VIAJE AL RÍO DE LA PLATA (Fragmento)
ULRICO SCHMIDL
VII Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires:
esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros
buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de
Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se
llaman Querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron
pescados y carne para que comiéramos. También estas mujeres llevan un pequeño
paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos Querandís no tienen paradero
propio en el país sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos
en nuestro país. Cuando estos indios Querandís van tierra adentro, durante el
verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la
redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un
venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en
algunos casos buscan una raíz que llaman cardo, y entonces la comen por la sed.
Cuando los dichos Querandís están por morirse de sed y no
encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien
piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo
dicho en forma clara.
Los susodichos Querandís nos trajeron alimentos diariamente
a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su
escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces
nuestro capitán don Pedro Mendoza envió enseguida un alcalde de nombre Juan
Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a
unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos
estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los
molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento. Cuando
dicho alcalde volvió a campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don
Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos
lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo estuve en ese asunto.
Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza que su hermano don
Diego Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los
nombrados Querandís, ocupando el lugar donde éstos estaban. Cuando allí
llegamos, los indios eran unos cuatro mil, pues habían convocado a sus amigos.
Y cuando quisimos atacarlos, se defendieron de tal manera que nos dieron
bastante que hacer; mataron a nuestro capitán don Diego Mendoza y a seis
caballeros; también mataron a flechazos alrededor de veinte soldados de
infantería. Pero del lado de los indios murieron como mil hombres, más bien más
que menos. Los indios se defendieron muy valientemente contra nosotros, como
bien lo experimentamos en propia carne.
Dichos Querandís usan, como armas, arcos y flechas; éstas
son como medias lanzas, que en la punta delantera tienen un filo de pedernal.
También usan una bola de piedra, sujeta a un largo cordel, como las plomadas
que usamos en Alemania. Arrojan esta bola alrededor de las patas de un caballo
o de un venado, de tal modo que éste debe caer; con esa bola he visto dar
muerte a nuestro referido capitán y a los hidalgos: lo he visto con mis propios
ojos. A los de a pie los mataron con los aludidos dardos.
Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro
capitán don Pedro Mendoza, y un muro de tierra en torno a la ciudad, de una
altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. Este
muro era de tres pies de ancho y lo que hoy se levantaba, mañana se venía de
nuevo al suelo; además la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y
padecía gran escasez, al extremo que los caballos no podían utilizarse.
Fue tal la pena y el desastre del hambre que no
bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y
cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles robaron un caballo
y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se les prendió y se les
dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se
ajusticiara a los tres españoles y se los colgara de una horca. Así se cumplió
y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada
uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos
del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron.
También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había
muerto. Esto sucedió en el año 1535, en el día de Corpus Christi, en la
referida ciudad de Buenos Aires
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