La casa de los espíritus
Capítulo IV
A
una edad en que la mayoría de los niños anda con pañales y en cuatro patas,
balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana
razonable, caminaba a tropezones, pero en sus dos piernas, hablaba
correctamente y comía sola, debido al sistema de su madre de tratarla como
persona mayor. Tenía todos sus dientes y
empezaba a abrir los armarios para alborotar su contenido, cuando la familia
decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía más que de
referencia. En ese período en la vida de
Blanca, la curiosidad era más fuerte que
el instinto de supervivencia y Férula pasaba algunos apuros corriendo detrás de
ella para evitar que se precipitara del segundo piso, se metiera en el horno o
se tragara el jabón. La idea de ir al
campo con la niña le parecía peligrosa, agobiante e inútil, puesto que Esteban podía arreglarse solo en Las Tres
Marías, mientras ellas disfrutaban de una existencia civilizada en la
capital. Pero Clara estaba
entusiasmada. El campo le parecía una idea romántica, porque nunca
había estado dentro de un establo, como decía Férula. Los preparativos de viaje
ocuparon a toda la familia durante más de dos semanas y la casa se atochó de
baúles, canastos y maletas. Alquilaron
un vagón especial en el tren para desplazarse con el increíble equipaje y los
sirvientes que Férula consideró necesario llevar, además de las jaulas de los
pájaros que Clara no quiso abandonar y las cajas de juguetes de Blanca, llenas
de arlequines mecánicos, figuritas de loza, animales de trapo, bailarinas de
cuerda y muñecas con pelos de gente y articulaciones humanas, que viajaban con
sus propios vestidos, coches y vajillas.
Al ver aquella multitud desconcertada y nerviosa y aquel tumulto de
bártulos, Esteban se sintió derrotado por primera vez en su vida, especialmente
cuando descubrió entre el equipaje un San Antonio de tamaño natural, con ojos
estrábicos y sandalias repujadas. Miraba
el caos que lo rodeaba, arrepentido de la decisión de viajar con su mujer y su
hija, preguntándose cómo era posible que él sólo necesitara de sus dos maletas
para ir por el mundo y ellas, en cambio, llevaran ese cargamento de trastos y
esa procesión de sirvientes que nada tenían que ver con el propósito del viaje.
En
San Lucas tomaron tres coches que los condujeron a Las Tres Marías envueltos en
una nueve de polvo, como gitanos. En el
patio del fundo esperaban para darle la bienvenida todos los inquilinos
encabezados por el administrador., Pedro Segundo García. Al ver aquel circo
ambulante, quedaron atónitos. Bajo las
órdenes de Férula empezaron a descargar los coches y meter las cosas en la
casa. Nadie prestó atención a un niño
que tenía aproximadamente la misma edad de Blanca, desnudo, moquillento, con la
barriga inflada por los parásitos, provisto de hermosos ojos negros con
expresión de anciano. Era el hijo del
administrador y se llamaba, para diferenciarlo del padre y del abuelo, Pedro
Tercero García. En el tumulto de
instalarse, conocer la casa, husmear la huerta, saludar a todo el mundo, armar
el altar de San Antonio y espantar a las gallinas de las camas y a los ratones
de los roperos, Blanca se quitó la ropa y salió corriendo desnuda con Pedro
Tercero. Jugaron entre los bultos, se
metieron debajo de los muebles, se mojaron con besos babosos, masticaron el
mismo pan, sorbieron los mismos mocos, y se embetunaron con la misma cada,
hasta que, por último, se durmieron abrazados bajo la mesa del comedor. Allí los encontró Clara a las diez de la
noche. Los habían buscado durante horas
con antorchas, los inquilinos en cuadrillas habían recorrido la orilla del río,
los graneros, los potreros y los establos, Férula había clamado de rodillas a
San Antonio, Esteban estaba agotado de llamarlos y la misma Clara había
invocado inútilmente sus dotes de vidente.
Cuando los encontraron, el niño estaba de espaldas en el suelo y Blanca
se acurrucaba con la cabeza apoyada en el vientre panzudo de su nuevo amigo. En
esa misma posición serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de
los dos, y no les alcanzaría la vida para pagarlo.
Desde
el primer día, Clara comprendió que había un lugar para ella en Las Tres Marías
y, tal como apuntó en sus cuadernos de anotar la vida, sintió que por fin había
encontrado su misión en este mundo. No
la impresionaron las casas de ladrillos, la escuela y la abundancia de comida,
porque su capacidad para ver lo invisible detectó inmediatamente el recelo, el
miedo y el rencor de los trabajadores y el imperceptible rumor que se acallaba
cuando volteaba la cara, que le permitieron adivinar algunas cosas sobre el
carácter y el pasado de su marido. El
patrón había cambiado, sin embargo.
Todos pudieron apreciar que dejó de ir al Farolito Rojo, se acabaron sus
tardes de parranda, de peleas de gallos, de apuestas, sus violentas rabietas y,
sobre todo, el mal hábito de voltear muchachas en los trigales. Se lo atribuyeron a Clara. Por su parte ella también cambió. Abandonó de la noche a la mañana su
languidez, dejó de encontrarlo todo muy bonito y pareció curada del vicio de hablar
con los seres invisibles y mover los muebles con recursos sobrenaturales.
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