A Olga Blinder
-¿Quién me puede decir que eso no sea cierto?-
farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y circunspecto,
adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de decir y que resultaba
increíble aun contado por él.
-Pero hay una realidad que no se puede falsear
impunemente- apuntó alguien no con ánimo de rebatirle, desde luego, sino de
aguijonearlo un poco.
-¿Cómo?- se hizo repetir la frase apantallándose la
oreja con la mano, despectivamente-. Claro, eso que la gente satisfecha llama
la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha vivido demasiado para
saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al final le queda al que más
sabe? Esto… -dijo haciendo sonar las
uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga-. ¿Quién puede adivinar los
móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que
estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos
nada más que por la fuerza de la costumbre.
El de ese hombre del barrio de emergencia que comienza a devorar a su
mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza
con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado
del guisote casero? Ahora está de moda hablar de la realidad. Típico reflejo de
inseguridad, de incertidumbre. La gente
quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es la
realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe
todavía. Para mí la realidad es lo que
queda cuando ha desaparecido toda la realidad, cuando se ha quemado la memoria
de la costumbre, el bosque nos impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o
imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es
lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que
nos hace lagrimear los ojos. Toquen la
punta de esta mesa, o una tecla en el piano. ¿Hay algo más fantástico que el
tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que vibra un momento y
se apaga?... –se puso los dedos sobre los labios para desinflar despacito la
pompa de un eructo. - ¿Y la vida de un hombre? ¿Pero es que alguien sabe de ese
condenado a muerte algo más que los garabatos que deja arañados en las paredes
de su celda? Y a veces esos borrones despistan todavía más porque los cargamos
con nuestra propia agonía o indiferencia… -el picor de la acidez se le demoró
un instante en el fruncimiento del ceño, en la comisura de los labios.
Nos miramos disimuladamente: era muy raro que el
gordo se pusiera patético o sentimental.
Ahora mismo sus ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus
palabras.
-¿Saben lo que pasa? Se habla demasiado. El mundo está envenenado por las palabras. Son la fuente de la mayor parte de nuestros
actos fallidos, de nuestros reflejos, de nuestras frustraciones. La palabra es la gran trampa. Es muy cierto
eso de que empezamos a morir por la boca como los peces. Yo mismo hablo y hablo. ¿Para qué? Para sacar
nuevas capas a la cebolla. Por ahí no se
va a ningún lado. Habría que encontrar un nuevo lenguaje, y mejor todavía un
lenguaje de silencio en el que nos podamos comunicar por levísimos
estremecimientos, como los animales -¿no se dan cuenta qué libres son ellos?-,
por leves alteraciones de esta acumulación de ondas congestionadas que hay en
nosotros como un forúnculo a punto de reventar.
Un pestañeo apenas visible resumiría todos los cantos de la Ilíada,
incluso los que se perdieron. Un pliegue
de labios, todo Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes, tan aburridos e
ilegibles ya. Los gestos más largos
expresarían los hechos más simples: el hambre, el odio, la indiferencia. El amor sería aún más simple: una mirada y en
esa mirada, un hombre y una mujer desnudos, desnudos de veras, por dentro y por
fuera, pero conservando todo su misterio… ¡Qué sé yo! No se sabe nada de
nada. En esta carrera nadie tiene la
precisa. Pónganle la firma… -su
expresión volvía ser apacible,
neutra-. Si en el país de los ciegos te
falta un ojo, quítate el otro, solía decir mi abuelo, un viejo alcahuete que
supo andar en la lluvia sin mojarse. Y
tenía razón. Lo que no quiere decir que
un ciego sea precisamente el testigo de lo invisible, aunque a veces… -se interrumpió como si de pronto se le
hubiese escapado la idea que quería
expresar; y tras una pausa, semblanteándonos fijamente uno por uno-: Ya
Séneca decía hace dos mil años: “¿Con quién podríamos comunicar?”. ¿Y qué corno
sé yo, por qué no se lo preguntan a Mongo?
El mismo tenía un aire de apacible, inerte, fofa
irrealidad. Aun en el momento de hablar
y mover unas manos pálidas y blanduzcas de pianista en relâche. Obeso y enorme, desbordaba el sillón en que se había
arrellanado. Su cuerpo estaba anclado en
algo más que en el peso de la carne y su invencible molicie. El mismo aire que
se cernía sobre él parecía aplastarlo, deformarlo, hinchándolo y deshinchándolo
desde adentro en la respiración. En el
semblante apoplético la boca, que no había perdido del todo su bello dibujo,
era lo único que resistía la devastación.
Encerrados en la masa de tejido adiposo parecía haber dos hombres que no
querían saber nada entre sí. Habían
crecido juntos, se habían fundido finalmente, pero aún trataban de
contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de los dos tenía remedio, al menos el
uno en el otro. La ronca y monótona voz
servía sin embargo a uno y a otro, por igual, sin favoritismos.
Para qué entonces preguntar, explicar nada –agregó
tras una pausa en la que estuvo mordisqueando la despachurrada punta del
cigarro-. Leonardo hizo un león. Daba
algunos pasos, luego se abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese león… -pero volvió a callarse. Sobre la cara abotagada jugaba una sonrisa
muerta.
Creo que ninguno de nosotros pensaba en alguna
objeción en ese instante, ya olvidados del cuento que había comenzado, a
relatar a propósito de unos emigrados que consiguieron asesinar al embajador de
su país con la ayuda del ciego. El gordo
sostenía que el ciego había apuñaleado al militarote, sentenciado desde hacía
mucho tiempo por sus actos de sevicia y por haber organizado y dirigido el
aparato de represión del régimen. El
atentado y el crimen eran absurdos e increíbles, según el relato del
gordo. Pero a él no le podrían refutar
sus ocurrencias. Había que oírlo
simplemente. No porque fuera incapaz de escuchar a su vez, sino porque uno lo sentía
impermeable a las opiniones, a la incredulidad de los demás. No era quizás
egoísmo o infatuación. Era un desinterés, una indiferencia parecida a la
desesperanza, que él trataba de disimular con el humor de un sarcasmo vuelto
otra vez inocente. Más de una vez
sospeché que era un poco sordo y que se defendía de esa manera de la
humillación de admitirlo.
Lo que acababa de decir, por ejemplo, no tenía
ninguna relación con lo que anteriormente estaba diciendo. Pero él saltaba así
de un tema a otro sin transición, o buscándonos al “pálpito” en medio de
bruscas interrupciones, de largos e impenetrables silencios, entre sorbo y
sorbo de ginebra, tras los cuales hacía girar la copa con una especie de
rítmico tecleo de sus uñas en el vidrio.
Nunca se sabía cuándo hacía un chiste o recordaba una anécdota, ni en
qué momento concluía un cuento y empezaba otro sacándolo del anterior,
“despellejando la cebolla”. Pero nunca conseguimos hacerle contar por qué había
dejado su carrera de concertista de piano en la que llegó a alcanzar cierto
renombre, luego de aquella gira por las ciudades del interior en la que se vio
envuelto en un absurdo lío con la esposa de un gobernador. Lo que se sabía era vago e incierto, y a
pesar del escandalete que adobaron en su momento algunos diaruchos de
provincia, era casi seguro que a él no le cupo otra culpabilidad que la que la
confabulación de las circunstancias pudieron atribuirle. Habían pasado muchos
años. Él nunca quiso hablar de eso. Cuando alguien insinuaba la cosa, se quedaba
callado. Los ojillos enrojecidos que
parecían no tener iris, parpadeaban lacrimosos, renuentes, y se quedaban
amodorrados un largo rato. Pero uno de nosotros descubrió una vez, entre las
páginas de un diccionario de música, la fotografía de una hermosa mujer con una
dedicatoria un poco cursi e ingenua que delataba a la dama provinciana de la
historia. Un tiempo después la
fotografía desapareció también, y en su lugar el gordo colocó una obscena
viñeta recortada de cualquier revista de pornografía barata, para irrisión de
futuras indiscreciones.
No teníamos más remedio que aguantarlo. Lo escuchábamos impacientes y ávidos porque
siempre podíamos aprovechar algo en nuestras colaboraciones para las
revistas. Su repertorio era
inagotable. Jamás repetía sus cuentos.
Creo que los inventaba y olvidaba adrede.
Nosotros traficábamos con su desmemoriada prodigalidad, si bien casi
siempre teníamos que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e inventaba,
completando esas frases que se comía, esas palabras que eran inentendibles
gorgoteos, esos silencios cargados de astuta intención, abiertos a toda clase
de pistas falsas y contradictorias alusiones. Él se divertía a nuestra costa,
eso era seguro, atormentándonos con su endiablada, voluble, casi indescifrable
manera de contar. El gordo se reiría en
sus adentros de nosotros, pero el irregular balanceo de su abdomen lo
disimulaba muy bien.
Esa noche no éramos muchos. Tres o cuatro a lo sumo. Hacía calor. Estaba más lúcido e inerte que de
costumbre. Hablaba, bebía y callaba. La gruesa nariz y la frente que se extendía
hasta la calva orlada de ralos cabellos grises, estaban punteadas de incontables
gotitas. Se pasaba la mano, borroneaba
la floja piel, pero las puntitas volvían a brotar en seguida. Me parece estar viéndolo todavía.
Contó varios cuentos. Quizás fueran uno solo, como siempre,
desdoblado en hechos contradictorios, desgajando capa tras capa y emitiendo su
picante y fantástico sabor. Luego de la
alusión a la realidad insondable y al león lleno de lirios de Leonardo da
Vinci, empezó a relatarnos la historia del hombre que había soñado el lugar de
su muerte. La contó de un tirón, sin más
interrupciones ni digresiones. El hombre
vio en sueños el lugar donde había de morir.
Al principio no se entendía muy bien dónde era. Pero el gordo, contra su costumbre, se
explayó al final en una prolija descripción. Contó que el hombre vivió después
temblando de encontrarse en la realidad con el sitio predestinado y fatal. Contó el sueño a varios amigos. Todos coincidieron en que no debía darse
importancia a los sueños. Acudió a un
psicoanalista que sólo consiguió aterrarlo aún más. Acabó encerrándose en su casa. Una noche recordó bruscamente el sitio del
sueño. Era su propio cuarto en su casa.
La voz del gordo se
quebró en un ronquido. Señaló algo con
la mano, delante de sí. Giramos la
mirada siguiendo el gesto torpe y pesado, sin comprender todavía. No había nadie en el hueco de la puerta, pero
por un instante yo sentí en la nuca una ráfaga fría. Pensamos en alguna nueva ocurrencia del
gordo. Sólo cuando nos volvimos hacia él
comprendimos de golpe; lo que el gordo había descrito punto por punto era el
cuarto en que estábamos. Tenía la cara
lívida, viscosa. El húmedo cigarro se la
había caído sobre el pecho que ahora ya no se hamacaba en el blando jadeo. Los ojillos vidriosos se hallaban clavados en
nosotros con una burlona sonrisa.Yo el Supremo (fragmento)
Tengo pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al
amigo presente sino al ausente. Abrazamos a los que fueron y a los que
todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el general
Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora
libre de cuidados, de recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la
puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí presenciando mi
ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me
vuelvo de costado en mi pensamiento. El general está ahí. Hinchado
monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena. Flota a medio
palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no - habitación. Mi pierna
hinchada, el resto del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho
ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente nos concede en
esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me
contesta a su modo. La nebulosa persona se remueve un poco. ¿Está usted
cómodo? Me dice que sí. Me hace entender que pese a nuestras
desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los
hombres, murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la
sinceridad, la independencia, el patriotismo... Bueno, bueno, general,
no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras
desemejanzas, como usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta
obscuridad, no nos distinguimos el uno del otro. Entre los no-vivos
reina igualdad absoluta. Así el débil como el fuerte son iguales. Como
están las cosas, general, me habría gustado más sin embargo vivir la
vida de un peón de campo. Acuérdese, Excelencia, me consuela el general
con el vano consuelo de Horacio: Non omnis moriar. ¡Ah latinajos!,
pienso. Sentencias que sólo sirven para discursos fúnebres. Lo que
sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos sobrevive
lo hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá, como los que sólo
creemos en el más acá. O altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras
rebotaron contra las piedras... udo... udo... udo... Cuando acallaron
los ecos del versículo entre el zumbido de las moscas, volvió a nosotros
el silencio de las profundidades. Sólo deseo, general, que no haya
acabado usted desesperado del pensamiento de su Mayo, del mismo modo que
desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento. ¿Recuerda que usted mismo
me lo aconsejó en una carta? El recuerdo pesa mucho, lo sé. El recuerdo
de las obras pesa más que las obras mismas. Comunicábanse nuestras
almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de
tratados de paz y guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema
debilidad, nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras. Verdad sin
límites, ahora que ya no hay límites ni fronteras.
Para consolarse de sus derrotas, comenzó a escribir sus Memorias. Se nota en ellas cómo la idea revolucionaria fermenta, germina, fracasa a la sombra de los intereses económicos de la denominación extranjera. Belgrano, uno de los primeros propagadores del libre cambio en América del Sur, nada dice de su participación en los proyectos de fundar monarquías las que, según los doctores porteños, debían ayudar al libre cambio. ¡Ilusos jabonarios!
Para consolarse de sus derrotas, comenzó a escribir sus Memorias. Se nota en ellas cómo la idea revolucionaria fermenta, germina, fracasa a la sombra de los intereses económicos de la denominación extranjera. Belgrano, uno de los primeros propagadores del libre cambio en América del Sur, nada dice de su participación en los proyectos de fundar monarquías las que, según los doctores porteños, debían ayudar al libre cambio. ¡Ilusos jabonarios!
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