A. Castillo

Pava o del bosque azul
CONEJO
LA MADRE DE ERNESTO
El Evangelio Según Van Hutten
El otro Judas (Descargar)



Pava o del bosque azul

Aparecía y desaparecía entre los árboles del bosque azul. Ahí estaba de nuevo ahora. Igual a la lámina que Marcela había visto en el libro de la niña Elsie: el mismo pelo rubio, tan largo, la misma pollerita abierta, como una flor. El bosque estaba lleno de pájaros, no como los pájaros de la isla porque éstos que Marcela estaba viendo eran verdes, y había flores plateadas y flores doradas como flores de árbol de Navidad: la Navidad es fea. Y Marcela ya no estaba más en el bosque sino en el corralito de los pavos y el niño Ruddy le apuntaba con su honda, para que Marcela los matara. Marcela corría ahora detrás de Ruddy, con un cuchillo, o tal vez con un gran tenedor de trinchar.
-Marcela, cara de pava.
Se despertó sentada, al sol, en el patio de la quinta. Ruddy y Elsie la miraban. Marcela pensó decirles que la dejaran tranquila, que se fueran a jugar por ahí porque ella tenía que volver a un sitio, pero se confundía las palabras. Sintió la lengua pegajosa y trabada.
Elsie, codeando a su hermanito, dijo:
-Dale, dale -y se tapaba la boca con las dos manos, para reírse.
Ruddy se acercó.
-Tomá, Marcela
Marcela estiró el brazo. Pero había calculado mal la distancia (o acaso el niño Ruddy se alejó a propósito) y casi deja caer la botella al suelo. Los chicos reían como locos. Ruddy dijo:
-A que no te la tomás toda.
-Sí, toda -dijo Elsie, y saltaba. Y aquella era muy divertido: Ruddy le había estado dando toda la tarde esa bebida a Marcela y era más divertido que cuando emborracharon al loro.
Bebió. El sol daba de plano sobre el patio, pero el patio, de pronto, se había nublado. Los chicos, lejos. Disfrazados de indios. Envueltos en dos chales de la señora Lisa. Y entonces Marcela creyó recordar que antes de salir a la ciudad la señora Lisa le había encargado algo para la cena. La niña rubia: allí estaba otra vez. Marcela se fue detrás de la niña con pollerita de flor. A su espalda, entre las ramas azules, le pareció escuchar la voz del malísimo Ruddy.
-Mirá que cara de pava. Mirá
Después recordó qué era lo que le había encargado la señora Lisa, pero fue sólo un instante.
La niña agitaba su mano y la llamaba, desapareció de nuevo mientras se oía en alguna parte la risa de Elsie (pero Ruddy y Elsie no debían entrar al bosque azul), y Marcela echó a correr detrás de la chiquita rubia.

Cierto. Marcela se parecía a un pavo. Tal vez su andar, un poco torpe, bamboleante. O sus ojos- unos extraños ojos redondos, graves-, de bestia mansa. O quién sabe. Cuando no había nada qué hacer en la casa, y siempre que Ruddy y Elsie no la espiaran, claro, a Marcela podía oírsela hablando largamente con ellos: con los animalitos bobos del corral. Y a lo mejor fue por eso que acabó pareciéndoseles. Quién sabe. En todo caso, era un apacible y eficaz pavo de tiro. Un pavo percherón, sí, en este sentido nadie iba a poder nunca reprocharle nada. Y en el otro sentido tampoco, porque como decía el padre cura se nace feo como se nace lindo.
-Por esas cosas de Dios.
Fue el padre cura quien trajo a Marcela a la quinta de los Alinson. Llegó una tarde y le dijo a la señora Lisa:
-Podés hacer una buena obra, m’hija.
Y Lisa, que era buena católica y además necesitaba un a muchacha, accedió de inmediato, contentísima, sin esperar a que el padre cura terminase de explicarle lo de la inundación, la familia sin casa y los padres ahogados de Marcela, borrachos los dos en el rancho, que por eso se ahogaron.
-Eso sí -había agregado el hombre-, van a tener que enseñarle a desenvolverse. La muchacha tiene catorce años pero es como un animalito. Un animalito del Señor, claro -e hizo un gesto con las manos-. Un poco corta, sabés. Pavita.
Los chicos, se dieron cuenta en seguida, Marcela era pava. Ni siquiera sabía leer ni escribir y por más esfuerzos que hizo la linda y buena señora Lisa, quien hasta llegó a leerle cuentos siguiendo las palabras con el dedo (que si no fuera por esos mocosos que son el diablo hecho adrede, como decía Eusebia la cocinera, daría gusto trabajar en esta casa), no se consiguió que Marcela aprendiese media letra.
Los chicos estaban perplejos.
- ¿Nunca fuiste a la escuela, vos?
Marcela se encogió de hombros.
- ¿No sabés contestar? Mi hermano dice que si nunca fuiste a la escuela.
-Dejala, es analfabeta.
Con el tiempo, sin embargo, fue capaz de aprender bastantes cosas. Daba gusto, por ejemplo, verla ir y venir siempre con el paso lerdo, algo imponente (bestial), subir, bajar escaleras desde la sala grande al cuarto de los niños y de ahí al galpón del fondo, al corralito, y últimamente también a la biblioteca, que el señor Alison acabó por dejarle limpiar y donde Marcela encontró aquel libro de estampas de la niña Elsie, el que tenía el dibujo de la chiquita con vestido de flor.
-Y si no sabés leer -insistía Elsie-, para qué estás mirando mi libro.
Marcela volvió a encogerse de hombros. Dijo:
-Es lindo.
Ruddy la observaba, pensativo.
-Vos sí que no sos nada linda -siguió mirándola del mismo modo unos instantes y al fin, sin poder aguantar más, agregó: -Mirá que sos fea vos!
A Elsie le daba mucha risa cuando Ruddy hablaba así, porque él miraba fijamente a Marcela y la muchacha parecía tener miedo. Elsie dijo:
-No es más que una pava.
Entonces empezaron a gritarle cara de pava y gorda pambaza y Marcela se iba a la cocina, con Eusebia, que era la única persona a quien los chicos tenían miedo por los ojos de loca que ponía al decir que los iba a meter en el horno si no se quedaban quietos, y cosas peores, y si Eusebia había salido, Marcela se encerraba en su pieza junto al corralito.

Había vuelto a olvidar el encargo de la señora Lisa. Pero no, n o debía pensar en eso ahora. De lo contrario se iba a despertar, y era tan lindo estar allí, soñando. Los pájaros verdes y las flores azules, y ya nos upo que eso era un sueño. Cortó una flor. ¡Qué azul era! La flor entonces comenzó a abrirse en sus manos y Marcela, asombrada, vio como la flor se transformaba en pájaro, cambió de color y se hizo verde. Ella abrió lentamente la mano y le dio un impulso suave: el pájaro echó a volar. Marcela reía. El caminito se abrió como un abanico y una gran claridad le hirió los ojos. En el patio, hace un sol muy fuerte. Yo estoy sentada en el patio. Ruddy y Elsie.
-Marcela, borracha igual que tu madre.
Ellos, en el bosque, no tenía que dejar que ellos vinieran. Ellos no, son malos. Marcela apretó los párpados hasta que le dolieron los ojos y empezó a ver todo azul; después, junto al agua donde brillaban lentejuelas, estaba de nuevo la chiquita de la lámina. Me llama. Me llama a mí: a Marcela. Le hacía señas con una mano, en la otra llevaba una varilla. Un junco. Como los juncos de la isla, donde todo era feo. Su padre le daba una patada a la puerta del rancho y Marcela supo que le iban a pegar una paliza, a ella y a su madre, que estaba tirada en el suelo, borracha. Igual que tu madre. Ellos, los chicos, tenían la culpa de que Marcela estuviera en el rancho.
Los odiaba.

Tiene rasgos extraños, había dicho Alinson y agregó algo acerca de la herencia alcohólica: rastros, dijo después. Pero Lisa, sin escucharlo, aseguró que de todos modos nadie en el mundo cocinaba mejor que Marcela, ni siquiera Eusebia, que acabó yéndose de la quinta con la excusa de los chicos, pero cualquiera podía adivinar que la cabra al monte tira, como decía el padre cura, y por otra parte Marcela era un nombre bien bonito. Y Alinson sonrió y dijo en fin.
-En fin -dijo-. Mientras no salga borracha igual que la madre.
Sólo entonces notó que Ruddy y Elsie, asomando los ojos en el otro extremo de la mesa, lo miraban fascinados. Y a partir de ese día, los chicos inventaron una nueva manera de llamar a Marcela.
Y era muy divertido. Sobre todo ahora que podían jugar a sus anchas con la pava ésa porque Eusebia, que era loca, ya no iba a venir más y nadie volvería a contarles cosas de miedo, o a asustarlos con el trinchante, o a decir que los niños envueltos se hacen con chicos de verdad y que a veces daban ganas de cocinarlos a ellos dos metiéndolos en el horno de barro, como a los pollos o una cosa así.

El junco es dorado, por eso brilla lejos del rancho entre las hojas. El corazón comenzó a latirle con fuerza: con el junco dorado la chiquita arreaba algo ahora, muy suavemente. Miró bien. Sí, allí estaban sus pavos. Marchaban en fila, balanceándose. Sus bellos animalitos, la hermosa gente que Marcela crió en el corralito de la quinta. Entonces no era cierto que los habían matado para Navidad. Marcela, feliz, se reía.
-Mirá, mirá cómo se ríe la loca.
Y algo se movió, entre las ramas. Marcela asustada no quería mirar. No quiero, dijo. Sí, allá: detrás de aquellos árboles azules. A espaldas de la chiquita que, con su junco de oro, arreaba a los oscuros animalitos atravesados de lentejuelas verdes. No, ellos no. No quiero.
La cabeza odiosa de Ruddy, repentinamente entre las hojas azules, Ruddy estaba vestido de indio pera ya no era el bosque: era el patio. Y el sol. Le ardía la cabeza.
Junto a Ruddy la niña Elsie también estaba vestida de india, envueltos, los chicos, en dos chales amarillos de la señora Lisa, quien le había encargado algo para la noche. Ruddy le apuntaba con su arco:
-Emborrachate, Marcela.
El sol y los ojos de los chicos, los clarísimos ojos fijos en ella. Comprendió que si tomaba todo lo que había en la botella la iban a dejar en paz.

-La noto rara últimamente.
Pasada Navidad, Lisa creyó advertir que Marcela había cambiado y Alinson dijo que sí, los ojos.
La víspera de Nochebuena cambió. Marcela había estado sentada junto al corralito, inventando cosas. La niña Elsie vino y dijo:
-Dice mi mamá que empecés a matar los pavos.
Marcela la miraba, sin entender.
En seguida apareció Ruddy. Llegó corriendo por el patio golpeándose el traste con una mano y sosteniendo riendas invisibles en la otra. Gritó:
-Che, Marcela: los pavos. ¡A matar los pavos!
Marcela dijo que no.
-No quiero -dijo.
Alinson debió resignarse a matarlos él mismo. La noche siguiente, Marcela se negó también a servir la mesa.
-No quiero -dijo.
Estaba llorando en su cuarto cuando la puerta se abrió de golpe y entró Ruddy.
-Uuuuh -gritó el chico.
En la mano traía, colgando, la cabeza de uno de los pavos.

Sí, reflexionó Alinson, a lo mejor es mucho para ella sola, porque Lisa también notaba que Marcela había cambiado y quizás lo más justo era buscar otra muchacha, de modo que esa misma tarde decidieron tener una pequeña atención con el padre cura visitándolo en la casa parroquial de la ciudad, y Lisa, ya en la camioneta, le pidió a Marcela que tuviera lista para la cena aquella comida tan fácil que le había enseñado Eusebia y ahora les estaba diciendo a os chicos cuidadito con portarse mal, y levantó un dedo. O le digo que vuelva, agregó y agitaba el dedo y se reía. Que Eusebia vuelva, la loca esa que era la única persona del mundo a la que Ruddy y Elsie tenían miedo, por los ojos que ponía y porque siempre andaba asustando con la historia de que los niños envueltos se hacen con chicos de verdad o que los iba a meter en el horno de los pavos. Razón más que suficiente para que Ruddy y Elsie, mirándose, asegurasen que jugarían con juicio, sin molestar para nada a Marcelita. Y lisa les tiró besos con la mano.
-Lo que usted mande, señora -había dicho Marcela.
Después se sentó en el patio, al sol. Y comenzó a soñar sueños extraños, hasta soñó que el niño Ruddy le apuntaba con su arco par que ella matara a las lindas personas del corralito, y ella, entonces, lo había corrido con un cuchillo o tal vez con el gran tenedor de trinchar. Pero todo eso fue después, porque Elsie, antes, había dicho:
- ¿Emborrachamos al loro?
Y Ruddy estuvo por contestar que sí, pero cuando vio a Marcela sentada en el sillón del patio se olvidó de la promesa hecha a mamá y propuso:
-La emborrachamos a la pava.
Más tarde, cuando Marcela se quedó dormida ya no tenía nada de divertido, se envolvieron en dos chales y empezaron a jugar a los indios. Y entonces Marcela se dio cuenta de que ellos habían terminado por meterse en su bosque azul. Ruddy estaba ahí, oculto entre las hojas, con su arco y sus flechas de palo. La chiquita rubia no lo había visto. Marcela iba a hacer señas para avisarle cuando, de improviso, ocurrió algo maravilloso: la pollera de la chiquita se abrió muy amplia, y era una cosa tan bella como Marcela nunca había visto otra igual, era una cola, una gran cola de plumas verdes con reflejos de oro y de azul. Marcela se reía como una loca.
-Se ríe dormida. Está borracha.
Y el padre de Marcela entró al rancho después de abrir la puerta a patadas, y quería vino, y decía que a algunos hijos mejor comérselos, como los chanchos, y le pegaba en la cabeza. Ruddy entonces empezó a dar gritos como los indios y tiraba sus flechas sobre la niña de la gran cola irisada y sobre los hermosos pavos oscuros.
-Mirá, mirá Ruddy. Llora
- ¡Bo-rra-cha! ... ¡Llo-ro-na!
Y Elsie se reía. Mejor comérselos, decía el padre de Marcela, y rompió una botella contra la pared. ¡Comerse a los pavos! Ruddy saltaba alrededor de los pavos muertos y se los comía. Marcela lloraba. Mientras tanto, el bosque azul iba desarticulándose como detrás de un vidrio trizado, y envueltos en sus chales amarillos Ruddy y Elsie daban saltos, bailoteando en círculos. Después, se quedaron quietos. Fijamente la miraban. Muy quietos, con sus ojos clarísimos frente a ella. Ruddy le apuntó con su arco. Y Marcela, en su bosque que ya desaparecía, necesitaba despertarse porque de pronto había recordado una historia para asustar a los chicos, Eusebia la contaba. La flecha le pegó en la frente y se despertó. Y ahora también recordaba el encargo de la señora Lisa. Por eso, riéndose, Marcela dijo que sí cuando los Alinson volvieron de la ciudad, y por eso, cuando la señora Lisa preguntó a gritos por los chicos, Marcela siguió diciendo que la cena estaba lista, riéndose, repitiendo que sí.






CONEJO


Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.
A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y en¬tonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteo¬jos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, míren¬lo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los gran¬des también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tran¬quilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.
Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos aden¬tro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un ju¬guete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la ma¬ñana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en se¬guida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas pa¬labras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen jun¬tos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.
Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro ha¬cer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la ba¬sura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que vi¬niera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de rega¬lo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuen¬ta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para ha¬blar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, por¬que yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la ba¬rriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…


LA MADRE DE ERNESTO


Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
– ¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.


El Evangelio Según Van Hutten

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