siguen todavía aquí, en nuestro valle del Luberon, anoche fui a visitarlos y charlamos de nuevo bajo el tilo; Graciela me regaló un mantelito que acababa de bordar con punto cruz, supe de los saludos que me habían dejado Javier, Magda y los Borel. Comimos en el jardín, Graciela se negó a irse temprano a la cama, jugó conmigo a las adivinanzas. Hubo un momento en que nos quedamos solos, Graciela buscaba la respuesta a la adivinanza sobre la luna , no acertaba y su orgullo sufría.
-¿Y Silvia? -le pregunté, acariciándole el pelo.
-Mirá que sos tonto -dijo Graciela-. ¿Vos te creías que esta noche iba a venir por mí solita?
-Menos mal -dijo Nora, saliendo de la sombra-. Menos mal que no va a venir por vos solita, porque ya nos tenían hartos con ese cuento.
-Es la luna -dijo Graciela-. Qué adivinanza tan sonsa, che.



VIERNES TRECE - HAYDÉE ORTONE

En la cima del cerro la noche caía lentamente. Después de verificar por última vez el funcionamiento de los distintos artefactos: el telescopio electrónico, las cámaras de televisión, el trasmisor y las diferentes antenas, los hombres se fueron acomodando alrededor del fuego.
La vigilia de aquel viernes 13 de octubre de 2017, noche de plenilunio para más datos, había comenzado. Hacía frío, mucho frío.
El grupo de científicos llegados desde Buenos Aires para observar la tormenta cósmica que estaba por desarrollarse momentos más tarde me habían contratado como guía. Yo era uno de los pocos estudiantes de la Universidad de Salta que cumplía con los requisitos de los investigadores: alumno avanzado de la carrera de física y oriundo del lugar conocía como pocos esa zona que durante más de dos siglos fue el hogar de mis ancestros. El cerro no tenía secretos para mí. Yo me sentía muy feliz; en silencio agradecí al destino por permitirme ser testigo de lo que estaba por ocurrir en el universo. Una completa oscuridad cubría los montes cercanos pero de pronto miles de estrellas comenzaron a titilar. por un instante la imagen de ese cielo, me recordó la capa negra que mi madre bordó con lentejuelas plateadas para el último carnaval.
Todo era silencio a nuestro alrededor. Las llamas del fogón iluminaban los rostros espectantes. El profesor Santopietro comentó - Fíjense, allá a lo lejos, en el fondo del valle las luciérnagas vuelan todas en parejas.- Yo me callé la boca, no quise asustarlos, total, los pumas no se acercan donde hay fuego.
Mientras tanto un perfume penetrante se esparció por el campamento, entonces me acordé. -Estamos siendo testigos de algo que sucede dos o tres veces por año -les dije- hay unos arbustos que nacen entre las grietas de las montañas más altas formando pequeñas matas y sólo florecen durante las noches de luna llena en la época primaveral. -Y agregué- las llaman Titaikin , que significa las lágrimas de la doncella . Nosotros somos unos privilegiados por estar acá en una de esas noches. Mañana , cuando los rayos del sol caigan sobre ellas morirán indefectiblemente.
Una leyenda calchaquí dice que Inti, el dios sol, tenía una hija : la princesa Quillá que significa luna, la cual estaba perdidamente enamorada de un guerrero, pero éste, a su vez amaba a una joven doncella de su misma tribu. Al ver que todos sus ruegos y todas sus argucias resultaban inútiles, Quillá decidió vengarse, entoces una noche en que los amantes tomados de las manos, estaban transitando por un camino de pircas convocó al Zonda, el dios de los vientos, el cual sopló con todas sus fuerzas. A su paso destrozó árboles, movió las montañas, produjo una lluvia de estrellas y el volcán arrojó por sus fauces bocanadas de fuego.
Ante tamaño desastre, el guerrero trató de proteger con su cuerpo a la aterrada doncella pero una ráfaga más fuerte que las anteriores separó a los amantes, entonces el joven salió despedido y cayó en lo más profundo de una quebrada mientras la niña quedó atrapada en una grieta de la cual no pudo salir. Cuando cesó la furia de los elementos y la luna, feliz por su venganza, volvió a brillar en todo su esplendor rompiendo las tinieblas, escondidas entre las rocas aparecieron estas pequeñas y perfumadas flores.
Tomé una linterna y acercándome a una hendidura las iluminé: eran pequeñas, muy blancas y húmedas, caían como cascada hacia el abismo.
Como todos conocíamos el interés del doctor Harbert por la botánica, ciencia que junto con la física contituían sus dos grandes amores, a ninguno nos sorprendió demasiado que mientras yo hablaba prestara tanta atención. Al finalizar, recuerdo que me hizo varias preguntas y luego se levantó y se fue a la carpa donde guardábamos todos los trastos y elementos de uso diario. Al rato volvió, trayendo un envase plástico de gaseosa al que había cortado por la mitad y con un cuchillo, cuya hoja acercó a las llamas le efectuó unas perforaciones en la base. Luego se acercó peligrosamente al borde del precipicio y ayudándose con el mismo cuchillo comenzó a desenterrar una de las plantitas de titaikin
En ese momento el profesor Santopietro le gritó: Hombre, tenga cuidado, si se cae ahí abajo no vamos a poder ir a buscarlo.
Cuidadosamente, casi diría amorosamente, logró sacar la pequeña mata sin romper una sola de sus frágiles raíces. Entonces la colocó en el recipiente que hizo las veces de maceta y la depositó al lado de su bolsa de dormir. El doctor Antúnez aprovechó para decirle. ¿Tenés miedo de que te la roben?. Y los demás rompimos en una carcajada.

DIARIO LA NACIÓN. 15 de diciembre de 2017.
Ayer, en horas de la tarde en un conocido nosocomio de la capital se produjo el deceso del doctor en física Alberto Herbart, destacado miembro del Conicet.
El doctor Herbart formó parte el pasado 13 de octubre de la expedición a Iruya, provincia de Salta, con el objeto de estudiar las tormentas cósmicas y sus efectos sobre los ecosistemas. En el momento en que el telescopio espacial captó una enorme cantidad de plasma magnético emergiendo desde la atmósfera del sol en dirección a la tierra un fuerte viento asoló el lugar. La brújula enloqueció, la radio dejó de funcionar. De pronto el cielo se cubrió. Hasta aquí lo que narraron los científicos. Todos coincidieron en que hubo un lapso durante el cual no saben qué ocurrió. Cuando se recuperaron todo había vuelto a la normalidad. Las estrellas de a miles cubrían el cielo y la luna llena lucía en todo su esplendor. Sólo el doctor Harbert, a cargo del telescopio electrónico estaba profundamente alterado. Presa de un temblor espasmódico repetía frases tales como : yo la ví, descargaba su odio a latigazos...o ... un látigo formado de estrellas brillaba en su mano...
Los facultativos hallaron secuelas de varios accidentes cerebro-vasculares.Se supone que al doctor, que sufría previamente de hipertensión arterial se le agravó su cuadro clínico debido a los efectos de la altura y de las adversas condiciones climáticas.

LA GATA - Marcela Ruz

En todas las sobremesas de los domingos de invierno, la tía vieja empezaba con sus relatos. El licor le soltaba la lengua y cambiaba su voz de ganso cansado. Tal vez no fuera el licor sino las historias las que la transformaban de golpe en otra persona, la verdad que no lo sé. Pero sí sé que sólo pasaba los domingos de invierno, en las sobremesas.

Desparramados en los sillones que presidían el living comedor familiar, mientras el sopor nos invadía a todos, ella desgranaba uno a uno cuanto mito conocía. No solía repetirse, empezaba con el de la viuda, pasaba por el Pombero, el niñito moro, el Yasiyateré, la luz mala, la Salamanca, el Basilisco, el Lobizón. Ya nos los sabíamos de memoria, pero la única vía de escape disponible -levantar la mesa y lavar los platos- era rápidamente usada por mi prima y mi hermana. El resto quedábamos ahí, a su merced, soñolientos, esperando que llegara el café.

El domingo pasado, para sorpresa de varios que aún no estábamos dormidos, arrancó con una leyenda nueva. Parecía que la iba inventando mientras la contaba, nunca había hecho pausas en sus retahílas dominicales salvo para tomar otra copita de licor. No pude retener los nombres de las protagonistas pero, en resumen, se trataba de la historia prehispánica de dos hermanas en la península de Yucatán. Una estaba “enferma de pasión” y se entregaba a cuanto hombre se lo solicitaba. La otra, en cambio, era “virtuosa y honesta”. Hasta ahí, nada del otro mundo. Pero hete aquí que la de “cascos ligeros” era de muy buen corazón, ayudaba a los pobres, rescataba animales, cuidaba árboles y flores, mientras que la que nunca había cometido un desliz era bastante egoísta y malvada. No voy a aburrirlos con todos los lugares comunes con los que pretendió adornar el relato, es mi tía vieja y no me queda otro remedio que escuchar todos y cada uno de los detalles que en nada contribuyen a la narración, pero sería una total falta de respeto obligar a quien no pertenezca a nuestra familia a soportar tantas naderías. Así que paso al otro asunto más o menos importante: La buena-mala (o sea, la que no conocía varón), se enamoró perdidamente de un muchacho del pueblo. Aunque hizo todo lo que estuvo a su alcance para seducirlo, ya se imaginarán en la cama de quién terminó el “mancebo”. Esto la enloqueció, y con la ayuda de malos espíritus transformó a su hermana en una gata en celo, de largo pelaje negro y ojos color aceituna. Pero los dioses se apiadaron de la pobre hermana gata ya que su alma era buena, sólo que demasiado generosa en cuestiones de amor, y le concedieron la gracia de poder volver a su forma humana los lunes de luna llena de los meses pares de los años bisiestos. Los dioses pueden darse el lujo de ser así de complicados cuando otorgan una gracia y de nada sirve quejarse.

Estábamos en el mes de junio de un año bisiesto. Mañana habría luna llena. Acaso a alguno de los varones de la familia lo acompañaría la suerte y podría encontrarse con la gata de largo pelaje negro y ojos color aceituna, dije en broma. La tía vieja rio, cosa rara en ella y clavó sus ojos en mi primo Matías, que dormía ajeno a todo. Es rara la tía vieja, la tía con voz de ganso cansado.
Matías fue, como cada día hábil, a la sociedad protectora de animales donde trabajaba. Jamás se había permitido -a pesar de sus sentimientos- adoptar a ninguno de los pobres bichos que terminaban ahí. Creía que era poco profesional. Pero no pudo resistirse a los maullidos de una gatita negra, de pelaje negro y ojos color aceituna.

Cosechando, cosecheros – Julia Zela

- “El Amor vale sólo por el idilio”.

Sixto vuelve triste por el largo camino regresando de su escuelita rural. Hasta el tonto de los Valdez, salió a tirarle con unas bostas de caballo.
La mama me retará porque el guardapolvo blanco lo llevo manchado de la porquería que este infeliz me tiró, discúlpame Dios pero esto es muy doloroso para sobrellevarlo yo solo: -dame fuerza, quiero aguantar todo para mejorarle la vida a mi viejita.
Soy un desgraciado, el centro de las burlas de la escuelita y de todo el mundo. Dios te juro que si no fuera por la mama, ya me hubiera ido a “rodar tierra”, quien sabe si así no encontraría mejor vida.
Han pasado los años y sigo con su problema; Dios no hace tiempo para tirarme una mano. Por suerte ahora empiezo a ver a Lucia. Agacho la cabeza cuando de lejos la veo venir, y ni me animo a mirarla (sólo me imagino su frente, y de atrás puedo ver sus pasos sinuosos, acompasando su cuerpo pulposo y enloquecedor).
Últimamente cuando llego de la escuela, me animo a darle un beso a la viejita, que con el puchero me espera. El otro día me dijo M’ hijo, lo noto cambiao, me huele que se anda enamorando.
Lo del amor son cosas difíciles, tiene alegrías, placeres y dolores. -Tenga cuidao con quien se mete, (me dice entre dientes y como avergonzada).
Yo nunca pude tener amigos o compañeros de ley (en las buenas y las malas), cuando alguno se me arrimó era para tomarme el pelo. O peor para meterme en lío, hasta con la policía me metieron. Se me caía la cara de vergüenza cuando me llevó el comisario al rancho, y le dijo a mi mama: -mire Doña, que si se mete en otro lío lo tendré que mandar a la Correccional.
Esa noche mi viejita lloró toda la noche, pedí al Dios la muerte me mande; yo soy digno de producirle tanta angustia a mi madrecita.
Un rato me serené, creo fue como un sueño, se me acercó al catre de tiento la Lucía; estaba hermosa, fue una visión luminosa, blanca y serena como la luna, me sentí embriagado de gozo, con sólo percibir su presencia. Soy muy tonto para ella, no la merezco. Juro que el alba me despertó contento: por fin tener una amiga¡¡.
Mis quince años transcurrían en el trabajo de cosecha de algodón el Chaco, de sol a sol. Esquivando a las arañas grandotas, y otras alimañas. Por la noche la peonada se juntaba a contar algo del día, alguno sacaba su quena, otro armónica.
La pucha que lindo que sonaban esas cosas. Contaban cuentos y siempre el personaje más tarado era el Sixto (pero será posible, siempre tendré que ser yo). Diosito no te compadeces nunca de mí,…. no figuro en tu lista).
Algunas noches se me presentaba la Lucía, hasta llegó a adivinar mi pena; buenaza la mina, con su dulce y arrulladora voz. Era el premio al día de calor, y fastidio de aguantar a mis compañeros de la cosecha.
Así transcurría mi vida, entre gentes que me buscaban para tomarme de punto. Me acuerdo el día que encontré la víbora en mi catre (broma de un compas); la tiré al piso de tierra de un alpargatazo, con el machete la saqué frente al rancherío, y la corté en pedacitos. - Para qué… hasta el capataz me retó y me obligo a trabajar 24 horas seguidas de penitencia.
La noche siguiente me dormí como un tronco, la Lucia toda angelical, me enseñó que algunos de estos bichos resultan de utilidad para la agricultura. Y yo le entendí, y diría le obedecí. Sentí su embriagadora presencia hasta el amanecer.
La noche planeaba linda, cayó uno con un acordeona. La peonada se puso contenta, empezaron a entonar las canciones. Alguno gritó –“Un aplauso p’al musiquero”. Un montón de aplausos y Vivas, me impactó.
Pensé sería lindo estar con el acordeón (acariciar sus botones, que parecían pezones. Estirarla del otro lado para darle aire, y que cante como el jilguero). Que la gente me mire como importante, yo regalarles alegría con mi música.
Lucía me esperó al lado del catre, me animé a mirarla, pero sus ojos tenían un brillo imposible de sostener. Toda dulce inclinó la negra melena, cuando me sumía en el sueño y me dijo un secreto: -Sixto yo quiero ayudarte pero tienes que aprender a mirarme a los ojos. Es cosa difícil, pero digamos cuestión de práctica. – Conseguí un gato negro: apriétale fiero las orejas, (por supuesto te rasguñará, es cuestión que te prepares). Sostenerle la mirada, que bullirá como de diablo, fruto del dolor y la ira.
- Si aprendes a mirarlo fijo, el poder de tu vista aumentará, así te podré ayudar.
El sol cocinaba mi cabeza, mientras cosechaba y como martillazo cada detalle se me representaba. Y me prometí lograr lo enseñado por Lucía.
A la noche; la acordeona sonaba de lo lindo, entre los tipos empezaron a bailar, yo me alejé porque terminaban toqueteándose, y no sé qué más.
Sentí un ruidito, y mi almita se sacudió en el pecho; estaba Lucía mas linda que siempre, me tomó de la mano me alejó al oscurito, nos sentamos juntitos sobre la misma piedra. Ella como siempre me adivinaba el pensamiento y dijo, “-Puedo darte lo que mas quieras, (sin esperar contestación se mandó) -Tendrás una acordeona y como nadie podrás tocar su música, y entonar los balseaditos; serás el alma de las reuniones. Si estás de acuerdo en cinco años te llevo para mis pagos”.
Disfruté como nunca en mi triste vida lo había hecho, tenía amigos y enamoradas. Recibí muchos aplausos. No olvido nunca el bailongo que se armó una noche en Mendoza, entre cosecheros de la uva. Repartían vino del bueno los patrones. Y Sixto recibía aplausos, abrazos, y siempre era el centro de las noches cosecheras.
La alegría era mía, podía disfrutarla y reír. Escribirle una cartita a mi viejita.

Se va la Segunda…. (- .. A donde te vas Chinita ¡¡¡):
-Mire doña Zenona, entiendo lo que usted dice, sobre su hijito Sixto, fue buen muchacho, trabajador y con poca suerte.
- Que el dolor de perder un hijo: no tiene nombre (digo del dolor de puro rudo que es).
-Comprendo y, veo el altarcito que tiene hasta con la última foto que le mandó el Sixto (sobre la cosecha de la papa en Balcarce).
-Incluso Lucía, esa mocita que aparece abrazada a su hijo, y que muchas veces figura en las cartas que tiene a la vista:
- Soy yo Don Diablo (es cuestión de habilidades que tengo para acércame al “ganso”, y hacerlo “pisar el palito”).
-Usted habrá rezado días y noches por el almita del hijo muerto (los rezos ni le llegaron); yo me llevé su alma directo al infierno, sin juicio previo. Son cuestiones de Acuerdos con Lucifer…..mire,… Solo le explico porque está ahí pegada al santerio:
- Aquí lo que pasó es que el Sixto se pasó de rosca. Me pidió dos años más de vida con “poderes y saberes” (para los que no nació preparado). Y lo pactamos clarito: pasado poco tiempo, me presentaría en su rancho para retirar lo que es mío.
-Salga nomás deje ese altarcito; vengo a llevarme su almita, y por Contrato.

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