LAS
CIUDADES INVISIBLES (Fragmento)
Ítalo
Calvino
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1
Partiendo de allá y caminando tres jornadas
hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de
plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño,
un teatro de cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas sobre una
torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también
en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de
septiembre, cuando Los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden
todas juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de
mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una
noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2
Al hombre que cabalga largamente por tierras
selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora,
ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles
marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines,
donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una
tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los
apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora
es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo
contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña
pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila
con ellos. Los deseos son ya recuerdos.
LAS
CIUDADES Y EL DESEO. 1
De la
ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que cuatro torres de
aluminio se elevan desde sus murallas flanqueando siete puertas del puente
levadizo de resorte que franquea el foso cuya agua alimenta cuatro verdes
canales que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de
trescientas casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las
muchachas casaderas de cada barrio se enmaridan con jóvenes de otros barrios y
sus familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la
exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer
círculos a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad
en el pasado el presente el futuro; o bien decir como el camellero que me
condujo allí: “Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente caminaba
rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos dientes y
miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima tocaban el clarín,
todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles coloreados. Hasta entonces yo
sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en
Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años
siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las
rutas de las caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos
caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea”.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 3
Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré
describirte la Ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de
cuantos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus
soportales, qué chapas de Zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no
decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las
medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo
de un farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido
desde el farol hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan
el recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y
el salto del adúltero que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una
canaleta y el gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma
ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de improviso desde detrás
del cabo y la bomba que destruye la canaleta; los rasgones de las redes de
pescar y los tres viejos que sentados en el muelle para remendar las redes se
cuentan por centésima vez la historia de la cañonera del usurpador, de quien se
dice que era un hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el
muelle. En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como una
esponja y se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy debería contener todo
el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las
líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las
ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos,
en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras,
muescas, incisiones, cañonazos.
LAS CIUDADES Y EL DESEO. 2
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el
mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales
concéntricos y sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías
que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de
calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de
leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las
mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así
cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el
agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera 13 esencia de la ciudad:
porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos
uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en
medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La
ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú
formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino
habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces
benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día
trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al
deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo
eres su esclavo. LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1 El hombre camina días enteros
entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es
cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el
paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin
del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son
solamente lo que son. Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se
adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El
ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas
indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de
guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones
delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo
un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que
en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar
detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de
beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes.
Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados
cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los
cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un
edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa
en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la
prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las
mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no 14 por sí
mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere
decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes
sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las
calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace
repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino
registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué
contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se
extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las
nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya está
entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
LAS
CIUDADES Y LA MEMORIA. 4
Más allá de seis ríos y tres cadenas de
montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla
más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de
lo común en los recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria
punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las
calles, y de las puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin mostrar en
ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista
se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se
puede cambiar o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe de memoria cómo es
Zora, en la noche, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y
recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del
peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo,
el puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al
puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una
retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere
recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones
vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso.
Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de
afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo
que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria.
Pero inútilmente he partido de viaje para visitar la ciudad: obligada a
permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora
languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado.
LAS
CIUDADES Y EL DESEO. 3
De dos
maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad se presenta
diferente al que viene de tierra y al que viene del mar. El camellero que ve
despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las
antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo
las chimeneas, piensa en un barco, sabe que es una ciudad pero la piensa como
una nave que lo sacará del desierto, un velero a punto de partir, con el viento
que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando
en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de
ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde
tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las
ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer que se peina. En
la neblina de la costa el marinero distingue la forma de una giba de camello,
de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas manchadas que
avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de
cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles,
hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo lleva del
desierto del mar hacia el oasis de agua dulce a la sombra dentada de las
palmeras, hacia palacios de espesos muros encalados, de patios embaldosados
sobre los cuales bailan descalzas las danzarinas, y mueven los brazos un poco
dentro del velo, un poco fuera. Cada ciudad recibe su forma del desierto al que
se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín
entre dos desiertos.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 2
De la
ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos bien claros: un negro ciego
que grita en la multitud, un loco que se asoma por la cornisa de un
rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto con una traílla. En
realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón el empedrado de Zirma
son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los
locos se pasan horas en las cornisas, no hay puma que no sea criado por un
capricho de muchacha. La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a
fijarse en la mente. Vuelvo también yo de Zirma: mi recuerdo comprende
dirigibles que vuelan en todos los sentidos a la altura de las ventanas, calles
de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes
subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que
estaban conmigo en el viaje, en cambio, juran que vieron un solo dirigible
suspendido entre las agujas de la ciudad, un solo tatuador que disponía sobre
su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola mujer gorda
apantallándose en la plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite
los signos para que la ciudad empiece a existir.
LAS CIUDADES SUTILES. 1
Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos,
surge sobre un profundo lago subterráneo. Dondequiera que los habitantes,
excavando en la tierra largos agujeros verticales, han conseguido sacar agua,
hasta allí y no más lejos se ha extendido la ciudad: su perímetro verdeante
repite el de las orillas oscuras del lago sepulto, un paisaje invisible
condiciona el visible, todo lo que se mueve al sol es impelido por la ola que
bate encerrada bajo el cielo calcáreo de la roca. En consecuencia, religiones
de dos especies se dan en Isaura. Los dioses de la ciudad, según algunos,
habitan en las profundidades, en el lago negro que alimenta las venas
subterráneas. Según otros, los dioses habitan en los cubos que suben colgados
de la cuerda cuando aparecen fuera del brocal de los pozos, en las roldanas que
giran, en los cabrestantes de las norias, en las palancas de las bombas, en las
palas de los molinos de viento que suben el agua de las perforaciones, en los
andamiajes de tela metálica que encauzan el enroscarse de las sondas, en 17 los
tanques posados en zancos sobre los techos, en los arcos delgados de los
acueductos, en todas las columnas de agua, las tuberías verticales, los
sifones, los rebosaderos, subiendo hasta las veletas que coronan las aéreas
estructuras de Isaura, ciudad que se vuelve toda hacia lo alto.
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