FACUNDO (Fragmentos)
Introducción
1. Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra.
Introducción
Je demande
à l'historien l'amour de l'humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne
doit pas être impassible. Il faut,
au contraire, qu'il souhaite,
qu'il espère, qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il raconte.
VILLEMAIN, Cours de littérature.
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte,
para que, sacudiendo el ensangrentado
polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las
convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees
el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre
de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos
senderos en el desierto, decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!»
¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la
política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su
alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era
sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y
fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis
en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del
mundo, como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado
a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las
cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por
Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón
helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente
el despotismo con toda la inteligencia
de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus
enemigos quieren disputarle
el título de Grande
que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande
y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado
millares de seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por
encima de cadáveres, también se hallan a millares las almas generosas que, en
quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos
propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá,
al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad mujer, por lo cobarde,
mitad tigre, por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del
Plata el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.
Necesítase, empero, para desatar este nudo que
no ha podido cortar la espada, estudiar
prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en
los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y
tradiciones populares, los puntos en que están pegados.
La República Argentina es hoy la sección
hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores ha llamado
preferentemente la atención de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus extravíos, o
atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en que remolinean
elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción,
y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no sin perder el gobernalle, logró
alejarse y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han
alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto, al echar una mirada
precipitada sobre el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las
lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran
foco de lucha intestina, los que por más avisados se tienen han dicho: «Es un
volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que
aparecen en la América; pronto se extinguirá»; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de haber dado
una solución tan fácil como exacta de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América
del Sur en general, y a la República
Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del
conocimiento de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros,
octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida
política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la
ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la
vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser, que no
tiene antecedentes bien marcados y conocidos. Hubiérase, entonces, explicado el
misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella República; hubiéranse
clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan;
hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra; su parte a las
tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han
dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las
ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie
indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a la democracia
consagrada por la revolución de 1810; a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado
hasta las capas inferiores de la sociedad. Este estudio que nosotros no estamos
aún en estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica,
hecho por observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la
Europa un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre
los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida
salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces
se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada a la
Europa, que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa
culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho,
está balanceándose entre dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de
los pueblos libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya
fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente;
maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a
gritos que le impongan el yugo, que parece ser su condición y
su modo de
existir. ¡Qué! ¿El
problema de la España
europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana,
como por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la
moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa nada para la historia y la
filosofía esta eterna lucha de los pueblos hispanoamericanos, esa falta supina
de capacidad política e industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin
norte fijo, sin objeto preciso, sin que
sepan por qué no pueden conseguir un día de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino
fatal que los arrastra, mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su
maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay, tierra
desmontada por la mano sabia del
jesuitismo, un sabio educado en las
aulas de la antigua Universidad de Córdoba abre una nueva página en la historia
de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos,
y, borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde
durante treinta años su presa, en las profundidades del continente americano, y
sin dejarla lanzar un solo grito, hasta que muerto, él mismo, por la edad y la
quieta fatiga de estar inmóvil pisando un suelo sumiso, éste puede al fin, con
voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus
inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué transformación ha sufrido el
Paraguay; qué cardenales y llagas ha
dejado el yugo sobre su cuello, que no oponía resistencia! ¿No merece estudio
el espectáculo de la República Argentina, que, después de veinte años de
convulsión interna, de ensayos de organización de todo género, produce, al fin,
del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia
en la persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se
puede, a las ideas, costumbres y civilización de los pueblos europeos?
¿No se descubre en él el mismo rencor contra el
elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma
insolencia para desafiar la reprobación del mundo, con más, su originalidad
salvaje, su carácter fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el
sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta abjurar el porvenir y
el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada?
¿Es éste un capricho accidental, una desviación
mecánica causada por la aparición de la escena, de un genio poderoso; bien así
como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la aproximación
de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la atracción de su centro de
rotación, que luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera
ordinaria? M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «Hay en América dos
partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más fuerte»; y cuando
le avisan que los franceses han tomado
las armas en Montevideo y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al
triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir: «Los franceses
son muy entrometidos, y comprometen a su nación con los demás gobiernos.»
¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que
modificaron la civilización romana y que ha penetrado en el enmarañado
laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el
crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu
moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda solución a esta
manifestación de simpatías profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas:
«¡Son muy entrometidos los franceses!» Los
otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y
estas alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo que venga a
prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: «¡Estos argentinos
son muy amigos de los europeos!» Y el tirano de la República Argentina se
encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: «¡Traidores a la
causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores!, ésta es la palabra.
¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores a la causa americana, española,
absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la palabra salvaje, que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?
De eso se trata: de ser o no ser salvaje. ¿Rosas, según esto, no es un
hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por el contrario, una
manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para
qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío!
¡Para qué lo combatís!...
¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso
absurda? ¿Acaso porque el mal principio triunfa, se le ha de abandonar
resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy
en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos,
porque la Polonia ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un
poco de libertad? ¡Por qué lo combatís!... ¿Acaso no estamos vivos los que
después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra
conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque, hemos perdido
algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos de los
combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos
como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de providencial en
estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar?
Por otra parte, ¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las devastaciones de la
barbarie, mantener cien ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas que
están en quieta posesión de surcarlos ellas solas ab initio?
¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la
inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros
desiertos, y hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como
las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de
desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la infancia, los pronósticos que con envidia nos
dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la humanidad? Después de
la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América?
¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino, llamados, por
lo pronto, a recibir la población europea que desborda como el líquido en un
vaso? ¿No queréis, en fin, que vayamos a
invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas
nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una
de toda traba puesta al pensamiento, segura
la otra de
toda violencia y
de toda coacción?
¡Oh! ¡Este porvenir no se
renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde
la entrada de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o
cambian de bandera. No se renuncia
porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados
años: la fortuna es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso y la polvareda
sofocante de los combates,
¡adiós tirano!; ¡adiós tiranía! No se renuncia
porque todas las brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más,
en un momento de extravío, en el ánimo de masas inexpertas: las convulsiones
políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la humanidad que
los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin de las
tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones
estacionarias. No se renuncia porque en
un pueblo haya millares de
hombres candorosos que toman el bien por el mal, egoístas que sacan de él su
provecho, indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se atreven a
combatirlo, corrompidos, en fin, que no
conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por depravación: siempre
ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado
definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan
prestarnos su ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo del
poder organizado, y no distinguen en la oscuridad humilde y desamparada de las
revoluciones los elementos grandes que están forcejeando por desenvolverse;
porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios, imponga
silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que la
importuna, huelle la noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia
porque los pueblos en masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias
y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a conmoverlos. ¡No!;
no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese
cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las
contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!
Desde Chile, nosotros nada
podemos dar a los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas sobre sus
cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma
ninguna no es dado llevar a los combatientes, si no es la que la prensa
libre de Chile suministra a todos
los hombres libres.
¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el
enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino de oro que tratamos
de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra, Brasil,
Montevideo, Chile y Corrientes va a turbar tu sueño en medio del silencio
sepulcral de tus víctimas: he aquí que te has visto compelido a robar el don de
lenguas para paliar el mal, don que sólo fue dado para predicar el bien. He
aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y
fratricida, para que por medio de la prensa defienda al que la ha encadenado!
¿Por qué no permites en tu patria la discusión que mantienes en todos los otros
pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el
puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica
discusión de la prensa?
El que haya leído las páginas que preceden
creerá que es mi ánimo trazar un cuadro
apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan
Manuel de Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha
formado la última página de esta biografía inmoral; aún no está llena la
medida; los días de su héroe no han sido
contados aún. Por otra parte, las pasiones que subleva entre sus enemigos son
demasiado rencorosas aún, para que pudieran ellos mismos poner fe en su
imparcialidad o en su justicia. Es de otro personaje de quien debo ocuparme:
Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel.
Diez años ha que la tierra pesa sobre sus
cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que fuera a
cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que detuvo su carrera?
¿Partió de Buenos
Aires o de
Córdoba? La historia explicará este arcano. Facundo
Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la
República Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta.
Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos
los elementos de desorden que hasta antes de su
aparición estaban agitándose aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra nacional,
argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de trabajos, de
devastaciones y de combates, el
resultado de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó.
He creído explicar la revolución argentina con
la biografía de Juan Facundo Quiroga,
porque creo que él explica suficientemente una de las tendencias, una de las
dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular.
He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para
completarlos los detalles que han podido suministrarme hombres que lo
conocieron en su infancia, que fueron
sus partidarios o sus enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído
otros, y tenido conocimiento exacto de una época o de una situación particular.
Aún espero más datos de los que poseo, que ya son numerosos. Si algunas
inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las
comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una
manifestación de la vida argentina, tal como la han hecho la colonización y las
peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria
atención, porque sin esto la vida y hechos de Facundo Quiroga son vulgaridades
que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la historia.
Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente
salvaje que prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina;
Facundo, expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus
preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue, no por un
accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su
voluntad, es el personaje histórico más singular, más notable, que puede
presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un caudillo
que encabeza un gran movimiento social no es más que el espejo en que se
reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades,
preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura,
el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia
escéptica, filosófica y emprendedora,
que se derrama sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora.
Por esto nos es necesario detenernos en los
detalles de la vida interior del pueblo argentino, para comprender su ideal, su
personificación.
Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a
Facundo Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía, al inmortal
Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su
vida. En la Enciclopedia Nueva he
leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel
caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos y por su genio;
pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo,
los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al
caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de
la Europa, y nada que me revele la América.
Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida
bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo
su glorioso edificio.
¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a
cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones
clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer
día con el frac, ni más ni menos como los litógrafos de Buenos Aires han
pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo impropia su chaqueta, que
nunca abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo desaparece. La guerra
de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un Charette
de más anchas
dimensiones. Si los
españoles hubieran penetrado en
la República Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si
este caudillo hubiese sido tan pródigamente dotado por la naturaleza y la
educación.
La manera de tratar la historia de Bolívar, de
los escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su
clase. San Martín no fue caudillo popular; era realmente un general. Habíase
educado en Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y
podía formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar batallas
regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre Chile es una
conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese
tenido que encabezar montoneras, ser
vencido aquí, para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían
colgado a su segunda tentativa.
El drama de Bolívar se compone, pues, de otros
elementos de los que hasta hoy conocemos: es preciso poner antes las
decoraciones y los trajes americanos, para mostrar enseguida el personaje. Bolívar
es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar, el verdadero
Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo traduzcan
a su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún.
Razones de este género me han movido a dividir
este precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el
paisaje, el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en que
aparece el personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera
que la primera esté ya revelando a la segunda, sin necesidad de
comentarios ni explicaciones.
Señor don Valentín Alsina:
Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que
vuelven a ver la luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el conato
de usted de amenguar con sus notas
los muchos lunares que afeaban
la primera
edición. Ensayo y revelación, para mí mismo, de
mis ideas, el Facundo adoleció de los
defectos de todo fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de
documentos a la mano, y ejecutada no bien era concebida, lejos del teatro de
los sucesos y con propósitos de acción inmediata y militante. Tal como él era,
mi pobre librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la
verdad y a la discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose
furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en sus
peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por centenas llegar,
ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a las oficinas del
pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la cabaña del gaucho, hasta
hacerse él mismo, en las hablillas populares, un mito como su héroe.
He usado con parsimonia de sus preciosas notas,
guardando las más substanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos,
temeroso de que por retocar obra tan informe desapareciese su fisonomía
primitiva y la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.
Este libro, como tantos otros que la lucha de
la libertad ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso
de materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurada de todo
resabio, la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en lecciones, más rico en peripecias y más vivaz
que la dura y penosa transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo, si,
como lo deseo, puedo un día consagrarme con éxito a tarea tan grande! Echaría
al fuego, entonces, de buena gana, cuantas páginas precipitadas he dejado
escapar en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han
cogido los más frescos laureles, hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al poderoso tirano de
nuestra patria.
He suprimido la introducción como inútil, y los
dos capítulos últimos como ociosos hoy, recordando una indicación de usted, en
1846, en Montevideo,
en que me
insinuaba que el
libro estaba terminado en la
muerte de Quiroga.
Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y
a satisfacerla consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados. Facundo murió
corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía escaparse y
sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de
la Historia ha caído, ya, sobre él, y el reposo de su
tumba, guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de los pueblos. Sería
agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria,
recordarla, después de rehabilitada, las degradaciones por que ha pasado. Pero
hay otros pueblos y otros hombres que no deben quedar sin humillación y sin ser
aleccionados. ¡Oh! La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las
ciencias históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de
sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos
escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador americano se
presentase ante ellos como un libro, para mostrarles, como Dios muestra las
cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado ante un fantasma, que han
contemporizado con una sombra impotente, que han acatado un montón de basura,
llamando a la estupidez energía; a la ceguedad, talento; virtud a la crápula e
intriga, y diplomacia a los más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como
es posible hacerlo, con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en
la justipreciación de los hechos, con exposición lucida y animada, con elevación de
sentimientos y con conocimiento profundo de los intereses de los pueblos y
presentimiento, fundado en deducción lógica, de los bienes que sofocaron con
sus errores y de los males que desarrollaron en nuestro país e hicieron
desbordar sobre otros..., ¿no siente usted que el que tal hiciera podría
presentarse en Europa con su libro en la mano, y decir a la Francia y a la
Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a Palmerston y a Guizot, a Luis
Felipe y a Luis Napoleón, al Times y a la Presse: «¡Leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí vuestro hombre!»,
y hacer efectivo aquel ecce homo, tan
mal señalado por los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos!
La historia de la tiranía de Rosas es la más
solemne, la más sublime y la más triste página de la especie humana, tanto para
los pueblos que de ella han sido víctimas como para las naciones, gobiernos y
políticos europeos o americanos que han sido actores en el drama o testigos
interesados.
Los hechos están ahí consignados, clasificados,
probados, documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo
hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la
vista del espectador y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos
palpables y lontananzas necesarias; fáltale el colorido que dan el paisaje, los
rayos del sol de la patria; fáltale la evidencia que trae la estadística, que
cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores presuntuosos y hace
enmudecer a los poderosos impudentes. Fáltame, para intentarlo, interrogar el
suelo y visitar los lugares de la escena, oír las revelaciones de los
cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de los ancianos, las
doloridas narraciones de las madres, que ven con el corazón; fáltame escuchar
el eco confuso del pueblo, que ha visto y no ha comprendido, que ha sido
verdugo y víctima, testigo y actor; falta la madurez del hecho cumplido y el
paso de una época a otra, el cambio de
los destinos de la nación, para volver, con fruto, los ojos hacia atrás,
haciendo de la historia ejemplo y novenganza.
Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando
para mí este tesoro, prestaré grande atención a los defectos e inexactitudes de
la vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto he abandonado a la
publicidad. Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como
escritor argentino: fustigar al mundo y humillar la soberbia de los grandes de
la tierra, llámense sabios o gobiernos. Si fuera rico, fundara un premio
Monthion para aquel que lo consiguiera.
Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo que continúe la obra de
rehabilitación de lo justo y de lo digno que tuvo en mira al principio. Tenemos
lo que Dios concede a los que sufren: años por delante y esperanzas; tengo yo
un átomo de lo que a usted y a Rosas, a la virtud y al crimen, concede a veces:
perseverancia Perseveremos, amigo: muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún
acto, ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra
debilidad y de que nos amenazan para hoy o para mañana tribulaciones y
peligros.
DOMINGO SARMIENTO Yungay, 7 de abril de 1851.
1. Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra.
L'étendue
des Pampas est si prodigieuse, qu'au nord elles sont bornées par des bosquets
de palmiers, et au midi par des neiges éternelles.
HEAD
El continente americano termina al sur en una
punta, en cuya extremidad se forma el Estrecho de Magallanes. Al oeste, y a
corta distancia del Pacífico, se extienden, paralelos a la costa, los Andes
chilenos. La tierra que queda al oriente de aquella cadena de montañas y al occidente del Atlántico, siguiendo el
Río de la Plata hacia el interior por el Uruguay arriba, es el territorio que
se llamó Provincias Unidas del Río de la Plata, y en el que aún se derrama
sangre por denominarlo República Argentina o Confederación Argentina. Al norte
están el Paraguay, el Gran Chaco y Bolivia, sus límites presuntos.
La inmensa extensión de país que está en sus
extremos es enteramente despoblada, y ríos navegables posee que no ha surcado
aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la
extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las
entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, por lo
general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí, la
inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos
los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra,
entre celajes y vapores tenues, que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar
el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al norte,
acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual
enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las
indefensas poblaciones. En la solitaria caravana de carretas que atraviesa
pesadamente las pampas, y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación,
reunida en torno del escaso fuego, vuelve
maquinalmente la vista hacia el sur, al
más ligero susurro del viento que agita las
yerbas secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la
noche, en busca de los bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un
momento a otro, sorprenderla desapercibida. Si el oído no escucha rumor alguno,
si la vista no alcanza a calar el velo oscuro que cubre la callada soledad,
vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo,
a las orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para observar si
están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la
conversación interrumpida, o lleva a la boca el tasajo de carne, medio
sollamado, de que se alimenta Si no es la proximidad del salvaje lo que
inquieta al hombre del campo, es el
temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que no puede pisar. Esta
inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime,
a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica para la
muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida,
una manera de morir como cualquiera otra, y puede, quizá, explicar, en parte,
la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que
sobreviven impresiones profundas y duraderas.
La parte habitada de este país privilegiado en
dones, y que encierra todos los climas, puede dividirse en tres fisonomías
distintas, que imprimen a la población condiciones diversas, según la manera
como tiene que entenderse con la naturaleza que la rodea. Al norte, confundiéndose
con el Chaco, un espeso bosque cubre, con su impenetrable ramaje, extensiones
que llamaríamos inauditas, si en formas colosales hubiese nada inaudito en toda
la extensión de la América. Al centro, y en una zona paralela, se disputan
largo tiempo el terreno, la pampa y la selva; domina en partes el bosque, se
degrada en matorrales enfermizos y espinosos; preséntase de nuevo la selva, a
merced de algún río que la favorece, hasta que, al fin, al sur, triunfa la
pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin
accidente notable; es la imagen del mar en la tierra, la tierra como en el
mapa; la tierra aguardando todavía que se la mande producir las plantas y toda
clase de simiente.
Pudiera señalarse, como un rasgo notable de la
fisonomía de este país, la aglomeración de ríos navegables que al este se dan
cita de todos los rumbos del horizonte,
para reunirse en el Plata y presentar, dignamente, su estupendo tributo al
océano, que lo recibe en sus flancos, no sin muestras visibles de turbación y
de respeto. Pero estos inmensos canales excavados por la solícita mano de la
naturaleza no introducen cambio ninguno en las costumbres nacionales. El hijo
de los aventureros españoles que colonizaron el país, detesta la navegación, y
se considera como aprisionado en los estrechos límites del bote o de la lancha.
Cuando un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su
caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arribado
a él, descansan caballo y caballero, y de islote en islote se completa, al fin,
la travesía.
De este modo, el favor más grande que la
Providencia depara a un pueblo, el gaucho argentino lo desdeña, viendo en él,
más bien, un obstáculo opuesto a sus movimientos, que el medio más poderoso de
facilitarlos: de este modo, la fuente del engrandecimiento de las naciones, lo
que hizo la celebridad remotísima del Egipto, lo que engrandeció a la Holanda y
es la causa del rápido desenvolvimiento de Norteamérica, la navegación de los
ríos o la canalización, es un elemento muerto, inexplotado por el habitante de
las márgenes del Bermejo, Pilcomayo, Paraná, Paraguay y Uruguay. Desde el
Plata, remontan aguas arriba algunas navecillas tripuladas por italianos y
carcamanes; pero el movimiento sube unas cuantas leguas y cesa casi de todo
punto. No fue dado a los españoles el instinto de la navegación, que poseen en
tan alto grado los sajones del norte. Otro espíritu se necesita que agite esas
arterias, en que hoy se estagnan los fluidos vivificantes de una nación. De
todos estos ríos que debieran llevar la civilización, el poder y la riqueza,
hasta las profundidades más recónditas del continente y hacer de Santa Fe,
Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Salta, Tucumán y Jujuy, otros tantos pueblos
nadando en riqueza y rebosando población y cultura, sólo uno hay que es fecundo
en beneficio para los que moran en sus riberas: el Plata, que los resume a
todos juntos.
En su embocadura están situadas dos ciudades:
Montevideo y Buenos Aires, cosechando hoy, alternativamente, las ventajas de su
envidiable posición. Buenos Aires está llamada a ser, un día, la ciudad más gigantesca de ambas Américas.
Bajo un clima benigno, señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus
pies, reclinada muellemente sobre un inmenso territorio, y con trece provincias
interiores que no conocen otra salida para sus productos, fuera ya la Babilonia
americana, si el espíritu de la pampa no hubiese soplado sobre ella y si no
ahogase en sus fuentes el tributo de riqueza que los ríos y las provincias
tienen que llevarla siempre. Ella sola, en la vasta extensión argentina, está
en contacto con las naciones europeas; ella sola explota las ventajas del
comercio extranjero; ella sola tiene poder y rentas. En vano le han pedido las
provincias que les deje pasar un poco de civilización de industria y de
población europea: una política estúpida
y colonial se hizo sorda a estos clamores. Pero las provincias se
vengaron mandándole en Rosas, mucho y demasiado de la barbarie que a ellas les
sobraba.Harto caro la han pagado los que decían: «La República Argentina acaba
en el Arroyo del Medio.» Ahora llega
desde los Andes hasta el mar: la barbarie y la violencia bajaron a Buenos
Aires, más allá del nivel de las provincias. No hay que quejarse de Buenos
Aires, que es grande y lo será más, porque así le cupo en suerte. Debiéramos
quejarnos, antes, de la Providencia, y pedirle que rectifique la configuración
de la tierra. No siendo esto posible, demos por bien hecho lo que de mano de
Maestro está hecho. Quejémonos de la ignorancia de este poder brutal, que
esteriliza para sí y para las provincias los dones que natura prodigó al pueblo
que extravía. Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y
prosperidad al interior, mándale sólo
cadenas, hordas exterminadoras y tiranuelos subalternos. ¡También se venga del
mal que las provincias le hicieron con prepararle a Rosas!
He señalado esta circunstancia de la posición
monopolizadora de Buenos Aires para mostrar que hay una organización del suelo,
tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado de buena
fe: «¡Federación o muerte!», habría concluido por
el sistema unitario que hoy ha
establecido. Nosotros, empero, queríamos la
unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha dado la unidad
en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que las cosas
entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora interesa conocer, es que los progresos de la civilización se
acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo conductor para llevarla
y distribuirla en las provincias, y ya veremos lo que de aquí resulta. Pero
sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio
predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra esté
cubierta de la lujosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos
enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que
les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la
superficie de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a
interrumpir esta continuidad sin límites las tierras de San Luis y Córdoba en
el centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes, al norte. Nuevo
elemento de unidad para la nación que pueble,
un día, aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se
interponen entre unos y otros países, y los demás obstáculos naturales,
mantienen el aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades
primitivas. Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la
primitiva independencia de las plantaciones que por su ancha exposición al
Atlántico y las diversas salidas que al interior dan: el San Lorenzo al norte,
el Mississipí al sur y las inmensas
canalizaciones al centro.
La República Argentina es «una e indivisible».
Muchos filósofos han creído, también, que las
llanuras preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las montañas
prestaban asidero a las resistencias de la libertad. Esta llanura sin límites, que desde Salta a Buenos Aires, y de allí a
Mendoza, por una distancia de más de setecientas leguas, permite rodar enormes
y pesadas carretas, sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre
apenas ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales, esta llanura
constituye uno de los rasgos más notables de la fisonomía interior de la República. Para preparar vías de comunicación, basta sólo el esfuerzo
del individuo y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte quisiera
prestarle su auxilio, si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la
debilidad del individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los
más emprendedores, y la incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno. Así, en
materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la ley por mucho tiempo, y la
acción de la civilización permanecerá débil e ineficaz.
Esta extensión de las llanuras imprime, por
otra parte, a la vida del interior,
cierta tintura asiática, que no deja de ser bien pronunciada. Muchas veces, al
salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la
he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de
las Ruinas: La pleine lune, à l'Orient
s'élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l'Euphrate. Y, en
efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las
soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el
Tigris y el Eúfrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que
cruza nuestras soledades para llegar, al fin de una marcha de meses, a Buenos
Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras
carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles, cuya gente
tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares, que la distinguen de los otros habitantes, como
el marino se distingue de los hombres de tierra.
Es el capataz un caudillo, como en Asia, el
jefe de la caravana: necesítase, para este destino, una voluntad de hierro, un
carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de
los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo, en el
desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el capataz
enarbola su chicote de fierro y
descarga sobre el insolente golpes que causan contusiones y heridas; si la
resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo
general desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano, y
reivindica, bien pronto, su autoridad, por la superior destreza con que sabe
manejarlo. El que muere
en estas ejecuciones
del capataz no
deja derecho a ningún
reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.
Así es como en la vida argentina empieza a
establecerse por estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la
preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad
de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debates. La tropa
de carretas lleva, además, armamento: un fusil o dos por carreta y, a
veces, un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los
bárbaros la asaltan, forma un círculo, atando unas carretas con otras, y casi
siempre resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes, ávidos de
sangre y de pillaje.
La árrea de mulas cae, con frecuencia,
indefensa en manos de estos beduinos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos
viajes, el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la
sociedad y a luchar individualmente con la naturaleza, endurecido en las
privaciones, y sin contar con otros recursos que su capacidad y maña personal,
para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo.
El pueblo que habita estas extensas comarcas se
compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes
imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis
predomina la raza española pura, y es común encontrar en los campos,
pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas, como
querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero, el grueso
de la población campesina habla aún la quichua,
que revela su origen indio. En Corrientes, los campesinos usan un dialecto
español muy gracioso. -Dame, general, un chiripá- decían a Lavalle sus
soldados.
En la campaña de Buenos Aires, se reconoce
todavía el soldado andaluz; y en la ciudad predominan los apellidos
extranjeros. La raza negra, casi extinta ya -excepto en Buenos Aires-, ha
dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades, eslabón que liga al
hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de
talento y de los más bellos instintos de progresos.
Por lo demás, de la fusión de estas tres
familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la
ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una
posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual.
Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado la
incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven
en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para
dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir
negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha
mostrado mejor dotada de acción la raza española,
cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.
Da compasión y vergüenza en la República
Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del sur de Buenos Aires y la
villa que se forma en el interior: en la primera, las casitas son pintadas; el
frente de la casa, siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos;
el amueblado, sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o estaño,
reluciente siempre; la cama, con cortinillas graciosas, y los habitantes, en un
movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y
quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a la
ciudad, a gozar de las comodidades.
La villa nacional es el reverso indigno de esta
medalla: niños sucios y cubiertos de harapos viven en una jauría de perros;
hombres tendidos por el suelo, en la más completa inacción; el desaseo y la
pobreza por todas partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos
miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria los
hacen notables.
Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que
es un accidente de las campañas pastoras, motivó, sin duda, las palabras que el
despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott: «Las
vastas llanuras de Buenos Aires -dice- no están pobladas sino por cristianos salvajes,
conocidos bajo el nombre de guachos (por
decir Gauchos), cuyo principal
amueblado consiste en cráneos de caballos, cuyo alimento es carne cruda y agua
y cuyo pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras forzadas.
Desgraciadamente -añade el buen gringo-,
prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas»1.¡Sería bueno proponerle a la Inglaterra, por
ver, no más, cuántas varas de lienzo y cuántas piezas de muselina daría por
poseer estas llanuras de Buenos Aires!
Por aquella extensión sin límites, tal como la
hemos descrito, están esparcidas, aquí y
allá, catorce ciudades capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el
orden aparente, clasificáramos, por su colocación geográfica: Buenos Aires,
Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las márgenes del Paraná; Mendoza, San
Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta
y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes chilenos; Santiago, San Luis y
Córdoba, al centro. Pero esta manera de enumerar los pueblos argentinos no
conduce a ninguno de los resultados sociales que voy solicitando. La
clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del
pueblo de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya he
dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no son navegados sino en una escala
insignificante y sin influencia. Ahora,
todos los pueblos argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos
del pastoreo; Tucumán explota, además, la agricultura; y Buenos Aires, a más de
un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se entrega a las múltiples y
variadas ocupaciones de la vida civilizada.
Las ciudades argentinas tienen la fisonomía
regular de casi todas las ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos
rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a
Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las
apariencias de una dudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres
y cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la
civilización argentina, española, europea;
allí están los talleres de las artes,
las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que
caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.
1 Life of Napoleon Bonaparte, tomo II,
cap. I (Nota de la 1º edición).
La elegancia en los modales, las comodidades
del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí su teatro y su
lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad
capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades
menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con
las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia: las cerca, las
oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de
civilización, enclavados en un llano inculto, de centenares de millas
cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos
Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la
campaña, como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya
esto es un hecho notable.
El hombre de la ciudad viste el traje europeo,
vive de la vida civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí están
las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna
organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la
ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que
llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son
diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades
distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la
campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su
lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la
silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo
lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscripto afuera, y
el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa,
atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.
Estudiemos, ahora, la fisonomía exterior de las
extensas campañas que rodean las ciudades y penetremos en la vida interior de
sus habitantes. Ya he dicho que en muchas provincias el límite forzoso es un desierto intermedio y sin agua. No
sucede así, por lo general, con la campaña de una provincia, en la que reside
la mayor parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000
almas, apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la aislada ciudad;
todo el grueso de la población está en los campos, que, así como por lo común
son llanos, casi por todas partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques,
ya desnudos de vegetación mayor, y en algunas, con tanta abundancia y de tan
exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza,
y San Juan sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la superficie
inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos de la
agricultura. En todo lo demás, abundando
los pastos, la cría de ganados es no la ocupación de los habitantes, sino su
medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve, impensadamente, a traer
a la imaginación el recuerdo del Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre
cubiertas, aquí y allá, de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La
vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la
vida de Abraham, que es la del beduino
de hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo extraño.
La tribu árabe, que vaga por las soledades
asiáticas, vive reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe
guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un punto determinado de la
tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la
invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un
código de leyes, de usos y de prácticas de gobierno, que mantiene la moral, tal
como la comprenden, el orden y la asociación de la tribu. Pero el progreso está
sofocado, porque no puede haber progreso sin la
posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del
hombre y le permite extender sus adquisiciones.
En las llanuras argentinas no existe la tribu
nómade: el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un
punto, que le pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido necesario disolver la
asociación y derramar las familias sobre
una inmensa superficie. Imaginaos
una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de
población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia
unas de otras, a ocho, a veces, a dos, las más cercanas. El desenvolvimiento de
la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo
incompatibles con este aislamiento: puede levantar la fortuna un soberbio
edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la
necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se
hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las privaciones
indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae,
enseguida, todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido
completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y, no
habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la
municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no
tiene medios de alcanzar a los delincuentes.
Ignoro si el mundo moderno presenta un género
de asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio
romano, que reconcentraba en un recinto toda la población, y de allí salía a
labrar los campos circunvecinos.
Existía, pues, una organización social
fuerte, y sus benéficos resultados se hacen sentir hasta hoy y han
preparado la civilización moderna. Se asemeja a la antigua sloboda esclavona, con la diferencia que aquélla era agrícola, y,
por tanto, más susceptible de gobierno: el desparramo de la población no era
tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que
no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la Edad
Media, en que los barones residían en el campo, y desde allí hostilizaban las
ciudades y asolaban las campañas; pero aquí falta el barón y el castillo
feudal. Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático:
ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes.
De aquí resulta que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor que
nuestras campañas para el desarrollo moral.
Pero lo que presenta de notable esta sociedad,
en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida
espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El
ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos el peso de la
vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía
libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de
los intereses del Estado, de la paz, la guerra, las luchas de partido. El
pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana del ilota
antiguo la desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y acrece
indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por demás; su trabajo, su
inteligencia, su tiempo, no son necesarios para la conservación y aumento de
los medios de vivir. Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida,
las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el romano: fáltale la
ciudad, el municipio, la asociación íntima, y, por tanto, fáltale la base de
todo desarrollo social; no estando reunidos los estancieros, no tienen
necesidades públicas que satisfacer: en una palabra, no hay res publica.
El progreso moral, la cultura de la
inteligencia descuidada en la tribu
árabe o tártara,
es aquí no
sólo descuidada, sino
imposible.
¿Dónde colocar la escuela para que asistan a
recibir lecciones los niños diseminados a diez leguas de distancia, en
todas direcciones? Así, pues, la civilización es del todo
irrealizable, la barbarie es normal, y gracias, si las costumbres domésticas
conservan un corto depósito de moral. La religión sufre las consecuencias de la
disolución de la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene auditorio,
el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y en
la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal, penetran en su
celda y convierten su superioridad moral en elementos de fortuna y de ambición,
porque, al fin, concluye por hacerse caudillo de partido.
Yo he presenciado una escena campestre digna de
los tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio.
Hallábame en 1838 en la sierra de San Luis, en casa de un estanciero, cuyas dos
ocupaciones favoritas eran rezar y jugar. Había edificado una capilla
en la que, los domingos por la tarde,
rezaba él mismo el rosario, para suplir al sacerdote y al
oficio divino de que por años habían carecido. Era aquél un cuadro homérico: el
sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al redil, hendían el aire con sus
confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía
noble, en que la raza europea pura se
ostentaba por la blancura del cutis,
los ojos azulados, la frente, espaciosa y despejada, hacía coro, a que
contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien
domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo un
fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro,
fe más firme, ni oración más bella, más adecuada a las circunstancias, que la que recitó. Pedía en ella, a Dios, lluvia
para los campos, fecundidad para los
ganados, paz para la República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy
propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento
religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación
desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los
tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo
revela. La voz de aquel hombre candoroso e inocente me hacía vibrar todas las
fibras, y me penetraba hasta la médula de los
huesos.
He aquí a lo que está reducida la religión en
las campañas pastoras: a la religión natural; el cristianismo existe, como el
idioma español, en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido,
encarnado en supersticiones groseras, sin instrucción, sin culto y sin
convicciones. En casi todas las campañas apartadas de las ciudades ocurre que,
cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les presentan tres o
cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de que,
por su buena educación, podrán hacerlo
de un modo válido; y no es raro que a la llegada de un sacerdote se le
presenten mocetones, que vienen domando un potro, a que les ponga el óleo y
administre el bautismo sub conditione.
A falta de todos los medios de civilización y
de progreso, que no pueden desenvolverse, sino a condición de que los hombres
estén reunidos en sociedades numerosas,
ved la educación del hombre del campo. Las mujeres guardan la casa,
preparan la comida, trasquilan las ovejas,
ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se
visten: todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras las
ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el trabajo; y gracias, si algunos
hombres se dedican a cultivar un poco de maíz para el alimento de la familia,
pues el pan es inusitado como mantención ordinaria. Los niños ejercitan sus
fuerzas y se adiestran por placer, en el manejo del lazo y de las bolas, con
que molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando son
jinetes, y esto sucede luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos
quehaceres; más tarde, y cuando ya son fuertes, recorren los campos, cayendo y
levantando, rodando a designio en las vizcacheras, salvando
precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo; cuando la pubertad
asoma, se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo menor que les aguarda, si un
momento les faltan las fuerzas o el
coraje. Con la juventud primera viene la completa independencia y la desocupación.
Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho,
pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por
el idioma únicamente y por las confusas religiosas que conservan, para saber
apreciar los caracteres indómitos y altivos, que nacen de esta lucha del hombre
aislado, con la naturaleza salvaje, del racional, del bruto; es preciso ver
estas caras cerradas de barba, estos semblantes graves y serios, como los de
los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista
del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros,
pero que no sabe aterrar un toro bravío
y darle muerte; que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin
el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en
una mano y el poncho envuelto en la otra, para meterle en la boca, mientras le
traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de
las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, desafiarla y
vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia
individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen
una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos
les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y
arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello.
¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las
grandes cosas! ¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de una
parte de la América, la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol, mejor que ellos, ni
el hombre sabio ni el poderoso? El europeo es, para ellos, el último de todos,
porque no resiste a un par de corcovos del caballo. Si el origen de esta
vanidad nacional en las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles
las consecuencias; como no es menos pura el agua de un río porque nazca de
vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les inspiran los
hombres cultos, e invencible su disgusto por sus vestidos, usos y maneras. De
esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil imaginarse lo que
hábitos de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra.
Añádase que, desde la infancia, están habituados a matar las reses, y que este
acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y
endurece su corazón contra los gemidos
de las víctimas.
La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el
gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su
carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del
poder de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción,
sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es
feliz en medio de la pobreza y de sus privaciones, que no son tales para el que
nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus deseos. De manera que si
esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie, por la
imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por
otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el alimento y el
vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus
ganados, si es propietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee. Las
atenciones que el ganado exige se reducen a correrías y partidas de placer.
La
hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada
se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto de reunión de todos los
hombres de veinte leguas a la redonda; allí, la ostentación de la increíble
destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de su
mejor parejero, que detiene a
distancia apartada; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre
el pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende lentamente del
caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa, con la
velocidad del rayo, a cuarenta pasos de distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve
tranquilo a enrollar su cuerda.
- El rastreador
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el
rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras
tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas
direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son
abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y
distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o
tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una
vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón
que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: «Aquí va
-dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N.
Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...»
Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos
Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora,
cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero
de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo, la
ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de
profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
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aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del
saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le
tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal,
calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio
puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se
nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con
algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador,
que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo,
como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es
imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra
en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente:
«¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a
esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del
rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se
somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo
señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una
provincia, su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora,
cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo,
un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su
reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo nada; ahí están los niños.»
Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso
maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le
robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una
artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e
inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio
después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios,
entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi
inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor, después
de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había
escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz,
previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que
la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo
sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su
reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una
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tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista.
El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar
huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie;
trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para
atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía
momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba:
«¡Dónde te mi as dir!» Al fin llegó a una acequia de agua, en los
suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al
rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar.
Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha salido; no
hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican.» Entra en
una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo:
«Adentro está.» La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a
dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido», fue la
breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el
rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado.
En 1831, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba
preparado, los auxiliares de fuera, prevenidos. En el momento de
efectuarlo, uno dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!», contestaron los otros,
anonadados, aterrados. «¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de
Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y
así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se
desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime
criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
EL QUE NO ESTÁ CONMIGO ES MI ENEMIGO
Tal era el axioma de política
consagrado en ella. Se anuncia que va
a correr sangre, y tan sólo promete no atentar
contra las propiedades. ¡Ay de
los que provoquen su cólera!
Cuatro días después, la parroquia
de San Francisco anuncia su intención de celebrar una misa y Te Deu m en acción de gracias al
Todopoderoso, etc., invitando al vecindario a solemnizar, con su presencia, el
acto. Las calles circunvecinas están empavesadas, alfombradas, tapizadas,
decoradas. Es aquello un bazar oriental en que ostentan tejidos de damasco,
púrpura, oro y pedrerías, en decoraciones caprichosas. El pueblo llena las
calles, los jóvenes acuden a la novedad,
las señoras hacen de la parroquia su paseo de la tarde. El Te Deum se posterga de un día a otro, y la agitación de la ciudad,
el ir y venir, la excitación, la interrupción de todo trabajo dura cuatro,
cinco días consecutivos. La Gaceta repite
los más mínimos detalles de la espléndida función. Ocho días después, otra
parroquia anuncia su Te Deum: los vecinos se proponen rivalizar en
entusiasmo y oscurecer la pasada fiesta. ¡Qué lujo de decoraciones, qué
ostentación de riquezas y adornos! El retrato del Restaurador está en la calle,
en un dosel, en que los terciopelos colorados se mezclan con los galones y
las cordonaduras de oro. Igual
movimiento por más días aún; se vive en la calle, en la parroquia privilegiada.
Pocos días después, otra parroquia, otra fiesta en otro barrio. Pero ¿hasta
cuándo fiestas? ¿Qué, no se cansa este pueblo de espectáculos? ¿Qué entusiasmo
es aquél que no se resfría en un mes?
¿Por qué no hacen todas las parroquias su función a un tiempo? No: es el
entusiasmo sistemático, ordenado, administrado poco a poco. Un año después,
todavía no han concluido las
parroquias de dar su fiesta; el vértigo oficial
pasa de la ciudad a la campaña, y es cosa de nunca acabar. La Gaceta de la época está ahí, ocupada,
año y medio, en describir fiestas federales. El Retrato se mezcla en todas ellas, tirado en un carro hecho para él,
por los generales, las señoras, los federales netos.
«Et le peuple,
enchanté d'un tel spectacle,
enthousiasmé du Te Deum,
chanté moult bien a Nôtre-Dame, le peuple oublia qu'il payait fort cher tout,
et se retirait fort joyeux.»16
De las fiestas sale, al fin de año
y medio, el color colorado, como
insignia de adhesión a la causa; el
retrato de Rosas, colocado en los altares primero, pasa después a ser parte del
equipo de cada hombre, que debe llevarlo en el pecho, en señal de amor intenso a la persona del
Restaurador. Por último, de entre estas fiestas se desprende, al fin, la
terrible Mazorca, cuerpo de policía entusiasta, federal, que tiene por encargo
y oficio echar lavativas de ají y aguarrás a los descontentos, primero, y
después, no bastando este tratamiento flogístico, degollar a aquellos que se
les indique.
La América entera se ha burlado de
aquellas famosas fiestas de Buenos Aires y mirádolas como el colmo de la
degradación de un pueblo; pero yo no veo en ellas sino un designio político, el
más fecundo en resultados.
¿Cómo encarnar en
una República que
no
![]() |
16 Chronique du moyen âge. (Nota de la 1ª edición.)
conoció reyes jamás la idea de la personalidad de gobierno? La cinta
colorada es una materialización del terror que os acompaña a todas partes, en
la calle, en el seno de la familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al
desnudarse, y las ideas se nos graban siempre por asociación. La vista de un árbol
en el campo nos recuerda lo que íbamos
conversando diez años antes, al pasar por cerca de él; figuraos las ideas que
trae consigo asociadas la cinta colorada, y las impresiones indelebles que ha
debido dejar unidas a la imagen de Rosas. Así en una comunicación de un alto
funcionario de Rosas, he leído en estos días «que es un signo que su Gobierno ha mandado
llevar a sus empleados en señal de conciliación y de paz». Las palabras Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos
unitarios son, por cierto, muy conciliadoras; tanto, que sólo en el
destierro o en el sepulcro habrá quienes se atrevan a negar su eficacia. La
mazorca ha sido un instrumento poderoso de conciliación y de paz; y si no, id a
ver los resultados y buscad en la tierra ciudad más conciliada y pacífica que
la de Buenos Aires. A la muerte de su esposa, que una chanza brutal de su parte
ha precipitado, manda que se le tributen honores de Capitán General, y ordena
un luto de dos años a la ciudad y campaña de la provincia, que consiste en un
ancho crespón atado al sombrero con una cinta colorada. ¡Imaginaos una ciudad
culta, hombres y niños vestidos a la europea, uniformados dos años enteros con un ribete colorado en el sombrero!
¿Os parece ridículo? ¡No!, nada hay ridículo cuando todos, sin excepción,
participan de la extravagancia, y sobre todo cuando el azote o las lavativas de
ají están ahí, para poneros serios como estatuas, si os viene la tentación de
reíros. Los serenos cantan a cada cuarto de hora: «¡Viva el ilustre
Restaurador! ¡Viva doña Encarnación Ezcurra! ¡Mueran los impíos unitarios!» El
sargento primero, al pasar lista a su compañía, repite las mismas palabras; el
niño, al levantarse de la cama, saluda al día con la frase sacramental. No hace
un mes que una madre argentina, alojada en una fonda de Chile, decía a uno de
sus hijos, que despertaba repitiendo en voz alta: «¡Vivan los federales!
¡Mueran los salvajes, asquerosos unitarios!»: «Cállate, hijo, no digas eso
aquí, que no se usa; ya no digas más, ¡no sea que te oigan!» Su temor era
fundado, ¡le oyeron! ¿Qué político ha producido la Europa
que haya tenido el alcance para comprender el medio de crear la idea de la personalidad del jefe del Gobierno, ni
la tenacidad prolija de incubarla quince años, ni que haya tocado medios más
variados ni más conducentes al objeto? Podemos en esto, sin embargo,
consolarnos de que la Europa haya suministrado un modelo al genio americano. La
Mazorca, con los mismos caracteres, compuesta de los mismos hombres, ha
existido en la Edad Media en Francia, en tiempo de la guerra entre los partidos
de los Armagnac y del duque de Borgoña. En la Historia de París, escrita por G. Fouchare La Fosse, encuentro
estos singulares detalles: «Estos instigadores del asesinato, a fin de
reconocer por todas partes a los borgoñeses, habían ya ordenado que llevasen en
el vestido la cruz de San Andrés, principal atributo del escudo de Borgoña, y
para estrechar más los brazos del partido, imaginaron en seguida formar una
Hermandad bajo la invocación del mismo San Andrés. Cada cofrade debía llevar
por signo distintivo, a más de la cruz, una corona de rosas... ¡Horrible
confusión! ¡El símbolo de inocencia y de ternura sobre la cabeza de los
degolladores!... ¡Rosas y sangre!... La sociedad odiosa de los Cabochiens, es decir, la horda de
carniceros y desolladores fue soltada por la ciudad, como una tropa de tigres
hambrientos, y estos verdugos sin número se bañaron en sangre humana».
Poned, en lugar de la cruz de San
Andrés, la cinta colorada; en lugar de las rosas coloradas, el chaleco
colorado; en lugar de cabochiens, mazorqueros;
en lugar de 1418, fecha de aquella Sociedad, 1835, fecha de esta otra; en lugar
de París, Buenos Aires; en lugar del duque de Borgoña, Rosas, y tendréis el
plagio hecho en nuestros días. La Mazorca, como los Cabochiens, se compuso en su origen de los carniceros y
desolladores de Buenos Aires. ¡Qué instructiva es la Historia! ¡Cómo se repite
a cada rato!...
Otra creación de aquella época fue
el censo de las opiniones. Ésta es
una institución verdaderamente original. Rosas mandó levantar en la ciudad y la
campaña, por medio de los jueces de paz, un registro, en el que se anotó el
nombre de cada vecino, clasificándolo de unitario, indiferente, federal o federal neto. En los
colegios, se encargó a los rectores, y en todas partes se hizo con la más
severa escrupulosidad, comprobándolo después y admitiendo los reclamos que la
inexactitud podía originar. Estos registros, reunidos, después, en la oficina
de gobierno, han servido para suministrar gargantas a la cuchilla infatigable
de la Mazorca durante siete años.
Sin duda que pasma la osadía del
pensamiento de formar la estadística de las opiniones de un pueblo entero,
caracterizarlas según su importancia, y con el registro a la vista, seguir
durante diez años la tarea de desembarazarse de todas las cifras adversas,
destruyendo en la persona el germen
de la hostilidad. Nada igual me presenta la Historia, sino las clasificaciones
de la Inquisición, que distinguía las opiniones heréticas en malsonantes,
ofensivas de oídos piadosos, casi herejía, herejía, herejía perniciosa, etc.
Pero al fin la Inquisición no hizo el catastro de la España para exterminarla
en las generaciones, en el individuo, antes de ser denunciado al Santo
Tribunal.
Como mi ánimo es sólo mostrar el
nuevo orden de instituciones que suplantan a las que estamos copiando de la
Europa, necesito acumular las principales, sin atender a las fechas. La
ejecución que llamamos fusilar queda
desde luego sustituida por la de degollar.
Verdad es que se fusila una mañana cuarenta y cuatro indios, en una plaza
de la ciudad, para dejar yertos a todos con estas matanzas, que aunque de
salvajes, eran al fin hombres; pero, poco a poco, se abandona, y el cuchillo se
hace el instrumento de la justicia.
¿De dónde ha tomado tan peregrinas
ideas de gobierno este hombre horriblemente extravagante? Yo voy a consignar
algunos datos. Rosas desciende de una
familia perseguida por goda durante
la revolución de la Independencia. Su educación doméstica se resiente de la
dureza y terquedad de las antiguas costumbres señoriales. Ya he dicho que su
madre, de un carácter duro, tétrico, se ha hecho servir de rodillas hasta estos
últimos años; el silencio lo ha rodeado durante su infancia, y el espectáculo
de la autoridad y de la servidumbre han
debido dejarle impresiones duraderas. Algo de extravagante ha habido en el
carácter de la
madre, y esto
se ha reproducido
en don Juan Manuel y dos de sus hermanas. Apenas llegado a
la pubertad, se hace insoportable a su familia, y su padre lo destierra a una
estancia. Rosas, con cortos intervalos, ha residido en la campaña de Buenos
Aires cerca de treinta años; y ya el año 24 era una autoridad que las
Sociedades industriales ganaderas consultaban en materia de arreglos de
estancias. Es el primer jinete de la República Argentina, y cuando digo de la
República Argentina, sospecho que de toda la tierra; porque ni un equitador ni
un árabe tiene que habérselas con el potro salvaje de la Pampa.
Es un prodigio de actividad; sufre
accesos nerviosos en que la vida
predomina tanto, que necesita saltar sobre un caballo, echarse a correr por la
pampa, lanzar gritos descompasados, rodar hasta que, al fin, extenuado el
caballo, sudando a mares, vuelve él a las
habitaciones, fresco ya y dispuesto para el trabajo. Napoleón y Lord
Byron padecían de estos arrebatos, de estos furores causados por el exceso de
la vida.
Rosas se distingue, desde temprano,
en la campaña por las vastas empresas de leguas de siembras de trigo que
acomete y lleva a cabo, con suceso, y sobre todo, por la administración severa,
por la disciplina de hierro que introduce en sus estancias. Esta es su obra
maestra, su tipo de gobierno, que ensayará más tarde para la ciudad misma. Es preciso conocer al
gaucho argentino y sus propensiones innatas, sus hábitos inveterados. Si
andando en la pampa le vais proponiendo darle una estancia con ganados que lo
hagan rico propietario; si corre en busca de la médica de los alrededores para
que salve a su madre, a su esposa querida que deja agonizando, y se atraviesa
un avestruz por su paso, echará a correr detrás de él, olvidando la fortuna que
le ofrecéis, la esposa o la madre moribunda; y no es él sólo que está dominado
de este instinto: el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el freno
de impaciencia por volar detrás del avestruz. Si a distancia de diez leguas de su habitación el gaucho echa
de menos su cuchillo, se vuelve a tomarlo, aunque esté a una cuadra del lugar a
donde iba; porque el cuchillo es para él lo que la respiración, la vida misma.
Pues bien, Rosas ha
conseguido que en
sus estancias, que
se unen con diversos nombres desde los Cerrillos hasta el
arroyo Cachagualefú, anduviesen las avestruces en rebaños, y dejasen, al fin,
de huir a la aproximación del gaucho: tan seguros y tranquilos pacen en las
posesiones de Rosas; y esto, mientras que han
sido ya extinguidos en todas las adyacentes campañas. En cuanto al
cuchillo, ninguno de sus peones lo
cargó jamás, no obstante que la mayor parte de ellos eran asesinos perseguidos
por la justicia. Una vez él, por olvido, se
ha puesto el puñal a la cintura y el mayordomo se lo hace notar; Rosas
se baja los calzones y manda que se le den los doscientos azotes, que es la
pena impuesta en su estancia, al que lleva cuchillo. Habrá gentes que duden de
este hecho, confesado y publicado por él mismo; pero es auténtico, como lo son
las extravagancias y rarezas sangrientas que el mundo civilizado se ha negado
obstinadamente a creer durante diez años. La autoridad ante todo: el respeto a
lo mandado, aunque sea ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y
en toda la República haciendo azotar y degollar, hasta que la cinta colorada
sea una parte de la existencia del individuo, como el corazón mismo. Repetirá
en presencia del mundo entero, sin contemporizar jamás, en cada comunicación
oficial: «¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos unitarios!», hasta que el
mundo entero se eduque y se habitúe a
oír este grito sanguinario sin escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un
magistrado de Chile tributar su homenaje y aquiescencia a este hecho que, al
fin, a nadie interesa.
¿Dónde, pues, ha estudiado este
hombre el plan de innovaciones que introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de la tradición, de la
conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me
perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la Estancia de ganados en que ha pasado
toda su vida, y en la Inquisición, en
cuya tradición ha sido educado. Las fiestas de las parroquias son una imitación
de la hierra del ganado, a que acuden
todos los vecinos; la cinta colorada que
clava a cada hombre, mujer o niño, es la marca
con que el propietario reconoce su ganado; el degüello, a cuchillo, erigido
en medio de ejecución pública, viene de la costumbre de degollar las reses que tiene todo hombre en la campaña; la prisión sucesiva de centenares de
ciudadanos, sin motivo conocido y por años enteros, es el rodeo con que se
dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las
calles, la Mazorca, las matanzas ordenadas son otros tantos medios de domar a la ciudad, dejarla al fin, como el ganado más manso y ordenado que se
conoce.
Esta prolijidad y arreglo ha
distinguido en su vida privada a don Juan Manuel de Rosas, cuyas estancias eran
citadas como el modelo de la disciplina de los peones y la mansedumbre del
ganado. Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme
la razón por que coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia,
sus prácticas y administración, con el gobierno, prácticas y administración de
Rosas; hasta su respeto de entonces por la propiedad es efecto de que ¡el
gaucho gobernador es propietario!
Facundo respetaba más la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los
ladrones de ganado con igual obstinación que a los unitarios. Implacable se ha
mostrado su Gobierno contra los cuereadores de la campaña, y centenares han
sido degollados. Esto es laudable, sin duda; yo sólo explico el origen de la
antipatía.
Pero hay otra parte de la sociedad
que es preciso moralizar y enseñar a obedecer, a entusiasmarse cuando deba entusiasmarse, a aplaudir cuando deba aplaudir, a callar cuando deba callar.
Con la posesión de la Suma del Poder
público, la Sala de Representantes
queda inútil, puesto que la ley emana directamente de la persona del jefe de la República. Sin
embargo, conserva la forma, y durante quince años son reelectos unos treinta
individuos que están al corriente de los negocios. Pero la tradición tiene
asignado otro papel a la Sala; allí Alcorta, Guido y otros han hecho oír, en
tiempo de Balcarce y Viamont, acentos de libertad y reproches al instigador de
los desórdenes; necesita, pues, quebrantar esta tradición y dar una lección
severa para el porvenir. El doctor don Vicente Maza, presidente de la Sala y de
la Cámara de Justicia, consejero de Rosas, y el qué más ha contribuido a
elevarlo, ve un día que su retrato ha sido quitado de la sala del
Tribunal por un
destacamento de la Mazorca; en la
noche, rompen los vidrios de las ventanas de su casa,
donde ha ido a asilarse; al día siguiente escribe a Rosas, en otro tiempo su
protegido, su ahijado político, mostrándole la extrañeza de aquellos procedimientos y su inocencia de todo crimen. A la noche del tercer día se
dirige a la Sala, y estaba dictando al
escribiente su renuncia, cuando el cuchillo que corta su garganta interrumpe el
dictado. Los representantes empiezan a llegar, la alfombra está cubierta de
sangre, el cadáver del presidente yace tendido aún. El señor Irigoyen propone
que al día siguiente se reúna el mayor número posible de rodados para
acompañar, debidamente, al cementerio a la ilustre víctima. Don Baldomero
García dice: «Me parece bien; pero... no muchos coches...; ¿para qué?» Entra el
general Guido y le comunica la idea, a que contesta, clavándoles unos ojos
tamaños y mirándolos
de hito en
hito: «¿Coches? ¿Acompañamiento? Que traigan el carro de la
Policía y se lo lleven ahora mismo.» «Eso decía yo - continúa García -. ¿Para
qué coches?» La Gaceta del día
siguiente anunció que los impíos unitarios habían asesinado a Maza. Un
gobernador del interior decía, aterrado, al saber esta catástrofe: «¡Es
imposible que sea Rosas el que lo ha hecho matar!» A lo que su secretario añadió:
«Y si él lo ha hecho, razón ha de haber tenido»; en lo que convinieron todos
los circunstantes.
Efectivamente, razón tenía. Su hijo
el coronel Maza tenía tramada una conspiración en que entraba todo el ejército,
y después, Rosas decía que había muerto
al anciano padre por no darle el pesar de ver morir a su querido hijo.
Pero aún me falta entrar en el
vasto campo de la política general de Rosas con respecto a la República entera.
Tiene ya su gobierno; Facundo ha
muerto dejando ocho provincias huérfanas, unitarizadas bajo su influencia. La
República marcha visiblemente a la unidad de Gobierno, a que su superficie
llana, su puerto único, la condena. Se ha dicho que es federal, llámasele
Confederación Argentina, pero todo va encaminándose a la unidad más absoluta;
desde 1831 viene fundiéndose, desde el interior, en formas, prácticas e
influencias. No bien se recibe Rosas del Gobierno en 1835, cuando declara, por
una proclamación, que los impíos unitarios
han asesinado alevosamente al ilustre general Quiroga, y que él se propone
castigar atentado tan espantoso, que ha privado a la Federación de su columna
más poderosa. «¡Qué! -decían abriendo un
palmo de boca los pobres unitarios al leer la proclama-. ¡Qué!... ¿Los Reinafé
son unitarios? ¿No son hechura de López, no entraron en Córdoba, persiguiendo
el ejército de Paz, no están en activa y amigable correspondencia con Rosas?
¿No salió de Buenos Aires Quiroga por solicitud de Rosas? ¿No iba un chasque
delante de él, que anunciaba a los Reinafé su próxima llegada?
¿No tenían los Reinafé preparada de antemano la
partida que debía asesinarlo?...» Nada; los impíos unitarios han sido los
asesinos, ¡y desgraciado el que dude de ello!... Rosas manda a Córdoba a pedir
los preciosos restos de Quiroga, la galera en que fue muerto, y se le hacen en
Buenos Aires las exequias más suntuosas que hasta entonces se han visto; se
manda cargar luto a la ciudad entera.
Al mismo tiempo, dirige una circular a todos los Gobiernos, en la que les pide
que lo nombren a él juez árbitro para
seguir la causa y juzgar a los impíos unitarios que han asesinado a Quiroga; les indica la forma en que han de
autorizarlo, y por cartas particulares les encarece la importancia de la
medida; los halaga, seduce y ruega. La autorización es unánime, y los Reinafé
son depuestos, y presos todos los que han tenido parte, noticia o atingencia
con el crimen, y conducidos a Buenos Aires; un Reinafé se escapa y es alcanzado
en el territorio de Bolivia; otro pasa el Paraná y más tarde cae en manos de
Rosas, después de haber escapado en Montevideo, de ser robado por un capitán de
buque. Rosas y el doctor Maza siguen la causa de noche, a puertas cerradas. El
doctor Gamboa, que se toma alguna libertad en la defensa de un reo subalterno,
es declarado impío unitario por un decreto de Rosas. En fin, son ajusticiados
todos los criminales que se han aprehendido, y un voluminoso extracto de la
causa ve la luz pública. Dos años después había muerto López en Santa Fe, de
enfermedad natural, si bien el médico mandado por Rosas a asistirlo recibió más
tarde una casa de la Municipalidad, por recompensa de sus servicios al
Gobierno. Cullen, el secretario de López
en la época de la muerte de Quiroga, y que a la de López, queda de gobernador
de Santa Fe, por disposición testamentaria del finado, es despuesto por Rosas y sacado, al fin, de
Santiago del Estero, donde se ha asilado, y a cuyo gobernador manda Rosas una
talega de onzas o la declaración de guerra, si el amigo no entrega a su amigo.
El gobernador prefiere las onzas; Cullen
es entregado a Rosas, y al pisar la
frontera de Buenos Aires encuentra una partida y un oficial que le hace
desmontarse del caballo y lo fusila. La Gaceta
de Buenos Aires publicaba después una carta de Cullen a Rosas en que había
indicios claros de la complicación del Gobierno de Santa Fe en el asesinato de
Quiroga, y como el finado López, decía la Gaceta,
tenía plena confianza en su secretario, ignoraba el atroz crimen que éste
estaba preparando. Nadie podía replicar entonces que si López lo ignoraba,
Rosas no, porque a él era dirigida la carta. Últimamente, el doctor don Vicente
Maza, el secretario de Rosas y procesador de los reos, murió, también
degollado, en la sala de sesiones; de manera que Quiroga, sus asesinos, los jueces de los asesinos y
los instigadores del crimen, todos tuvieron en dos años la mordaza que la tumba
pone a las revelaciones indiscretas.
Id ahora a preguntar quién
mandó matar a Quiroga.
¿López? No se sabe. Un mayor, Muslera, de
auxiliares, decía una vez en presencia de muchas personas, en Montevideo:
«Hasta ahora he podido descubrir por qué me ha tenido preso e incomunicado el
general Rosas durante dos años y cinco meses. La noche anterior a mi prisión
estuve en su casa. Su hermana y yo
estábamos en un sofá, mientras que él se paseaba a lo largo de la sala, con
muestras visibles de descontento. -¿A
que no adivina -me dijo la señora- por qué está así Juan Manuel? Es porque me
está viendo este ramito verde que
tengo en las manos. Ahora verá -añadió tirándolo al suelo. Efectivamente, don
Juan Manuel se detuvo a poco andar, se acercó a nosotros y me dijo en tono
familiar: -¿Y qué se dice en San Luis de la muerte de Quiroga? - Dicen, señor,
que S. E. es quien lo ha hecho matar. -¿Sí? Así se corre... Continuó
paseándose, me despedí después, y al día siguiente fui preso, y he permanecido
hasta el día que llegó la noticia de la victoria de Yungay, en que, con
doscientos más, fui puesto en libertad.» El mayor Muslera murió, también,
combatiendo contra Rosas, lo que no ha estorbado que se continúe
hasta el día de hoy diciendo lo mismo que había oído aquél.
Pero el vulgo no ha visto en la
muerte de Quiroga y el enjuiciamiento de sus asesinos más que un crimen
horrible; la Historia verá otra cosa: en lo primero, la fusión de la República
en una unidad compacta, y en el enjuiciamiento de los Reinafé, gobernadores de
una provincia, el hecho que
constituye a Rosas jefe del Gobierno unitario absoluto, que desde aquel día y
por aquel acto se constituye en la República Argentina. Rosas, investido del
poder de juzgar a otro gobernador, establece en las conciencias de los demás la
idea de la autoridad suprema de que está investido.
Juzga a los Reinafé por un crimen
averiguado; pero en seguida manda fusilar sin juicio previo a Rodríguez,
gobernador de Córdoba, que sucedió a los Reinafé, por no haber obedecido a
todas sus instrucciones; fusila en seguida a Cullen, gobernador de Santa Fe,
por razones que él solo conoce, y últimamente expide un decreto por el cual
declara que ningún Gobierno de las demás provincias será reconocido válido
mientras no obtenga su exequatur. Si aún
se duda que ha asumido el mando supremo, y que los demás gobernadores son
simples bajaes, a quienes puede mandar el cordón morado cada vez que no cumplan con sus órdenes, expedirá
otro, en el que deroga todas las leyes existentes de la República desde el año
1810 en adelante, aunque hayan sido dictadas por los Congresos generales o
cualquiera otra autoridad competente, declarando además, írrito y de ningún
valor, todo lo que, a consecuencia y en cumplimiento de esas leyes, se hubiese
obrado hasta entonces. Yo pregunto: ¿qué legislador, qué Moisés o Licurgo llevó
más adelante el intento de refundir una sociedad bajo un plan nuevo? La
revolución de 1810 queda, por este decreto, derogada: ley ni arreglo ninguno
queda vigente; el campo para las innovaciones, limpio como la palma de la mano,
y la República entera sometida, sin dar una batalla siquiera y sin consultar a
los caudillos. La Suma del Poder público de
que se había investido para Buenos Aires sólo la extiende a toda la República,
porque no sólo no se dice que es el
sistema unitario el que se ha establecido, del que la persona de Rosas es el
centro, sino que, con mayor tesón que nunca,
se grita: ¡Viva la federación; mueran los
unitarios! El epíteto unitario deja de ser el distintivo de un partido, y pasa
a expresar todo lo que es execrado: los asesinos de Quiroga son unitarios; Rodríguez es unitario;
Cullen, unitario; Santa Cruz, que
trata de establecer la Confederación peruanoboliviana, unitario. Es admirable la paciencia que ha mostrado Rosas en fijar
el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas. En diez años se habrá
visto escrito en la República Argentina treinta millones de veces: ¡Viva la
Confederación! ¡Viva el ilustre Restaurador! ¡Mueran los salvajes unitarios!, y
nunca el cristianismo ni el mahometismo multiplicaron tanto sus símbolos
respectivos, la cruz y el creciente, para estereotipar la creencia moral en
exterioridades materiales y tangibles. Todavía era preciso afinar aquel
dicterio de unitario; fue primero
lisa y llanamente unitarios; más tarde, los impíos unitarios, favoreciendo con eso las preocupaciones del
partido ultracatólico que secundó su elevación. Cuando se emancipó de ese pobre
partido, y el cuchillo alcanzó también a la garganta de curas y canónigos, fue preciso abandonar la
denominación de impíos: la casualidad suministró una coyuntura. Los diarios de
Montevideo empezaron a llamar salvaje a
Rosas; un día, la Gaceta de Buenos
Aires apareció con esta agregación al tema ordinario: mueran los salvajes unitarios; repitiólo la
Mazorca, repitiéronlo todas las comunicaciones oficiales, repitiéronlo los
gobernadores del interior, y quedó
consumada la adopción. «Repita usted la palabra salvaje -escribía Rosas a López- hasta la saciedad, hasta aburrir,
hasta cansar. Yo sé lo que le digo, amigo.» Más tarde se le agregó inmundos; más tarde, asquerosos; más
tarde, en fin, don Baldomero García decía en una comunicación al Gobierno de
Chile, que sirvió de cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel
letrero una señal de conciliación y de paz, porque todo el sistema se reduce a
burlarse del sentido común. La unidad de la República se realiza a fuerza de
negarla; y desde que todos dicen federación, claro está que hay unidad. Rosas
se llama encargado de las Relaciones Exteriores de la República, y sólo cuando
la fusión está consumada y ha pasado a tradición, a los diez años
después, don Baldomero
García, en Chile,
cambia aquel título por el de Director Supremo de los
asuntos de la República.
He aquí, pues, la República
unitarizada, sometida toda ella al arbitrio de Rosas; la antigua cuestión de
los partidos de ciudad, desnaturalizada; cambiado el sentido de las palabras, e
introducido el régimen de la estancia de ganados, en la administración de la
República más guerrera, más entusiasta por la libertad y que más sacrificios
hizo para conseguirla. La muerte de López le entregaba a Santa Fe; la de los
Reinafé, a Córdoba; la de Facundo, las ocho provincias de la falda de los
Andes. Para tomar posesión de todas ellas, bastáronle algunos obsequios
personales, algunas cartas amistosas y algunas erogaciones del erario. Los
Auxiliares acantonados en San Luis
recibieron un magnífico vestuario, y sus sueldos empezaron a pagarse de las
cajas de Buenos Aires. El padre Aldao, a más de una suma de dinero, empezó a
recibir su sueldo de general de manos de Rosas, y el general Heredia, de
Tucumán, que, con motivo de la muerte de Quiroga, escribía a un amigo suyo:
«¡Ay, amigo! ¡No sabe lo que ha perdido la República con la muerte de Quiroga!
¡Qué porvenir, qué pensamiento tan grande de hombre! ¡Quería constituir la
República y llamar a todos los emigrados para que contribuyesen con sus luces y
saber a esta grande obra!», el general Heredia recibió un armamento y dinero
para preparar la guerra contra el impío unitario Santa Cruz, y se olvidó bien pronto del cuadro grandioso
que Facundo había desenvuelto a su vista, en las conferencias que con él tuvo
antes de su muerte.
Una medida administrativa que
influía sobre toda la nación vino a servir de ensayo y manifestación de esta
fusión unitaria y dependencia absoluta
de Rosas. Rivadavia había establecido correos que, de ocho en ocho días,
llevaban y traían la correspondencia de las provincias a Buenos Aires, y uno,
mensual, a Chile y Bolivia, que daban el nombre a las dos líneas generales de
comunicación establecidas en la República. Los gobiernos civilizados del mundo
ponen, hoy, toda solicitud en aumentar, a costa de gastos inmensos, los correos
no sólo de ciudad a ciudad, día por día y hora por hora, sino en el seno mismo
de las grandes ciudades, estableciendo estafetas de barrio, y entre todos los puntos de la tierra, por medio de las
líneas de vapores que atraviesan el Atlántico o costean el Mediterráneo, porque
la riqueza de los pueblos, la seguridad de las especulaciones de comercio, todo
depende de la facilidad de adquirir noticias. En Chile, vemos todos los días, o
los reclamos de los pueblos para que se aumenten los correos, o bien la
solicitud del Gobierno, para multiplicarlos por mar o por tierra. En medio de
este movimiento general del mundo, para acelerar las comunicaciones de los pueblos,
don Juan Manuel Rosas, para mejor gobernar sus provincias, suprime los correos,
que no existen en toda la República hace catorce años. En su lugar establece
chasques de gobierno, que despacha él cuando hay una orden o una noticia que
comunicar a sus subalternos. Esta medida horrible y ruinosa ha producido, sin
embargo, para su sistema, las consecuencias más útiles. La expectación, la
duda, la incertidumbre se mantienen en el interior; los gobernadores mismos se
pasan tres y cuatro meses sin recibir un despacho, sin saber sino de oídas lo
que en Buenos Aires ocurre. Cuando un conflicto ha pasado, cuando una ventaja
se ha obtenido, entonces parten los chasques al interior, conduciendo cargas de
Gacetas, partes y boletines, con una
carta al amigo, al compañero y gobernador, anunciándole que los salvajes unitarios han sido derrotados,
que la Divina Providencia vela por la conservación de la República.
Ha sucedido en 1843, que en Buenos
Aires las harinas tenían un precio exorbitante y las provincias del interior lo
ignoraban; algunos que tuvieron noticias privadas de sus corresponsales,
mandaron cargamentos que les dejaron pingües utilidades. Entonces las provincias de San Juan y Mendoza, en masa, se
movieron a especular sobre las harinas. Millares de cargas atraviesan la pampa,
llegan a Buenos Aires, y encuentran... que hacía dos meses que habían bajado de
precio, hasta no costear ni los fletes. Más tarde se corre en San Juan que las
harinas han tomado valor en Buenos Aires; los
cosecheros suben el precio; suben las propuestas; se compra el trigo por
cantidades exorbitantes; se acumula en varias manos, hasta que al fin una árrea
que llega descubre que no ha habido
alteración ninguna en la plaza, que
ella deja su
carga de harina
porque no hay
ni compradores.
¡Imaginaos, si podéis,
pueblos colocados a inmensas distancias ser gobernados de este modo!
Todavía, en estos últimos años, las
consecuencias de sus tropelías le han servido para consumar su obra unitaria.
El Gobierno de Chile, despreciado en sus reclamaciones sobre males inferidos a
sus súbditos, creyó oportuno cortar las relaciones comerciales con las
provincias de Cuyo. Rosas aplaudió la medida y se calló la boca. Chile le
proporcionaba lo que él no se había atrevido a intentar, que era cerrar todas
las vías de comercio que no dependiesen de Buenos Aires. Mendoza y San Juan, La
Rioja y Tucumán, que proveían de ganados, harina, jabón y otros ramos valiosos
a las provincias del norte de Chile, han abandonado este tráfico. Un enviado ha
venido a Chile, que esperó seis meses en Mendoza, hasta que se cerrase la
cordillera, y que hasta aquí, hace tres que no ha hablado una palabra, hasta
ahora, de abrir el comercio.
Organizada la República bajo un
plan de combinaciones tan fecundas en resultados, contrájose Rosas a la
organización de su poder en Buenos Aires, echándole bases duraderas. La campaña
lo había empujado sobre la ciudad; pero abandonando él la estancia por el
Fuerte, necesitando moralizar esa misma campaña, como propietario y borrar el
camino por donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se
consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que debía
servir a contener la República en la obediencia y a llevar el estandarte de la
santa causa a todos los pueblos vecinos.
No era sólo el ejército la fuerza
que había sustituido a la adhesión de la campaña, y a la opinión pública de la ciudad. Dos pueblos distintos, de razas
diversas, vinieron en su apoyo. Existe en Buenos Aires una multitud de negros,
de los millares quitados por los corsarios durante la guerra del Brasil. Forman
asociaciones según los pueblos africanos a que pertenecen, tienen reuniones
públicas, caja municipal y un fuerte espíritu de cuerpo que los sostiene en
medio de los blancos.
Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza guerrera, llena de imaginación y de fuego, y
aunque feroces cuando están excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o al
que los ocupa. Los europeos que penetran en el interior del África toman negros
a su servicio, que los defienden de los otros negros, y se exponen por ellos a
los mayores peligros.
Rosas se formó una opinión pública,
un pueblo adicto en la población negra de Buenos Aires, y confió a su hija doña
Manuelita esta parte de su gobierno. La influencia de las negras para con ella,
su favor para con el Gobierno, han sido siempre sin límites. Un joven
sanjuanino estaba en Buenos Aires cuando Lavalle se acercaba en 1840; había pena de la vida para el que
saliese del recinto de la ciudad. Una negra vieja que en otro tiempo había pertenecido
a su familia y había sido vendida en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está
detenido: «Amito -le dice-, ¿cómo no me había avisado? En el momento voy a
conseguirle pasaporte.» «¿Tú?» «Yo, amito; la señorita Manuelita no me lo
negará.» Un cuarto de hora después la negra volvía con el pasaporte firmado por
Rosas, con orden a las partidas de dejarlo salir libremente.
Los negros, ganados así para el
Gobierno, ponían en manos de Rosas un celoso espionaje en el seno de cada
familia, por los sirvientes y esclavos, proporcionándole, además, excelentes e
incorruptibles soldados de otro idioma y de una raza salvaje. Cuando Lavalle se
acercó a Buenos Aires, el Fuerte y Santos Lugares estaban llenos, a falta de
soldados, de negras entusiastas vestidas de hombres para engrosar las fuerzas.
La adhesión de los negros dio al poder de Rosas una base indestructible.
Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina de esta
población, que encontraba su patria y su manera de gobernar en el amo a quien
servía. Para intimidar la campaña atrajo, a los fuertes del sur, algunas tribus
salvajes, cuyos caciques estaban a sus órdenes.
Asegurados estos puntos
principales, el tiempo irá consolidando la obra de organización unitaria que el
crimen había iniciado, y sostenían la decepción y la astucia. La República así
reconstruida, sofocado el federalismo de las provincias, y por persuasión,
conveniencia, o temor, obedeciendo todos sus gobiernos a la impulsión
que se les da desde Buenos Aires, Rosas necesita salir de los límites de su
Estado para ostentar afuera, para exhibir a la luz pública la obra de su
ingenio. ¿De qué le había servido absorberse las provincias, si al fin había de
permanecer, como el doctor Francia, sin brillo en el exterior, sin contacto ni
influencia sobre los pueblos vecinos? La fuerte unidad dada a la República sólo
es la base firme que necesita para lanzarse y producirse en un teatro más
elevado, porque Rosas tiene conciencia de su valer y espera una nombradía
imperecedera.
Invitado por el Gobierno de Chile,
toma parte en la guerra que este Estado hace a Santa Cruz. ¿Qué
motivos le hacen abrazar con tanto ardor
una guerra lejana y sin antecedente para él? Una idea fija que lo domina desde
mucho antes de ejercer el Gobierno Supremo de
la República, a saber: la reconstrucción del antiguo virreinato de
Buenos Aires. No es que por entonces conciba apoderarse de Bolivia, sino que,
habiendo cuestiones pendientes sobre límites, reclama la provincia de Tarija:
lo demás, lo darán el tiempo y las circunstancias. A la otra orilla del Plata también hay una
desmembración del virreinato: la
República Oriental. Allí Rosas halla medios
de establecer su influencia con el gobierno de Oribe, y si no obtiene que no lo
ataque la prensa, consigue al menos que el pacífico Rivadavia, los Agüero,
Varela y otros unitarios de nota sean expulsados del territorio Oriental. Desde
entonces, la influencia de Rosas se encarna más y más en aquella República, hasta que al fin el ex
presidente Oribe se constituye en general de Rosas, y los emigrados argentinos
se confunden con los nacionales, en la resistencia que oponen a esta conquista
disfrazada con nombres especiosos. Más tarde, y cuando el doctor Francia muere,
Rosas se niega a reconocer la independencia del Paraguay, siempre preocupado de
su idea favorita: la reconstrucción del
antiguo virreinato.
Pero todas estas manifestaciones de
la Confederación Argentina no bastan a mostrarlo en toda su luz; necesítase un
campo más vasto, antagonistas más poderosos, cuestiones de más brillo, una
potencia europea, en fin,
con quien habérselas
y mostrarle lo
que es un Gobierno americano
original, y la fortuna no se esquiva, esta vez, para ofrecérsela.
La Francia mantenía en Buenos
Aires, en calidad de agente consular, un joven de corazón y capaz de simpatías
ardientes por la civilización y la libertad. M. Roger está relacionado con la
juventud literata de Buenos Aires, y mira, con la indignación de un
corazón joven y francés, los actos de
inmoralidad, la subversión de todo principio de justicia y la esclavitud de un
pueblo que estima altamente. Yo no quiero entrar en la apreciación de los
motivos ostensibles que motivaron el bloqueo de Francia sino en las causas que
venían preparando una coalición entre Rosas y los agentes de los Poderes
europeos. Los franceses, sobre todo, se habían distinguido ya, desde 1828, por
su decisión entusiasta por la causa que sostenían los antiguos unitarios. M.
Guizot ha dicho en pleno Parlamento que sus conciudadanos
son muy entrometidos: yo no pondré en duda autoridad tan competente; lo único
que aseguraré es que, entre nosotros, los franceses residentes se mostraron
siempre franceses, europeos y hombres de corazón; si después en Montevideo se han mostrado lo que en 1828, eso probará
que, en todos tiempos, son entrometidos, o bien que hay algo en las cuestiones
políticas del Plata que les toca muy de cerca. Sin embargo, yo no comprendo
cómo concibe M. Guizot que en un país cristiano, en que los franceses
residentes tienen sus hijos y su fortuna, y esperan hacer de él su patria
definitiva, han de mirar con indiferencia el que se levante y afiance un
sistema de gobierno que destruye todas las garantías de las sociedades
civilizadas, y abjura todas las tradiciones, doctrinas y
principios que ligan aquel país a la gran familia europea. Si la escena fuese
en Turquía o en Persia, comprendo muy bien que serían entrometidos por demás
los extranjeros que se mezclasen en las querellas de los habitantes; entre
nosotros, y cuando las cuestiones son de la clase de las que allí se ventilan,
hallo muy difícil creer que el mismo M. Guizot conservase cachaza suficiente
para no desear, siquiera, el triunfo de aquella causa que más de acuerdo está
con su educación, hábitos e ideas europeas. Sea de ello lo que fuere,
lo cierto es que los europeos, de cualquier nación que sean, han abrazado con calor un
partido, y para que esto suceda, causas sociales muy profundas deben militar
para vencer el egoísmo natural al hombre extranjero; más indiferentes se han mostrado siempre los americanos mismos.
La Gaceta de Rosas se queja, hasta hoy, de la hostilidad puramente
personal de Purvis y otros agentes europeos que favorecen a los enemigos de
Rosas, aun contra las órdenes expresas de sus gobiernos. Estas antipatías
personales de europeos civilizados, más que la muerte de Bacle, prepararon el
bloqueo. El joven Roger quiso poner el peso de la Francia en la balanza en que
no alcanzaba a pesar bastante, el partido europeo civilizado que destruía
Rosas, y M. Martigny, tan apasionado como él, lo secundó en aquella obra más
digna de esa Francia ideal que nos ha hecho amar la literatura francesa que de
la verdadera Francia, que anda arrastrándose hoy día tras de todas las
cuestiones de hechos mezquinos y sin elevación de ideas.
Una desaveniencia con la Francia
era para Rosas el bello ideal de su Gobierno, y no sería dado saber quién
agriaba más la discusión, si M. Roger con sus reclamos y su deseo de hacer
caer aquel tirano bárbaro, o Rosas, animado de su ojeriza contra los
extranjeros y sus instituciones, trajes, costumbres e ideas de gobierno. «Este
bloqueo - decía Rosas frotándose las manos de contento y entusiasmo- va a
llevar mi nombre por todo el mundo, y la América me mirará como el Defensor de
su Independencia.» Sus anticipaciones han ido más allá de lo que él podía prometerse,
y sin duda que Mehemet-Alí ni Abdel- Kader gozan hoy en la tierra de una
nombradía más sonada que la suya. En
cuanto a Defensor de la Independencia Americana, título que él se ha arrogado, los hombres ilustrados de América empiezan
hoy a disputárselo, y acaso los hechos vengan tristemente a mostrar que sólo
Rosas podía echar a la Europa sobre la América y forzarla a intervenir en las
cuestiones que de este lado del Atlántico se agitan. La triple intervención que
se anuncia es la primera que ha tenido lugar en los nuevos estados americanos.
El bloqueo francés fue la vía
pública por la cual llegó a manifestarse
sin embozo el
sentimiento llamado propiamente americanismo.
Todo lo que de bárbaros
tenemos; todo lo que nos separa de la
Europa culta, se mostró desde entonces, en la República Argentina, organizado
en sistema y dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos
de procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las instituciones
que nos esforzamos por todas partes en copiar a la Europa iba la persecución al
fraque, a la moda, a las patillas, a los peales del calzón, a la forma del
cuello del chaleco y al peinado que traía el figurín; y a estas exterioridades
europeas se sustituía el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la
chaqueta corta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos, y
este mismo don
Baldomero García que
hoy nos trae
a Chile el «Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos
unitarios», como «signo de conciliación y de paz», fue botado, a empujones, del
Fuerte un día en que, como magistrado, acudía a un besamanos, por tener el
salvajismo asqueroso e inmundo de presentarse con frac.
Desde entonces, la Gaceta cultiva,
ensancha, agita y desenvuelve en el ánimo de sus lectores el odio a los
europeos, el desprecio de los cuerpos que quieren conquistarnos. A los
franceses los llama titiriteros, tiñosos; a Luis Felipe, guarda chanchos,
unitario, y a la política europea, bárbara, asquerosa, brutal, sanguinaria,
cruel, inhumana. El bloqueo principia y Rosas escoge medios de resistirlo
dignos de una guerra entre él y Francia. Quita a los catedráticos de la
Universidad sus rentas, a las
escuelas primarias de hombres y de mujeres, las
dotaciones cuantiosas que Rivadavia les había asignado; cierra todos los
establecimientos filantrópicos; los locos son arrojados a las calles, y los
vecinos se encargan de encerrar en sus casas a aquellos peligrosos desgraciados. ¿No hay una exquisita penetración
en estas medidas?
¿No se hace la verdadera guerra a la Francia,
que en luces está a la cabeza de la Europa, atacándola en la educación pública?
El Mensaje de Rosas anuncia todos los años que el celo de los ciudadanos
mantiene los establecimientos públicos. ¡Bárbaro! ¡Es la ciudad, que trata de salvarse de no ser convertida en pampa, si
abandona la educación que la liga al mundo civilizado! Efectivamente, el doctor
Alcorta y otros jóvenes dan lecciones gratis en la Universidad, durante muchos años, a fin de que no se cierren los
cursos; los maestros de escuela continúan enseñando y piden, a los padres de
familia, una limosna para vivir, porque quieren continuar dando lecciones. La
Sociedad de Beneficencia recorre, secretamente, las casas, en busca de
suscripciones; improvisa recursos para mantener a las heroicas maestras, que,
con tal que no se mueran de hambre, han jurado no cerrar sus escuelas, y el 25
de mayo presentan sus millares de alumnas todos los años, vestidas de blanco, a
mostrar su aprovechamiento en los exámenes públicos... ¡Ah, corazones de
piedra! ¡Nos preguntaréis todavía por qué combatimos!
Diera con lo que precede por
terminada la vida de Facundo Quiroga y las consecuencias que de ella se han
derivado, en los hechos históricos y en la política de la República Argentina,
si, por conclusión de estos apuntes, aún no me quedara por apreciar las
consecuencias morales que ha traído la lucha de las campañas pastoras con las
ciudades, y los resultados, ya favorables, ya adversos, que ha dado para el
porvenir de la República.
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