Papá (fragmento)
En la biblioteca de su casa, allá en el pueblo, hay un libro muy gordo, tamaño folio, de tapas blancas y con la bandera argentina en la parte superior. Un libro que cuenta, según proclama en letras azules el subtítulo, las atrocidades y los modos de actuar del terrorismo apátrida en nuestro país durante las décadas del sesenta y del setenta. Muchas veces paso frente a libro cuando estoy de visita, pero nunca lo pude hojear. Ni siquiera por curiosidad. Sé que existe, mi padre me ha pedido en un montón de oportunidades que lo lea para enterarme de la verdad, de lo que realmente sucedió, pero nunca he podido hacerlo. Sólo veo su lomo, a veces, cuando medio distraído paso hacia la cocina. Jamás he podido abrirlo: el asco y la bronca pueden bastante más que la curiosidad.
La verdad.
Siempre he preferido la belleza a la verdad.
La verdad se me antoja un imposible. No le creo. Nunca le he creído del todo a ninguna verdad. No sé. Ni siquiera he podido creer completamente en las verdades más mías. En las íntimas, en las propias. Por suerte, para mí, la literatura no se hace con verdades. Como cualquier otro arte, la literatura es una discusión infinita. Y el hipotético día en que se termine con esta eterna discusión, ese mismo hipotético día también habrá terminado la literatura. Aunque es cierto que hay normas, leyes que se agolpan en los alrededores de los papeles en blanco. Pero, claro, resulta prácticamente imposible llenar esos papeles en blanco con literatura si respetamos puntualmente todas y cada una de esas leyes. Lo literario nace de lo ilegítimo, de lo insoportable. No se lleva bien con las verdades o, en el mejor de los casos, anda buscando de manera casi desesperada alguna verdad novedosa. Y si bien las verdades propias ayudan a escribir, nunca son para siempre, nunca son del todo verdades, quiero decir. Apenas si pueden serlo por un rato, justo hasta el preciso momento en que pierden alguna batalla insignificante frente a otra verdad cualquiera que se nos presenta en el camino de la escritura.
En la biblioteca de su casa, allá en el pueblo, hay un libro muy gordo, tamaño folio, de tapas blancas y con la bandera argentina en la parte superior. Un libro que cuenta, según proclama en letras azules el subtítulo, las atrocidades y los modos de actuar del terrorismo apátrida en nuestro país durante las décadas del sesenta y del setenta. Muchas veces paso frente a libro cuando estoy de visita, pero nunca lo pude hojear. Ni siquiera por curiosidad. Sé que existe, mi padre me ha pedido en un montón de oportunidades que lo lea para enterarme de la verdad, de lo que realmente sucedió, pero nunca he podido hacerlo. Sólo veo su lomo, a veces, cuando medio distraído paso hacia la cocina. Jamás he podido abrirlo: el asco y la bronca pueden bastante más que la curiosidad.
La verdad.
Siempre he preferido la belleza a la verdad.
La verdad se me antoja un imposible. No le creo. Nunca le he creído del todo a ninguna verdad. No sé. Ni siquiera he podido creer completamente en las verdades más mías. En las íntimas, en las propias. Por suerte, para mí, la literatura no se hace con verdades. Como cualquier otro arte, la literatura es una discusión infinita. Y el hipotético día en que se termine con esta eterna discusión, ese mismo hipotético día también habrá terminado la literatura. Aunque es cierto que hay normas, leyes que se agolpan en los alrededores de los papeles en blanco. Pero, claro, resulta prácticamente imposible llenar esos papeles en blanco con literatura si respetamos puntualmente todas y cada una de esas leyes. Lo literario nace de lo ilegítimo, de lo insoportable. No se lleva bien con las verdades o, en el mejor de los casos, anda buscando de manera casi desesperada alguna verdad novedosa. Y si bien las verdades propias ayudan a escribir, nunca son para siempre, nunca son del todo verdades, quiero decir. Apenas si pueden serlo por un rato, justo hasta el preciso momento en que pierden alguna batalla insignificante frente a otra verdad cualquiera que se nos presenta en el camino de la escritura.
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