MUJICA LÁINEZ

Misteriosa Buenos Aires (frag)

EL VAGAMUNDO -  1839

Llegó a Buenos Aires hace cuatro días, sólo cuatro días, y siente que no podrá quedar aquí mucho tiempo. El amor, su viejo enemigo, le acecha, le ronda, le olfatea, como un animal que se esconde pero cuya presencia adivina alrededor, con uñas, con ojos ardientes. Por alguna parte de la pulpería se despereza ahora ese amor que enciende sus llamas secretas y que le obligará a partir. Su vida monstruosa ha sido eso: partir, partir en cuanto el amor alumbra. Y el amor alumbra todas las veces, en todas partes, en todas las épocas. ¡Ay, si la falta fue grave, también es terrible el castigo! Llegar y partir, llegar y partir; con la eterna, la infinita zozobra frente a ese amor que, eludido, torna a formarse y a crecer, a modo de una enredadera que llena el aire de látigos y le impulsa a andar, a andar de nuevo, a andar...
Y así siempre, siempre, en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Hungría, en Polonia, en España, en Moscovia, en Suecia, en Dinamarca; en Oriente y en Occidente; aquí y allá, aquí y allá, siempre, siempre. Siempre con sus trajes flotantes, con sus ojos pálidos, con sus barbas finas, con sus duras manos viriles. Andando, andando... Y ahora, en Buenos Aires. ¿Qué más da? También tenía que venir aquí, e irá a Chile y al Perú y a México y a donde sea, andando, andando... ¡Ojalá el amor consiguiera sofocarle por fin, para que muriera! Pero no; él no muere. No murió en Vicenza, hace tanto tiempo, cuando le encarcelaron por espía y resolvieron ahorcarle; hasta las sogas más gruesas se rompieron y el capitano, absorto ante la maravilla, ordenó que le dejaran ir. Ir, ir... Eso era, precisamente, lo único que él no quería, mas no hubo nada que hacer. Y de nuevo a andar, a andar...
El rumor de la fiesta entra por la ventana de la pulpería, y el hombre que jamás sonríe no lo escucha. Escucha con los oídos de su corazón a ese amor que madura en alguna parte, cerca, muy cerca, detrás del flaco tabique que aísla su cuarto de viajero. Tanto ha caminado, que confunde las regiones, los años y los episodios; pero al amor no lo confunde porque el amor es el enemigo y siempre debe estar pronto a enfrentarlo, a prevenirlo, a rechazarlo, y sus sentidos se han aguzado sutilmente, horriblemente, para percibir su presencia en seguida. Lo demás... lo demás ¿qué le importa? En Venecia, en Nápoles, en Sicilia, cantan su historia extraña o la refieren; con ella compusieron los ingleses una balada, y los flamencos otra, que es como una queja dulce. Los imagineros populares pregonan su efigie y le dan nombres distintos. A veces las gentes le han acosado como a un perro rabioso, y a veces le agasajaron y pidieron su consejo. En Alemania, el populacho cristiano invadió en más de una ocasión los barrios judíos, gritando que le tenían allí oculto y que le quemarían en el mercado; y en Florencia la multitud colmó la plaza de los Alberti para verle, tocarle y acompañarle entre hachones deslumbrantes hasta la Señoría, donde le acogieron como a un huésped ilustre. Y en España le llamaron Juan Espera-en-Dios, y en Siena... en Siena tuvo que resolver si el cuadro en el cual Andrea Vanni representó a Cristo agobiado bajo la cruz estaba parecido, si Cristo era en verdad así... Pero de eso hace mucho tiempo... centurias... Su vida se mide por centurias...
El rumor de la fiesta invade su aposento. El cortejo estará llegando. El hombre se pone a la
ventana y observa, en frente, la iglesia de Monserrat adornada con ramos de olivo y con
banderas. Repican las campanas. Golpean los tambores de los negros. El carro triunfal rueda
por el medio de la calle. La muchedumbre lo rodea entre cánticos y vivas.
A su espalda la puerta se abrió y entra la sobrina del pulpero. Sin volverse, el hombre siente
que el amor está ahí, flotando, que todavía no se define y titubea, pero que ya está ahí y ya
empieza a mostrar las uñas y los colmillos.

-Mi tío manda decir a su mercé que si no quiere bajar al zaguán, que asistirá mejor a la fiesta.

El hombre recoge su atado, la alforja que tiene perpetuamente lista, y la sigue. Sabe que
pronto deberá partir.
En el zaguán aplástase la gente. El olor de los asados que crepitan detrás de la iglesia se mezcla
al perfume de las magnolias. Hay quienes se han puesto de rodillas. Afuera, brilla el rojo. Todo
es rojo en la parroquia de Montserrat, esta mañana de fiesta: las colgaduras, los cintajos, los
abanicos, las testeras y coleras de los caballos, los chiripás que ondulan en la brisa. Las flores y
el hinojo alfombran las calles. Ilumínanse los vidrios de las casas con las luces internas y se
recortan, pegados en las ventanas, los versos que elogian al Restaurador, a Rosas el Grande. Y
el Restaurador avanza de pie, en la majestad del lienzo enorme pintado quizás por García del
Molino. Triunfa en el carro lento, tapizado de seda escarlata, que los clérigos, los militares y los
magistrados empujan hacia la iglesia de Monserrat, como si condujeran en alto, sobre las
ruedas pesadas, una hoguera.



EL HAMBRE - 1536

Manuel Mujica Lainez
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.




LA LARGA CABELLERA NEGRA

A esta verdadera historia no me la creerás. Y sin embargo es verdadera. De cualquier modo, jamás me atreveré a contártela, a sentarme delante de ti y a contártela. La escribo, eso sí, para detallarme a mí mismo. Acaso, dentro de muchos años, te mostraré el cuaderno. Y nos reiremos juntos.

Quién sabe, quién sabe si nos reiremos.

Te informo, por lo pronto, a fin de ubicarte exactamente, cuándo sucedió. Fue el 29 de mayo del año pasado, un domingo. Si tuvieras, como yo, un carnet en el que apuntarías tus diarias obligaciones y tus felicidades, te enterarías de qué pasó el 29 de mayo. Pero ¡Qué vas a tener! Nada te interesa, nada.

Te dejas llevar por el tiempo. En cambio yo conservo mis carnets, de doce en doce meses. ¿Te ríes? ¿Juzgas que es una ingenuidad; que el tiempo quizá no existe; en todo caso que es absurdo pretender encerrarlo, archivarlo, dentro de las hojitas de un carnet; coleccionar tiempo como se coleccionan estampillas? Somos tan distintos...

Mi carnet avisa que el 29 de mayo de 1966, domingo, fuimos a lo de Aída Carballo, la grabadora.

Estuvimos allí casi la tarde entera. Tú jugabas con su gato, el del nombre italiano que olvido siempre.

Debería consignarlo en mi carnet. Ella dibujaba y yo copiaba un relato mío, de "Crónicas Reales», penosamente, en altas páginas, para que lo ilustrase Aída.

Oímos, sin hablar, unos discos de antigua música, refinados. También debí anotar sus nombres: cosas del siglo XIV o del XV, españolas, si no me equivoco. De tanto en tanto, yo alzaba los ojos y te miraba el pelo.  La larga cabellera negra.

Hay que decirlo así sonoramente, románticamente, ubicando el sustantivo entre dos adjetivos.

Y esa palabra: cabellera... tan descalificada. Pero si en vez pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entenderían otros lectores; supondrían que me refiero a un pelo, a un cabello solo y largo.

iBah! Te miraba el pelo, o los pelos, y volvía a escribir, a la copia. De la calle Velazco entraba un aroma a fogatas, a tarde, a melancolía.

La luz de la lámpara los aislaba en su círculo a ti y al gato. Se adhería, como un barniz, al largo pelo negro, a tus hombros. Todo en ti me gusta, te lo he repetido a menudo, todo, fuera del carácter, a ciertas horas, en ciertos inexplicables minutos.

Calculo que me odias entonces. O no... Todo me gusta, pero nada me gusta tanto como tu larga cabellera negra. Lo sabes; de ella te ufanas. La cuidas.

Te he visto cepillarla hasta que la cara se te enciende. Larga y negra, lacia, no muy fina, partida a la izquierda por una raya inconstante. Mas
no definitivamente lacia y en eso finca, me parece, su seducción, porque se ondula sobre las orejas con ancha onda y luego recupera su lisura. Negra, renegra. El cuervo, etc.

Recuerdo que aquel día, en lo de la buena, la admirable Aída Carballo, mientras me dolían los dedos de tanto copiar y los frotaba suavemente, se me ocurrió que tu pelo tiene vida propia, que vive aparte de ti, por su lado; que cuando duermes, por ejemplo, se mueve apenas, como si se desperezase.

Aseguran que la cabellera de los muertos sigue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muerte. La tuya , adivinaba yo vive en medio de la vida, su vida, como la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorgonas... iqué imagen! Voila la littérature.

Nos fuimos a casa, antes de comer. Te estiraste en el sillón amarillo, con el vaso de whisky en la mano. Algo murmuraste sobre tu fatiga. De eso no me acuerdo, pero lo supongo: esos cansancios, esos cansancios permanentes... Dejaste el vaso y te dormiste. Yo intenté leer. Empero, la certidumbre, la extraña certidumbre de que tu pelo es como un animal negro o, mejor aún, como un bosque, no como un bosque sino un bosque, misterioso, viviente, me obsesionaba. En lo de Aída había bebido dos whiskies y un vaso de vino; bebí otro whisky en casa y sabes que no soy fuerte. De manera que puedes, si te resulta cómodo -y te resultará- atribuir lo que sigue al alcohol. No fue el alcohol. Fue.

Me puse de pie, mirándote, mirando la larga cabellera negra, aparentemente inofensiva, que se te volcaba, por la inclinación de la cabeza, sobre el hombro derecho. Tu larga cabellere negra -voila la Iittérature, la deformación profesional- es como un río nocturno, es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dormido, es como un arpa oscura (¿un arpa? iqué idea!), es como...

Adelanté un dedo, dos dedos, hasta rozarla. Me incliné a respirar su olor, su olor familiar, que reconocería entre millares y millares, fresco y con un dejo de violetas. Luego volví a mi asiento, detrás
de la mesa, y reanudé la lectura. Leía (carnet) una antología voltairiana, y lo señalo para afirmar que ninguna extraordinaria influencia -fuera, acaso, de la del alcohol... pero había bebido poco- contribuía a crear un clima de singularidad,
propicio a la alucinación. Al contrario, el escepticismo de Voltaire, su vigilante burla, me armaban contra la tentación mágica.

De repente se apagó la luz eléctrica que a la espalda tenía, fija en la biblioteca, la única del cuarto. Estaba habituado, como leal porteño, a los apagones súbitos, a los desperfectos, a los ensayos que me privaban de luz durante media hora.

Sin duda alguien, en alguna oficina, sacudía hilos, desajustaba y ajustaba. No me importó. Ya reaparecería la luz. Hasta prefería aquella penumbra, pues la tenue claridad que el esplendor de la noche filtraba desde el jardín, a través de las persianas, confería a la habitación un aire irreal, una -no me queda más remedio que llamarlo así- dimensión poética, en la que sobrenadaban, pálidos, lunares, los cuadros de Susana Aguirre y los vagos libros. A ti no te tocaba; se deslizaba hacia
los muros, como si respetase tu sueño. Eras, en la sombra, una sombra más densa. Tu pelo apenas brillaba.

Fue entonces, no busco en vano otra palabra cuando tuve la impresión de que tu pelo empezaba a fluir. Eso es: a fluir, como si fuese líquido, como si fuese un pequeño manantial negro, silencioso.

Pensé en la ilusión óptica, modifiqué mi posición, detrás de la mesa, nos separaban sólo dos metros, pero la distancia parecía mayor, por los muebles que entre nosotros se interponían y no logré restablecer la disciplina lógica, el ritmo
convencional. Tu pelo seguía fluyendo, insinuándose, extendiéndose sobre tus hombros, sobre tus brazos, sobre la mitad indecisa de tu cara. Me incorporé y entrecerré los ojos. Tu cabellera se derramaba, lentamente, sobre tu pecho, sobre tus piernas, descendía, en la desconcertante visión, hasta la alfombra, y allá también captaba yo, cuando lo permitía la incierta lobreguez de mi cuarto, su pausado andar, su manar mínimo y secreto. Conjeturaba las flexibles  ondulaciones y el discurrir calmo de la corriente, porque no veía casi nada. Una especie de vibración reptaba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trémulo pelo esparcido. Las viejas metáforas, -tu pelo es un bosque, es un río nocturno, es como...- sumaron su tenacidad literaria, irritante, a la angustia que me sobrecogía. Quise adelantarme; quise empujar las persianas, admitir, cruel, la franqueza de la luna, romper el espejismo, el sortilegio engañoso, y no bien di un paso sentí, bajo las suelas, un crujido, algo como una suavidad que cruje y que no correspondía a la alfombra, sino a otra presencia sutil -todo esto es muy difícil de explicar-, mientras que se intensificaba en el cuarto el olor a violetas. Fascinado, retrocedí a mi asiento.

No me restaba más que aguzar los ojos, tal vez entregarme. Y tu pelo no cesaba de fluir. Ya estaba alrededor de mi silla; ya ascendía, acariciándome las piernas, ya me envolvía despacio, despacio, el torso, imponiéndose a mi aterrada rigidez; ya estaba alrededor de mi cuello, de mi boca.

Abrí los labios y sentí su sabor familiar, querido. Era tarde para gritar, para ensayar de aflojar sus nudos. Me cubría los ojos, me ahogaba en un caudal que olía a violetas -no era una metáfora, no era un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la cabellera negra- y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gorgona), inmovilizándome en su perezosa torsión.

Voy a morir -me dije-, esta es la extravagancia, la monstruosidad de la muerte.

Pero, con la misma naturalidad con que me había aprisionado, tu pelo, cuando menos lo esperaba yo, cuando me creía condenado, aflojó sus nudos y empezó a desandar el camino, liberándome, remontando su curso. Gradualmente, su liviano cabrilleo, en la alfombra, me indicó que se retiraba la marea, que cedía terreno, y que el escapado ser -un ser hecho de infinitas hebras inestables- reasumía su esclavizada condición de casco negro y hermoso. La sombra que por tus brazos subía, terminó situándose en torno de tu rostro, al que la luna, por un juego más, en las mudanzas de la iluminación, imponía una lividez celeste.

Me estremecí y en ese instante se encendió, en la biblioteca, la bomba. La luz se apoderó del cuarto, imperiosa, inmediata, con una rabia brusca que nada tenía que ver con la posesión lograda, minutos antes, por tu paciente cabellera. Sobre la mesa, proseguía abierto el "Comentario Histórico» de Voltaire; tu seguías durmiendo, la cabeza doblada en el hombro, el largo pelo todavía volcado, quizá palpitante todavía; seguías ignorando, como siempre, en el refugio de tu inocencia feroz, las cosas incalculables que a los demás nos afligen.

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