Crónica de una muerte anunciada
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Me alquilo para soñar
CIEN AÑOS DE SOLEDAD
El otoño del patriarca
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Me alquilo para soñar
CIEN AÑOS DE SOLEDAD
El otoño del patriarca
Gabriel Garcia Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura más representativa de lo que se ha venido a llamar el «realismo mágico» hispanoamericano. Periodista, cuentista y novelista, alcanzó la fama tras la publicación en 1967 de Cien años de soledad (novela ya publicada por El Mundo en la colección Millenium I), donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado del mundo en el que realidad y mito se confunden. Otras obras memorables son: El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera y varias colecciones de cuentos magistrales.
En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Crónica de una muerte anunciada, novela corta publicada en 1981, es una de las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes
pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.
La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible convertirla en literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del revés el tiempo para que revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a los protagonistas de este drama,
que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso Ros¡ e interpretado por Rupert Everett,
Ornella Muti y Gian Maria Volonté.
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con
calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El
cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Me alquilo para soñar
Doce cuentos peregrinos (1992)
A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tíempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:
—Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más te gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.
—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco anos que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atraganto con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo te parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun, contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir —que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, Y me dijo en voz muy baja:
—Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
—Sólo la poesía es clarividente —dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. —Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito?
—Si no está escrito se va a escribir alguna vez —le dije. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
—Soñé con el poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista. que me permitiera una conclusión final.
—En concreto —le precisé por fin—: ¿qué hacía?
—Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.
Marzo 1980.
CIEN AÑOS DE SOLEDAD (Frag.)
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«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día
siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó
asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la
noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños.
No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que
entra en la casa, nadie escapa a la peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su
madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero
no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de
alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las
imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en
su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido
de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de aro, le llevaba una rama de
rosas. Lo acompañaba una mujer de manas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña
en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque
hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto.
Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de
caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban
encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio
y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto
a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque
entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto,
que pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los
brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían
dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas
chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón,
y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador
decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se
quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba
por noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a
las jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se
acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga.
Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas
y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas
de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo
recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos
supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no
había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de
beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al
perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su
ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las
evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de
las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el
pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo
dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del
yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
22
la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero
pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del
laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la
inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta
los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un
hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca,
malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de
que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se
recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era
una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar
contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y
a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que
había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro
más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves
para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta
fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien
más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en
las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a
vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y
donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el
laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces
construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.
Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar
mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció par el
camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando
una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue
directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo,
ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del
olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada par la incertidumbre y
sus manas parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo
donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado
en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía can atención
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,
temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su
falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces
comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín
con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la
luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en
una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante
resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y
Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el
pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la
soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su
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La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte estaba entonces sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. “Los hombres piden más de lo que tú crees”, le decía enigmáticamente. “Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees”. En el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”, le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, esta transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? –le preguntó,
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario –dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios ……….
Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con golpes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor.
-Es todo un antropófago –dijo-. Se llamará Rodrigo.
-No –la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podría cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible. Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y se reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreir.
Aureliano no comprendió hasta entonces cuándo quería a sus amigos, cuánta falta le hacían, y cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado. Llamó a la puerta de la botica, donde no había estado en los últimos tiempos y lo que encontró fue un taller de carpintería. La anciana que le abrió la puerta con una lámpara en la mano se compadeció de su desvarío e insistió en que no, que allí no había habido nunca una botica, ni había conocido jamás una mujer de cuello esbelto y ojos adormecidos que se llamara Mercedes. Lloró con la frente apoyada en la puerta de la antigua librería del sabio catalán, consciente de que estaba pagando los llantos atrasados de una muerte que no quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor. Se rompió los puños contra los muros de argamasa de El Niño de Oro, clamando por Pilar Ternera, indiferente a los luminosos discos anaranjados que cruzaban por el cielo, y que tantas veces había contemplado con una fascinación pueril en noches de fiesta, desde el patio de los alcaravanes. En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia, un conjunto de acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos de Francisco el Hombre. El cantinero, que tenía un brazo seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su madre, invitó a Aureliano a tomarse una botella de aguardiente, y Aureliano lo invitó a otra. El cantinero le habló de la desgracia de su brazo. Aureliano le habló de la desgracia de su corazón, seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su hermana. Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma:
-¡Los amigos son unos hijos de puta!
Nigromanta lo rescató de un charco de vómito y de lágrimas. Lo llevo a su cuarto, lo limpió, le hizo tomar una taza de caldo. Creyendo que eso lo consolaba, tachó con un raya de carbón los incontables amores que él seguía debiéndole, y evocó voluntariamente sus tristezas más solitarias para no dejarlo solo en el llanto. Al amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño.
No lo encontró en la canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego para pensar. Se derrumbó en el mecedor, el mismo en que se sentó Rebeca en los tiempos originales de la casa para dictar lecciones de bordado, y en el que Amaranta jugaba damas chinas con el coronel Gerineldo Márquez, y en el que Amaranta Úrsula cosía la ropita del niño, y en aquel relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado. Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el radiante amanecer de febrero. Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.
Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó a sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda para no dejarse perturbar por ninguna tentación del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino. Los encontró intactos entre las plantas prehistóricas y los charcos humeantes y los insectos luminosos que habían desterrado del cuarto todo vestigio del paso de los hombres por la tierra, y no tuvo serenidad para sacarlos a la luz, sino que allí mismo, de pie, sin la menor dificultad, como si hubieran estado escritos en castellano bajo el resplandor deslumbrante del mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de los gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
El otoño del patriarca (fragmento)
Gabriel García Márquez ha declarado una y otra vez que El otoño del patriarca es la novela en la que más trabajo y esfuerzo invirtió. En efecto, García Márquez ha construido una maquinaria narrativa perfecta que desgrana una historia universal —la agonía y muerte de un dictador— en forma cíclica, experimental y real al mismo tiempo, en seis bloques narrativos sin diálogos, sin puntos y aparte, repitiendo una anécdota siempre igual y siempre distinta, acumulando hechos y descripciones deslumbrantes.
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La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ay uda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesecitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuy as ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menossignificativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la may or parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proy ectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la ley enda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suy os, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunosanimales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuy os crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma. Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella. Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, que el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre de mi alma Bendición Alvarado a quien los textos escolares atribuían el prodigio de haberlo concebido sin concurso de varón y de haber recibido en un sueño las claves herméticas de su destino mesiánico, y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía, una rara mujer de origen incierto cuy a simpleza de alma había sido el escándalo de los fanáticos de la dignidad presidencial en los orígenes de su régimen, porque no podían admitir que la madre del jefe del estado se colgaba en el cuello una almohadilla de alcanfor para preservarse de todo contagio y trataba de ensartar el caviar con el tenedor y caminaba como una tanga con las zapatillas de charol, ni podían aceptar que tuviera un colmenar en la terraza de la sala de música, o criara pavos y pájaros pintados con aguas de colores en las oficinas públicas o pusiera a secar las sábanas en el balcón de los discursos, ni podían soportar que había dicho en una fiesta diplomática que estoy cansada de rogarle a Dios que tumben a mi hijo, porque esto de vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida, señor, y lo había dicho con la misma verdad natural con que un día de la patria se abrió paso por entre las guardias de honor con una canasta de botellas vacías y alcanzó la limusina presidencial que iniciaba el desfile del jubileo en el estruendo de las ovaciones y los himnos marciales y las tormentas de flores, y metió la canasta por la ventana del coche y le gritó a su hijo que y a que vas a pasar por ahí aprovecha para devolver estas botellas en la tienda de la esquina, pobre madre. Aquella falta de sentido histórico había de tener su noche de esplendor en el banquete de gala con que celebramos el desembarco de los infantes de marina al mando del almirante Higgingson,cuando Bendición Alvarado vio a su hijo en uniforme de etiqueta con las medallas de oro y los guantes de raso que siguió usando por el resto de su vida y no pudo reprimir el impulso de su orgullo materno y exclamó en voz alta ante el cuerpo diplomático en pleno que si y o hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república lo hubiera mandado a la escuela, señor, cómo seria la vergüenza que desde entonces la desterraron en la mansión de los suburbios, un palacio de once cuartos que él se había ganado en una buena noche de dados cuando los caudillos de la guerra federal se repartieron en la mesa de juego el espléndido barrio residencial de los conservadores fugitivos, sólo que Bendición Alvarado despreció los ornamentos imperiales que me hacen sentir como si fuera la esposa del Sumo Pontífice y prefirió las habitaciones de servicio junto a las seis criadas descalzas que le habían asignado, se instaló con su máquina de coser y sus jaulas de pájaros pintorreteados en un camaranchón de olvido a donde nunca llegaba el calor y era más fácil espantar a los mosquitos de las seis, se sentaba a coser frente a la luz ociosa del patio grande y el aire de medicina de los tamarindos mientras las gallinas andaban extraviadas por los salones y los soldados de la guardia acechaban a las camareras en los aposentos vacíos, se sentaba a pintar oropéndolas con aguas de colores y a lamentarse con las sirvientas de la desgracia de mi pobre hijo a quien los infantes de marina tenían traspuesto en la casa presidencial, tan lejos de su madre, señor, sin una esposa solícita que lo asistiera a medianoche si lo despertaba un dolor, y envainado con ese empleo de presidente de la república por un sueldo rastrero de trescientos pesos mensuales, pobre hijo. Ella sabía bien lo que decía, porque él la visitaba a diario mientras la ciudad chapaleaba en el légamo de la siesta, le llevaba las frutas azucaradas que tanto le gustaban y se valía de la ocasión para desahogarse con ella de su condición amarga de calanchín de infantes, le contaba que debía escamotear en las servilletas las naranjas de azúcar y los higos de almíbar porque las autoridades de ocupación tenían contabilistas que anotaban en sus libros hasta las sobras de los almuerzos, se lamentaba de que el otro día vino a la casa presidencial el comandante del acorazado con unos como astrónomos de tierra firme que tomaron medidas de todo y ni siquiera se dignaron saludarme sino que me pasaban la cinta métrica por encima de la cabeza mientras hacían sus cálculos en inglés y me gritaban con el intérprete que te apartes de ahí, y él se apartaba, que se quitara de la claridad, se quitaba, que te pongas donde no estorbes, carajo, y él no sabía dónde ponerse sin estorbar porque había medidores midiendo hasta el tamaño de la luz de los balcones, pero aquello no había sido lo peor, madre, sino que le pusieron en la calle a las dos últimas concubinas raquíticas que le quedaban porque el almirante había dicho que no eran dignas de un presidente, y andaba de veras tan escaso de mujer que algunas tardes hacía como que se iba de la mansión de los suburbios pero su madre lo sentía correteando a las sirvientas en la penumbra de los dormitorios, y era tanta
su pena que alborotaba a los pájaros en las jaulas para que nadie se diera cuenta de las penurias del hijo, los hacía cantar a la fuerza para que los vecinos no sintieran los ruidos del asalto, el oprobio del forcejeo, las amenazas reprimidas de que se quede quieto mi general o se lo digo a su mamá, y estropeaba la siesta de los turpiales obligándolos a reventar para que nadie oy era su resuello sin alma de marido urgente, su desgracia de amante vestido, su llantito de perro, sus lágrimas solitarias que se iban como anocheciendo, como pudriéndose de lástima con el cacareo de las gallinas alborotadas en los dormitorios por aquellos amores de emergencia en el aire de vidrio líquido y el agosto sin dios de las tres de la tarde, pobre hijo mío. Aquel estado de escasez había de durar hasta que las fuerzas de ocupación abandonaran el país espantadas por una peste cuando todavía faltaban muchos años para que se cumplieran los términos del desembarco, desbarataron en piezas numeradas y metieron en cajones de tablas las residencias de los oficiales, arrancaron enteros los prados azules y se los llevaron enrollados como si fueran alfombras, envolvieron las cisternas de hule de las aguas estériles que les mandaban de su tierra para que no se los comieran por dentro los gusarapos de nuestros afluentes, desmantelaron sus hospitales blancos, dinamitaron los cuarteles para que nadie supiera cómo estuvieron construidos, abandonaron en el muelle el viejo acorazado de desembarco por cuy a cubierta se paseaba en noches de junio el espanto de un almirante perdido en la borrasca, pero antes de llevarse en sus trenes voladores aquel paraíso de guerras portátiles le impusieron a él la medalla de la buena vecindad, le rindieron honores de jefe de estado y le dijeron en voz alta para que todo el mundo lo oy era que ahí te dejamos con tu burdel de negros a ver cómo te las compones sin nosotros, pero se fueron, madre, qué carajo, se habían ido, y por primera vez desde sus tiempos cabizbajos de buey de ocupación él subió las escaleras gobernando de viva voz y de cuerpo presente a través de un tumulto de súplicas de que restableciera las peleas de gallo, y él mandaba, de acuerdo, que permitiera otra vez el vuelo de las cometas y otras tantas diversiones de pobres que habían prohibido los infantes, y él mandaba, de acuerdo, tan convencido de ser el dueño de todo su poder que invirtió los colores de la bandera y cambió el gorro frigio del escudo por el dragón vencido del invasor, porque al fin somos perros de nosotros mismos, madre, viva la peste. Bendición Alvarado se acordaría toda la vida de aquellos sobresaltos del poder y de otros más antiguos y amargos de la miseria, pero nunca los evocó con tanta pesadumbre como después de la farsa de la muerte cuando él andaba chapaleando en el pantano de la prosperidad mientras ella seguía lamentándose con quien quisiera oírla de que no vale la pena ser la mamá del presidente y no tener en el mundo nada más que esta triste máquina de coser, se lamentaba de que ahí donde ustedes lo ven con su carroza de entorchados mi pobre hijo no tenía ni un hoy o en la tierra para caerse muerto después de tantos y tantos años de servirle a la patria, señor, no es justo, y no seguía lamentándose por costumbre ni por engaño sino porque él y a no la hacía partícipe de sus quebrantos ni se precipitaba como antes a compartir con ella los mejores secretos del poder, y había cambiado tanto desde los tiempos de los infantes que a Bendición Alvarado le parecía que él estaba más viejo que ella, que la había dejado atrás en el tiempo, lo sentía trastabillar en las palabras, se le enredaban las cuentas de la realidad, a veces babeaba, y la había asaltado una compasión que no era de madre sino de hija cuando lo vio llegar a la mansión de los suburbios cargado de paquetes que se desesperaba por abrir todos al mismo tiempo, reventaba los cáñamos con los dientes, se le rompían las uñas con los sunchos antes de que ella encontrara las tij eras en el canasto de costura, sacaba todo a manos llenas del matorral de ripios ahogándose en las ansias de su vuelo, mire qué buenas vainas, madre, decía, una sirena viva en un acuario, un ángel de cuerda de tamaño natural que volaba por los aposentos dando la hora con una campana, un caracol gigante en cuy o interior no se escuchaba el oleaje y el viento de los mares sino la música del himno nacional, qué vainas tan berracas, madre, y a ve qué bueno es no ser pobre, decía, pero ella no le alentaba el entusiasmo sino que se ponía a mordisquear los pinceles de pintar oropéndolas para que el hijo no notara que el corazón se le desmigajaba de lástima evocando un pasado que nadie conocía como ella, recordando cuánto le había costado a él quedarse en la silla en que estaba sentado, y no en estos tiempos de ahora, señor, no en estos tiempos fáciles en que el poder era una materia tangible y única, una bolita de vidrio en la palma de la mano, como él decía, sino cuando era un sábalo fugitivo que nadaba sin dios ni ley en un palacio de vecindad, perseguido por la cáfila voraz de los últimos caudillos de la guerra federal que me habían ay udado a derribar al general y poeta Lautaro Muñoz, un déspota ilustrado a quien Dios tenga en su santa gloria con sus misales de Suetonio en latín y sus cuarenta y dos caballos de sangre azul, pero a cambio de sus servicios de armas se habían apoderado de las haciendas y ganados de los antiguos señores proscritos y se habían repartido el país en provincias autónomas con el argumento inapelable de que esto es el federalismo mi general, por esto hemos derramado la sangre de nuestras venas, y eran rey es absolutos en sus tierras, con sus ley es propias, sus fiestas patrias personales, su papel moneda firmado por ellos mismos, sus uniformes de gala con sables guarnecidos de piedras preciosas y dormanes de alamares de oro y tricornios con penachos de colas de pavorreales copiados de antiguos cromos de virrey es de la patria antes de él, y eran montunos y sentimentales, señor, entraban en la casa presidencial por la puerta grande sin permiso de nadie pues la patria es de todos mi general, por eso le hemos sacrificado la vida, acampaban en la sala de fiestas con sus serrallos paridos y los animales de granja de los tributos de paz que exigían a su paso por todas partes para que nunca les faltara de comer, llevaban una escolta personal de mercenarios bárbaros que en vez de botas se envolvían los pies en piltrafas de trapos y apenas si sabían expresarse en lengua cristiana pero eran sabios en trampas de dados y feroces y diestros en el manejo de las armas de guerra, de modo que la casa del poder parecía un campamento de gitanos, señor, tenía un olor denso de creciente de río, los oficiales del estado may or se habían llevado para sus haciendas los muebles de la república, se jugaban al dominó los privilegios del gobierno indiferentes a las súplicas de su madre Bendición Alvarado que no tenía un instante de reposo tratando de barrer tanta basura de feria, tratando de poner aunque fuera un poco de orden en el naufragio, pues ella era la única que había intentado resistir al envilecimiento irredimible de la gesta liberal, sólo ella había intentado expulsarlos a escobazos cuando vio la casa pervertida por aquellos réprobos de mal vivir que se disputaban las poltronas del mando supremo en altercados de naipes, los vio haciendo negocios de sodomía detrás del piano, los vio cagándose en las ánforas de alabastro a pesar de que ella les advirtió que no, señor, que no eran excusados portátiles sino ánforas rescatadas de los mares de Pantelaria, pero ellos insistían en que eran micas de ricos, señor, no hubo poder humano capaz de disuadirlos, ni hubo poder divino capaz de impedir que el general Adriano Guzmán asistiera a la fiesta diplomática de los diez años de mi ascenso al poder, aunque nadie hubiera podido imaginar lo que nos esperaba cuando apareció en la sala de baile con un austero uniforme de lino blanco escogido para la ocasión, apareció sin armas, tal como me lo había prometido bajo palabra de militar, con su escolta de prófugos franceses vestidos de civil y cargados de anturios de Cay ena que el general Adriano Guzmán repartió uno por uno entre las esposas de los embajadores y ministros después de solicitar con una reverencia el permiso de sus maridos, pues así le habían dicho sus mercenarios que era de buen recibo en Versalles y así lo había cumplido con un raro ingenio de caballero, y luego permaneció sentado en un rincón de la fiesta con la atención fija en el baile y aprobando con la cabeza, muy bien, decía, bailan bien estos cachacos de las Europas, decía, a cada quién lo suy o, decía, tan olvidado en su poltrona que sólo y o me di cuenta de que uno de sus edecanes le volvía a llenar la copa de champaña después de cada sorbo, y a medida que pasaban las horas se volvía más tenso y sanguíneo de lo que era al natural, se soltaba un botón de la guerrera ensopada de sudor cada vez que la presión de un eructo reprimido se le subía hasta los ojos, sollozaba de sopor, madre, y de pronto se levantó a duras penas en una pausa del baile y acabó de soltarse los botones de la guerrera y luego se soltó los de la bragueta y quedó abierto en canal esperjando los descotes perfumados de las señoras de embajadores y ministros con su mustia manguera de zopilote, ensopaba con su agrio orín de borracho de guerra los tiernos regazos de muselina, los corpiños de brocados de oro, los abanicos de avestruz, cantando impasible en medio del pánico que soy el amante desairado que riega las rosas de tu vergel, oh rosas primorosas, cantaba, sin que nadie se atreviera a someterlo, ni siquiera él, porque yo me sabía con más poder que cada uno de ellos pero con mucho menos que dos de ellos confabulados, todavía inconsciente de que él veía a los otros como eran mientras los otros no lograron vislumbrar jamás el pensamiento oculto del anciano de granito cuy a serenidad era apenas semejante a su prudencia sin escollos y a su inconmensurable disposición para esperar, sólo veíamos los ojos lúgubres, los labios y ertos, la mano de doncella púdica que ni siquiera se estremeció en el pomo del sable el mediodía de horror en que le vinieron con la novedad mi general de que el comandante Narciso López enfermo de grifa verde y de aguardiente de anís se le metió en el retrete a un dragoneante de la guardia presidencial y lo calentó a su gusto con recursos de mujer brava y después lo obligó a que me lo metas todo, carajo, es una orden, todo, mi amor, hasta tus peloticas de oro, llorando de dolor, llorando de rabia, hasta que se encontró consigo mismo vomitando de humillación en cuatro patas con la cabeza metida en los vapores fétidos del excusado, y entonces levantó en vilo al dragoneante adónico y lo clavó con una lanza llanera como una mariposa en el gobelino primaveral de la sala de audiencias sin que nadie se atreviera a desclavarlo en tres días, pobre hombre, porque él no hacia nada más que vigilar a sus antiguos compañeros de armas para que no se confabularan pero sin atravesarse en sus vidas, convencido de que ellos mismos se iban a exterminar entre sí antes de que le vinieron con la novedad mi general de que al general Jesucristo Sánchez lo habían tenido que matar a silletazos los miembros de su escolta cuando le dio un ataque de mal rabia por una mordedura de gato, pobre hombre, apenas si descuidó la partida de dominó cuando le soplaron al oído la novedad mi general de que el general Lotario Sereno se había ahogado porque el caballo se le murió de repente cuando vadeaba un río, pobre hombre, apenas si parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que el general Narciso López se metió un taco de dinamita en el culo y se voló las entrañas por la vergüenza de su pederastia invencible, y él decía pobre hombre como si nada tuviera que ver con aquellas muertes infames y para todos ordenaba el mismo decreto de honores póstumos, los proclamaba mártires caídos en actos de servicio y los enterraba con funerales magníficos a la misma altura en el panteón nacional porque una patria sin héroes es una casa sin puertas, decía, y cuando no quedaban más de seis generales de guerra en todo el país los invitó a celebrar su cumpleaños con una parranda de camaradas en el palacio presidencial, a todos juntos, señor, inclusive al general Jacinto Algarabía que era el más oscuro y matrero, que se preciaba de tener un hijo con su propia madre y sólo bebía alcohol de madera con pólvora, sin nadie más que nosotros en la sala de fiestas como en los buenos tiempos mi general, todos sin armas como hermanos de leche pero con los hombres de las escoltas apelotonados en la sala contigua, todos cargados de regalos magníficos para el único de nosotros que ha sabido comprendernos a todos, decían, queriendo decir que era el único que había
sabido manejarlos, el único que consiguió desentrañar de su remota guarida de los páramos al legendario general Saturno Santos, un indio puro, incierto, que andaba siempre como mi puta madre me parió con la pata en el suelo mi general porque los hombres bragados no podemos respirar si no sentimos la tierra, había llegado envuelto en una manta estampada con animales raros de colores intensos, llegó solo, como andaba siempre, sin escolta, precedido por una aura sombría, sin más armas que el machete de zafra que se negó a quitarse del cinto porque no era un arma de guerra sino de labor, y me trajo de regalo un águila amaestrada para pelear en guerras de hombres, y trajo el arpa, madre, el instrumento sagrado cuy as notas conjuraban la tempestad y apresuraban los ciclos de las cosechas y que el general Saturno Santos pulsaba con un arte del corazón que despertó en todos nosotros la nostalgia de las noches de horror de la guerra, madre, nos alborotó el olor a sarna de perro de la guerra, nos resolvió en el alma la canción de la guerra de la barca de oro que debe conducirnos, la cantaban a coro con toda el alma, madre, del puente me devolví bañado en lágrimas, cantaban, mientras se comieron un pavo con ciruelas y medio lechón, y bebía cada uno de su botella personal, cada uno de su alcohol propio, todos menos él y el general Saturno Santos que no probaron una gota de licor en toda su vida, ni fumaron, ni comieron más de lo indispensable para vivir, cantaron a coro en mi honor la canción de las mañanitas que cantaba el rey David, cantaron llorando todas las canciones de felicitación de cumpleaños que se cantaban antes de que el cónsul Hanemann nos viniera con la novelería mi general del fonógrafo de bocina con el cilindro del happy birthday, cantaban medio dormidos, medio muertos de la borrachera, sin preocuparse más del anciano taciturno que al golpe de las doce descolgó la lámpara y se fue a revisar la casa antes de acostarse de acuerdo con su costumbre de cuartel y vio por última vez al pasar de regreso por la sala de fiesta a los seis generales apelotonados en el suelo, los vio abrazados, inertes y plácidos, al amparo de las cinco escoltas que se vigilaban entre sí, porque aun dormidos y abrazados se temían unos a otros casi tanto como cada uno de ellos le temía a él y como él les temía a dos de ellos confabulados, y él volvió a colgar la lámpara en el dintel y pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas de su dormitorio, y se tiró en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho en lugar de la almohada, en el instante en que los estribos de la casa se remecieron con la explosión compacta de todas las armas de las escoltas disparadas al mismo tiempo, una vez, carajo, sin un ruido intermedio, sin un lamento, y otra vez, carajo, y y a está, se acabó la vaina, sólo quedó un relente de pólvora en el silencio del mundo, sólo quedó él a salvo para siempre de la zozobra del poder cuando vio en las primeras malvas del nuevo día los ordenanzas del servicio chapaleando en el pantano de sangre de la sala de fiestas, vio a su madre Bendición Alvarado estremecida por un vértigo de horror al comprobar que las paredes rezumaban sangre por más que las secaran con cal y ceniza, señor, que
las alfombras seguían chorreando sangre por mucho que las torcieran, y más sangre manaba a torrentes por corredores y oficinas cuanto más se desesperaban por lavarla para disimular el tamaño de la masacre de los últimos herederos de nuestra guerra que según el bando oficial fueron asesinados por sus propias escoltas enloquecidas, y cuy os cuerpos envueltos en la bandera de la patria saturaron el panteón de los próceres en funerales de obispo, pues ni siquiera un hombre de la escolta había escapado vivo de la encerrona sangrienta, nadie mi general, salvo el general Saturno Santos que estaba acorazado con sus ristras de escapularios y conocía secretos de indios, para cambiar de naturaleza según su voluntad, maldita sea, podía volverse armadillo o estanque mi general, podía volverse trueno, y él supo que era cierto porque sus baquianos más astutos le habían perdido el rastro desde la última Navidad, los perros tigreros mejor entrenados lo buscaban en sentido contrario, lo había visto encarnado por el rey de espadas en los naipes de sus pitonisas, y estaba vivo, durmiendo de día y viajando de noche por desfiladeros de tierra y de agua, pero iba dejando un rastro de oraciones que trastornaba el criterio de sus perseguidores y fatigaban la voluntad de sus enemigos, pero él no renunció a la búsqueda ni un instante del día y de la noche durante años y años hasta muchos años después en que vio por la ventanilla del tren presidencial una muchedumbre de hombres y mujeres con sus niños y sus animales y sus trastos de cocinar como había visto tantas detrás de las tropas de la guerra, los vio desfilar bajo la lluvia llevando sus enfermos en hamacas colgadas de un palo detrás de un hombre muy pálido con una túnica de cañamazo que dice ser un enviado mi general, y él se dio una palmada en la frente y se dijo ahí está, carajo, y ahí estaba el general Saturno Santos mendigando la caridad de los peregrinos con los hechizos de su arpa descordada, estaba miserable y sombrío, con un sombrero de fieltro gastado y un poncho en piltrafas, pero aun en aquel estado de misericordia no fue tan fácil de matar como él pensaba sino que había descabezado con el machete a tres de sus hombres mejores, se había enfrentado a los más fieros con tanto valor y tanta habilidad que él ordenó parar el tren frente al triste cementerio del páramo donde predicaba el enviado, y todo el mundo se apartó en estampida cuando los hombres de la guardia presidencial saltaron del vagón pintado con los colores de la bandera con las armas listas para disparar, no quedó nadie a la vista, salvo el general Saturno Santos junto a su arpa mítica con la mano crispada en la cacha del machete, y estaba como fascinado por la visión del enemigo mortal que apareció en el pescante del vagón con el vestido de lienzo sin insignias, sin armas, más viejo y más remoto que si tuviéramos cien años de no vernos mi general, me pareció cansado y solo, con la piel amarillenta del hígado malo y los ojos propensos a las lágrimas, pero tenía el resplandor lívido de quien no sólo era dueño de su poder sino también del poder disputado a sus muertos, así que me dispuse a morir sin resistir porque le pareció inútil contrariar a un anciano que venía de tan lejos sin más razones ni más méritos que el apetito bárbaro de mandar, pero él le mostró la palma de la mano de mantarray a y dijo Dios te salve, macho, la patria te merece, pues sabia desde siempre que contra un hombre invencible no había más armas que la amistad, y el general Saturno Santos besó la tierra que él había pisado y le suplicó la gracia de permitirme que le sirva como usted mande mi general mientras tenga virtud en estas manos para hacer cantar el machete, y él aceptó, de acuerdo, lo hizo su guardaespaldas con la única condición de que nunca te me pongas detrás, lo convirtió en su cómplice de dominó y entre ambos despeluzaron a cuatro manos a muchos déspotas en desgracia, lo subía descalzo en la carroza presidencial y lo llevaba a las recepciones diplomáticas con aquel aliento de tigre que alborotaba a los perros y les causaba vértigo a las esposas de los embajadores, lo puso a dormir atravesado frente a la puerta de su dormitorio para aliviarse el miedo de dormir cuando la vida se volvió tan áspera que él temblaba ante la idea de encontrarse solo entre la gente de los sueños, lo mantuvo a diez palmos de su confianza durante muchos años hasta que el ácido úrico le engarrotó la virtud de hacer cantar el machete y le pidió el favor de que me mate usted mismo mi general para no darle a otro el gusto de matarme sin ningún derecho, pero él lo mandó a morir con una pensión de buen retiro y una medalla de gratitud en la vareda de cuatreros del páramo donde había nacido y no pudo reprimir las lágrimas cuando el general Saturno Santos puso de lado el pudor para decirle ahogándose de llanto que y a ve usted mi general que hasta a los machos más bragados se nos llega la hora de ser maricones, qué vaina. De modo que nadie comprendía mejor que Bendición Alvarado el alborozo pueril con que él se desquitaba de los malos tiempos y la falta de sentido con que despilfarraba las ganancias del poder para tener de viejo lo que le hizo falta de niño, pero le daba rabia que abusaran de su inocencia prematura para venderle aquellos cherembecos de gringos que no eran tan baratos ni requerían tanto ingenio como los pájaros de burla que ella no conseguía vender a más de cuatro, está bien que la goces, decía, pero piensa en el futuro, que no te quiero ver pidiendo la caridad con un sombrero en la puerta de una iglesia si mañana o más tarde no lo permita Dios te quitan de la silla en que estás sentado, si al menos supieras cantar, o si fueras arzobispo, o navegante, pero tú no eres más que general, así que no sirves para nada sino para mandar, le aconsejaba que entierres en un sitio seguro la plata que te sobra del gobierno, donde nadie más que él pudiera encontrarla, por si se daba el caso de salir corriendo como esos pobres presidentes de ninguna parte que pastoreaban el olvido mendigando adioses de barcos en la casa de los arrecifes, mírate en ese espejo, le decía, pero él no le hacía caso sino que le postraba el desconsuelo con la fórmula mágica de esté tranquila madre, esta gente me quiere. Bendición Alvarado había de vivir muchos años lamentándose de la pobreza, peleando con las sirvientas por las cuentas del mercado y hasta saltando almuerzos para economizar, sin que nadie se atreviera a revelarle que era una de las mujeres más ricas de la tierra, que todo lo que él acumulaba con los negocios del gobierno lo registraba a nombre de ella, que no sólo era dueña de tierras desmedidas y ganados sin cuento sino también de los tranvías locales, y del correo y el telégrafo y de las aguas de la nación, de modo que cada barco que navegaba por los afluentes amazónicos o los mares territoriales tenía que pagarle un derecho de alquiler que ella ignoró hasta la muerte, como ignoró durante muchos años que su hijo no andaba tan desvalido como ella suponía cuando llegaba a la mansión de los suburbios sofocándose en la maravilla de los juguetes de la vejez, pues además del impuesto personal que percibía por cada res que se beneficiaba en el país, además del pago de sus favores y de los regalos de interés que le mandaban sus partidarios, había concebido y lo estaba explotando desde hacia mucho tiempo un sistema infalible para ganarse la lotería. Eran los tiempos que sucedieron a su falsa muerte, los tiempos del ruido, señor, que no se llamaron así como muchos creíamos por el estruendo subterráneo que se sintió en la patria entera una noche del mártir San Heraclio y del cual no se tuvo nunca una explicación cierta, sino por el estrépito perpetuo de las obras emprendidas que se anunciaban desde sus cimientos como las más grandes del mundo y sin embargo no se llevaban a término, una época mansa en que él convocaba a los consejos de gobierno mientras hacía la siesta en la mansión de los suburbios, se acostaba en la hamaca abanicándose con el sombrero bajo los ramazones dulces de los tamarindos, escuchaba con los ojos cerrados a los doctores de palabra suelta y bigotes engomados que se sentaban a discutir alrededor de la hamaca, pálidos de calor dentro de sus levitas de paño y sus cuellos de celuloide, los ministros civiles que tanto detestaba pero que había vuelto a nombrar por conveniencia y a quienes oía discutir asuntos de estado entre el escándalo de los gallos que correteaban a las gallinas en el patio, y el pito continuo de las chicharras y el gramófono insomne que cantaba en el vecindario la canción de Susana ven Susana, se callaban de pronto, silencio, el general se había dormido, pero él bramaba sin abrir los ojos, sin dejar de roncar, no estoy dormido pendejos, continúen, continuaban, hasta que él salía tamaleando de entre las telarañas de la siesta y sentenció que entre tantas pendejadas el único que tiene la razón es mi compadre el ministro de la salud, qué carajo, se acabó la vaina, se acababa, conversaba con sus ay udantes personales llevándolos de un lado para otro mientras comía caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra, los despachaba en la escalera con una displicencia de hagan ustedes lo que quieran que al fin y al cabo y o soy el que manda, qué carajo, se le pasó la ventolera de preguntar si lo querían o si no lo querían, qué carajo, cortaba cintas inaugurales, se mostraba en público de cuerpo entero asumiendo los riesgos del poder como no lo había hecho en épocas más plácidas, qué carajo, jugaba partidas interminables de dominó con mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de
Aguilar y mi compadre el ministro de la salud que eran los únicos que tenían bastante confianza con él para pedirle la libertad de un preso o el perdón de un condenado a muerte, y los únicos que se atrevieron a pedirle que recibiera en audiencia especial a la reina de la belleza de los pobres, una criatura increíble de ese charco de miserias que llamábamos el barrio de las peleas de perro porque todos los perros del barrio estaban peleando en la calle desde hacía muchos años sin un instante de tregua, un reducto mortífero donde no entraban las patrullas de la guardia nacional porque las dejaban en cueros y desarmaban los coches en sus piezas originales con un solo pase de manos, donde los pobres burros perdidos entraban caminando por un extremo de la calle y salían por el otro en un saco de huesos, se comían asados a los hijos de los ricos mi general, los vendían en el mercado convertidos en longanizas, imagínese, pues allí había nacido y allí vivía Manuela Sánchez de mi mala suerte, una caléndula de muladar cuy a belleza inverosímil era el asombro de la patria mi general, y él se sintió tan intrigado con la revelación que si todo eso es verdad como ustedes dicen no sólo la recibo en audiencia especial sino que bailo con ella el primer vals, qué carajo, que lo escriban en los periódicos, ordenó, esas vainas les encantan a los pobres. Sin embargo, la noche después de la audiencia, mientras jugaban al dominó, le comentó con una amargura cierta al general Rodrigo de Aguilar que la reina de los pobres no valía ni el trabajo de bailar con ella, que era tan ordinaria como tantas Manuelas Sánchez de barriada con su traje de ninfa de volantes de muselina y la corona dorada con joy as de artificio y una rosa en la mano bajo la vigilancia de una madre que la cuidaba como si fuera de oro, así que él le había concedido todo cuanto quería que no era más que la luz eléctrica y el agua corriente para su barrio de las peleas de perro, pero advirtió que era la última vez que recibo una misión de súplicas, qué carajo, no vuelvo a hablar con pobres, dijo, sin terminar la partida, dio un portazo, se fue, oy ó los golpes de metal de las ocho, les puso el pienso a las vacas en los establos, hizo subir las bostas de boñiga, revisó la casa completa mientras comía caminando con el plato en la mano, comía carne guisada con frijoles, arroz blanco y tajadas de plátano verde, contó los centinelas desde el portón de entrada hasta los dormitorios, estaban completos y en su puesto, catorce, vio el resto de su guardia personal jugando dominó en el retén del primer patio, vio los leprosos acostados entre los rosales, los paralíticos en las escaleras, eran las nueve, puso en una ventana el plato de comida sin terminar y se encontró manoteando en la atmósfera de fango de las barracas de las concubinas que dormían hasta tres con sus sietemesinos en una misma cama, se acaballó sobre un montón oloroso a guiso de ay er y apartó para acá dos cabezas y para allá seis piernas y tres brazos sin preguntarse si alguna vez sabría quién era quién ni cuál fue la que al fin lo amamantó sin despertar, sin soñar con él, ni de quién había sido la voz que murmuró dormida desde otra cama que no se apure tanto general que se asustan los niños, regresó al interior de la casa, revisó las fallebas de las veintitrés ventanas, encendió las plastas de boñiga cada cinco metros desde el vestíbulo hasta las habitaciones privadas, sintió el olor del humo, se acordó de una infancia improbable que podía ser la suy a que sólo recordaba en aquel instante cuando empezaba el humo y la olvidaba para siempre, regresó apagando las luces al revés desde los dormitorios hasta el vestíbulo y tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba antes de taparlos con pedazos de lienzo, cuarenta y ocho, otra vez recorrió la casa completa con una lámpara en la mano, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales caminando con la lámpara encendida en los espejos, eran las diez, todo en orden, volvió a los dormitorios de la guardia presidencial, les apagó la luz, buenas noches señores, registró las oficinas públicas de la planta baja, las antesalas, los retretes, detrás de las cortinas, debajo de las mesas, no había nadie, sacó el mazo de llaves que era capaz de distinguir al tacto una por una, cerró las oficinas, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y cerrando las puertas con llave, sacó el frasco de miel de abejas de su escondite detrás de un cuadro y tomó las dos cucharadas de antes de acostarse, pensó en su madre dormida en la mansión de los suburbios. Bendición Alvarado en su sopor de adioses entre el toronjil y el orégano con una mano de pajarera exangüe pintora de oropéndolas como una madre muerta de costado, que pase buena noche, madre, dijo, muy buenas noches hijo le contestó dormida Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, colgó frente a su dormitorio la lámpara de gancho que él dejaba colgada en la puerta mientras dormía con la orden terminante de que no la apaguen nunca por que ésa era la luz para salir corriendo, dieron las once, inspeccionó la casa una última vez, a oscuras, por si alguien se hubiera infiltrado crey éndolo dormido, iba dejando el rastro de polvo del reguero de estrellas de la espuela de oro en las albas fugaces de ráfagas verdes de las aspas de luz de las vueltas del faro, vio entre dos instantes de lumbre un leproso sin rumbo que caminaba dormido, le cerró el paso, lo llevó por la sombra sin tocarlo alumbrándole el camino con las luces de su vigilia, lo puso en los rosales, volvió a contar los centinelas en la oscuridad, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas un mar igual en cada ventana, el Caribe en abril, lo contempló veintitrés veces sin detenerse y era siempre como siempre en abril como una ciénaga dorada, oy ó las doce, con el último golpe de los martillos de la catedral sintió la torcedura de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ruido en el mundo, él solo era la patria, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio, orinó sentado en la letrina portátil, orinó dos gotas, cuatro gotas, siete gotas arduas, se tumbó bocabajo en el suelo, se durmió en el acto, no soñó, eran las tres menos cuarto cuando se despertó empapado en sudor, estremecido por la certidumbre de que alguien lo había mirado mientras dormía, alguien que había tenido la virtud de meterse sin quitar las aldabas, quién vive, preguntó, no era nadie, cerró los ojos, volvió a sentir que lo miraban, abrió los ojos para ver, asustado, y entonces vio, carajo, era Manuela Sánchez que andaba por el cuarto sin quitar los cerrojos porque entraba y salía según su voluntad atravesando las paredes, Manuela Sánchez de mi mala hora con el vestido de muselina y la brasa de la rosa en la mano y el olor natural de regaliz de su respiración, dime que no es de verdad este delirio, decía, dime que no eres tú, dime que este vahído de muerte no es el marasmo de regaliz de tu respiración, pero era ella, era su rosa, era su aliento cálido que perfumaba el clima del dormitorio como un bajo obstinado con más dominio y más antigüedad que el resuello del mar, Manuela Sánchez de mi desastre que no estabas escrita en la palma de mi mano, ni en el asiento de mi café, ni siquiera en las aguas de mi muerte de los lebrillos, no te gastes mi aire de respirar, mi sueño de dormir, el ámbito de la oscuridad de este cuarto donde nunca había entrado ni había de entrar una mujer, apágame esa rosa, gemía, mientras gateaba en busca de la llave de la luz y encontraba a Manuela Sánchez de mi locura en lugar de la luz, carajo, por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido, si quieres llévate mi casa, la patria entera con su dragón, pero déjame encender la luz, alacrán de mis noches, Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta, gritó, crey endo que la luz lo liberaba del hechizo, gritando que la saquen, que la dejen sin mí, que la echen en los cantiles con un ancla en el cuello para que nadie vuelva a padecer el fulgor de su rosa, se iba desgañitando de pavor por los corredores, chapaleando en las tortas de boñiga de la oscuridad, preguntándose aturdido qué pasaba en el mundo que van a ser las ocho y todos duermen en esta casa de malandrines, levántense, cabrones, gritaba, se encendieron las luces, tocaron diana a las tres, la repitieron en la fortaleza del puerto, en la guarnición de San Jerónimo, en los cuarteles del país, y había un estrépito de armas asustadas, de rosas que se abrieron cuando aún faltaban dos horas para el sereno, de concubinas sonámbulas que sacudían alfombras bajo las estrellas y destapaban las jaulas de los pájaros dormidos y cambiaban por flores de anoche las flores trasnochadas de los floreros, y había un tropel de albañiles que construían paredes de emergencia y desorientaban a los girasoles pegando soles de papel dorado en los vidrios de las ventanas para que no se viera que todavía era noche en el cielo y era domingo veinticinco en la casa y era abril en el mar, y había un escándalo de chinos lavanderos que echaban de las camas a los últimos dormidos para llevarse las sábanas, ciegos premonitorios que anunciaban amor donde no estaba, funcionarios viciosos que encontraban gallinas poniendo los huevos del lunes cuando estaban todavía los de ay er en las gavetas de los archivos, y había un bullicio de muchedumbres aturdidas y peleas de perros en los consejos de gobierno convocados de urgencia mientras él se abría paso deslumbrado por el día repentino entre los aduladores impávidos que lo proclamaban descompositor de la madrugada, comandante del tiempo y depositario de la luz, hasta que un oficial del mando supremo se atrevió a detenerlo en el vestíbulo y se cuadró frente a él con la novedad mi general de
que apenas son las dos y cinco, otra voz, las tres y cinco de la madrugada mi general, y él le cruzó la cara con el revés feroz de la mano y aulló con todo el pecho asustado para que lo escucharan en el mundo entero, son las ocho, carajo, las ocho, dije, orden de Dios. Bendición Alvarado le preguntó al verlo entrar en la mansión de los suburbios de dónde vienes con ese semblante que pareces picado de tarántula, qué haces con esa mano en el corazón, le dijo, pero él se derrumbó en la poltrona de mimbre sin contestarle, cambió la mano de lugar, había vuelto a olvidarla cuando su madre lo apuntó con el pincel de pintar oropéndolas y preguntó asombrada si de veras se creía el Corazón de Jesús con esos ojos lánguidos y esa mano en el pecho, y él la escondió ofuscado, mierda madre, dio un portazo, se fue, se quedó dando vueltas en la casa con las manos en los bolsillos para que no se le pusieran por su cuenta donde no debían, contemplaba la lluvia por la ventana, vio resbalar el agua por las estrellas de papel de galletitas y las lunas de metal plateado que habían puesto en los cristales para que parecieran las ocho de la noche a las tres de la tarde, vio los soldados de la guardia ateridos en el patio, vio el mar triste, la lluvia de Manuela Sánchez en tu ciudad sin ella, el terrible salón vacío, las sillas puestas al revés sobre las mesas, la soledad irreparable de las primeras sombras de otro sábado efímero de otra noche sin ella, carajo, si al menos me quitaran lo bailado que es lo que más me duele, suspiró, sintió vergüenza de su estado, repasó los sitios del cuerpo donde poner la mano errante que no fuera en el corazón, se la puso por fin en la potra apaciguada por la lluvia, era igual, tenía la misma forma, el mismo peso, dolía lo mismo, pero era todavía más atroz como tener el propio corazón en carne viva en la palma de la mano, y sólo entonces entendió lo que tantas gentes de otros tiempos le habían dicho que el corazón es el tercer cojón mi general, carajo, se apartó de la ventana, dio vueltas en la sala de audiencias con la ansiedad sin recursos de un presidente eterno con una espina de pescado atravesada en el alma, se encontró en la sala del consejo de ministros oy endo como siempre sin entender, sin oír, padeciendo un informe soporífero sobre la situación fiscal, de pronto algo ocurrió en el aire, se calló el ministro de hacienda, los otros lo miraban a él por las rendijas de una coraza agrietada por el dolor, se vio a sí mismo inerme y solo en el extremo de la mesa de nogal con el semblante trémulo por haber sido descubierto a plena luz en su estado de lástima de presidente vitalicio con la mano en el pecho, se le quemó la vida en las brasas glaciales de los minuciosos ojos de orfebre de mi compadre el ministro de la salud que parecían examinarlo por dentro mientras le daba vueltas a la leontina del relojito de oro del chaleco, cuidado, dijo alguien, debe ser una punzada, pero y a él había puesto su mano de sirena endurecida de rabia en la mesa de nogal, recobró el color, escupió con las palabras una ráfaga mortífera de autoridad, y a quisieran ustedes que fuera una punzada, cabrones, continúen, continuaron, pero hablaban sin oírse pensando que algo grave debía pasarle a él si tenia tanta rabia, lo cuchichearon, corrió el rumor, lo señalaban, mírenlo cómo está de acontecido que tiene que agarrarse el corazón, se le rompieron las costuras, murmuraban, se propaló la versión de que había hecho llamar de urgencia al ministro de la salud y que éste lo encontró con el brazo derecho puesto como una pata de cordero sobre la mesa de nogal y le ordenó que me lo corte, compadre, humillado por su triste condición de presidente bañado en lágrimas, pero el ministro le contestó que no, general, esa orden no la cumplo aunque me fusile, le dijo, es un asunto de justicia, general, y o valgo menos que su brazo. Estas y muchas otras versiones de su estado se iban haciendo cada vez más intensas mientras él media en los establos la leche para los cuarteles viendo cómo se alzaba en el cielo el martes de ceniza de Manuela Sánchez, hacia sacar a los leprosos de los rosales para que no apestaran las rosas de tu rosa, buscaba los lugares solitarios de la casa para cantar sin ser oído tu primer vals de reina, para que no me olvides, cantaba, para que sientas que te mueres si me olvidas, cantaba, se sumergía en el cieno de los cuartos de las concubinas tratando de encontrar alivio para su tormento, y por primera vez en su larga vida de amante fugaz se le desenfrenaban los instintos, se demoraba en pormenores, les desentrañaba los suspiros a las mujeres más mezquinas, una vez y otra vez, y las hacía reír de asombro en las tinieblas no le da pena general, a sus años, pero él sabía de sobra que aquella voluntad de resistir eran engaños que se hacía a sí mismo para perder el tiempo, que cada tranco de su soledad, cada tropiezo de su respiración lo acercaban sin remedio a la canícula de las dos de la tarde ineludible en que se fue a suplicar por el amor de Dios el amor de Manuela Sánchez en el palacio del muladar de tu reino feroz de tu barrio dejas peleas de perro, se fue vestido de civil, sin escolta, en un automóvil de servicio público que se escabulló petardeando por el vapor de gasolina rancia de la ciudad postrada en el letargo de la siesta, eludió el fragor asiático de los vericuetos del comercio, vio la mar grande de Manuela Sánchez de mi perdición con un alcatraz solitario en el horizonte, vio los tranvías decrépitos que van hasta tu casa y ordenó que los cambien por tranvías amarillos de vidrios nublados con un trono de terciopelo para Manuela Sánchez, vio los balnearios desiertos de tus domingos de mar y ordenó que pusieran casetas de vestirse y una bandera de color distinto según los humores del tiempo y una malla de acero en una play a reservada para Manuela Sánchez, vio las quintas con terrazas de mármol y prados pensativos de las catorce familias que él había enriquecido con sus favores, vio una quinta más grande con surtidores giratorios y vitrales en los balcones donde te quiero ver viviendo para mí, y la expropiaron por asalto, decidiendo la suerte del mundo mientras soñaba con los ojos abiertos en el asiento posterior del coche de latas sueltas hasta que se acabó la brisa del mar y se acabó la ciudad y se metió por las troneras de las ventanas el fragor luciferino de tu barrio de las peleas de perro donde él se vio y no se crey ó pensando madre mía Bendición Alvarado mírame dónde estoy sin ti, favoréceme, pero nadie reconoció en el tumulto los ojos desolados, los labios débiles, la mano lánguida en el pecho, la voz de hablar dormido del bisabuelo asomado por los vidrios rotos con un vestido de lino blanco y un sombrero de capataz que andaba averiguando dónde vive Manuela Sánchez de mi vergüenza, la reina de los pobres, señora, la de la rosa en la mano, preguntándose asustado dónde podías vivir en aquella tropelía de nudos de espinazos erizados de miradas satánicas de colmillos sangrientos del reguero de aullidos fugitivos con el rabo entre las patas de la carnicería de perros que se descuartizaban a mordiscos en los barrizales, dónde estará el olor de regaliz de tu respiración en este trueno continuo de altavoces de hija de puta serás tu tormento de mi vida de los borrachos sacados a patadas del matadero de las cantinas, dónde te habrás perdido en la parranda sin término del maranguango y la burundanga y el gordolobo y la manta de bandera y el tremendo salchichón de hoy ito y el centavo negro de ñapa en el delirio perpetuo del paraíso mítico del Negro Adán y Juancito Trucupey, carajo, cuál es tu casa de vivir en este estruendo de paredes descascaradas de color amarillo de ahuy ama con cenefas moradas de balandrán de obispo con ventanas de verde cotorra con tabiques de azul de pelotica con pilares rosados de tu rosa en la mano, qué hora será en tu vida si estos desmerecidos desconocen mis órdenes de que ahora sean las tres y no las ocho de la noche de ay er como parece en este infierno, cuál eres tú de estas mujeres que cabecean en las salas vacías ventilándose con la falda despatarradas en los mecedores respirando de calor por entre las piernas mientras él preguntaba a través de los huecos de la ventana dónde vive Manuela Sánchez de mi rabia, la del traje de espuma con luces de diamantes y la diadema de oro macizo que él le había regalado en el primer aniversario de la coronación, y a sé quién es, señor, dijo alguien en el tumulto, una tetona nalgoncita que se cree la mamá de la gorila, vive ahí, señor, ahí, en una casa como todas, pintada a gritos, con la huella fresca de alguien que había resbalado en una plasta de porquería de perro en el sardinel de mosaicos, una casa de pobre tan diferente de Manuela Sánchez en la poltrona de los virrey es que costaba trabajo creer que fuera ésa, pero era ésa, madre mía Bendición Alvarado de mis entrañas, dame tu fuerza para entrar, madre, porque era ésa, había dado diez vueltas a la manzana mientras recobraba el aliento, había llamado a la puerta con tres golpes de los nudillos que parecieron tres súplicas, había esperado en la sombra ardiente del saledizo sin saber si el mal aire que respiraba estaba pervertido por la resolana o la ansiedad, esperó sin pensar siquiera en su propio estado hasta que la madre de Manuela Sánchez lo hizo entrar en la fresca penumbra olorosa a residuos de pescado de la sala amplia y escueta de una casa dormida que era más grande por dentro que por fuera, examinaba el ámbito de su frustración desde el taburete de cuero en que se había sentado mientras la madre de Manuela Sánchez la despertaba de la siesta, vio las paredes chorreadas de goteras de lluvias viejas, un sofá roto, otros dos taburetes con fondos de cuero, un piano sin cuerdas en el rincón, nada más, carajo, tanto sufrir para esta vaina, suspiraba, cuando la madre de Manuela Sánchez regresó con una canastilla de labor y se sentó a tejer encajes mientras Manuela Sánchez se vestía, se peinaba, se ponía sus mejores zapatos para atender con la debida dignidad al anciano imprevisto que se preguntaba perplejo dónde estarás Manuela Sánchez de mi infortunio que te vengo a buscar y no te encuentro en esta casa de mendigos, dónde estará tu olor de regaliz en esta peste de sobras de almuerzo, dónde estará tu rosa, dónde tu amor, sácame del calabozo de estas dudas de perro, suspiraba, cuando la vio aparecer en la puerta interior como la imagen de un sueño reflejada en el espejo de otro sueño con un traje de etamina de a cuartillo la y arda, el cabello amarrado de prisa con una peineta, los zapatos rotos, pero era la mujer más hermosa y más altiva de la tierra con la rosa encendida en la mano, una visión tan deslumbrante que él apenas si tuvo dominio para inclinarse cuando ella lo saludó con la cabeza levantada Dios guarde a su excelencia, y se sentó en el sofá, enfrente de él, donde no la alcanzaron los efluvios de su grajo fétido, y entonces me atreví a mirarlo de frente por primera vez haciendo girar con dos dedos la brasa de la rosa para que no se me notara el terror, escruté sin piedad los labios de murciélago, los ojos mudos que parecían mirarme desde el fondo de un estanque, el pellejo lampiño de terrones de tierra amasados con aceite de hiel que se hacía más tirante e intenso en la mano derecha del anillo del sello presidencial exhausta en la rodilla, su traje de lino escuálido como si dentro no estuviera nadie, sus enormes zapatos de muerto, su pensamiento invisible, su poder oculto, el anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria que se abanicaba con el sombrero de capataz contemplándome en silencio desde su otra orilla, Dios mío, qué hombre tan triste, pensé asustada, y preguntó sin compasión en qué puedo servirle excelencia, y él contestó con un aire solemne que sólo vengo a pedirle un favor, majestad, que me reciba esta visita. La visitó sin alivio durante meses y meses, todos los días en las horas muertas del calor en que solía visitar a su madre para que los servicios de seguridad crey eran que estaba en la mansión de los suburbios, porque sólo él ignoraba lo que todo el mundo sabía que los fusileros del general Rodrigo de Aguilar lo protegían agazapados en las azoteas, endemoniaban el tránsito, desocupaban a culatazos las calles por donde él tenía que pasar, las mantenían vedadas para que parecieran desiertas desde las dos hasta las cinco con orden de tirar a matar si alguien trataba de asomarse en los balcones, pero hasta los menos curiosos se las arreglaban para aguaitar el paso fugitivo de la limusina presidencial pintada de automóvil de servicio público con el anciano canicular escondido de civil dentro del traje de lino inocente, veían su palidez de huérfano, su semblante de haber visto amanecer muchos días, de haber llorado escondido, de no importarle y a lo que pensaran de la mano en el pecho, el arcaico animal taciturno que iba dejando un rastro de ilusiones de mírenlo cómo va que y a no puede con su alma en el aire vidriado de calor de las calles prohibidas, hasta que las suposiciones de enfermedades raras se hicieron tan ruidosas y múltiples que terminaron por tropezar con la verdad de que él no estaba en casa de su madre sino en la sala en penumbra del remanso secreto de Manuela Sánchez bajo la vigilancia implacable de la madre que tricotaba sin respirar, pues era para ella que compraba las máquinas de ingenio que tanto entristecían a Bendición Alvarado, trataba de seducirla con el misterio de las agujas magnéticas, las tormentas de nieve del enero cautivo de los pisapapeles de cuarzo, los aparatos de astrónomos y boticarios, los pirógrafos, manómetros, metrónomos y giróscopos que él continuaba comprando a quien quisiera vendérselos contra el criterio de su madre, contra su propia avaricia de hierro, y sólo por la dicha de gozarlos con Manuela Sánchez, le ponía en el oído la caracola patriótica que no tenía dentro el resuello del mar sino las marchas militares que exaltaban su régimen, les acercaba la llama del fósforo a los termómetros para que veas subir y bajar el azogue opresivo de lo que pienso por dentro, contemplaba a Manuela Sánchez sin pedirle nada, sin expresarle sus intenciones, sino que la abrumaba en silencio con aquellos regalos dementes para tratar de decirle con ellos lo que él no era capaz de decir, pues sólo sabía manifestar sus anhelos más íntimos con los símbolos visibles de su poder descomunal como el día del cumpleaños de Manuela Sánchez en que le había pedido que abriera la ventana y ella la abrió y me quedé petrificada de pavor al ver lo que habían hecho de mi pobre barrio de las peleas de perro, vi las blancas casas de madera con ventanas de anjeo y terrazas de flores, los prados azules con surtidores de aguas giratorias, los pavorreales, el viento de insecticida glacial, una réplica infame de las antiguas residencias de los oficiales de ocupación que habían sido calcadas de noche y en silencio, habían degollado a los perros, habían sacado de sus casas a los antiguos habitantes que no tenían derecho a ser vecinos de una reina y los habían mandado a pudrirse en otro muladar, y así habían construido en muchas noches furtivas el nuevo barrio de Manuela Sánchez para que tú lo vieras desde tu ventana el día de tu onomástico, ahí lo tienes, reina, para que cumplas muchos años felices, para ver si estos alardes de poder conseguían ablandar tu conducta cortés pero invencible de no se acerque demasiado, excelencia, que ahí está mi mamá con las aldabas de mi honra, y él se ahogaba en sus anhelos, se comía la rabia, tomaba a sorbos lentos de abuelo el agua de guanábana fresca de piedad que ella le preparaba para darle de beber al sediento, soportaba la punzada del hielo en la sien para que no le descubrieran los desperfectos de la edad, para que no me quieras por lástima después de haber agotado todos los recursos para que lo quisiera por amor, lo dejaba tan sólo cuando estoy contigo que no me quedan ánimos ni para estar, agonizando por rozarla así fuera con el aliento antes de que el arcángel de tamaño humano volara dentro de la casa tocando la campana de mi hora mortal, y él se ganaba
un último sorbo de la visita mientras guardaba los juguetes en los estuches originales para que no los haga polvo la carcoma del mar, sólo un minuto, reina, se levantaba desde ahora hasta mañana, toda una vida, qué vaina, apenas si le sobraba un instante para mirar por última vez a la doncella inasible que al paso del arcángel se había quedado inmóvil con la rosa muerta en el regazo mientras él se iba, se escabullía entre las primeras sombras tratando de ocultar una vergüenza de dominio público que todo el mundo comentaba en la calle, la propalaba una canción anónima que el país entero conocía menos él, hasta los loros cantaban en los patios apártense mujeres que ahí viene el general llorando verde con la mano en el pecho, mírenlo cómo va que y a no puede con su poder, que está gobernando dormido, que tiene una herida que no se le cierra, la aprendieron los loros cimarrones de tanto oírsela cantar a los loros cautivos, se la aprendieron las cotorras y los arrendajos y se la llevaron en bandadas hasta más allá de los confines de su desmesurado reino de pesadumbre, y en todos los cielos de la patria se oy ó al atardecer aquella voz unánime de multitudes fugitivas que cantaban que ahí viene el general de mis amores echando caca por la boca y echando ley es por la popa, una canción sin término a la que todo el mundo hasta los loros le agregaban estrofas para burlar a los servicios de seguridad del estado que trataban de capturarla, las patrullas militares apertrechadas para la guerra rompían portillos en los patios y fusilaban a los loros subversivos en las estacas, les echaban puñados de pericos vivos a los perros, declararon el estado de sitio tratando de extirpar la canción enemiga para que nadie descubriera lo que todo el mundo sabía que era él quien se deslizaba como un prófugo del atardecer por las puertas de servicio de la casa presidencial, atravesaba las cocinas y desaparecía entre el humo de las bostas de las habitaciones privadas hasta mañana a las cuatro, reina, hasta todos los días a la misma hora en que llegaba a la casa de Manuela Sánchez cargado de tantos regalos insólitos que habían tenido que apoderarse de las casas vecinas y derribar paredes medianeras para tener donde ponerlos, así que la sala original quedó convertida en un galpón inmenso y sombrío donde había incontables relojes de todas las épocas, había toda clase de gramófonos desde los primitivos de cilindro hasta los de diafragma de espejo, había numerosas máquinas de coser de manivela, de pedal, de motor, dormitorios enteros de galvanómetros, boticas homeopáticas, cajas de música, aparatos de ilusiones ópticas, vitrinas de mariposas disecadas, herbarios asiáticos, laboratorios de fisioterapia y educación corporal, máquinas de astronomía, ortopedia y ciencias naturales, y todo un mundo de muñecas con mecanismos ocultos de virtudes humanas, habitaciones canceladas en las que nadie entraba ni siquiera para barrer porque las cosas se quedaban donde las habían puesto cuando las llevaron, nadie quería saber de ellas y Manuela Sánchez menos que nadie pues no quería saber nada de la vida desde el sábado negro en que me sucedió la desgracia de ser reina, aquella tarde se me acabó el mundo, sus antiguos pretendientes habían muerto uno después del otro fulminados por colapsos impunes y enfermedades inverosímiles, sus amigas desaparecían sin dejar rastros, se la habían llevado sin moverla de su casa para un barrio de extraños, estaba sola, vigilada en sus intenciones más ínfimas, cautiva de una trampa del destino en la que no tenía valor para decir que no ni tenía tampoco suficiente valor para decir que sí a un pretendiente abominable que la acechaba con un amor de asilo, que la contemplaba con una especie de estupor reverencial abanicándose con el sombrero blanco, ensopado en sudor, tan lejos de si mismo que ella se había preguntado si de veras la veía o si era sólo una visión de espanto, lo había visto titubeando a plena luz, lo había visto masticar las aguas de frutas, lo había visto cabecear de sueño en la poltrona de mimbre con el vaso en la mano cuando el zumbido de cobre de las chicharras hacía más densa la penumbra de la sala, lo había visto roncar, cuidado excelencia, le dijo, él despertaba sobresaltado murmurando que no, reina, no me había dormido, sólo había cerrado los ojos, decía, sin darse cuenta de que ella le había quitado el vaso de la mano para que no se le cay era mientras dormía, lo había entretenido con astucias sutiles hasta la tarde increíble en que él llegó a la casa ahogándose con la noticia de que hoy te traigo el regalo más grande del universo, un prodigio del cielo que va a pasar esta noche a las once cero seis para que tú lo veas, reina, sólo para que tú lo veas, y era el cometa. Fue una de nuestras grandes fechas de desilusión, pues desde hacía tiempo se había divulgado una especie como tantas otras de que el horario de su vida no estaba sometido a las normas del tiempo humano sino a los ciclos del cometa, que él había sido concebido para verlo una vez pero no había de verlo la segunda a pesar de los augurios arrogantes de sus aduladores, así que habíamos esperado como quien esperaba la fecha de nacer la noche secular de noviembre en que se prepararon las músicas de gozo, las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta que por primera vez en un siglo no estallaban para exaltar su gloria sino para esperar los once golpes de metal de las once que habían de señalar el término de sus años, para celebrar un acontecimiento providencial que él esperó en la azotea de la casa de Manuela Sánchez, sentado entre ella y su madre, respirando con fuerza para que no le conocieran los apuros del corazón bajo un cielo aterido de malos presagios, aspirando por primera vez el aliento nocturno de Manuela Sánchez, la intensidad de su intemperie, su aire libre, sintió en el horizonte los tambores de conjuro que salían al encuentro del desastre, escuchó lamentos lejanos, los rumores de limo volcánico de las muchedumbres que se prosternaban de terror ante una criatura ajena a su poder que había precedido y había de trascender los años de su edad, Sintió él peso del tiempo, padeció por un instante la desdicha de ser mortal, y entonces lo vio, ahí está, dijo, y ahí estaba, porque él lo conocía, lo había visto cuando pasó para el otro lado del universo, era el mismo, reina, más antiguo que el mundo, la doliente medusa de lumbre del tamaño del cielo que a cada palmo de su tray ectoria regresaba un millón de años a su origen, oy eron el zumbido de flecos de papel de estaño, vieron su rostro atribulado, sus ojos anegados de lágrimas, el rastro de venenos helados de su cabellera desgreñada por los vientos del espacio que iba dejando en el mundo un reguero de polvo radiante de escombros siderales y amaneceres demorados por lunas de alquitrán y cenizas de cráteres de océanos anteriores a los orígenes del tiempo de la tierra, ahí lo tienes, reina, murmuró, míralo bien, que no volveremos a verlo hasta dentro de un siglo, y ella se persignó aterrada, más hermosa que nunca bajo el resplandor de fósforo del cometa y con la cabeza nevada por la llovizna tenue de escombros astrales y sedimentos celestes, y entonces fue cuando ocurrió, madre mía Bendición Alvarado, ocurrió que Manuela Sánchez había visto en el cielo el abismo de la eternidad y tratando de agarrarse de la vida tendió la mano en el vacío y el único asidero que encontró fue la mano indeseable con el anillo presidencial, su cálida y tersa mano de rapiña cocinada al rescoldo del fuego lento del poder. Fueron muy pocos quienes se conmovieron con el transcurso bíblico de la medusa de lumbre que espantó a los venados del cielo y fumigó a la patria con un rastro de polvo radiante de escombros siderales, pues aun los más incrédulos estábamos pendientes de aquella muerte descomunal que había de destruir los principios de la cristiandad e implantar los orígenes del tercer testamento, esperamos en vano hasta el amanecer, regresamos a casa más cansados de esperar que de no dormir por las calles de fin de fiesta donde las mujeres del alba barrían la basura celeste de los residuos del cometa, y ni siquiera entonces nos resignábamos a creer que fuera cierto que nada había pasado, sino al contrario, que habíamos sido víctimas de un nuevo engaño histórico, pues los órganos oficiales proclamaron el paso del cometa como una victoria del régimen contra las fuerzas del mal, se aprovechó la ocasión para desmentir las suposiciones de enfermedades raras con actos inequívocos de la vitalidad del hombre del poder, se renovaron las consignas, se hizo público un mensaje solemne en que él había expresado mi decisión única y soberana de que estaré en mi puesto al servicio de la patria cuando volviera a pasar el cometa, pero en cambio él oy ó las músicas y los cohetes como si no fueran de su régimen, oy ó sin conmoverse el clamor de la multitud concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de gloria eterna al benemérito que ha de vivir para contarlo, no le importaban los estorbos del gobierno, delegaba su autoridad en funcionarios menores atormentado por el recuerdo de la brasa de la mano de Manuela Sánchez en su mano, soñando con vivir de nuevo aquel instante feliz aunque se torciera el rumbo de la naturaleza y se estropeara el universo, deseándolo con tanta intensidad que terminó por suplicar a sus astrónomos que le inventaran un cometa de pirotecnia, un lucero fugaz, un dragón de candela, cualquier ingenio sideral que fuera lo bastante terrorífico para causarle un vértigo de eternidad a una mujer hermosa, pero lo único que pudieron encontrar en sus cálculos fue un eclipse total de sol para el miércoles de la semana próxima a las cuatro de la tarde mi general, y él aceptó, de acuerdo, y fue una noche tan verídica a pleno día que se encendieron las estrellas, se marchitaron las flores, las gallinas se recogieron y se sobrecogieron los animales de mejor instinto premonitorio, mientras él aspiraba el aliento crepuscular de Manuela Sánchez que se le iba volviendo nocturno a medida que la rosa languidecía en su mano por el engaño de las sombras, ahí lo tienes, reina, le dijo, es tu eclipse, pero Manuela Sánchez no contestó, no le tocó la mano, no respiraba, parecía tan irreal que él no pudo soportar el anhelo y extendió la mano en la oscuridad para tocar su mano, pero no la encontró, la buscó con la y ema de los dedos en el sitio donde había estado su olor, pero tampoco la encontró, siguió buscándola con las dos manos por la casa enorme, braceando con los ojos abiertos de sonámbulo en las tinieblas, preguntándose dolorido dónde estarás Manuela Sánchez de mi desventura que te busco y no te encuentro en la noche desventurada de tu eclipse, dónde estará tu mano inclemente, dónde tu rosa, nadaba como un buzo extraviado en un estanque de aguas invisibles en cuy os aposentos encontraba flotando las langostas prehistóricas de los galvanómetros, los cangrejos de los relojes de música, los bogavantes de tus máquinas de oficios ilusorios, pero en cambio no encontraba ni el aliento de regaliz de tu respiración, y a medida que se disipaban las sombras de la noche efímera se iba encendiendo en su alma la luz de la verdad y se sintió más viejo que Dios en la penumbra del amanecer de las seis de la tarde de la casa desierta, se sintió más triste, más solo que nunca en la soledad eterna de este mundo sin ti, mi reina, perdida para siempre en el enigma del eclipse, para siempre jamás, porque nunca en el resto de los larguísimos años de su poder volvió a encontrar a Manuela Sánchez de mi perdición en el laberinto de su casa, se esfumó en la noche del eclipse mi general, le decían que la vieron en un baile de plenas de Puerto Rico, allá donde cortaron a Elena mi general, pero no era ella, que la vieron en la parranda del velorio de Papá Montero, zumba, canalla rumbero, pero tampoco era ella, que la vieron en el tiquiquitaque de Barlovento sobre la mina, en la cumbiamba de Aracataca, en el bonito viento del tamborito de Panamá, pero ninguna era ella, mi general, se la llevó el carajo, y si entonces no se abandonó al albedrío de la muerte no había sido porque le hiciera falta rabia para morir sino porque sabía que estaba condenado sin remedio a no morir de amor, lo sabía desde una tarde de los principios de su imperio en que recurrió a una pitonisa para que le ley era en las aguas de un lebrillo las claves del destino que no estaban escritas en la palma de su mano, ni en las barajas, ni en el asiento del café, ni en ningún otro medio de averiguación, sólo en aquel espejo de aguas premonitorias donde se vio a sí mismo muerto de muerte natural durante el sueño en la oficina contigua a la sala de audiencias, y se vio tirado bocabajo en el suelo como había dormido todas las noches de la vida desde su nacimiento, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y a una edad indefinida entre los 107 y los 232 años.
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